CAPÍTULO III.
Firma de la Alianza Future.
Sentado frente al feroz fuego de la hoguera, recargando su enorme espalda en aquel cómodo sofá, Estoico no podía dejar de preocuparse por la situación con la que el destino le había obligado a lidiar. Mientras que el fuego crepitaba delante de él las danzas abominables de las llamas lo hacían regresar a los años de guerra con los dragones, aquellos tiempos donde el descanso y la paz eran tan solo momentáneos, aquellos tiempos que las casas se reconstruían día sí y día también. Se dio cuenta, horrorizado, de que ahora los veía como buenos tiempos, tan lejanos, tan imposibles de volver a ello, aunque el enfrentamiento no había parado, pero estaban más lejos, los dragones se habían conformado con todo aquello que los vikingos habían dejado en las abandonas y destruidas islas, se acomodaron a aquellas islas ahora vacías de humanos y devoraron el ganado que se había quedado atrás, junto a las buenas memorias y la perdida gloria. Aquella época, en la que pelear con un dragón te llenaba de honor, en los que no parabas de moverte por las noches para combatir el fuego de esas bestias, esos tiempos ya perdidos se veían mucho mejor que los actuales, a pesar de las vidas y extremidades arrebatadas por fuego, disparos o mordiscos, a pesar de la constante rabia y perdida de hogares, del trabajo sin descanso… Estoico, vio el blasfemo danzar de las llamas se dio cuenta que añoraba la época en la que solo peleaba con dragones. Y se preguntó seriamente por qué lo hacía. ¿Cuál era esa diferencia que le hacía añorar a los dragones? Comprendió entonces que, aunque se sintiese como un escupitajo lleno de flema corrosiva en la cara, los vikingos y los monarcas se parecían más de lo que le gustaba.
Los vikingos eran un peligro para las potencias cuando estás no estaban correctamente protegidas, pero ahora, con sus soldados dotados de escopetas y armaduras de acerco, eran aquellos hombres pequeños y famélicos quienes imponían su poder, asesinando a los vikingos y volviéndolos sus esclavos, exhibiéndolos como desagradables y peligrosos artilugios… Justo como los vikingos habían hecho todos esos años con los dragones.
Maldijo a los dragones como a ningún otro ser, no solo por ser aquella similitud entre tribus y reinos, sino por haber sido los causantes de su nulo avance. Si tan solo esas bestias no los hubiesen encontrado, si tan solo hubiesen ido a por el continente y no las islas, ¡Que demonios! Si tan solo ellos no hubiesen sido unos condenados cabezas de chorlito y hubiesen huido de ellos ahora mismo nada de eso estaría pasando.
Si tan solo no hubiesen sido… tan vikingos.
…
–No seremos sus juguetes, ¿verdad Estoico? –escuchó a sus más fieles amigos y camaradas cuestionándolo frente la atenta mirada del resto de jefes vikingos, arrancándolo del infierno de su cerebro agotado. Ninguno de los presentes jefes si quiera pensó en juzgarlo, ellos también se hallaban en la duda de qué era lo mejor para los suyos. De qué pasaría si la paciencia y pena de aquel rey diminuto se acabase y ellos no hubiesen tomado provecho de ello.
Decepcionado de sí mismo y de su jefe, Spitelout suspiró cansado, lanzo un escupitajo en dirección a la marcha del rey diminuto–. Maldita sea Estoico –se aferró a su arma y le propinó un buen golpe a la silla más cercana–. ¡MALDITOS SEAN ELLOS!
–Tranquilo, Spitelout –se escuchó perfectamente el arrastre de las palabras de Alvin, quien se mantenía en las sombras, tan desgastado e intranquilo como su antiguo jefe–. No es tan sencillo como tomar los dragones y empezar a quemarlo todo –masculló mirando a Drago, él único que se mantenía firme, aun mirando como los barcos se retiraban desde el marco de los portones, dando la espalda a todos excepto a su hijo, quien se mantenía tan firme como él–. ¿Son los dragones, acaso, inmunes a las municiones de esos malparidos?
Drago no respondió, tan solo se acercó lentamente a Estoico, secundado de su primogénito, y preguntó –Si hubiese sido alguno de nuestros hijos el elegido para esta asquerosidad –empezó mientras se colocaba delante de Estoico, obligándolo a levantar su deprimida mirada–, si fuese mi hijo el elegido –replanteó, tomando el hombro de su hijo, quien intentó con todas sus fuerzas que el nerviosismo no se le notará–, ¿cuál sería tu consejo, Estoico?
–Te diría, Drago –dijo con pesadez el susodicho–, que pongas en marcha tu plan de entrenar a los dragones.
Aquello sorprendió a los presentes, pero no detuvo a Estoico –¿Quieren usarnos como sus juguetes? Pues bien, seremos sus juguetes –se levantó con dificultad, pero de manera firme, pues era su ira y no su fortaleza lo que lo movía. Con aquella furia, explicó su plan a su gente.
Mientras hablaba, Estoico vio a los primogénitos de cada clan retrocediendo hasta estar uno al lado de otro, todos ellos le dedicaron una firme mirada a su hijo, quien se encontraba agazapado contra la silla que antes había ocupado, con las mejillas mojadas, los ojos rojos y la nariz chorreando. Einar, hijo de Drago, avanzó hasta detrás de él hincó dos de sus anchos dedos en la pequeña espalda de Hiccup, haciendo que curvase la espalda por el dolor y el susto.
Espetó antes de que Hiccup pudiese quejarse –compórtate como un hombre –ordenó, apretando los puños–, porque, desde ahora, nadie aquí es un niño.
Hiccup lo miró con ojos suplicantes, pero lo único que le pudo transmitir fue que Einar, por muy malo, fuerte y terrorífico que fuese, tenía razón. La manera en como su niño de cinco años tomó aire y aceptó su destino le partió el corazón al mismo tiempo que le enorgullecía. Nadie pudo decir si esa noche Estoico el Vasto lloró de impotencia u orgullo.
Pero las llamas danzaron toda la noche, burlándose de su dolor, trayéndolo memorias y memorias.
...
Justo como ahora. Pues, admirando las llamas y sus diabólicas danzas orquestadas por el mismísimo Loki, la maldad de la fogata encarcelada entre tres paredes de ladrillo y una reja, lo llevó dulcemente a los recuerdos de una época de noches de celebración, donde, en vez de esa burlesca y macabra danza, el fuego parecía divertirse junto a los vikingos, a pesar de que era el mismo fuego lo que les obligaba a pelear constantemente.
Se encontró, sin prevenirlo, en un cuerpo más joven y audaz que su actual versión desgastada y rota, pero aquel vacío lo acompañó, o tal vez lo había llevado consigo mismo toda la vida sin tan siquiera darse cuenta. Tenía una barba que apenas y se formaba en su remarcada quijada, con los músculos más desarrollados y el corazón sin ni una sola llaga, o al menos ninguna que pudiese derrumbarlo. Se sintió falsamente fuerte en todas las maneras posibles por primera vez desde hace ya muchos años, pero se sintió más roto al darse cuenta de que no sabía cómo volver a aquello. Lo único similar es que, en aquel entonces, también veía al fuego crepitar, pero lo hacía con más copas de alcohol en su sistema, por lo que era más complicado ver la danza maquiavélica. Estaba cantando con sus camaradas, presumiendo sus hazañas contras las bestias que llevaba peleando desde que tenía conciencia de su entorno. Alzando su enorme jarra de madera junto a los suyos hacia los cielos y a los dioses, disfrutando la música y el pequeño momento de descanso que la guerra había decidido entregarles aquella noche.
La vio entonces, preciosa, algo delicada para el estándar vikingo, pero firme y maravillosa. Bailando con los que, en aquel entonces, eran su círculo más cercano. Se sintió hipnotizados por su belleza y movimientos, pero, sobre todo, la alegría que irradiaba de su hermoso ser. Había dejado de cantar y celebrar para verla bailar, mover brazos y piernas al ritmo de la música, las palmas y canticos que cualquiera de los presentes se aventuraba a crear. Tan perdido estaba en esos nuevos sentimientos, que no pudo prevenir los codazos juguetones, pero violentos, de sus amigos, que lo animaban intensamente a levantarse e ir a por ella. A por esa mujer que era, sin duda alguna, lo suficientemente buena como para llamar la atención del futuro jefe de su isla.
Mientras se levantaba la contemplaba más enamorado, uniendo los sentimientos pasados con las memorias recientes, recordando las noches de pasión y amor que había tenido con alguien al que todavía no había preguntado por su nombre. Recordando la boda con aquella mujer que había visto por primera vez. Recordando al niño que había salido fruto de su amor inacabable.
Recordando las promesas de amor eterno de una voz que aún no había escuchado.
Pero la danza de ella, cuando menos lo esperó él, se confundió con las brasas y sus esporádicos movimientos, y, por mucho que él había pataleado y luchado en el vacío contra las fuerzas que se lo llevaban, fue arrancando de aquel bello recuerdo para presenciar nuevamente la noche que su mundo entero de derrumbó entre cenizas, escombros, llantos de bebé y fuego. Lo traslado a la noche que, por su maldita culpa e inutilidad, él tan solo pudo observar entre lágrimas deshonrosas como una de esas horribles bestias escupe juego se llevaba para siempre su felicidad, vio, abrazando a su bebé, como el amor de su vida y su corazón eran arrancados ferozmente de su vida, sin tan solo una pisca de piedad o compasión, también se sintió ridículo por pedir tales cosas.
Se dejó caer sobre sus rodillas por el dolor de un corazón roto y un alma muerta.
Gritó su hermoso nombre hasta quedarse afónico, hasta que los llantos de su bebé eran demasiado fuertes.
Todo mientas el fuego danzaba y crepitaba a su alrededor.
–¿El fuego es interesante para usted? –le cuestionó una voz femenina que a cada palabra se acercaba más a él. Él retuvo la sorpresa y respondió tan solo en su cabeza. Sí, el fuego, aquel que recordaba a la guerra, le era muy interesante porque la manera en la que las llamas bailaban y la leña se corroía. Le recordaba a aquellos tiempos felices que siempre se acusaba de no haber aprovechado al máximo o no haber apreciado correctamente.
No sacaba a su mujer de su cabeza, a la mujer que hace años ya había perdido en uno de los ataques de esos condenados reptiles escupe fuego. Aquellas llamas y su danza le hacían recordar cada una de esas melodías que se entonaban durante las fiestas, aquellos mágicos descansos donde se olvidaban por un momento de las guerras y el constante sufrimiento.
Aquellas llamas le recordaban lo roto que estaba, lo mucho que le faltaba, todo lo que añoraba y necesitaba.
Y le animaban a arrebatarle un espada a alguna armadura vacía y degollar a todo monarca debilucho que se encontrase.
–Señor Estoico –volvió a hablar la voz femenina. Con un suspiro pesado y el cuerpo adolorido, su mirada cansada se dirigió a ella, quien dejó escapar una mueca burlona acompañada por algo que pretendía ser una risilla, pero tan solo fue un resoplido. La vio negando lentamente la cabeza mientras avanzaba a uno de los placidos sillones–. Supongo que no se le puede pedir mucho a un vikingo destrozado –murmuró divertida mientras se sentaba, siendo seguida por la mirada enojada y apagada de Estoico, quiso mostrarse más intimidante, pero estaba demasiado cansado para seguir con aquel papel. Aquel juego de fuerzas había dejado de gustarle hace años–. Es impresionante, sin duda –afirmó mirándolo intensamente, analizándolo por completo. Juzgando, supo él de inmediato, sus ropajes, su peinado y todo lo que él representaba, como si fuera todo aquello una ofensa personal hacia su persona. Se preguntó, por millonésima vez, que era aquella característica vikinga que enervaba tanto a los monarcas de los enormes reinos, ¿por qué eran ello los animales y los otros los humanos? Nuevamente, dejo su mente y escuchó a esa reina escuálida–, ver a un ser sin alma fingir tenerla. ¿Por qué lo hace?
En otros tiempos él se hubiese levantado e ido, pero prefirió imitar a cada llamarada que había visto en la vida y realizar con ella la misma danza macabra –Había escuchado que, –le costó separar sus resecos labios y entonar palabras con sus adoloridas cuerdas vocales más de lo que hubiese esperado o si quiera aceptado– al igual que con nosotros, sus sabios afirmaban que ustedes, las mujeres, no tienen alma.
Vio la sonrisa de la reina desdibujándose una mueca ofendida –Tenemos alma, señor Estoico, se lo aseguro, solo que… –buscó las palabras en sus manos enguantadas, Estoico la acompañó en la búsqueda por unos breves segundos, los que duraban una leve mirada–, es diferente a la de los hombres –volvió a mirarlo entonces. Él no pudo evitar compararse nuevamente, ¿por qué serían diferentes? En los reinos continentales, mujeres y hombres eran igual de escuálidos y patéticos –y malvados– mientras que, en las islas vikingas, hombres y mujeres podían ser igual de poderosos y venerados.
La reina abrió por completo los ojos, dándose se cuenta de algo, entonces, volvió a hablar con una nueva sonrisa–, a los hombres de verdad –rio, tapando sus labios–, obviamente, no a vosotros, los vikingos, que no sois hombres ni sois nada.
Estoico alzó una de sus cejas pobladas, oprimiendo lo que ahora era su sonrisa mientras se recargaba más pesadamente en el respaldar del sofá –Si tú lo dices.
Al escuchar aquello, la reina pareció extremadamente sorprendida y ofendida –No me tutee, señor –preservó los modales a pesar de la rabia.
–No tiene que llamarme señor, su majestad.
La vio apretando sus manos, muy levemente, como si no se atreviera a tratarlo descortésmente, por más que se lo mereciera. Luego, después de un furioso silencio, la vio acomodando su peinado, tomando aire con la gracia de una criatura que tiene que aparentar tener gracia para sus espectadores.
Las puertas se abrieron abruptamente, ganándose el rápido movimiento de cabeza de la reina y el leve movimiento del jefe vikingo, vieron entrar al honorable y pequeño rey de Noruega, quien tenía sus delgados brazos colocados grácilmente tras su espalda, avanzando con la elegancia de alguien que se entrenó durante años para tenerla. Traía sobre sus hombros una preciosa capa que había sido hecha con la piel de una esas exóticas criaturas del continente de los esclavos. Una espada decorada con piedras preciosas brillaba a uno de sus costados. En su cabeza, apretando los cabellos del hombre, se hallaba una brillante corona de oro. Aquel símbolo de realeza le recordó a la discusión que se había formado en el salón improvisado una vez se retiró el rey de Noruega.
Al llegar a donde su esposa estaba, tomó una de sus manos y depositó un tierno beso en el dorso, para luego sentarse junto a ella. Miró entonces a Estoico y junto lentamente sus manos, entrelazando sus dedos enguantados. Los ojos del vikingo brillaban con una furia camuflada por el fuego que tenía tan cercano.
–¿Ha tomado ya una decisión? –cuestionó firmemente, con una divertida mirada, pero los labios completamente rectos. El engaño de un humano educado para engañar.
Estoico apretó sus labios resecos, desvió la mirada y se reencontró con el fuego de la chimenea, sintió que, por cansancio o instinto, agachó la cabeza y en seguida se sintió culpable. No debía agachar la cabeza frente aquellos oportunistas. Se enderezó en aquel sofá, colocó sus gruesas y dañadas manos en sus piernas y miró a aquella pareja sin miedo. Ellos respondieron con orgullo y miedo, se enderezaron más y alzaron sus finos mentones, intentando, con sus patéticos cuerpos, mostrar que eran ellos los grandes y poderosos en esa situación. Que equivocados estaban, que impresionados estarían cuando él se levantase con los suyos y revelase sus deseos y planes.
Se enderezó a medias cuando titubeó… ¿Realmente aquella era la mejor decisión? Todos los demás jefes estaban de acuerdo, su gente estaría conforme –con el paso del tiempo– con aquella elección, era lo mejor para todos. Tenían que mantenerse seguros, tenían que al menos eliminar un problema. Era tiempo de dejar atrás el orgullo y pensar en su seguridad, en la seguridad de las demás tribus, en la seguridad de los que habían sobrevivido, en la seguridad de aquellos que se criarían en un mundo de almas en pena y remordimiento.
En la seguridad de su querido hijo.
Tomó aire y se puso como orden dejar de titubear.
–En nombre de la isla de Berk, de la nueva Unión de Tribus Vikingas y en nombre de la casa Haddock, yo, Estoico el Vasto, jefe de Berk –suspiró aire pesadamente, ninguno de los miembros de la realeza mostró señas de tener prisa–, aceptó su oferta de alianza mediante matrimonio entre su primogénita y mi único hijo.
Unas terribles sonrisas se formaron en esas asquerosas y pequeñas cabezas.
Él prosiguió –Cuando nuestros hijos sean nombrados soberanos de sus respectivas naciones, se desposarán en nombre de la seguridad, prosperidad y beneficio de nuestras naciones.
–Perfecto –el rey se levantó y extendió su mano derecha al vikingo, quien lo imitó con más desgana–. Por el futuro de nuestras naciones. Brindemos esta noche, querido Estoico, brindemos por la seguridad de tu pueblo, y por tu maravillosa elección.
Las pautas y promesas se establecieron en esa misma sala. Se juró lealtad y eterna paz. Todos en esa sala mintieron, todos sabían que los demás mentían.
14 de febrero de 1883. Firma de la alianza Future.
