2

Quinn echó un vistazo a su alrededor, satisfecha con el resultado. Su sala de reuniones destilaba un aire profesional, y el ramo de flores frescas que su secretaria había colocado a modo de centro de mesa le confería un toque personal a la mesa de color vino tinto, a la reluciente madera de cerezo y a los sillones de cuero claro. Los contratos estaban situados con suma precisión, junto a una elegante bandeja de plata con té, café y una selección de pastas. Un ambiente formal, aunque amistoso… tal como quería que fuese el preinicio de su matrimonio.

Decidió olvidar el nudo que se le formaba en el estómago cada vez que pensaba en volver a ver a Rachel Berry. Se preguntó cómo habría madurado. Las anécdotas que le había contado su hermana describían a una mujer impulsiva e imprudente. Al principio, pensó en rechazar la sugerencia de Spencer: Rachel no encajaba en la imagen que ella necesitaba. Los recuerdos de una niña de espíritu libre con una coleta al viento la atormentaban con insistencia. Sin embargo, sabía que era la propietaria de una respetable librería. Aún pensaba en ella como en la compañera de juegos de Spencer, aunque llevara años sin verla.

Pero se le acababa el tiempo.

Compartían vivencias de un pasado lejano y tenía el presentimiento de que Rachel era de fiar. Tal vez no encajara en su imagen de esposa perfecta, pero necesitaba el dinero. Deprisa. Spencer no le había contado el motivo, pero sí le había asegurado que Rachel estaba desesperada. Que necesitara dinero le resultaba cómodo, porque dejaba las cosas muy claras. Sin ambigüedades. Sin sueños de establecer una relación íntima entre ellas. Una transacción de negocios formal entre viejas amigas.

Algo soportable para ella.

Hizo ademán de pulsar el botón del interfono para hablar con su secretaria, pero la pesada puerta se abrió en ese preciso momento antes de cerrarse con un golpe seco.

Se volvió hacia la puerta.

Unos ojazos marrones se clavaron en su cara sin apenas titubear y con una expresión tan clara que le indicó que esa mujer sería incapaz de ganar una partida de póquer: poseía una sinceridad brutal y jamás iría de fiesta. Aunque reconocía esos ojos, la edad había cambiado el color a una inquietante mezcla de dorado y castaño. Su mente imaginó una imagen muy concreta: se vio corriendo en los pastizales de trigo en una tarde de verano.

Sus ojos contrastaban muchísimo con el californiano de su pelo, una melena larga que le llegaba por debajo de la espalda, cuyos tirabuzones le enmarcaban la cara con una rebeldía que parecía imposible de controlar. Los pómulos marcados destacaban su voluptuosa boca. Cuando eran pequeñas solía preguntarle si le había picado una abeja y después se echaba a reír. Aunque al final la broma se había vuelto contra ella. Esos labios eran el sueño erótico de cualquier persona… y sin necesidad de implicar a las abejas. Más bien a la miel. A ser posible, miel cálida y suculenta sobre esos labios carnosos que podría lamer despacio…

«¡Demonios!», pensó.

Controló sus pensamientos y terminó con la inspección. Recordó haberla torturado cuando descubrió que ya usaba sujetador. Como se desarrolló pronto, Rachel se sintió muy avergonzada cuando ella lo descubrió, de modo que utilizó esa información para hacerle daño. En ese momento, ya no le hacía gracia. Sus pechos eran tan voluptuosos como sus labios, y encajaban a la perfección con la curva de las caderas. Era pequeña, no tan alta como ella. Su apabullante femineidad iba envuelta en un vestido rojo que resaltaba su canalillo, le acariciaba las caderas y caía hasta el suelo. Las uñas pintadas de escarlata asomaban por las sandalias rojas.

Rachel se quedó quieta en la puerta, como si estuviera permitiendo que la admirase antes de decidirse a hablar.

Un poco desconcertada, Quinn intentó recomponerse y se aferró a la profesionalidad para ocultar su reacción. Rachel Barbra Berry había madurado muy bien. Quizá demasiado bien para su gusto. Pero eso tampoco tenía por qué decírselo.

La miró con la misma sonrisa neutral con la que miraría a cualquier socia comercial.

—Hola, Rachel. Hace siglos que no nos vemos.

Ella le devolvió la sonrisa, si bien su mirada siguió siendo seria. Se agitó un poco y cerró los puños.

—Hola, Quinn. ¿Cómo estás?

—Bien. Por favor, siéntate. ¿Quieres un café? ¿Té?

—Café, por favor.

—¿Leche? ¿Azúcar?

—Leche. Gracias.

Rachel se sentó con elegancia en el sillón acolchado, lo hizo girar para separarse del escritorio y cruzó las piernas. La sedosa tela roja subió un poco y le ofreció a Quinn un atisbo de sus piernas, suaves y atléticas.

Quinn se concentró en el café.

—¿Un milhojas? ¿Un buñuelo de manzana? Son de la pastelería de enfrente.

—No, gracias.

—¿Estás segura?

—Sí, sería incapaz de comerme uno solo. He aprendido a no ceder a la tentación.

La palabra «tentación» brotó de sus labios con una voz ronca y sensual que le acarició los oídos.

Sintió un golpe de deseo en la entrepierna y se dio cuenta de que su voz también le había acariciado otras partes. Totalmente desconcertada por su reacción hacia una mujer con la que no quería tener contacto físico alguno, empezó a prepararle el café antes de sentarse frente a ella.

Se analizaron un momento, dejando que el silencio se prolongara. Rachel le dio unos tironcitos a la delicada pulsera de oro que llevaba.

—Siento mucho lo de tu papá.

—Gracias. ¿Te ha explicado Spencer los pormenores?

—Todo el asunto parece una locura.

—Lo es. Russel creía en la familia, y murió convencido de que yo nunca sentaría la cabeza. De modo que decidió que necesitaba que me dieran un buen empujón por mi propio bien.

—¿No crees en el matrimonio?

Se encogió de hombros antes de contestar:

—El matrimonio es innecesario. El sueño de ese «para siempre» es un cuento chino. Las princesas de cuentos de hadas y la monogamia no existen.

Rachel se echó hacia atrás, sorprendida.

—¿No crees en forjar un compromiso con otra persona?

—Los compromisos duran poco. Sí, la gente habla en serio cuando confiesa su amor y su devoción, pero el tiempo erosiona todo lo bueno y deja solo lo malo. ¿Conoces a alguien que esté felizmente casado?

Rachel separó los labios, pero guardó silencio un instante.

—¿Además de mis padres? Supongo que no. Pero eso no quiere decir que no haya parejas felices.

—Tal vez.

Su tono de voz contradecía esa posibilidad.

—Supongo que hay un montón de cosas en las que no estamos de acuerdo —comentó la morena, que cambió de postura y volvió a cruzar las piernas—. Tendremos que pasar algo de tiempo juntas para ver si esto puede funcionar.

—No tenemos tiempo. La boda tiene que celebrarse antes de finales de la semana que viene. Da totalmente igual si nos llevamos bien o no. Es un matrimonio de conveniencia, nada más.

Rachel entrecerró los ojos.

—Ya veo que sigues siendo la misma idiota insoportable que se metía conmigo por el tamaño de mis pechos. Algunas cosas no cambian.

Quinn clavó la mirada en sus pechos.

—Supongo que tienes razón. Algunas cosas no cambian. Y otras siguen creciendo.

Rachel se quedó sin aliento al escuchar la broma, pero le sorprendió al sonreír.

—Y otras cosas siguen igual de idiotas petulantes.

Quinn estuvo a punto de espurrear el café, pero consiguió dejar la taza con una serena dignidad.

Sintió una llamarada en el estómago al recordar el día que pasaron en la piscina cuando eran niñas.

Acababa de burlarse de Rachel por los cambios de su cuerpo cuando Spencer se colocó detrás de ella a hurtadillas y le quitó el sujetador. Expuesta en todos los sentidos de la palabra, se marchó fingiendo que el asunto no la había molestado lo más mínimo. Sin embargo, el recuerdo seguía aguijoneándola como el momento más vergonzoso de su vida.

Señaló los documentos que ella tenía delante.

—Spencer me ha dicho que necesitas una cantidad concreta de dinero. He dejado la cuantía abierta a la negociación.

Una extraña expresión apareció en la cara de Rachel . Sus facciones se tensaron, aunque después recuperó la compostura.

—¿Es el contrato?

Quinn asintió con la cabeza.

—Imagino que querrás que lo repase tu abogado.

—No hace falta. Tengo un amigo abogado y como lo ayudé a estudiar para el examen que le permite ejercer se me quedaron muchas cosas. ¿Puedo verlo?

Quinn deslizó los documentos por la brillante superficie de madera. Rachel sacó del bolso unas gafas de leer de montura pequeña y negra, y se las puso. Tardó varios minutos en examinar el contrato, unos minutos que la rubia aprovechó para analizarla. La fuerte atracción que sentía la irritaba. Rachel no era su tipo. Era demasiado normal, demasiado directa, demasiado… real. Necesitaba la seguridad de saberse a salvo de cualquier arrebato emocional si ella no se salía con la suya. Aunque se enfadara, Santana siempre se comportaba con mesura. Rachel la acojonaba. Algo le decía que no sería fácil manejarla. Expresaba su opinión y exhibía sus emociones sin pensar. Semejantes reacciones provocaban situaciones de peligro, de caos y de desorden. Y eso era lo último que buscaba en un matrimonio.

Sin embargo…

Confiaba en ella. Esos ojos color marrón tenían un brillo determinado y una expresión honesta. Su promesa tenía valor. Al cabo de un año, sabía que ella se alejaría sin mirar atrás y sin querer más dinero. La balanza se inclinó a su favor.

Una uña pintada de rojo cereza golpeaba con insistencia el margen de la página. Rachel levantó la vista. Quinn se preguntó por qué de repente parecía muy blanca cuando hacía un momento tenía un aspecto muy saludable y sonrosado.

—¿Tienes una lista de requisitos?

Lo preguntó como si la acusara de un crimen capital en vez de haber redactado una lista de pros y contras.

Carraspeó antes de contestar.

—Sólo ciertas cualidades que me gustaría que tuviera mi mujer.

Rachel abrió la boca para hablar, pero no le salieron las palabras. Era como si le costara encontrarlas.

—Quieres a una anfitriona, a una huérfana y a un robot en una sola persona. ¿Es eso?

Quinn inspiró hondo.

—Estás exagerando. Que quiera casarme con alguien elegante y con cierto sentido empresarial no significa que sea un monstruo.

—Quieres a una mujer florero pero sin el sexo. ¿Es que no has aprendido nada de las mujeres desde que tenías catorce años y eso que eres una también?

—He aprendido muchas cosas. Por eso Russel ha tenido que obligarme a entrar en una institución que favorece a las mujeres.

Rachel soltó un grito ahogado.

—¡Tú te quieres beneficiar mucho del matrimonio sin dar nada!

—¿De qué forma?

—Yo disfruto de sexo habitual y del compañerismo.

—Después de seis meses comienzan los dolores de cabeza y las parejas se aburren el uno del otro.

—Cuentas con alguien con quien envejecer.

—Yo no quiero envejecer. Por eso me pasaré la vida buscando mujeres cada vez más jóvenes.

Rachel se quedó boquiabierta. De hecho, la cerró de golpe.

—Hijos… familia… alguien que te quiera en la salud y en la enfermedad.

—Alguien que se gaste tu dinero, que te dé la tabarra por las noches y que despotrique por tener que limpiar tus cosas.

—Estás enferma.

—Y tú, loca.

Rachel meneó la cabeza, de forma que sus sedosos rizos castaños se agitaron en torno a su cara antes de recolocarse despacio. Volvía a tener las mejillas sonrosadas.

—Dios, tus padres te dejaron tocadísima —masculló la morena.

—Gracias, Freud.

—¿Y si no encajo en todas las categorías?

—Ya lo solucionaremos.

Rachel entrecerró los ojos de nuevo y se mordió el labio inferior. Quinn recordó la primera vez que la besó, cuando tenía dieciséis años. Recordó cómo unió sus labios, recordó el estremecimiento que la recorrió. Recordó que le acarició los hombros desnudos. Recordó su olor fresco y limpio, a flores y a jabón, muy tentadora. Después del beso, Rachel la miró rebosante de inocencia, belleza y pureza. A la espera del final feliz.

Y después sonrió y le dijo que la quería. Que quería casarse con ella. Debería haberle dado unas palmaditas en la cabeza, decirle algo agradable y alejarse. Sin embargo, el comentario sobre el matrimonio le resultó dulce y tentador, y también le resultó aterrador. A los dieciséis años, Quinn ya sabía que ninguna relación sería bonita, que al final todas se estropeaban. Así que se echó a reír, le dijo que era una mocosa y la dejó sola en el bosque. La vulnerabilidad y el dolor que vio en su cara se le clavaron en el corazón, pero se blindó contra esa emoción. Cuanto antes aprendiera Rachel, mejor.

Aquel día se aseguró de que ambas aprendieran una dura lección.

Desterró el recuerdo y se concentró en el presente.

—¿Por qué no me dices qué quieres conseguir con este matrimonio?

—Ciento cincuenta mil dólares. En efectivo. Por adelantado, no al final del año.

Se inclinó hacia Rachel, intrigada.

—Es un montón de dinero. ¿Deudas de juego?

Un muro invisible se erigió entre ellas.

—No.

—¿Te has pasado con las compras?

La furia se reflejó en los ojos de Rachel.

—No es asunto tuyo. Nuestro trato establece que no vas a hacerme preguntas acerca del dinero ni en qué pienso gastarlo.

—Mmm, ¿algo más?

—¿Dónde vamos a vivir?

—En mi casa.

—No voy a renunciar a mi apartamento. Pagaré el alquiler como de costumbre.

La sorpresa se apoderó de Quinn.

—Como mi esposa, vas a necesitar un fondo de armario en consonancia. Recibirás una mensualidad y tendrás acceso a mi asesor personal.

—Me pondré lo que quiera, cuando quiera, y pagaré mis cosas.

Quinn contuvo una sonrisa al escucharla. Casi disfrutaba del enfrentamiento verbal, tal como hacía en los viejos tiempos.

—Serás la anfitriona de mis socios comerciales. Tengo un acuerdo importantísimo pendiente de un hilo, así que tendrás que congraciarte con las demás esposas.

—Soy capaz de comer sin apoyar los codos en la mesa y de reírme de los chistes tontos. Pero debo disponer de tiempo libre para seguir llevando mi negocio y para disfrutar de mi vida social.

—Por supuesto. Espero que sigas con tu estilo de vida individual como de costumbre.

—Siempre y cuando no te avergüence, ¿es eso?

—Exacto.

Rachel comenzó a golpear el suelo con el dedo gordo del pie al ritmo que marcaban sus uñas en la mesa.

—Tengo algunos problemillas con esta lista.

—Soy una persona flexible.

—Mantengo una estrecha relación con mi familia y necesitaremos una razón de mucho peso para convencerlos de que he decidido casarme así de repente.

—Diles que hemos vuelto a vernos después de todos estos años y que hemos decidido casarnos.

Rachel puso los ojos en blanco.

—No pueden enterarse de este acuerdo, así que tendremos que fingir que estamos locamente enamoradas. Tendrás que venir a cenar a casa para hacer el anuncio oficial. Y tendrá que ser convincente.

Quinn recordó que el padre de Rachel los abandonó por culpa de su adicción al alcohol, que lo distanció de la familia.

—¿Te sigues hablando con tu padre?

—Sí.

—Antes lo odiabas.

—Se ha reformado. Y decidí perdonarlo. De cualquier forma, mi hermano y mi cuñada, junto con mi sobrina y mis hermanas gemelas, viven con mis padres. Harán un millón de preguntas, así que tendrás que ser persuasiva.

Frunció el ceño al escucharla.

—No me gustan las complicaciones.

—Pues lo siento, pero esto forma parte del trato.

Quinn supuso que podría concederle esa pequeña victoria.

—Vale. ¿Algo más?

—Sí. Quiero una boda de verdad.

Entrecerró los ojos antes de replicar.

—Yo había planeado una boda en el juzgado.

—Yo pensaba en un vestido blanco, una boda en el exterior, con mi familia y con Spencer como dama de honor.

—No me gustan las bodas.

—Sí, ya lo has dicho. Mi familia nunca se creerá que nos hemos fugado para casarnos. Tenemos que hacerlo por ellos.

—Rachel, me caso contigo por motivos empresariales. No por tu familia.

Rachel levantó la barbilla. Quinn decidió que debía recordar el gesto. Parecía una advertencia previa a la batalla.

—Créeme, a mí tampoco me hace gracia este asunto; pero, si queremos que los demás piensen que esto es de verdad, debemos interpretar un papel.

Quinn compuso un gesto tenso, pero al final asintió con la cabeza.

—De acuerdo. —Su voz destilaba. sarcasmo—. ¿Algo más?

Rachel parecía un poco nerviosa mientras la miraba de reojo, pero después se puso en pie y comenzó a andar de un lado para otro. En cuanto Quinn clavó los ojos en ese perfecto trasero, que se movía de un lado para otro.

Su último pensamiento racional pasó por delante de sus ojos: «Levántate de la mesa, deja el juego y sal por esa puerta. Esta mujer te va a poner la vida patas arriba; te va a poner el mundo del revés. Y siempre has aborrecido los parques de atracciones».

Quinn luchó contra el pánico que la había asaltado de repente y esperó su respuesta.

«¡Demonios!», pensó Rachel.

¿Por qué tenía que ser tan bonita Quinn Fabray?

La miró de reojo mientras andaba de un lado para otro. Estuvo a punto de soltar un piropo muy vulgar, pero se mordió la lengua. De pequeña solía poner cara de asco y llamarla «niña bonita» por su pelo dorado. Había conseguido domar su cabello gracias a un corte conservador, pero algunos mechones le caían por la frente en terca rebeldía. El color había cambiado con el tiempo, pero todavía le recordaba al de los cereales que comía para desayunar, e iba desde el rubio miel hasta el color del trigo. Sus facciones se habían endurecido, y su barbilla parecía esculpida. Le había dejado ver unos dientes blancos y perfectos con esa breve sonrisa. Sus ojos seguían siendo del mismo color avellana, y parecían ocultar secretos muy bien guardados bajo siete llaves. En cuanto a su cuerpo…

Siempre había sido una chica muy activa, pero cuando cruzó la estancia, la tela de su elegante vestido negro se movió a su antojo, marcando sus musculosas y largas piernas, y un culo muy prieto. La agilidad felina de sus movimientos. Había crecido, y ya era una niña elegante.

Quinn Fabray estaba hermosísima y parecía una diosa griega y a ella aún la miraba como si ella fuera la niña pequeña que jugaba con Spencer. Cuando sus miradas se encontraron, no hubo indicios de que la reconociera, de que la apreciara. Solo atisbó una distante cordialidad, ofrecida a una persona a la que conoció en el pasado.

Pues ni de broma iba a ponerse a babear solo porque era atractiva. Su personalidad seguía dando pena. Era una persona horrible con mayúsculas. Una sosa con mayúsculas. Una mayúscula…

Se obligó a no pensar en lo siguiente.

Rachel detestaba el hecho de que su presencia la pusiera nerviosa y de que la excitara un poco. La semana anterior había realizado un hechizo de amor y la Madre Tierra la había escuchado. Tenía el dinero y podía salvar la casa familiar. Pero ¿qué demonios le había pasado a su lista?

La chica que tenía delante desdeñaba todos los valores en los que ella creía. No era un matrimonio por amor. No, se trataba de un matrimonio de conveniencia, simple y llanamente. De un matrimonio muy frío. Aunque el recuerdo de su primer beso había brotado desde el rincón más recóndito de su mente nada más verla, apostaría lo que fuera a que Quinn lo había olvidado por completo. Sintió que la humillación se apoderaba de ella. Se acabó. ¿Acaso la Madre Tierra no iba a permitirle conseguir un solo punto de su lista? Tomó una honda bocanada de aire y dijo:

—Una cosa más.

—Dime —la instó la rubia.

—¿Te gusta Broadway?

—Pues claro.

La tensión le provocó un nudo en el estómago.

—¿Tienes un una obra preferida?

Quinn hizo una mueca desdeñosa. Literalmente.

—Solo hay una obra que merezca la pena en Nueva York.

Rachel reprimió las ganas de vomitar e hizo la pregunta.

—¿Cuál?

Wicked, claro. Es la única obra que me gusta. Ninguna más. Soy más de películas de acción.

Rachel inspiró y espiró varias veces, tal como le habían enseñado a hacer en clase de yoga. ¿Podía casarse con alguien que no disfrutara de Broadway? ¿No sería como renunciar a su moralidad y a su ética?

¿Soportaría estar casada con una mujer que veneraba las películas de acción como a un dios y que creía que la monogamia era algo de mujeres?

—¿Berry? ¿Estás bien?

Le hizo callar levantando una mano y siguió paseándose de un lado para otro mientras buscaba respuestas a la desesperada. Si daba marcha atrás en ese momento, no quedaría más alternativa que vender la casa. ¿Podría vivir consigo misma sabiendo que era demasiado egoísta como para sacrificarse por su familia? ¿Le quedaba otra alternativa?

—¿Rachel?

Se dio media vuelta. La impaciencia se reflejaba en la cara de Quinn. Esa mujer no toleraba muy bien los arrebatos emocionales. Por muy bueno que estuviera, sería una incordio, al igual que lo fue de pequeña. Seguramente tenía programados los días minuto a minuto. Ni siquiera conocería el significado de la palabra «impulso». ¿Conseguirían vivir un año entero en la misma casa? ¿No se despedazarían antes de que pasaran esos trescientos sesenta y cinco días? ¿Y si los Funny Girl se estrenaba de nuevo ese año y Quinn no quisiera ir? Tendría que soportar su cansina arrogancia y sus sonrisas burlonas. Por Dios…

La vio cruzarse de brazos.

—No me lo digas, eres amante de Barbra Streinsand?

Se estremeció al escuchar el tono de voz con el que lo dijo.

—Me niego a hablar de Broadway contigo. No te pondrás ha hablar solo de películas de acción cuando estemos juntas. Me da igual lo que pongas cuando yo no esté cerca. ¿Entendido?

Se hizo el silencio. Se atrevió a lanzarle una miradita. Quinn la miraba como si su pelo se hubiera convertido en el de Medusa.

—¿Estás de broma?

Negó con la cabeza, encantada de poder hacerlo.

—No.

—¿No puedo poner nada de Rocky?

—Tú lo has dicho.

—Estás loca —replicó la rubia.

—Me da igual lo que pienses. Dime lo que sea para no perder más tiempo.

En ese momento Quinn hizo algo que la tomó totalmente desprevenida y la dejó pasmada.

Se echó a reír. Y no con una sonrisilla contenida o desdeñosa. No, con carcajadas resonantes y muy burlonas. El sonido llenó la estancia y la hizo vibrar con su vitalidad. Rachel tuvo que contener la sonrisa, sobre todo porque la broma había sido a su costa. Quinn, estaba para comérsela cuando se sacaba el palo que parecía llevar metido por el culo.

Cuando por fin recuperó la compostura, Quinn meditó el asunto y acordó una solución:

—Yo no pondré nada de películas de acción, pero tú también tienes que ceñirte a las reglas: nada de los Broadway. No quiero ver ni una taza de café ni un llavero por mi casa. ¿Entendido?

Eso la irritó. De alguna manera se las había apañado para darle la vuelta a sus palabras.

—No estoy de acuerdo. Este año posiblemente se estrene Funny Girl después de muchos años. Tú ya tienes bastante gloria… no te hace falta más.

La vio contener una sonrisa.

—Buen intento, pero no soy como las niñas tontas románticas con los que estás acostumbrada a salir. Si no hay Rocky, no hay Funny Girl. O lo tomas o lo dejas.

—¡Yo no salgo con niñas tontas románticas!

Quinn se encogió de hombros.

—Me da igual.

Rachel cambió el peso del cuerpo de un pie a otro y le costó la vida misma no apretar los puños. Era como un témpano de hielo. ¿Cómo era posible que se muriera de ganas de darle un mordisco aunque le recordara a la manzana envenenada que le habían ofrecido a Blancanieves?

—¿Y bien? ¿Quieres pensártelo durante esta noche o hacer lo que sea que hacen las mujeres berrinchudas como tú cuando son incapaces de tomar una decisión?

Se mordió el labio, con fuerza, y se obligó a contestar:

—De acuerdo. Trato hecho.

—¿Algo más?

—Supongo que eso lo cubre todo.

—No del todo.

Quinn hizo una pausa como si estuviera a punto de sacar a colación un tema delicado. Rachel se juró que mantendría la calma, pasara lo que pasase. Ella también podía jugar a su mismo juego. Sería una reina de hielo, aunque la torturara verbalmente. Inspiró hondo y volvió a sentarse, tras lo cual tomó la taza de café y le dio un sorbo.

Quinn juntó las yemas de los dedos e inspiró hondo.

—Quiero hablarte de sexo.

—¿Sexo?

La palabra surgió de sus labios y rebotó en la estancia como un tiro. Parpadeó, pero se negó a demostrar emoción en su cara.

Quinn se puso en pie de un salto y se echó a andar de un lado para otro, ocupando la posición que ella acababa de abandonar.

—Verás, tenemos que ser muy discretas con… en fin… con nuestras actividades extramatrimoniales.

—¿Discretas?

—Sí. Me relaciono con clientes muy exclusivos y tengo que proteger mi reputación. Además, si se pone en entredicho nuestro matrimonio, podrían violarse las cláusulas del acuerdo. Creo que lo mejor sería que accedieras a permanecer célibe durante este año. Es posible lograrlo, ¿no crees?

—O sea que nada de acción.

Quinn soltó una carcajada que a todas luces era falsa, lo que le llevó a preguntarse si lo que tenía en la frente era sudor o si se trataba de un efecto óptico por la luz. La rubia dejó de moverse y la miró con expresión casi incómoda. De repente, el verdadero significado de sus palabras prendió mecha en su cerebro y sintió una especie de fogonazo. Quinn quería que fuera la esposa perfecta, lo que incluía mantener su tálamo nupcial casto y puro.

Sin embargo, no había mencionado su propio celibato. Spencer le había hablado de Santana, de modo que sabía que Quinn mantenía una relación. Rachel seguía sin comprender por qué no se casaba con su novia, pero no era quién para juzgarla. En ese momento lo único que le importaba era la grosera petulante que tenía delante y las ganas de mandar el acuerdo a la mierda.

Pero se contuvo.

Aunque ardía de furia, mantuvo una expresión serena. Quinn Fabray quería hacer un trato. De acuerdo. Porque cuando ella saliera por esa puerta, la rubia firmaría el acuerdo del siglo.

Sonrió.

—Lo entiendo.

La cara de Quinn casi se iluminó.

—¿De verdad?

—Por supuesto. Si todos creen que el matrimonio es real, ¿qué pensarían si se rumorea que tu mujer tiene una aventura tan pronto después de la boda?

—Exacto.

—Además, así no tendrás que lidiar con los vergonzosos interrogantes acerca de tu elegancia. Si tu mujer anda de cama en cama, es evidente dónde está el problema. En casa no le dan lo que necesita.

Quinn cambió de postura. Asintió con la cabeza, pero no con mucho ímpetu.

—Supongo…

—Bueno, ¿y qué hacemos con Santana?

Quinn se quedó pasmada.

—¿Quién te ha hablado de ella.

—Spencer.

—No te preocupes por Santana. Yo me encargo.

—¿Te acuestas con ella?

Quinn dio un respingo, pero después fingió que le daba igual la pregunta.

—¿Importa?

Rachel levantó las manos en un gesto defensivo.

—Quiero aclarar el tema del sexo. Al menos, encajo en los dos primeros puntos. Te aseguro que no estoy enamorada de ti y tampoco nos sentimos atraídas la una por la otra. Ahora me dices que si quiero tener una aventura loca de una noche, no puedo. Pero ¿qué reglas se te aplican a ti?

Rachel frunció los labios y se preguntó cómo pensaba salir Quinn de la tumba que acababa de cavarse ella solita.

Quinn miró fijamente a la mujer que tenía delante e intentó tragar saliva. Su voz ronca evocó escenas muy concretas. Unas escenas en las que estaba desnuda y le exigía una… aventura loca. Se mordió la lengua para no soltar un suspiro y se sirvió más café en un intento por ganar tiempo. Rachel la hacía pensar en el sexo con cada gesto. La inocencia de la juventud había dado paso a una mujer de sangre caliente con necesidades ardientes. Se preguntó qué clase de mujer satisfacía dichas necesidades. Se preguntó qué se sentiría al rodear esos pechos tan generosos con las manos y a qué sabrían sus labios.

Se preguntó qué llevaba puesto bajo el ajustado vestido rojo.

—¿Quinn?

—¿Sí?

—¿Me has oído?

—Sí. Lo del sexo. Te prometo que jamás te pondré en una situación incómoda.

—Así que me estás diciendo que piensas seguir acostándote con Santana, ¿no?

—Santana y yo tenemos una relación.

—Pero no vas a casarte con ella.

La tensión se podía mascar en el ambiente. Quinn retrocedió unos cuantos pasos, desesperada por poner distancia entre ellas.

—No es ese tipo de relación.

—Vaya, qué interesante. Así que me estás diciendo que no puedo acostarme con otras mujere porque ahora mismo no tengo una relación estable.

Si hubiera tenido cubitos de hielo a mano, Quinn los habría chupado uno a uno. La acusación le provocó un extraño calor en la piel. Rachel había hablado con voz tranquila. Su sonrisa parecía relajada y franca. Quinn se sentía al borde de alguna demostración de poder femenino y se dio cuenta de que llevaba las de perder. Intentó ganarle la mano.

—Si mantuvieras una relación estable con alguien, llegaríamos a un acuerdo. Pero las desconocidas son demasiado peligrosas. Puedo garantizarte que Santana sabe guardar un secreto.

En ese momento Rachel sonrió. Una sonrisa deliciosa y muy femenina que prometía maravillas que desafiaban la imaginación. Y se las prometían todas a ella. Se le paró el corazón y al cabo de un segundo se le subió a la garganta. Fascinada, esperó a sus siguientes palabras.

—Ni de broma, Quinn.

Intentó concentrarse en lo que decía mientras esos voluptuosos labios formulaban la negativa.

—¿Cómo has dicho?

—Si no hay sexo para mí, tampoco lo hay para ti. Me importa bien poco que sea con Santana, con una stripper o con el dichoso amor de tu vida. Si yo me quedo a dos velas, tú también. Tendrás que conformarte con este matrimonio tan pulcro y tan estipulado y apañártelas sola. —Hizo una pausa—. ¿Lo has entendido?

Quinn lo había entendido. Pero decidió no aceptarlo. Y se dio cuenta de que estaban en un tris de disputar el punto de juego, de set y de partido, y de que necesitaba ganarlo.

—Rachel, entiendo que no te parezca justo. Pero yomsoy diferente. Además, Santana también tiene que proteger su reputación, así que nunca quedarás en mal lugar. ¿Lo entiendes?

—Sí.

—¿Eso quiere decir que aceptas las condiciones?

—No.

La irritación se apoderó de Quinn. Entrecerró los ojos y la observó con detenimiento. Decidió entrar a matar.

—Hemos logrado ponernos de acuerdo en todo lo demás. Hemos alcanzado un compromiso. Solo será un año, después podrás tener una puta orgía, a mí me dará lo mismo.

Unos gélidos ojos marrones se clavaron en ella con un brillo terco y decidido.

—Si tú tienes orgías, yo también las tengo. Si tú quieres pasarte un año célibe, yo también lo pasaré. Me importan una mierda tus boberías sobre las diferencias entre ambas. Si yo tengo que acostarme sola durante trescientas sesenta y cuatro noches, tú también lo harás. Y si quieres un poco de acción, tendrás que apañártelas con tu mujer. —Agitó la cabeza como un semental que acabara de salir de la cuadra—. Y como las dos sabemos que no nos sentimos atraídas la una por la otra, vas a tener que buscar otra forma de aliviar la presión. Sé creativa. El celibato debería llevarte a descubrir otras formas de desahogo. —Sonrió—. Porque eso es todo lo que vas a conseguir.

Era evidente que Rachel desconocía que estaba ante una jugadora de póquer magnífica, que se había pasado los últimos años liberando tensión en partidas que empezaban por la noche y acababan al día siguiente, de las cuales salía miles de dólares más rica. Al igual que su antiguo vicio, el tabaco, el póquer lo tenía muy enganchada, más por el placer que le provocaba que por el beneficio económico que conseguía.

Se negaba a que le ganara la partida, y además sentía que la victoria estaba cerca. Se lanzó a la yugular.

—¿No quieres atenerte a razones? Vale, no hay trato. Despídete de tu dinero. En mi caso, solo tendré que encargarme del consejo de administración una temporada.

Rachel se levantó, se colgó el bolso del hombro y se plantó delante de ella.

—Me alegro de haberte visto otra vez, niña bonita y mimada.

Un golpe certero.

Quinn se preguntó si sabía lo mucho que detestaba ese apodo desdeñoso. Al escucharlo ardía en deseos de zarandearla hasta que lo retirase. Ya lo odiaba de pequeña y los años no habían mitigado lo hiriente que le resultaba. Tal como hacía en aquel entonces, apretó los dientes y sobrellevó la irritación con una sonrisa.

—Sí, yo también me alegro. Pásate por aquí otro día. No vayamos a perder el contacto.

—Descuida. —Hizo una pausa—. Nos vemos.

En ese instante, Quinn supo que se había equivocado. De parte a parte. Rachel Barbra Berry podría ganar al póquer: no porque supiera cómo ir de farol, sino porque estaba dispuesta a perder.

También era increíble jugando a ver quién se acobardaba antes.

Rachel se dio media vuelta. Caminó hasta la puerta. Giró el pomo. Y…

—De acuerdo.

La palabra salió disparada de la boca de Quinn antes de que pudiera pensar siquiera. Algo le decía que si ella se iba, no llamaría después para decirle que había cambiado de opinión. Y, demonios, era su única candidata. Un año de su vida no era nada comparado con el regalo que suponía un futuro en el que hacer lo que siempre había soñado.

Le resultó admirable que ni siquiera se regodeara de su victoria.

Rachel se limitó a volverse hacia ella para decirle con tono seco y profesional.

—Sé que el contrato no registra nuestro nuevo acuerdo. ¿Me das tu palabra de que te atendrás a las condiciones?

—Haré que redacten un documento revisado.

—No hace falta. ¿Me das tu palabra?

Su cuerpo vibraba por la energía. Quinn se percató de que confiaba en ella en la misma medida en que ella confiaba en Rachel. Sintió un aguijonazo de satisfacción.

—Te doy mi palabra.

—Entonces sellaremos el trato con un apretón de manos. Ah, y cuando se disuelva el matrimonio dentro de un año… mi familia no sufrirá por este engaño. Diremos que tenemos diferencias irreconciliables y fingiremos una separación amistosa.

—Podré soportarlo.

—Bien. Recógeme a las siete para ir a casa de mis padres y darles la noticia. Yo me ocuparé de todos los detalles de la boda.

Quinn asintió con la cabeza, aunque tenía la mente un poco abotargada tanto por la decisión como por la cercanía de Rachel. ¿Qué era el sutil aroma que desprendía su piel? ¿Chocolate? ¿Coco?

Contempló obnubilada que dejaba una tarjeta de visita en el escritorio de cerezo.

—La dirección de mi librería —dijo Rachel—. Nos vemos esta noche.

Carraspeó para decir algo, pero era demasiado tarde. Rachel Berry ya se había marchado.