¡No tienen idea lo feliz que me hicieron al ver que Megumi drogado es todo lo que como fandom necesitamos!

Yo solo me alegro ser el recipiente de este mandato divino(?

¡Y ahora al capítulo!

Capítulo corregido por Ren.


Camino sin Retorno

«NO TOQUES LOS BROWNIES.»

Eran las doce del mediodía e Itadori se encontraba despertando en su cama, cuando abrió los ojos sintió como si un elefante bailara tap en su cerebro; su boca se sentía más seca que su relación con su hermano y como si dicho elefante también hubiese bailado tap en todo su cuerpo.

Apenas pudo discernir el mensaje que Megumi mandó, pero se le fue imposible regresar a dormir. De todas maneras, tenía una misión para ese día; se levantó de la cama, el mundo tardó en girarse con él; frotó ambos ojos hasta que luces neones explotaron detrás de sus parpados.

Se tambaleó hasta la pared más cercana, rebotando hasta el baño.

Recordó a Yūta y Toge detrás de la puerta así que se aseguró de, esa vez, poner pasador.

El espejo reflejaba un individuo moribundo, baba seca bajando de su mentón y cabello rosa apuntando a todas las direcciones. Se tardó algunos minutos para saber que se trataba de él; las gotas nacientes del grifo se sentían celestial en su pegajoso rostro, y como si fuese un hombre rescatado del desierto bebió toda el agua que pudo, hasta llenar su estómago al tope.

La ducha lo hizo sentir un treinta por ciento mejor, aunque su cabeza aun palpitaba; no volvería a tomar, lo prometía. Ahora entendía porque Gojo no tomaba alcohol, ¿quién en su sano juicio se prestaría voluntariamente a perder toda estabilidad mental por una noche para sentirse como la mierda el siguiente día?

Aunque también recordaba que no era la primera vez que hacía esa promesa.

Salió del baño para ver a Nobara en cuclillas, esculcando el mini fridge.

—Oh, tienen pastelillos —se regocijó.

—Ni lo pienses —reprendió él, secando sus cabellos con una toalla—, Fushiguro nos ha amenazado de no tocarlos.

—¿Eh? ¡Qué egoísta!

—Lo sé, no tenía idea que fuera tan quisquilloso con los postres.

Aunque el saber que Megumi era fanático de los dulces era útil para algún cumpleaños o celebración venidera. Podría regalarle al chico de cara amarga algún pastel de chocolate, Itadori se preguntaba qué expresión pondría él.

—¿No quieres arriesgarte a la ira de Megumi? —preguntó Kugisaki, con una sonrisa tenebrosa.

—No realmente —aceptó—, aquí entre nos, Fushiguro molesto sería ¡aterrador!

—Sí, lo mismo pienso —suspiró la chica decepcionada, guardando el paquete de confites—. Ah, pero en este momento tengo mucha hambre.

Itadori sentía que vomitaría en cualquier momento, pero una taza de café —o alguna bebida enérgica o incluso un paquete de la mercancía de Sukuna— era lo que necesitaba para volver enteramente a la vida.

—Debo regresar a mi dormitorio —avisó Kugisaki—, y rezar que ninguna profesora se haya dado cuenta que me quedé aquí.

—¿Segura que no quieres utilizar la ducha?

Nobara lo miró, extrañada.

—No parece que vengas de una alfombra roja, es todo —murmuró rápidamente y mirando a otro lado.

Kugisaki entrecerró sus ojos y se encaminó al espejo más cercano —uno clavado a la pared en el lado de Fushiguro— y dejó salir un alarido de sorpresa al ver el maquillaje corrido, labial mal puesto y cabello en nudos.

—¡Nunca volveré a tomar! —prometió.

—Sí, sí —aceptó Itadori—, lo mismo por aquí.

Dos latas de Red Bull y un muffin de jamón después, se sentía un poco más sobre el mundo de los vivos; podía escuchar el tono parental y desaprobatorio de Todou sobre su hombro: «Hermano esa no es manera de nutrir tu cuerpo, ¡es un templo!» seguido de un «No podrás representar el orgullo de Jujutsu con esos bíceps». Yūji inconscientemente apretó el músculo, siempre sopesó que tenían buen tamaño.

Recién se despedía de Kugisaki —al final terminó utilizando la ducha de los chicos, aunque al no tener muda de ropa, reusó la polera y falda que llevaba—, justo después de compartir un rápido desayuno grasiento y poco nutritivo en una de esas titánicas empresas de comida rápida americana. La chica optó por beber café negro, Yūji nunca fue fanático del amargo sabor.

Escondió sus manos en las bolsas de su chamarra roja, acomodándose al agradable viento; tenía un destino en mente, cuando su teléfono celular vibró en sus pantalones y por un segundo pensó que se trataría de Megumi demandando saber por sus pastelillos de chocolate —Itadori debía preguntarle dónde los había comprado, se veían terriblemente apetitosos—; para su sorpresa, era un mensaje de su hermano libre de parentesco Todou.

«Harán el anuncio el lunes en la práctica, pero es oficial, hermano. Jugarás en la primera alineación en la apertura. Y si llevas tu peso, por toda la temporada.»

Yūji gritó, un alarido de júbilo y sus puños al aire, estallando de felicidad. Su primer logro en la tenebrosa universidad, el primer escalón superado para demostrar que él se había ganado su lugar en el equipo.

Podía ser que su hermano era un hijo de puta, pero Itadori nunca dejaba de recordar que Sukuna era parcialmente responsable que Yūji tuviera esta oportunidad, así que salió de la conversación con Todou a la de su hermano de sangre.

«Estás oficialmente invitado a venir mi primer partido de béisbol de Jujutsu.»

Cinco minutos después el timbrar nuevamente, su hermano había respondido.

«?»

Elocuente como siempre, Itadori resopló, estaba acostumbrado a la actitud complicada de Sukuna.

«Estoy oficialmente en la primera línea de jugadores, el primer partido de la temporada será mi debut. Si no tienes nada que hacer, puedes venir.»

No se extrañó cuando la respuesta de su hermano vino solamente en forma de un pulgar hacia arriba. Si era honesto, ni siquiera estaba seguro de que Sukuna fuera a su juego, y francamente no era como si lo quisiera; él siempre significaba problemas, además, estaba seguro de que tenía cosas más importantes qué hacer en su negocio, que pasar por su universidad.

Llegó a la rectoría, parecía más el lobby hacia unas oficinas ostentosas, dos escaleras de olmo se enrollaban desde la entrada hasta arriba, el despacho del rector. En medio de ellos, un escritorio de pino donde se encontraba el secretario.

Yūji caminó hacia él, cuando un par de estudiantes iban en su camino hacia la salida; saludó al hombre de anteojos con una reverencia y delineando una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Hola, soy Yūji Ita-!

—Joven Yūji Itadori —comprendió—. Eres estudiante de primer año, ¿verdad? Déjame darte la bienvenida, me llamo Kiyotaka Ijichi.

—Guau, ¿nos habíamos conocido antes? —no recordaba haber puesto un pie en la rectoría o conocer al hombre de cabello corto y anteojos.

—No, no —sonrió el pelinegro—. Suelo memorizarme todos los estudiantes que asisten dentro de nuestras paredes —explicó con una amable sonrisa—. Asegurándome que los años que pasen acá sean los mejores de toda su vida.

—¡Oh! ¡Genial! —exclamó Itadori.

El hombre parecía que en verdad disfrutaba de su trabajo.

—¿Tienes algún asunto con el que necesites ayuda este día?

—¡Sí! —aseguró, recordando la razón del porqué se encontraba ahí—. Quiero ser parte del grupo de horas sociales de Historia del Arte.

—Déjame ver… —murmuró Ijichi comenzando a hacer agujero en las pilas de papeles que tenía acomodadas en su escritorio. Yūji se preguntaba cómo rayos encontraba algún memo en todo ese caos—. Ah, aquí está.

Le entregó la hoja al chico de cabello como chicle.

—La actividad es de ayudar como guía turístico en el Museo Metropolitano de Tokio, bajo la tutoría del profesor Satoru Gojo. Cada hora es contemplada como dos para llenar tus trescientas horas de servicio comunitario.

Sonaba suficientemente sencillo.

—¿Cuál es el horario?

—La actividad estará siendo realizada los martes, jueves y sábado por dos meses; eres bienvenido a inscribirte. El autobús saldrá a las dos de la tarde exactamente y estará de regreso a las 6.

—¿Sábado? —miró la pantalla de su móvil—. ¿Así como ahora sábado?

Miwa había dicho que comenzaba la otra semana.

—Oh, sí —informó Kiyotaka—. Se agregó un día más, verás el profesor deberá ausentarse el último día de la actividad. Se le informó de urgencia a los estudiantes que daría inicio hoy, pero no te preocupes, asistes los días que puedas. No es una actividad obligatoria, después de todo.

Su pulso comenzó a correr, la hora que marcaba la pantalla era la una y cuarenta. ¿Llegaría a tiempo?

—El autobús está siendo abordado en este momento —Ijichi parecía leer sus pensamientos, mirando el reloj de su muñeca—. Puedes anotar tus datos en esta casilla si aceptas.

Resopló pensando que aparentemente nunca tendría un día aburrido en su vida en Jujutsu, de todas maneras, no tenía nada interesante qué hacer en todo el día.

Corrió cerca de doscientos metros —paró cuando parecían faltar cincuenta pues no quería verse como un completo papanatas— hasta que divisó el enorme y moderno autobús.

—¡Miwa! —saludó a la única chica que se le hacía familiar.

Kasumi, al notarlo, ondeó con su mano, saludándolo con efervescencia; como si fueran amigos de meses y no de una fiesta guion borrachera de la noche anterior. El alcohol acorta el tiempo en el que conoces a una persona, pensó Yūji.

—¡Itadori! —exaltó—. ¡Lo lograste!

—Sí, sí —disimulaba que sus pulmones no requerían más oxigeno del que estaban recibiendo—. No tenía idea que ahora sería la primera salida.

—¡Fue completamente mi culpa! —se autoflageló la chica de cabello largo—. Pero hicieron el cambio tan repentino, y quería avisarte, pero… no… no tengo tu número de móvil.

—Ah, demonios, tienes razón.

—¡Deberíamos intercambiarlos! —extendió su palma, Itadori le entregó su teléfono celular e introdujo su número en el de Kasumi.

—¡Vamos, vamos, chicos! —Gojo los llamaba como pastor a su rebaño—. Dentro del autobús, hay muchas cosas qué hacer, el tiempo es corto y olvidé la lista de estudiantes así que me darán su nombre cuando entren, de acuerdo —alargó la última sílaba, canturreando.

El grupo de estudiantes obedeció a su profesor; Satoru fue el primero en entrar; se quedó al lado del conductor y cada alumno iba entrando, siguiendo una fila india. Yūji se quedó detrás de Kasumi, la chica, tan dulce como era; hacía todo lo posible por hacerlo sentir bienvenido. Ella estaba rodeada por sus compañeros de curso, él, por su parte, no conocía a nadie.

Miwa entró al automóvil y se tropezó en el segundo escalón; a los pies del Satoru, su profesor se acercó a ella para ayudarla, pero Kasumi fue más rápida y se puso de pie de inmediato. Yūji al estar detrás, le era imposible ver su rostro, pero las puntas de sus orejas estaban tan rojas como una manzana.

Murmuró su nombre en un sobresaltado murmuro y se apresuró a tomar el asiento al fondo del autobús. Itadori la siguió, preocupado por la chica, llegó al lado de su profesor y murmuró un: Yūji Itadori. Gojo lo recibió con una sonrisa y un asentimiento.

—¿Miwa, estás bien? —preguntó el chico una vez se sentó a su lado.

Tal vez se había lastimado la pierna, ¿una herida? ¿hematoma? ¿tal vez su tobillo se había dislocado? Kasumi mantenía su rostro pegado a la parte trasera de la almohadilla del asiento en frente. Itadori contempló confortarla con una mano en su hombro, pero no sabía si eso la haría irrumpir en llanto.

—¡Dioses, eso fue tan mortificante! —su gritó fue ahogado por el almohadón; sacó su rostro y miró al chico de cabello rosa—. ¡Yūji, quiero morir! Me caí… ¡frente al profesor Gojo!

El autobús inició marcha, moviéndose a paso lento fuera del estacionamiento del campus. Su profesor de Historia del Arte se había quedado en el primer asiento, detrás del conductor.

—Apuesto que no lo notó —Itadori intentó hacerlo mejor; pero no tenía idea cómo podía mejorar la irrevocable vergüenza que claramente la chica había pasado.

Al menos eso hizo a Miwa despegar su rostro del asiento, sus mejillas estaban del mismo tono tomate que antes y mordía sus labios con frustración.

—Oh, vamos… quiero decir… —¿Qué era lo que quería decir? —. Apuesto que el profe Gojo es un caballero y fingirá que eso jamás pasó.

Satoru era completamente lo opuesto; pero, hey, lo más importante era hacer sentir mejor a Kasumi.

Para cuando llegaron cerca del museo, Miwa había casi vuelto a ser ella otra vez; hablaba anímicamente sobre lo que Yūji estaba por descubrir en el museo. Realmente, si el chico se ponía a pensar en la última vez que había visitado uno… tenía que tomarse unos minutos para recordarlo. ¡Pero su familia siempre constó de brutos, cabezas duras —Sukuna y su abuelo— a quienes no le interesaban el arte! Él incluido, claro.

—Reúnanse a mi alrededor, hijos míos —ordenó solemnemente el profesor de pestañas blancas una vez salieron del autobús.

Yūji se sintió como en el paraíso el poder estirar todos sus músculos, habían viajado hasta el corazón de la ciudad, el Museo Metropolitano estaba en la zona central de Tokio. Definitivamente debería pedir puntos extra al gastar su sábado en un aburrido museo de arte —y he ahí la prueba de ser un cabeza dura—, cuando podría haber pasado viendo alguna película o algún maratón de series de misterios policíacos.

—De acuerdo —continuó Gojo—, la actividad será la siguiente: estamos, como ya lo pueden apreciar, en el Museo Metropolitano de Tokio. Ustedes están aquí como voluntarios a ser guías para los turistas, grupos de estudiantes de secundaria o cualquier visitante del museo. De esa manera están contribuyendo a la sociedad con sus conocimientos, y ¡aprendiendo en el camino!

Los estudiantes compartieron algunos murmullos entre ellos; Itadori solo estaba preguntándose cómo diablos sería un guía cuando él no sabía nada del arte. Asumió que podría mentir, en una especie de «fingir hasta que lo logres» de alguna manera.

De nuevo: ¿Por qué estaba él ahí?

Tal vez podía pasar desapercibido con su sonrisa derrite glaciares.


El viento lamía su piel, dejaba caminos de cristal por sus mejillas; las estrellas viajaban a su propia velocidad. El espacio sideral era inmenso, esquirlas de civilizaciones enteras se fragmentaban y todo lo que le rodeaba era una amalgama de sensaciones; demasiado apagadas para ser realidad, demasiado intensas para decidirse que todo era una ilusión.

Megumi mantenía su rostro fuera de la ventana, los olores estaban vivos y hacían residencia en su cerebro. El motor sonaba como un león hambriento, y si miraba al interior de la cabina, un pequeño caballo incrustado en el manubrio galopaba en el mismo sitio; aunque su melena ondeaba estáticamente con el mismo ritmo con el que golpeaba su cabello pelinegro.

Y en ese momento, saciar su curiosidad era lo más importante en toda su vida; se removió en su asiento de gominola confitada y llevó un dígito para comprobar cómo era que el majestuoso equino corría en el mismo lugar. Antes que tocara el manubrio, el golpe de un latigazo lo interrumpió. El sonido fue desconcertante, pero en su estupor, lo sintió como un cosquilleo. Su piel era de humo.

—No te atrevas —amenazó su glorificado chofer con aura de asesino.

—El caballo quiere escapar —devolvió, explicando toda su línea de pensamiento con esas cuatro palabras.

—No hay nada peor que tratar con un puto yonqui —gruñó para sí mismo—, un puto yonqui Zen'in.

—No soy yonqui —siseó—, consumí un psicotrópico en contra de mi voluntad. No soy un adicto —se defendió, no sabía por qué, pero debía hacerlo cambiar su opinión, o quizás eran los brownies—. Tampoco soy Zen'in.

—¿Ah sí? ¿Y qué eres?

—¿Soy?

La palabra tenía grandes y cósmicas consecuencias, podía decir que él era Megumi Fushiguro, pero ese solamente era el nombre que su padre había elegido. Si él lo hubiese elegido tal vez tendría más peso, pero no era su nombre. No era su familia. Era solamente un puñado de millones de células que coincidieron en el tiempo y espacio para formarlo a él.

—¿Quién soy…? —murmuró para sí mismo.

¿Qué era lo que nos formaba? ¿El conjunto de experiencias que nos llevaba a formar nuestras ideas y consciencia? ¿Las decisiones que el destino había tomado por nosotros? ¿La broma pesada de alguna deidad que se le pasaba el tiempo en algún lugar del Olimpo? ¿Nuestros pensamientos? ¿Nuestros secretos?

Y si eso era la realidad, ¿hasta dónde iríamos a parar? ¿Cuándo terminábamos de ser?

—Olvida la pregunta —el hermano de Itadori puso los ojos en blanco.

—¿Quién eres tú? —prefirió por contestar la pregunta clavada en el tablero.

—Sabes que no se me antoja tener una plática existencial contigo.

Fushiguro se dejó derretirse en el asiento, todos sus huesos eran humo líquido; el techo del automóvil tenía una galaxia de universos y si se concentraba, podía ver constelaciones en forma de pétalos de rosas.

—¿Adónde vamos? —preguntó; porque hasta ese momento no se le había cruzado por la mente que el automóvil tendría un destino.

—Dijiste que me ayudarías, ¿no?

—Sí lo dije —Megumi no lo recordaba.

—Entonces vamos por la caballería —sus colmillos eran los de un tigre dientes de sable.

—Tengo hambre —decidió en un segundo.

—¿Eh?

—Tengo muchísima hambre.

Y de repente era lo único a lo que podía prestarle atención, su estómago rugía como el motor del vehículo en el que viajaban. Quería comida y sentía que moriría si no la obtenía.

—Debes estar jodiendo, no hay manera que paremos sólo porque te dan los munchies.

—Abriré esta puerta y me lanzaré —amenazó, como si al otro le importara una mierda lo que pasase con él—. Y así te quedarás sin tu Zen'in.

No estaba bromeando, tenía tanta hambre que podía atentar contra su vida.

Sukuna rizó sus labios, gruñendo con ira, sopesando las opciones que Megumi había colgado para él. Luego dejó salir una sarta de maldiciones y ofensas, antes de encender una luz direccional para girar a la izquierda.

Terminó pidiendo dos platos de arroz con vegetales y tofu. No había desayunado ese día, y no tenía idea si eso fuera suficiente para colmar su hambre, Sukuna no pidió nada para él.

Ahora se encontraban aparcados en la acera al lado del vendedor callejero; el hombre de tatuajes había prohibido terminantemente que comiera dentro de su vehículo. Alegando que, si caía una migaja, cortaría la cabeza de Megumi por la mitad. Además, que, en sus palabras, el hediondo olor a tofu quedaría impregnado en los asientos.

A medida que la comida caía en su estómago, lentamente sentía que obtenía el control de sus pensamientos; antes que estos corretearan a profundidades que ni en su momento menos lúcido se atrevería a ir.

Aun así, los remanentes del psicotrópico seguían en la neblina de su cerebro, aprovechando la vía directa a su boca; las palabras escaparon antes que terminara de pensarlas.

—¿Por qué quieres meterte con ellos?

Sabía que podía no decir su nombre, él entendería.

Sukuna había sacado un cigarrillo, le dio una calada al taco de nicotina y dejó salir humos en forma de sus perros y búhos. Megumi se sintió tentado a tocarlos, aunque pudo detenerse a tiempo.

—Porque ellos se metieron con mis clientes —respondió—. Si te metes en mi territorio, con lo que me pertenece; debo hacerlos pagar.

—Si te metes con el oso, este te mostrará los colmillos —opinó; y la familia Zen'in, con su tamaño, su presencia imponente y crueldad, se asemejaba a uno.

—Yo también tengo colmillos —sus labios se torcieron en una sonrisa ladina.

—Sí, de eso no me cabe duda, tigre.

Ryomen enarcó una ceja ante sus palabras.

—Estás marcado como uno —hizo alusión a sus tatuajes.

El otro se rio, bufando entre dientes arrojó el cigarro al piso y lo apagó con su bota; indicándole con un dedo que se metiera al automóvil. Debían partir.

Cuando llegaron a una zona bastante lejana rodeada de depósitos vacíos, Fushiguro se sentía casi completamente lúcido. Lo sabía por la manera que su estómago se torcía con inquietud; todo ese lugar le daba mala espina, ¿cómo rayos había llegado hasta ahí? ¿Tan evidente era su odio contra su familia?

Llegaron hasta un almacén, rodeado de una rejilla metálica; una cortina metálica había sido enrollada hacia arriba. Sukuna estacionó el automóvil detrás de unas enormes cajas de madera. Frente a la entrada del depósito, algunas motocicletas se exhibían con orgullo; había más personas ahí adentro.

Ryomen lo miró con molestia, forzándolo a entrar al turbio lugar.

Megumi tragó con fuerza y lo hizo.

Lo primero que notó fueron las miríadas de voces como vitral policromado viniendo de adentro, tanto barítonas como agudas; y cuando vio a los dueños de las voces, no se sintió diferente. Los camaradas de Sukuna guardaron silencio al notarlo ahí parado, como si un crío hubiera tomado una salida equivocada y había parado ahí.

—Pero ¿qué tenemos aquí? —canturreó un hombre de cabello largo y cicatrices en el rostro—. ¿Buscas pasar un buen rato? —Tomó a Megumi por los hombros y habló a su oído.

Fushiguro no quería más que alejarse de su toque, pero sabía que un movimiento en falso haría que todos estuvieran en su contra.

—Tengo la mercancía que necesitas —el de cicatrices colgó una pequeña bolsa con polvo blanco frente a sus narices.

No lo soportó más, las náuseas subían en su esófago, se alejó del extraño individuo rápidamente.

—No es un cliente, Mahito —anunció Sukuna a su espalda—. Es alguien aún mejor.

—¿Un nuevo vendedor? —cuestionó un chico demasiado joven, con una coleta alta y marcas púrpura debajo de sus ojos.

—Tampoco —sonrió el hombre de cabello rosa—. Es nuestro caballo de Troya para conquistar a los Zen'in.

—¿Eh? —musitó el mismo adolescente, suspiró de inmediato—. Nunca fui bueno en las clases de historia…

—Y esa fue una de las razones por las que abandonaste la escuela, Shigemo —se rio Mahito, sacando su lengua con travesura—. Tu cerebro no iba a aportar nada a la sociedad de todas maneras.

—Al menos el chico es bueno para vender —agregó un anciano con dientes negros, se acercó a él, inspeccionándolo como si fuera un animal en peligro de extinción cautivo. Sus ojos se abrieron el doble y Megumi supo que estaba perdido—. Podría reconocer ese aire de superioridad y arrogancia donde fuera: ¡Este chico es un Zen'in!

La imagen reflejada en cristal de camaradería se quebró, todos los presentes lo miraron con recelo, la intención de matar se sentía pesada en el aire. Fushiguro sintió la temperatura bajar precipitadamente, los ojos se volvieron hacia él con sospecha; esperando algún movimiento en falso. Había entrado a la piscina con pirañas.

—Alto —ordenó Sukuna con sosiego, quizás un poco molesto—, el chico tiene más razones para odiar a los Zen'in que la mayoría aquí, y él es el único que puede entrar a esa fortaleza sin que sospechen.

Esperaba que, si Ryomen alegaba por él, no lo matarían tan fácilmente. El viejo de dientes manchados no lucía convencido, pero no se atrevía a hablar.

—Jogo —Mahito aspiró una bocanada de aire—. ¿Estas retando a Sukuna?

El aludido se alertó de inmediato, abriendo los ojos como platos retrocedió, alejándose inconscientemente del hombre de los tatuajes.

—Confío que él sepa lo mejor para todos —se delimitó a decir.

El frío temor no se iba, Fushiguro necesitaba salir de inmediato.

—Además —esa vez fue Ryomen quien habló—, si llego a darme cuenta de que ha abierto su boca, sé exactamente quién es, dónde estudia y quién es su familia.

¿Familia?

Sukuna jamás mencionó saber nada de su hermana.

¿Podría ser?

¿O sólo estaba fanfarroneando?

—No —Megumi supuso que ese era el mejor momento de presentar su caso—. Yo no pertenezco a la familia, ellos… ellos me desterraron.

Eso sonaba lo más convincente que podía decir para que le creyeran, además no confiaba en nadie ahí para relatar toda la historia que había detrás y sus lazos casi amputados con ellos.

—¿Y aun así tienes la facilidad de entrar en su terreno? —cuestionó una mujer con tatuajes en todo el cuerpo.

—No me consideran amenaza suficiente para no hacerlo.

Sentía que la tensión presionaba su pecho, acabando con su respiración. La presencia de Sukuna a sus espaldas se sentía peligrosamente cerca.

—Ya lo escucharon —vino la barítona voz—. ¿O alguien tiene otra pregunta? ¿Eh, Hanami?

No pudo terminar su línea de pensamientos por el ensordecedor estruendo de la enorme lamina de persiana enrollable; instintivamente se cubrió sus oídos, pero no fue lo suficiente; pudo sentir el vapor de lo que sea había explotado en la puerta, reduciéndola a añicos.

Sus oídos comenzaron a timbrar, pero en segundo plano comenzó a escuchar disparos viniendo de la entrada. El humo de la pólvora inundó todos sus sentidos, sus ojos, nariz y gusto; como si todo el depósito se redujera de tamaño inmediatamente; los estallidos se acercaban, las paredes se cerraban.

Fushiguro se lanzó detrás de unas cajas de madera, mudamente escuchaba los gritos de algunos de los hombres de Sukuna. Su cerebro no procesaba las palabras, sabía el idioma, pero no podía entenderlas; los únicos pensamientos claros en su mente eran que seguramente estaba por morir y tenía mucho miedo.

Siempre pensó que ese día llegaría, los lazos oscuros de su familia terminarían atrapándolo en un ciclo que su padre no pudo romper, que él estaba destinado a cumplir; un ouróboros que jamás estuvo en su destino escapar; y para su sorpresa no estuvo bien con eso, el temor lo llenó, calándolo fríamente hasta los huesos. No quería morir, no quería.

Las cajas vibraban con cada proyectil que impactaba, escuchaba gritos de dolor, y sangre siendo vertida en el piso. Ahí afuera era una masacre; ¿eran los Zen'in? ¿La policía? Megumi sentía que estaba por vomitar todo en su estómago, completamente lúcido. Nunca debió subir al automóvil de Sukuna, nunca debió llegar ahí.

Uno de los hombres de Sukuna llegó frente a él, Fushiguro lo reconoció de antes; lo veía con odio indescriptible. Supo lo que pensaba, «El traidor que trajo nuestra muerte.»

Levantó el rifle automático que colgaba de su cuerpo; Megumi retrocedió, sintiendo en su espalda la helada realización que estaba atrapado y ahora ese delincuente lo mataría. Apuntó a su cabeza, Fushiguro no pudo cerrar los ojos; su mente gritaba que lo hiciera, al menos para tener otra última vista que no fuera el agrio rostro de su asesino.

Cuando el hombre movió su dedo al gatillo, fue detenido por una bala que impactó con su nuca; rasgando la arteria carótida. La sangre salió como regadera, Megumi sintió las cálidas gotas en su rostro, y por medio segundo les recordó a las mañanas cuando Itadori no se había terminado el agua caliente; él finalizando su trote del día, su piel aún se encontraba cálida por el sol y el sudor, el agua tocándolo se sentía celestial.

Pero eso no era agua, el hombre cayó al piso, convulsionando como un animal degollado.

Megumi no cerró los ojos ahí tampoco.

Con dedos temblorosos comenzó a gatear, sintiendo la sangre en sus palmas, llenando su ropa. En ese momento sonó como una buena idea tomar el rifle del hombre, ni siquiera tenía idea cómo se manejaban, nunca había disparado un arma. Salió de su escondite lentamente, asomando un ojo primero, los disparos seguían, pero sabía que si quedaba ahí atrapado sería presa fácil, para cualquiera de los dos bandos.

Por reflejo, puso su dedo en el gatillo de la enorme arma; sintió su cabeza dar vueltas al ver los cuerpos en el piso; la imagen quedó cauterizada en su mente, y sabía que —si salía vivo de ahí— pasarían un sinfín de noches pensando en esa escena.

Sukuna estaba sobre uno de los intrusos, golpeando su rostro con ambos puños ensangrentados; los hombres que habían interrumpido el lugar habían disminuido en número. Reconoció al viejo de dientes manchados, la enorme mujer y el de las cicatrices en el rostro; no obstante, todos seguían manteniendo los disparos de afuera en línea.

Uno de los hombres se acercó detrás del hermano de Itadori; Sukuna lo reconoció y, lanzándose a un lado, tomó la pistola de mano del cadáver fresco debajo de él. El hombre de cabello rosa tiró del gatillo, sólo para descubrir que la recámara estaba vacía.

Se había quedado sin municiones.

El hombre apuntó en su dirección, las manos de Fushiguro se movieron solas, el dedo apretó el gatillo y, tan rápido como un rayo en una noche tormentosa, el proyectil se disparó. El pelinegro fue tirado levemente hacia atrás, producto del rebote, y en menos de un segundo, el cuerpo del hombre fue arrojado al piso, como un muñeco de trapo.

Los disparos cesaron, habían acabado con los intrusos.

Sukuna lo miraba fijo; él sentía como si todo su cuerpo pesara toneladas y sus pies fueran bloques de cemento; colocó el rifle en el suelo, despacio y tembloroso. Había… había matado a un hombre.

Se sentó en el piso y se llevó ambas manos a su cabello.

Jogo fue el primero en dirigirse a él, pisoteando el suelo fuerte, echando humo de la ira.

Tomó un puñado del cuello de su camisa, parándolo en sus piernas a la fuerza.

—¡Este mocoso es un maldito topo! —gritó—. ¡Es un pedazo de mierda Zen'in, seguramente tiene algún rastreador y los condujo directamente a nuestra puerta!

Fushiguro no habría podido moverse, aunque quisiera, solo podía pensar en la vida que acababa de arrebatar. Una persona pensante, si bien era una mala pieza, pero había tenido derechos como él.

—¿Eh? ¿Cómo sabes que no fueron policías? —preguntó Shigemo, volviendo a guardar su pistola en la bolsa trasera de su pantalón.

—Los policías no disparan antes de hacer preguntas —respondió Sukuna, ya estaba en pie, limpiando la sangre de sus nudillos con una vieja carpa gris.

—¡Deberíamos matarlo en este momento! —exclamó el hombre de dientes negros; su corazón volvió a correr cuando sintió el cañón de una pequeña pistola de mano debajo de su mandíbula—. Antes que esos Zen'in vengan con refuerzos.

—No fueron los Zen'in —vino la melódica voz de Hanami, la enorme mujer con tatuajes en sus brazos, todos la siguieron con la mirada. Ella se encontraba esculcando un cadáver, se escuchó el rasgar de una tela y luego se dirigió a Sukuna.

Ryomen tomó el retazo de tela y lo miró por un rato.

—Son los Kamo —continuó Hanami—. Todos sus hombres usan el símbolo de la Lycoris radiata, llamada también flor del infierno. Es la insignia de la familia; indica que, una vez la has visto, jamás volverás a verla en vida.

—Seguramente saben que le estamos dando cobijo a una sabandija Zen'in, él los ha traído hasta aquí —seguía alegando Jogo.

—No —Sukuna estableció, rotundo, una orden con advertencia; el de los tatuajes miró en su dirección, recordando que había salvado su vida hacía unos momentos—. Megumi Fushiguro no está con ellos. Hanami tiene razón, fueron los Kamo.

—¿Los Kamo? —Shigemo se preguntó.

—Sí, parece que ellos también vienen por nosotros.

Eso sonaba como la única explicación que tendrían, Fushiguro se alejó del agarre de Jogo con fuerza; el viejo solo chasqueó la lengua, pero no levantó otra mano contra él, obedeciendo a Sukuna.


Yūji había perdido al grupo de estudiantes de Jujutsu por largo rato, quizás no debía haber tenido un descanso para merendar. Además, no era como si el museo estuviera rebosando de personas todo el día y necesitaran más guías. ¡Y tenía tantos pasillos y Eras! Sin mencionar las subdivisiones de pinturas, esculturas y otras expresiones del arte.

Se unió a Miwa por un rato, la chica parecía una enciclopedia de arte; sabía fechas en concreto, cronología y datos curiosos de cada pintor, escultor y diseñador que se mostraban en el museo. No obstante, la atención del chico con cabello como chicle no era tan sólida como su ímpetu y terminó rindiéndose ante su hambre, prefiriendo investigar la cafetería del museo y sus delicias. Ahora, ahí se encontraba.

Se perdió en un punto de la era Azuchi-Momoyama y Edo, y era porque, las pinturas eran hermosas sí, incluso podía comprender los sentimientos que algunas transmitían; paz imperturbable, miedo a lo desconocido, tristeza abismal.

Pero eso… lo que estaba frente a sus narices.

No podía ser cierto.

¿Verdad?

Es decir, eso era clara y evidente pornografía.

—Interesante ¿no? —la voz de Gojo casi hizo que su esqueleto saltara de su cuerpo, como en las caricaturas—. Llevo buscándote por quince minutos, estás holgazaneando.

—Eso es porno —regresó—, y estaba por regresar, ¿de acuerdo? Sólo me dio hambre.

Debía escuchar a Todou y comprar barritas de proteína, su cuerpo estaba tan acondicionado a perder calorías, que debía nutrirse el doble de alguien de su edad —por ejemplo, Fushiguro—. El enorme mastodonte estrella del equipo de béisbol lo había llamado flacuchento y ese era un insulto que no podía tolerar.

La pintura en cuestión era un dibujo erótico, una pareja que compartía un beso francés, el hombre estaba a las espaldas de la mujer; acariciaba sus senos mientras la penetraba.

«Los dos amantes, ōban c. 1815» rezaba debajo.

—¡Eso es porno! —repitió como si así hiciese ver a Satoru su punto de vista.

—Yūji —reprendió, pero toda desaprobación quedó perdida en la sonrisa de perlas blancas que esbozaba.

—Profe, no puede negarlo —demandó, haciendo ademanes, señalando a la pintura.

—Nunca has pisado un museo, ¿verdad? —comentó, pero sin sorna, Yūji sintió una ola calurosa golpear sus mejillas—. Es un género llamado «Shunga» —comenzó a explicar—, se remonta desde el mil seiscientos, del período Edo; y como puedes ver se caracteriza por representar el sexo.

—Claramente —murmuró el de cabello rosa como cuestión de hecho.

Al lado de la pintura había unas cuantas pertenecientes al mismo género erótico. Los trazos eran limpios y los colores mates, la mayoría representaba una pareja en la cama, acobijados por enormes batas, edredones, o kimonos teniendo sexo; o en diferentes instancias, mujeres maquilladas a la perfección realizando fellatio u hombres cunnilingus.

—Era una manera primal de apoyar o demandar la libertad sexual —continuó Gojo, manteniendo su mirada en la pintura lasciva—; verás, en ese entonces el sexo era considerado vergonzoso, pecaminoso o tabú. Oh, aquí un dato curioso, el primer manual de posiciones sexuales data todo el camino de vuelta hasta el año mil seiscientos sesenta, presentaba cuarenta y ocho posiciones, un resumen de las cortesanas en las que se había inspirado y dónde encontrarlas.

—Guau, eso es muy interesante —opinó Yūji.

—Bastante —regresó Satoru—, este género fue tan popular que pintores famosos como Picasso o Van Gogh fueron conocidos por coleccionar diversas piezas.

—Entonces —el chico de cabello rosa sentía los engranes de su mente trabajar lentamente—… ¿Ellos coleccionaban Hentai?

Su profesor estalló en una carcajada, ruidosa y contagiosa; Yūji terminó acompañándolo en risillas. No tenía idea porqué, pero Gojo y él parecían compartir el mismo sentido del humor; sentía un atisbo de orgullo cada vez que lograba que el albino se carcajeara de esa manera.

—Digo, no juzgo —justificó Itadori, queriendo provocarle otro ataque de risas a Gojo—, yo he visto unos cuantos, pero no soy fanático. Me gusta más sentirlo en carne propia.

—No se trata de excitarse con ellos —rebatió, intentando controlar sus risas—, se trata de apreciar la belleza en la intimidad y el crudo placer del sexo.

Itadori tarareó bajo su aliento, comenzando a caminar por toda la pared que exhibía el género; aunque sonrió con complicidad cuando notó a Gojo caminar detrás de él, disfrutaba su compañía casi tanto como Yūji lo hacía. El chico francamente no sabía la diferencia entre artístico y obsceno, no importaba qué dijera Satoru, seguía siendo hentai exhibido en un condenado museo de Tokio.

—¿Uh? Pensé que solo serían parejas hetero… —comentó, sorprendiéndose a sí mismo al notar una pintura llamada «Pasatiempo en la primavera»; donde claramente las figuras representadas eran dos hombres.

—Sí —explicó su profesor—, con menos frecuencia, solían retratar relaciones entre dos hombres; Wakashudō, era un género aparte donde, casi siempre, era un hombre mayor de edad como el activo y un joven, el aprendiz, o el pasivo. Basaban su relación en obligación y lealtades mutuas.

Yūji no podía dejarlo pasar.

—¿O un profesor con su alumno?

—Ah, debí verlo venir —se rio Gojo.

—Supongo que la vida realmente imita al arte —añadió.

Ambos se rieron; pero Itadori se encontró observando cómo su profesor movía sus omóplatos en un espasmo alborozado. Realmente se estaba volviendo adicto en hacer reír a Satoru. La figura alta, esbelta y el perfil casi perfecto del albino lo llamaba como un oasis a un hombre sediento, no sabía si el otro lo notaba, o se hacía el desentendido. Pero ahí notó algo que no se había percatado antes.

—¿Oiga, tiene otro par de lentes?

Gojo no estaba usando sus característicos anteojos oscuros ovalados, esa vez, los que tenían eran circulares, pero igual de negros.

—Te dije que era una condición médica —explicó—, y si no recuerdo mal, te robaste los míos la última vez.

—Fue una equivocación —ante esa explicación, se sintió diez veces más culpable, esperaba que Satoru no estuviera furioso con él—. Lo siento, profe.

—Está bien —Gojo sonrió ocultando sus preciosos ojos bajo sus parpados—. Te diré qué: quédate con esos, de todas maneras, tengo unos cuantos de reemplazo.

La sonrisa que se apoderó de su rostro era positivamente boba, lo sabía, pero era tan difícil ocultarla con él.

Gojo comenzó a caminar, viendo las pinturas, pasando de la era Edo a la época contemporánea. Los trazos dejaban de ser tan lineales, las pinturas eran más ligeras, los colores más pasteles, sin mencionar que eran más remilgadas. Itadori lo siguió de cerca, su profesor se limitaba a mantener ambas manos entrelazadas en la espalda; el chico no sabía si era para evitar tener algún contacto con alguna reliquia del museo o para evitar contacto con él.

—No te tomé como un fanático del arte —comentó, mirando por largo rato una escultura—. Eres el único de los chicos de primer año que se inscribió.

—¿En serio?

—No esperaba que lo hicieran —explicó Gojo—; sé que es una materia optativa, esta clase de actividades es más obligatoria para los estudiantes de artes plásticas y visuales.

—¿Por eso no se nos había avisado nada?

—Así es, pero si quieres venir, siempre apreciamos un par de manos extra para ayudar. Aunque, como consejo, si continuarás viniendo, debes aprender algo de un pintor, queremos que nuestros estudiantes compartan sus conocimientos a los turistas interesados en la historia de Japón.

Yūji, avergonzado, se rio entre dientes, así que sí lo había notado.

—Eso no me detiene para ser un estudiante estrella de Historia del Arte —brilló.

—Espero que acompañarnos no te quite el tiempo para otras actividades igual de importantes.

¿Acaso su profesor tenía poderes psíquicos? La realidad era que tenía práctica con el equipo de béisbol los cinco días de la semana, descansando sábado y domingo. Los viajes al museo eran martes, jueves y sábados; siendo ese día, el único que podía acompañar al grupo. Le gustaba pasar tiempo con Gojo, pero no era tan estúpido de descuidar su propia carrera.

Pero, de nuevo, un día era mejor que cero.

—Puedo unirme los sábados —regresó—, los otros días, tengo entrenamiento.

—Un día es lo que necesito para cumplir la dosis de Yūji que me recetó el doctor.

Itadori sintió un dulce sobresalto de su pecho. De acuerdo, Gojo no tenía derecho a jugar con su corazón así; su profesor solo guiñó un ojo, pestañas largas como estalactitas cepillando su pómulo.

—¡No puede hacer eso! —reclamó, sintiendo sus mejillas enrojecerse al ver la sonrisa pícara de Satoru, sostenía un puñado de su chamarra en el torso—. Tengo un corazón joven.

Satoru se rio otra vez; Yūji estaba cerca de explotar de felicidad.

—Eres tan adorable —elogió el albino—, me gustan tus expresiones.

—Entonces admite que le gusto.

La sonrisa se congeló, él sólo se regocijaba al meterse debajo de las paredes que Gojo se esforzaba en poner entre ellos.

—No voy a contestar eso —decidió otra vez.

Itadori aprendía que eso significaba que lo había acorralado y sonrió hasta que sus músculos dolieron.

—Ah, eso me recuerda: Debía invitarlo formalmente; ya que sé de muy buena fuente que seré un jugador oficial en el torneo de béisbol de esta temporada, quisiera que fuera a verme jugar.

—Yūji, todo el cuerpo docente estará presente, al menos para la apertura de la temporada; el béisbol es muy importante para la universidad Jujutsu.

—Eso no importa —rebatió—. Yo quiero que usted esté ahí para verme a mí.

—Sólo si prometes que me dedicarás el jonrón que hagas.

—¿Eh? —detuvo Yūji, sintiéndose más valiente—. Vamos, no es justo, ¿sabe lo difícil que es hacer uno? Profe, debe hacerlo mejor.

Para su fortunio e ilusión; Gojo rara vez no le seguía el juego, tampoco lo tomó como ofensa.

—¿Qué propones?

A medida iban caminando desde los pasillos más vacíos del museo, las personas comenzaban a hacerse notar; hasta que el chico divisó algunos estudiantes de Satoru, hablando con distintos excursionistas; Miwa tenía un grupo de estudiantes de secundaria, la chica realmente se veía apasionada por el arte. Divisó al par y saludó, ondeando su mano, Yūji no sabía si iba dirigido a él o a Gojo; aun así, regresó el gesto efusivo.

—Una cena —ofreció—, si hago un jonrón dedicado a usted, quiero tener una cita, profe Gojo.

—¿Quieres que me despidan? —preguntó, manteniendo su voz solo para Itadori, el hombre alto de anteojos, de la misma manera que él, saludó a Miwa distraídamente.

Yūji notó a la chica cohibirse al tener la media-atención del profesor.

—Será en secreto —aseguró—, nadie lo sabrá, ¿de acuerdo? Echaré a Fushiguro de la habitación, pediremos pizza y la comeremos en el suelo, será romántico.

—Estás consciente que estás invitando a tu profesor a una cita romántica, puedes tener una llamada de atención en tu perfil curricular por esto —probó, cayendo en el mismo juego coqueto al que ambos no eran extraños.

—¿Debo recordar que usted me invitó primero a ese trago? Déjeme invitarlo a una pizza.

—¿Es esto una treta para meterte en mis pantalones?

Parecía que Gojo disfrutaba juguetear tanto con Yūji como el chico con su profesor.

—Prometo que será completamente clasificado para toda la familia —Itadori cruzó su corazón con una «X» similar a su profesor la noche que se conocieron—. Quiero conocerlo, es todo.

El albino miró hacia arriba, al enorme techo; ojos perdidos en los candelabros llenos de estrellas alcanzables. Mientras, Yūji sostenía la respiración, su profesor realmente lo estaba considerando. ¡Considerando tener una cita con él!

—¿Un jonrón, dices? —Gojo lo miró de lleno, por encima de las persianas oscuras, ojos de hielo refrescando hasta su alma— De acuerdo, trato hecho.

Satoru terminó su conversación y llamó la atención de los demás alumnos desperdigados, arreándolos como ovejas; con un «Vamos, vamos; chicos; reúnanse, reúnanse.» y también «Es hora de reunirse con su magnífico y bien parecido profesor.» Todos lo obedecían, unos con muecas cansadas y otros —como Miwa— con una sonrisa tímida.

Itadori, por su parte, estaba por saltar hasta el techo, por gritar a todo pulmón; había picado un pequeño agujero en esa pared, solo había contado con un palillo de dientes y un martillo de paja, pero lo había logrado. Y aunque tuviera que llevar todo su cuerpo bajo un entrenamiento extenuante y riguroso, aunque terminara cada día antes del primer juego completamente muerto y sin poder mover su cuerpo, practicaría hasta lograrlo.

Ahora debía cumplir su promesa.


Megumi había tenido suficiente, sólo necesitaba volver a su universidad, parecía que últimamente cada vez que dejaba los terrenos de Jujutsu sólo era para poner su vida en peligro. Comenzó a dirigirse a la entrada destruida, intentando ignorar los cuerpos en el suelo, y cómo todos ahí adentro parecía darles igual que hubieran perdido camaradas.

Podía dejar toda esa experiencia atrás, él era bueno para eso.

Toda su vida había estado rodeada de muertes y asesinatos; nunca había quitado una vida, pero podía simplemente no pensar en ello. Salió del depósito dispuesto a tomar el primer taxi que encontrara o tal vez haría autostop para largarse lo más pronto de ese lugar.

Una mano lo tomó del hombro y lo hizo girarse.

Fushiguro se quejó al ver el rostro de Sukuna.

—Déjame ir —le pidió—, no le diré a nadie lo que sucedió aquí, ni a la policía, ni a Itadori.

—Sé que no lo harás.

—Bien, de acuerdo —y volvió a seguir su camino.

No le tomó por sorpresa cuando Sukuna no le permitió marcharse, posando una mano en su hombro nuevamente.

—No pienses que te ayudaré, no hay manera.

¿Qué diablos estaba pensando? ¿Enfrentarse a los Zen'in? ¿Acaso pensaba que sería juego de niños?

La única razón por la que había subido al automóvil de Sukuna era porque se encontró bajo los efectos del psicotrópico, de otra manera jamás habría pensado hacerlo; porque sabía que personas como él, Toji y como los Zen'in, estos acontecimientos los seguían; la violencia y muerte era su sombra, alargada en el crepúsculo e invisible en la oscuridad de la noche.

—Lo sé —regresó Ryomen—; pero al menos te llevaré a mi apartamento, ahí puedes darte un baño.

—No —rechazó inmediato, debía estar loco si pensaba en aceptar ir a la morada de ese criminal.

—Escucha, me salvaste la vida ahí; lo menos que puedo hacer es prestarte mi ducha y darte una muda de ropa.

—No pienso ir a otro lugar contigo —regresó—. Tengo un poco de dinero, iré a un hotel; ahí lavaré mi ropa y pasaré la noche.

—Te llevaré —ofreció, mofándose de la situación con una sonrisa socarrona—. No creo que puedas conseguir un taxi o hacer autostop viéndote como un asesino serial —explicó, señalando su ropa y rostro llenos de sangre.

—No es gracioso —gruñó, rizando su labio—. Solo déjame cerca de la universidad.

Ryomen dejó de burlarse y ambos regresaron al automóvil en silencio; Megumi se terminó preguntando qué pasaría con los otros miembros de su banda; ¿no debían reunirse? ¿o al menos hablar de lo que acababa de pasar? ¿Era una ocurrencia frecuente? Fushiguro prefirió no decir nada, entre menos supiese de Sukuna, mejor.

—Deberías, al menos, limpiarte el rostro —estableció, arrancando el motor del Mustang.

El pelinegro abrió la ventana y se miró en el espejo retrovisor; sintió náuseas al notar las múltiples gotas en sus mejillas, frente y cuello. Eran pequeñas y ahora ya estaban secas y adheridas a su piel. Murmuró un suave «Mierda…» y llevó su camisa para frotar su rostro con fuerza, tallándolo hasta que la tela se sintió sensible en su piel. La tela hedía al acre olor, sus manos, todo lo que le rodeaba.

Sukuna no dijo nada más en todo el camino, Megumi no tenía ganas de que lo hiciera, volvieron a salir de la zona urbana de Tokio, adentrándose a la carretera rural. El sol se iba ocultando a medida salieron de la ciudad.

Estaba exhausto, ni siquiera había descansado bien desde la reunión con su amigo; lo único que quería era quedarse dormido en el cómodo asiento del automóvil, pero su cerebro seguía alerta. Reproduciendo una y otra vez el disparo en el cuello del primer delincuente y del hombre al que él había matado.

Quería retroceder el tiempo y estar en esa fiesta con Yūji, donde todos eran estudiantes ricachones y pomposos. Despertar de esa pesadilla y salir a trotar para luego prepararse para sus clases del día.

Antes de llegar cerca de la metrópoli universitaria; Megumi alcanzó a ver un viejo motel en medio de la carretera; le indicó a Sukuna que parara. A la mañana siguiente tendría que pagar un taxi para regresar a Jujutsu, pero no podía darse el lujo de acercarse más, podría ser reconocido por algún estudiante o docente.

Ryomen lo escuchó y se parqueó en el enorme y vacío lugar.

Era el lugar perfecto para pasar desapercibido, para algún político de cuello blanco con un amorío túrbido o un criminal buscando dónde esconderse.

El hombre de cabello rosa arrancó su auto, y el frío temor comenzó a arañarlo hasta su cerebro. Su mano temblaba descontroladamente cuando empujó la puerta de vidrio, la campanita sonó, dándole la bienvenida a un nuevo cliente. El sonido de un viejo ventilador de techo que parecía estar a punto de salirse de sus bisagras callaba cualquier pensamiento que pudiera tener.

Se acercó al viejo y polvoso lobby dónde un hombre mórbidamente obeso con una sombra de las cinco fumaba un cigarrillo, ojos pegados a un viejo computador.

Megumi, inseguro, se aclaró la garganta.

—Mil seiscientos yenes la noche —informó, sin mirarlo.

Supuso que, para él, no saber de su clientela en un lugar tan turbio como ese era ideal. Sacó el dinero y lo depositó sobre el mostrador de madera rayada. El recepcionista tomó los yenes de inmediato, contó cada centavo y apagó su cigarro comenzado en un cenicero rebosante de tacos sin terminar; sacó uno nuevo y lo encendió antes de girarse en la silla y tomar la llave de la habitación libre.

—La señora de la limpieza llega a las doce, si no has deshabitado o pagado la siguiente noche tirará todas tus cosas a la basura —anunció.

El pelinegro asintió, pero no importaba, pues no necesitaba pasar tanto tiempo en ese lugar; ni siquiera tenía idea si lograse conciliar el sueño, no después del día que había pasado. La campanilla cantó su salida y la fría noche se veía más oscura de la que la había notado antes; a medida caminaba hasta su habitación y recorría cada ventana, notaba los cuartos ocupados y los vacíos.

Entró a su habitación, la alfombra estaba decolorada en algunas zonas y los resortes de la cama hacían demasiado ruido cuando se apoyaba sobre la superficie. Fushiguro se tomó unos minutos para sentarse y recoger los fragmentos de su mente; aspiró, profundo. Solo quería acostarse y dejar ese día atrás.

Sin embargo, se puso de pie y se desvistió, decidido a lavar su camisa y pantalón lleno de sangre seca en el fregadero lleno de manchas; dejándolos colgados sobre la barra de la cortina por la noche para secarse.


Nolee: estoy cansada de hacer una historia con acción y muertes quiero algo tranquilo por una vez

Also Nolee: mete acción y muertos en apenas el cuarto capítulo

Also, estoy consciente que Hanami es de género masculino, sin embargo, me gusta mucho la voz, y pensar como si se tratara de una mujer muy fornida y muy fuerte como Sakura Ogami de Dangan Ronpa, soy débil ante semejantes reinas, además, siento que la banda de Sukuna necesita más chicas (spoilers que será el caso de Uraume, no han especificado su género pero me tomaré la libertad de hacerlo femenino).

Ustedes me enamoran con sus comentarios y me inspiran muchísimo ❤❤❤

Gracias por tomarse el tiempo de hacerlo.

Nos leemos luego~