ANGEL CAÍDO


3| Pecados del Pasado


No debería haber coqueteado con aquella chica. Naruto permaneció de pie en el borde del salón de Yamanaka House y miró cómo lady Hinata giraba en brazos del marqués de Ralston.

Aquel hombre no acostumbraba a frecuentar más compañía que la de su esposa, así que no cabía duda de que el duque de Hyûga había movido todas sus fichas incluso a su cuñado esa noche con la esperanza de que la riqueza y el poder combinados de los Ralston y los Hyûga obligarían a la sociedad a olvidar el pasado de la dama.

No estaba funcionando. Era lo único de lo que se hablaba en aquella estancia y no eran ni los fabulosos defensores de lady Hinata ni su belleza lo que alimentaba los rumores.

Y era hermosa y elegante, con piel suave y cabello sedoso, y una boca... ¡Dios! Tenía una boca hecha para el pecado. No era de extrañar que hubiera encontrado la ruina a una edad tan temprana. Imaginó que todos los muchachos en diez kilómetros a la redonda habían babeado por ella.

Sin saber por qué, se preguntó si lady Hinata habría querido al hombre que se aprovechó de ella, y se encontró con que no le gustaba la idea de que lo hubiera hecho. Tenía poca paciencia con los críos que no podían mantener las manos quietas y la idea de que lady Hinata hubiera sido el objetivo de unos dedos inquietos le irritaba más de lo habitual. Quizá fuera por la niña. Nadie merecía ser el fruto de un escándalo.

Y él lo sabía mejor que la mayoría. O a lo mejor era porque Hinata le parecía perfecta; aristócrata impoluta, nacida y criada en ese mundo que debería estar a sus pies, pero que solo pretendía fagocitarla.

La orquesta se detuvo y unos segundos después, ella estaba entre los brazos del vizconde Gaara, un candidato excelente para ser su marido.

Los observó con mirada de periodista, estudiándolos desde todos los ángulos. Lord Gaara era un pez gordo, sin duda. Había asumido recientemente un título venerable que venía acompañado de varias propiedades enormes, pero sufría la gran pesadilla de la aristocracia: sus herencias podían llegar a ser prohibitivamente caras. Cada una de sus posesiones estaba ahora en mal estado, y era responsabilidad suya restaurarlas.

Una dote como la de lady Hinata podría conseguir que el condado recuperara su antigua gloria, y aún quedaría dinero suficiente como para duplicarla.

Naruto no sabía por qué esa idea le resultaba tan inquietante y desagradable. Ella no sería la primera ni la última mujer que compraría un marido.

«Ni que sería vendida a uno».

Para obtener un título irrelevante. Uno valorado solamente por el lugar que ocupaba en la jerarquía. Sí, podría comprar para su hija un juicioso silencio que sustituyera a los insultos. Y sí, podría comprar también un matrimonio con un caballero respetable. Sin título pero respetable. Posiblemente acomodado.

Pero si Hinata se conformara con eso, no compraría otra cosa que sarcasmos punzantes y susurros crueles. No obtendría más respeto ni aceptación. Eran pocos los miembros de la aristocracia en la que ella había nacido que hicieran gala de cierta civilización... u otorgaran su perdón. La hipocresía era la piedra angular de la nobleza. Hinata lo sabía; él lo había percibido en su mirada y escuchado en su voz, resultándole mucho más fascinante de lo que había imaginado. Estaba dispuesta a sacrificarse por su hija, y en eso sí había mucha nobleza.

Era diferente a todas las mujeres a las que había conocido. Se preguntó vagamente cómo sería crecer bajo el amor de un padre dispuesto a entregarse a cambio de la felicidad de uno. Él había disfrutado ese amor, pero había sido fugaz.

«Y luego se convirtió en el cuidador».

Ignoró los recuerdos y volvió a concentrarse en la danza.

Lord Gaara era una buena elección. Guapo, inteligente y encantador, y un bailarín experto que se deslizaba con la dama por la pista de baile, lo que sumaba su elegancia a la de él. Naruto observó cómo las faldas color marfil rozaban la pernera del pantalón del vizconde mientras la hacía girar entre sus brazos. Había algo en la forma en la que la seda se aferraba a la lana por un instante antes de ceder a la fuerza de la gravedad que le irritaba. Algo en cómo se movían, con gracia y habilidad, que le molestaba.

No debería importarle. Estaba allí por algo muy distinto.

Así que no comprendía qué había estado haciendo en aquella terraza prometiendo estúpidamente la redención social a una mujer que no conocía.

«La sensación de culpa es un gran motivador».

Aquella maldita caricatura. Había sido él quien la arrastró al lodo con la misma eficacia que otros lo hicieron una década antes. Se había puesto furioso al enterarse; odiaba que bromearan y se burlaran de una madre soltera, de una niña que había tenido poca opción en la materia. No acostumbraba a leer El folleto de los escándalos con la misma frecuencia que el resto de sus publicaciones, ya que no le gustaban los chismes.

Esa era la razón por la que no había visto la caricatura, insertada en el último momento, poco antes de enviar la maqueta a imprimir. Despidió al editor en el mismo momento en que la vio, aunque ya era demasiado tarde. Ya había ayudado a acrecentar el escándalo de lady Hinata.

La vio sonreír a Lord Gaara y tuvo la sensación de que la conocía. No recordaba haberse cruzado antes con ella, pero no podía evitar pensar que había hablado con ella en algún momento. Que le había sonreído a él de la misma forma.

La llamaban lady descocada en gran parte gracias a él. No importaba que fuera lo que adoraban, joven, aristocrática y más hermosa de lo que debería ser cualquier mujer.

Quizá su belleza era el quid de la cuestión. La sociedad odiaba a las más guapas igual que a las más feas. En definitiva, era la belleza lo que magnificaba los escándalos, si Eva no hubiera sido guapa, quizá la serpiente no la hubiera molestado. Pero había sido Eva quien fue vilipendiada, no la serpiente. Así como era la dama la que estaba arruinada, no el hombre. Volvió a preguntarse sobre el hombre implicado. ¿Ella lo había amado? Ese pensamiento le dejó mal sabor de boca.

Sí, él redimiría a esa mujer. La convertiría en la incomparable de la temporada. Resultaría bastante fácil, a fin de cuentas, la sociedad adoraba su página de chismes y creía con facilidad lo que leían en ella. Unas columnas bien situadas y lady Hinata se casaría con el vizconde. Después él tendría la conciencia tranquila y podría concentrarse en otros asuntos más importantes. Los que garantizarían su libertad.

—No estás bailando.

Había esperado ese encuentro, era la razón de su asistencia al baile, pero le sorprendió la frialdad de las palabras, dichas con fingida cordialidad.

—No bailo.

—Claro que no. —El conde de Akatsuki se rio.

Naruto era solo unos días menor que Deidara Akatsuki, lo conocía de toda la vida y llevaba odiándolo todo ese tiempo. Pero ahora, Akatsuki se había convertido en uno de los asesores de mayor confianza del rey y poseía miles de hectáreas de las más ricas tierras del país, lo que generaba más de cincuenta mil libras al año. Era tan rico como cierto rey ficticio y consejero de uno de verdad.

Naruto mantuvo la vista clavada en Hinata; había algo en ella que le ayudaba a mantener la calma.

—¿Qué quieres?

Akatsuki fingió sorpresa.

—Qué arisco... Deberías mostrar más respeto a tus superiores.

—Deberías agradecerme que no te dé un puñetazo en público —repuso él, apartando la mirada de Hinata; no le gustaba pensar que su indeseado compañero pudiera descubrir su interés.

—Vaya farol. Como si fueras a correr el riesgo.

Naruto se sentía cada vez más irritado y aborreció el miedo que le atravesó al escuchar las palabras de Akatsuki. Lo odiaba.

—No pienso volver a preguntártelo. ¿Para qué has venido?

—Leí tu columna la semana pasada.

Él se quedó inmóvil.

—Escribo muchas columnas.

—En esta hablabas a favor de abolir la pena de muerte por robo. Una elección poco afortunada... para alguien tan cercano a esa situación.

Naruto no respondió. No tenía nada que añadir, y menos allí, en una sala llena de personas poco interesadas por el futuro. Gente que no estaba aterrada por su pasado. Que no esperaba, cada día, ser descubierta.

Castigada.

«Ahorcada».

Lady Hinata se alejó del brazo de su futuro esposo y se perdió entre la multitud mientras Deidara suspiraba.

—Es tan cansado tener que amenazarte. Ojalá aceptaras nuestro acuerdo y actuaras como yo digo. Eso haría que nuestras conversaciones fueran mucho más tolerables.

Naruto miró a su enemigo.

—Soy el propietario de cinco de los periódicos de mayor éxito del mundo. La destrucción llega con cada garabato de mi pluma.

El tono de Deidara fue frío y directo.

—Son tuyos gracias a mi benevolencia. Cada golpe de tu pluma puede ser el último, y lo sabes. Incluso si consiguieras saldar tu pasado con la ley.

Como si alguna vez pudiera olvidar que Akatsuki poseía tal poder. Como si fuera a olvidar que el conde era la única persona en el mundo que conocía sus secretos y podía sancionarle por ellos.

Sin embargo, Akatsuki tenía sus propios secretos. Secretos oscuros que podrían hacerle bailar en el extremo de una soga, si lo que Naruto sabía era cierto. Pero hasta que obtuviera las pruebas para demostrarlo... no poseía ningún arma contra ese hombre que tenía su vida en sus manos.

—No voy a volver a decírtelo —soltó, finalmente—. ¿Qué quieres?

—En Grecia hay guerra.

—Así es el mundo moderno. Siempre hay guerra en algún sitio —dijo Naruto.

—Esta está a punto de terminar. Quiero que en La voz aparezca un artículo contra la paz.

Naruto tuvo una visión de Akatsuki en su despacho acompañado de las especulaciones de algunos hombres nerviosos por que publicara sus nombres. Especulaciones sobre esa guerra, sobre lo demás.

—¿Quieres que me oponga a la independencia de los griegos? —Hizo una pausa—. Enviamos soldados allí. Lucharon y murieron por la democracia —añadió al ver que Akatsuki no respondía.

—Y aquí estás —dijo Deidara, con una voz desagradable—. Vivo, en buen estado... y libre.

Naruto entendió el doble sentido de sus palabras. En cualquier momento, aquel hombre podía destruirlo solo con abrir la boca. Lo enviarían a la cárcel de por vida.

O peor.

—No lo escribiré —dijo Naruto.

—No te queda otra opción —repuso Deidara—. Eres mi perrito faldero... y será mejor que lo recuerdes.

La verdad de la declaración la hacía todavía más exasperante. Pero no sería cierto por demasiado tiempo, si encontraba lo que buscaba. Apretó los puños para no usarlos. Quería hacerlo, golpear a ese hombre con la misma fuerza que había querido hacerlo cuando eran niños y se pasaba los días burlándose de él y ridiculizándolo. Herirlo. Casi matarlo.

Había escapado. Había llegado a la capital y construido allí un maldito imperio. Y aun así, cuando estaba con Akatsuki, volvía a ser el chico que fue antaño.

Un recuerdo brilló con fuerza en su mente, una mirada a la oscuridad en la que un caballo valía el triple que su vida. O cinco veces más. Con su hermana en el regazo. La promesa del futuro. La promesa de seguridad. Por una vida digna para los dos.

Estaba cansado de vivir con el temor al pasado. Se evadió de la conversación al sentirse atrapado, como siempre. Le había pillado desprevenido. Desesperado por encontrar algo que destruyera a ese hombre en ese momento, antes de verse obligado a volver a hacer su voluntad.

—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué quieres influir sobre la opinión pública con respecto a la paz?

—Eso no es de tu incumbencia.

Naruto estaba dispuesto a apostar que Akatsuki estaba saltándose un buen número de leyes del rey y del país, y eso era lo que realmente debería preocuparle. A él y a sus lectores. Y también a su rey.

Y más importante, una prueba para poder mantener sus secretos a salvo para siempre. Por desgracia, era difícil obtenerla en ese mundo de chismes y mentiras. Tenía que encontrarla y, si fuera posible, comprarla. Negociarla, si era necesario. Y solo había un hombre con el poder suficiente para conseguir lo que él mismo no había sido capaz de encontrar.

—Debes hacerlo —insistió el conde.

No dijo nada. Se negaba a expresar su acuerdo con lo que le pedía Akatsuki. Él había hecho algunas averiguaciones sobre el conde, pero ninguna que atentara claramente contra la corona. Nada que pusiera en riesgo la esencia inglesa.

—Debes hacerlo —repitió Akatsuki, ahora con más firmeza. Más enfadado.

Como no era una cuestión de palabras, para él fue fácil no responder. Salió del salón de baile, vacilando junto a la puerta cuando la orquesta terminó. Entonces miró hacia la multitud y observó a los numerosos aristócratas que se deleitaban con su dinero, poder e idilios. No valoraban que la fortuna que les sonreía. Recogió el abrigo y el sombrero antes de dirigirse a la salida. Mentalmente ya estaba en el club, pidiendo al mensajero de Chase que le llamara para solicitar por primera vez un favor.

Si alguien podía acceder a los secretos de Akatsuki, ese era Chase. Pero el dueño de El Ángel Caído querría un pago, y Naruto debería ofrecerle a cambio algo enorme para conseguir lo que deseaba.

Esperó en la escalinata de Yamanaka House a que llevaran su carruaje desde la larga fila de medios de transporte que esperaban ser convocados por sus dueños, ansioso por llegar al club y comenzar a negociar con su propietario.

—Nos vemos de nuevo.

Reconoció la voz de inmediato como si la conociera de toda la vida. Lady Hinata estaba a su espalda, con sus ojos claros y aquella voz que le llevaba de vuelta a la luz, como si los años que había pasado alejada de ese mundo, de ese lugar, hubieran hecho más por ella de lo que habrían hecho si se hubiera quedado en él.

La miró a los ojos e inclinó la cabeza.

—Milady. —Dejó que las palabras flotaran entre ellos mientras disfrutaba del título, uno que jamás había considerado posesivo antes de ese momento. Disfrutó de la manera en que ella abrió los ojos cuando repitió sus palabras—. Nos vemos de nuevo.

La vio sonreír. Una sonrisa tierna y secreta, y su expresión le hizo sentir un ramalazo de placer. Sin embargo se detuvo antes de disfrutarlo. Ella no era para su placer.

Lady Hinata se detuvo a su lado en lo alto de la escalinata de Yamanaka House y miraron los carruajes a la vez. Como todavía era temprano, estaban casi a solas, acompañados únicamente por una doncella y una colección de lacayos bien adiestrados para quedarse en la sombra.

—Me di cuenta después de que nos separáramos, de que no debería haber hablado con usted —comentó ella, siguiendo con la mirada cómo uno de los lacayos se apresuraba a las cuadras cercanas para localizar su transporte—. A fin de cuentas, no hemos sido presentados.

Él miró la larga fila de vehículos negros.

—Tiene razón.

—Y usted es un soltero sin título.

Naruto sonrió.

—¿Sin título?

Ella respondió con otra sonrisa.

—Si tuviera un título, estaría menos preocupada.

—¿Cree que un título la mantendría a salvo?

—No —repuso ella, muy seria—, pero como ya hemos comentado, un título le convertiría en un excelente marido.

Él se rio de su audacia.

—Sería un marido terrible, milady. Se lo aseguro.

Ella lo miró con curiosidad.

—¿Por qué?

—Porque tengo peores cualidades que ser soltero y no poseer título. —Y era cierto.

—Ah. ¿Lo dice porque es un hombre de negocios?

«No, porque no tengo futuro».

Dejó que el silencio fuera su respuesta.

—Bueno, es una tontería que se mire por encima del hombro el trabajo duro.

—Tontería o no, es lo que hay.

Permanecieron así durante un buen rato, cada uno parecía desear que fuera el otro quien hablara primero.

—Y, sin embargo, parece que le necesito.

Él la cortó con una mirada. No quería recibir esas palabras. No quería ser necesario. Y aun así quería ayudarla. Esa mujer no debería resultarle tan convincente. No debería tener que recordarse a sí mismo que no podía pensar en ella.

—Es temprano —comentó, queriendo cambiar de tema—. ¿Se va ya a casa?

Ella se envolvió en la pesada capa de seda, protegiéndose del frío aire de la noche.

—Lo crea o no —repuso ella en tono cortante—. He tenido suficiente por una noche. Estoy agotada.

Él sonrió.

—Me he fijado en que encontró energía suficiente para bailar con Lord Gaara.

Ella le miró vacilante.

—¿Cree que él se ha visto obligado a ello?

Ni por todo el oro del mundo.

—Estoy seguro de que eso ni se planteó.

—Yo no estoy tan segura —comentó ella mirándole directamente—. Podía encontrar algo peor que mi dote.

Naruto no había pensado en su dote ni una sola vez. Había pensado en ella, alta y elegante. Y lo hubiera sido más sin ese tocado ridículo, pero incluso con las plumas sobresaliendo de su cabeza, era una mujer hermosa. Demasiado hermosa. Sin embargo, no corrigió la mala interpretación de sus palabras.

—Mucho peor.

Se hizo el silencio durante un buen rato, solo interrumpido por el sonido de cascos y ruedas que se acercaban. Llegó el carruaje de lady Hinata y ella se alejó. Él no quería que lo hiciera. Pensó en la pluma que había arrancado del tocado, que ahora estaba a salvo en el bolsillo de su chaqueta y, por un salvaje momento, se preguntó qué sentiría si fuera ella la que estuviera contra su pecho. Se resistió a la idea.

—¿Sin acompañante?

Ella se volvió hacia la pequeña doncella que esperaba a varios metros.

—Voy a mi casa, señor. Esta conversación será lo más escandaloso que haga en toda la noche.

A él se le ocurrían muchas cosas escandalosas que hacer con ella pero, por fortuna, la llegada de su propio carruaje lo salvó de la locura.

Ella arqueó una ceja.

—¿Un cabriolé?¿Por la noche?

—Es necesario que atraviese las calles de la ciudad a toda velocidad cuando hay alguna noticia —explicó él mientras su conductor saltaba del pescante—. Un cabriolé es lo más adecuado.

—¿También sirve para escapar de los bailes?

Él ladeó la cabeza.

—Sí.

—Quizá debería hacerme con uno.

—No estoy seguro de que les gustara a las damas de la sociedad — repuso él con una sonrisa.

Ella suspiró.

—Sí, imagino que no es nada adecuado que deje colgadas a esas damas.

Lo dijo con intención de divertir, y su tono tuvo la combinación perfecta de hastío e ingenio para arrancar a cualquier hombre una risita. Un hombre que no se diera cuenta de lo que ocultaba su voz: tristeza, pérdida, frustración.

—No quiere hacerlo, ¿verdad?

Lady Hinata lo miró sorprendida, pero no fingió entenderle mal. Era una de las cosas que le gustaban de ella; su franqueza.

—Esta es mi cama, señor Uzumaki. Y me toca dormir en ella.

Ella no quería regresar. No le gustaba esa vida. Era evidente.

—Lady Hinata... —comenzó a decir, sin saber qué añadir a continuación.

—Buenas noches, señor Uzumaki. —La vio moverse, seguida por una doncella. Ella bajó las escaleras para dirigirse a su carruaje, el vehículo que la llevaría muy lejos de ese lugar, de esa noche. De él. Descansaría.

Recargaría fuerzas. Y repetiría la actuación al día siguiente.

«Y él haría todo lo posible para mantenerla a salvo de esa horda».

Naruto no solía interesarse por la sociedad, y menos todavía por sus mujeres; casi ninguna valía los problemas que provocaban y los dramas que representaban. Pero lady Hinata tenía algo que le resultaba familiar por muy extraño que resultara. Algo que no podía evitar. Su resignación, quizá. El descontento. Deseo... por algo que él no conocía, pero que era suficiente para intrigarlo.

La miró durante un buen rato, estudiando su forma de moverse mientras avanzaba hacia su destino, segura de sí misma. Encontró fascinante la manera en que parecían perseguirla sus largas y pálidas faldas, como si pudiera dejarlas atrás si no tuvieran cuidado, y la forma en que estiró el brazo para mantener el equilibrio mientras se levantaba los faldones para entrar en el carruaje.

Alcanzó a ver su tobillo seguido de un escarpín de plata reluciente. Por un momento quedó obnubilado por ese pie delgado que brillaba en las sombras, hasta que la puerta se cerró y rompió el encanto. Ella se fue, su cochero un tipo enorme que sin duda había contratado su hermano para mantenerla a salvo recogió los escalones antes de subir al pescante e iniciar la marcha.

Imaginó lo que podría escribir sobre ella.

«Lady H. es más de lo que promete su reputación, más que el escándalo y los pecados del pasado. Es lo que a todos nos gustaría ser al vernos separados de nuestro mundo. De alguna manera, y por irónico que resulte, es más pura que todos nosotros a pesar de su pasado. Intocable para nosotros. Quizá ese sea su mayor valor...»

Las palabras salieron con facilidad. Como siempre, la verdad era fácil de escribir. Por desgracia, la verdad no vendía periódicos. Ascendió los escalones de su propio carruaje y se subió al pescante para tomar las riendas. Había dado la noche libre al cochero. Le gustaba conducir; encontraba cierto consuelo en el ritmo de los cascos y el traqueteo de las ruedas.

Siguió al conductor de la dama que circulaba a paso de tortuga, para salir de la propiedad Yamanaka. No le quedó más remedio que pensar en ella, encerrada en el interior de su carruaje, perdida en sus pensamientos. La imaginó mirando por la ventana los faroles que colgaban de los coches que quedaban en la calle.

Se la imaginó preguntándose si su vehículo podría haber sido como esos uno de los últimos en salir esa noche, después de que ella hubiera bailado una y otra vez con una larga fila de caballeros hasta que le dolieran los pies y los músculos por el agotamiento. La imaginó pensando en la forma en que podría haber salido sin escapar de la sociedad, sino como la reina de la misma. Si no se hubiera visto arruinada. Imaginó sus hermosos ojos llenos de pesar, añorando todo lo que podría haber sido. Todo lo que podría haber hecho. La vida que habría llevado, si la situación hubiera sido diferente.

Estaba tan ensimismado pensando en la dama que tardó en darse cuenta de que ella no seguía el camino adecuado a casa de su hermano y en su lugar se dirigía, a través de Mayfair, en su misma dirección. Curioso. Desde luego, no la seguía de manera intencionada.

Las ruedas del carruaje resonaban en las calles empedradas de Mayfair, bajando por Bond Street donde las tiendas estaban cerradas y continuando por Piccadilly, hacia St. James. Comenzó entonces a preguntarse a dónde se dirigía. Permitió que el carruaje de lady Hinata tomara ventaja sin ninguna razón.

Dejó que algunos vehículos se interpusieran entre ellos, apenas capaz de distinguir los faroles del oscuro medio de transporte hasta que giró de nuevo en Duke Street para internarse en las laberínticas calles y callejones a los que se abrían las puertas traseras de todos los clubes masculinos de St. James. Se incorporó en su asiento.

Ella estaba detrás de El Ángel Caído.

Naruto Uzumaki era para muchos el mejor periodista de la ciudad, y una mente sagaz como la suya no pasaba por alto la verdad por muy rara que fuera.

Lady Hinata Hyûga, hermana del duque de Hyûga, poseedora de una dote lo bastante grande como para comprar Buckingham Palace, y supuestamente desesperada por ver restaurada su reputación algo que él se había ofrecido a asegurarle, se dirigía directa al club masculino más notorio del país. Y que era precisamente su club.

Él detuvo el carruaje justo antes de tomar la última curva que conducía a la entrada trasera de El Ángel, saltó del pescante y recorrió el resto del camino a pie porque no quería llamar la atención sobre su presencia. Si ella era vista allí, su reputación quedaría destruida para siempre. Ningún hombre se casaría con ella y su hija no tendría futuro. Era un riesgo de proporciones escandalosas

«Entonces, ¿qué está haciendo esa mujer?».

Naruto se mantuvo entre las sombras, apoyado en la pared del callejón, viendo cómo se detenía el enorme carruaje negro con su ocupante todavía en el interior. Se dio cuenta de que el vehículo no llevaba marcas, nada que llamara la atención. Solo reconoció al enorme cochero, que bajó del pescante y se acercó para golpear la pesada puerta de acero que permitía el acceso al club. Se abrió una pequeña ranura, que se cerró de golpe después de que el criado hablara. La puerta se movió, revelando un gran abismo negro: la oscura entrada trasera.

Sin embargo, las puertas del carruaje permanecían cerradas. Bien. Quizá ella estuviera reconsiderando aquella idiotez. Quizá no se bajaría. Aunque lo haría. Sin duda lo habría hecho antes. Seguramente tendría acceso fácil a ese club, propiedad de los hombres más oscuros de la ciudad, cualquiera de los cuales podría destruirla sin vacilar. Debía detenerla. Se movió, se alejó de la fachada preparado para cruzar hasta las caballerizas, abrir la puerta del vehículo y hacerla razonar.

Pero el conductor fue más rápido y estaba más cerca que él. Lo vio abrir la puerta y colocar los escalones. Naruto vaciló, esperando que ella saliera. Ver sus blancas faldas y el escarpín de plata inocente cuya imagen se había quedado grabada a fuego en su mente. Pero el zapato que surgió no era inocente. Era pecaminoso. De tacón alto, aunque estaba demasiado oscuro para decir de qué color con la escasa luz y realzaba un pie delgado y largo perfectamente arqueado.

Naruto salió de su escondite junto al muro y pasó la mirada del pie al tobillo y, por último, a un mar de seda del color de la medianoche, una masa de tejido que terminaba en un corpiño encorsetado y escotado que servía de escaparate a un pecho diseñado para que cualquier hombre salivara. De hecho, tragó saliva. Entonces el resto de ella quedó iluminado por la luz. Labios pintados, ojos delineados, brillante pelo platino. Una peluca de brillante cabello oscuro platino. La reconoció al instante y maldijo en la oscuridad.

La sorpresa pronto dio paso al agudo placer que acompañaba el descubrimiento de una historia extraordinaria.

Lady Hinata Hyûga no era una inocente. Era la mejor fulana de la ciudad. Ella era su respuesta.


Continuará...