Encuentros

Mako:

Cuando nos liberaron y nos llevaron hasta el carruaje casi era de noche. Percibí la fascinación que me causaban el arnés, las abrazaderas para los pezones, las riendas, las ataduras y aquella penetrante cola de caballo mientras volvían a ajustármelos. Naturalmente, me indignificaban y me inspiraban miedo. Pero estaba pensando en las palabras del príncipe, a quién lo veía enjaezado delante de mí. Observé atentamente la manera en que sacudía la cabeza y golpeaba el suelo con sus botas, como si quisiera ajustarlas mejor. Pronto iniciamos el galope.

Cuando estábamos llegando al pueblo y ante nosotros aparecían sus oscuros tejados, el sudor ya encuadraba mi rostro. Yo marchaba con todo el brío que podía, con la mandíbula dolorosamente erguida y el grueso y pesado falo latiendo ardientemente en mi interior.

Estaba oscuro cuando nos detuvimos ante la puerta de la casa de mis amos. Me quitaron las botas y los arneses, todo menos el falo. A los demás corceles se los llevaron a latigazos hasta las cuadras públicas, tirando del carruaje vacío. Permanecí quieto pensando en las palabras de aquel vasallo, intrigado ante el extraño y ardiente escalofrío que recorrió todo mi cuerpo cuando Iroh salió, me alzó el rostro y me pasó la mano por el cabello para retirármelo de la cara.

- Tranquilo, tranquilo - repitió con una tierna voz, como si estuviera hablando con un animal en vez de con un antiguo amigo.

Lo miré fijamente a los ojos y entonces, para mi sorpresa, él me besó en los labios. Eso me quitó el poco aliento que me quedaba, pero inmediatamente aquel hechizo se desvaneció cuando él me extrajo el falo con tal rapidez que perdí el equilibrio. Volví a mirarlo lleno de espanto, pero para entonces él había comenzado a caminar por la amplia calzada en dirección al mercado, dejándome detrás, temblando.

Levanté la vista al encumbrado tejado y luego a la bella salpicadura de estrellas que cubría el oscuro cielo, y me percaté que me había quedado a solas con mi amo que, como siempre, iba con la gruesa correa en la mano. Fue entonces cuando recordé con un sobresalto una historia que había oído en el castillo, de un joven que en el pueblo quiso escapar, y estuvo a punto de hacerlo si hubiera llegado a la frontera antes de que los mismos campesinos lo hubieran aprensado y devuelto a sus amos. Él decía que estaría a salvo si es que pasaba los límites del pueblo, pero pienso que quizá se equivocaba en ello. ¿Qué sucedería con su padre? El mío me había ordenado que obedeciera, me había dicho que la reina era todopoderosa y que mi vasallaje me compensaría en sumo grado, que mejoraría enormemente en sabiduría. Intenté apartar aquellos pensamientos de mi mente. Hasta ahora, yo nunca había pensado realmente en escapar. Era una idea demasiado complicada, demasiado espinosa en una situación a la que ya era duro adaptarse.

Con aquella determinación, no me quedó más remedio que apurarme para alcanzar a Iroh.

Sin los horrorosos arneses de tiro me sentí aun más vulnerable. Mi desnudez resultaba ofensiva mientras avanzaba a paso rápido junto a él. A esa hora numerosos carruajes decorados con farolillos pasaban con estruendo junto a nosotros, con los vasallos trotando a toda prisa, con las cabezas tan altas como antes llevaba la mía ¿prefería estar como ellos? ¡No lo sabía! Sólo era consciente de mi temor y deseo, y de un conocimiento absoluto de que mi antiguo amigo Iroh, mi estricto señor, caminaba a mi lado.

Más adelante, una brillante luz iluminaba abundantemente la carretera. Estábamos llegando al final del pueblo y al doblar por el último de los elevados edificios vi un espacio abierto que, aunque no era el pueblo, estaba terriblemente abarrotado y alumbrado por abundantes antorchas y farolillos. Olí el alcohol en el aire y oí las ruidosas y embriagantes risas. Habían parejas que bailaban agarradas y vendedores de cerveza con odres lleno sobre los hombros que se abrían camino entre la multitud ofreciendo rellenar las jarras a todos los asistentes. Iroh se detuvo de repente y dio una moneda a uno de estos expendedores. Luego sostuvo una jarra de bronce ante mí para que lamiera el líquido de ella. Me sonrojé hasta la raíz del pelo, pero pude apreciar las virtudes del fresco brebaje y lo bebí ávidamente con toda la decencia que pude.

Cuando levanté la vista, aprecié con más claridad que aquel lugar era una especie de recinto para aplicar castigos. Con toda seguridad, era el sitio que el subastador había denominado el lugar de castigo público. A un lado había una hilera de vasallos atados en picotas y otros estaban maniatados en el interior de unas tiendas lóbregamente iluminadas, cuya entrada estaba vigilada por mozos que dejaban pasar tras pagar una moneda a los lugareños que iban y venían.

Aquí y allá un par de vasallos corrían a cuatro patas sobre el polvo para recoger algún objeto lanzado ante ellos, mientras jóvenes de ambos sexos les instaban a darse prisa, pues obviamente habían apostado dinero a favor de su vasallo favorito.

Más a la derecha, sostenidas contra las murallas, giraban lentamente unas ruedas gigantes con vasallos atados a ellas con las extremidades completamente estiradas, dando vueltas y más vueltas con sus inflamados muslos y nalgas convertidos en dianas contra las que el público lanzaba corazones de manzana, huesos de melocotón e incluso huevos crudos. Otros se movían a duras penas acuclillados tras sus amos, con el cuello sujeto a las rodillas por dos cortas cadenas de cuero, y los brazos estirados hacia adelante aguantando dos grandes palos de los que colgaba un cesto lleno de manzanas dispuestas para la venta. Dos princesas de pechos voluminosos y brillantes de sudor cabalgaban sobre caballos de madera con frenéticos gestos tamboleantes, al tiempo que estaban sobre algún tipo de consolador. Yo observaba todo atónito, ya que Iroh para ese entonces me permitía caminar con más lentitud para poder observarlo todo, entonces una princesa alcanzó su descomunal y sobrecogedor clímax para deleite de la multitud, y recibió los aplausos que le dedicaban como vencedora de la prueba. La otra se llevó unos cuantos palazos y fue castigada y reprendida por los que habían apostado por ella.

Pero la gran atracción se encontraba en la alta plataforma giratoria donde un vasallo era azotado con una larga pala rectangular de cuero. Fue entonces cuando advertí que, poco a poco, me estaban conduciendo hacia allí. El corazón se me cayó a los pies.

Mientras yo miraba incrédulo, Iroh me dio un empujón para colocarme directamente al final de la cola y ocupar mi puesto. Me obligaron a arrodillarme y fui incapaz de ocultar el miedo que me consumía. El calor se agolpó en mis ojos y todo mi cuerpo se agitaba tembloroso. ¿Qué había hecho yo? Docenas de rostros se habían vueltos hacia mí y alcancé a oír sus pullas:

- Vaya, ¿un príncipe del castillo que se cree demasiado bueno para la plataforma pública?

- ¿No habrá sido un chico malo? - comentaban con burla.

- ¿Por qué va a azotarle, señor Iroh?

- Por ser apuesto - contestó éste, con una irónica sonrisa adornando su rostro.

Su respuesta provocó sonoras risotadas, y la luz de las antorchas hacía relucir las mejillas y ojos húmedos de la risa. Lleno de horror, dirigí la mirada hacia la escalera y la alta plataforma, pero apenas logré visualizar algo. De algún lugar llegó el fuerte redoble de un tambor y repetidos gritos de la multitud. Yo me di la vuelta para mirar suplicante a Iroh y me arrojé al suelo para besar sus botas, mientras la muchedumbre me señalaba y reía.

- Pobre príncipe desesperado - se mofaba un hombre -. ¿Echas de menos tu agradable baño perfumado del castillo?

- ¿Te azotaba la reina sobre sus rodillas?

- ¡Apuesto cien yuanes a que nos ofrece el mejor espectáculo de esta noche!

- ¡Doscientos yuanes a que mueve ese trasero mejor que nadie!

Noté que una mano firme me cogía por el pelo y levantaba mi cabeza. Vi entre lágrimas su apuesto rostro sobre mí, afable, pero no carente de severidad. Los ojos ámbares se entrecerraron muy lentamente mientras alzaba la mano derecha y el dedo índice se agitaba hacia ambos lados, y con los labios formaba silenciosamente la palabra "no". Me quedé sin aliento. Los ojos quedaron inmóviles, fríos, y me soltó. Volví a ocupar espontáneamente mi puesto en la fila y enlacé mis manos tras la nuca, de nuevo temblando.

- Buen chico - me dijo un hombre al oído -. No querrás defraudar ahora a la multitud ¿verdad que no? -, sentí que su bota me tocaba el trasero.

Me pareció que transcurría toda una eternidad hasta que vi subir al siguiente vasallo, luego al siguiente y otro más. Yo fui el último. Avancé esforzadamente a cuatro patas sobre el polvo, empapado del sudor que chorreaba por todo mi cuerpo. Las rodillas me ardían y la cabeza me daba vueltas. Incluso en aquel momento creía que, de algún modo, iban a rescatarme. Que Iroh sería misericordioso, que cambiaría de idea, que se daría cuenta de que no había hecho nada para merecer eso. Sencillamente tenía que suceder, porque yo no era capaz de soportarlo.

La multitud se apretujaba y empujaba hacia adelante. Se oyeron fuertes vítores cuando la princesa a la que estaban azotando sobre la plataforma empezó a quejarse con agudos chillidos y a patalear con todas sus fuerzas sobre la plataforma. Sentí una ineludible necesidad de levantarme y echar a correr pero no me moví. El rugido de la plaza pareció aumentar bruscamente con el siguiente redoble de tambores. Los palazos habían concluido. Era mi turno. Dos mozos me llevaron en volandas escaleras arriba mientras toda mi alma se rebelaba. Entonces oí la voz firme de Iroh:

- Sin grilletes.

¡Sin grilletes! ¡Así que podía ser peor! Estuve a punto de iniciar un violento forcejeo. Oh, por favor, ¡pónganme los grilletes!, pero horrorizado me encontré a mí mismo estirándome por propia voluntad para apoyar la mandíbula sobre el alto pilar de madera, separé las rodillas y alcé las manos a la espalda mientras las rudas manos de los mozos se limitaban a guiarme.

Entonces me quedé solo. Nadie me tocaba. Mis rodillas descansaban únicamente sobre unas muescas poco profundas talladas en la madera. Entre mí y los miles de pares de ojos no se interponía nadie. Pronto la plataforma comenzó a girar y entonces pude ver la gran figura del maestro de azotamientos, con el pelo enmarañado, remangado por encima de los codos y con la gigante pala en su desmesurada mano derecha mientras con la izquierda recogía una gran masa pringosa de crema color miel que sacó de un cubo de madera.

- ¡Ah, déjenme adivinar! - gritó -. ¡Se trata de un princesito recién llegado del castillo que nunca ha sido apaleado aquí! Y bien ¿vas a ofrecer a esta buena gente un buen espectáculo, jovencito?

La plataforma dio otra media vuelta y él, con una palmada, pegó la crema a mis nalgas. Aplicó el emplasto a conciencia mientras la muchedumbre le recordaba a gritos que iba a necesitar una buena cantidad. Mi trasero se calentó, después parecieron hervir a fuego lento y luego sentí que se cocían bajo el espeso masaje de la crema. Casi percibía el modo en que relucían.

Y continué arrodillado libremente, casi por voluntad ¡sin grilletes!

- Ahora ofrecerás un buen espectáculo - volvió a repetir a voz en grito el verdugo -, ¿quedó claro? ¡Porque voy a zurrar este bonito trasero hasta que lo hagas! - la multitud chilló con risas burlonas -. ¡Moverás esas preciosas nalgas, joven príncipe, como no lo has hecho nunca! ¡Bienvenido a la plataforma pública!

Con un brusco estallido envió un azote hacia ambas nalgas, obligándome a luchar para recuperar el equilibrio. La multitud profirió un jovial rugido cuando me alcanzó el segundo golpe, y el siguiente, y otro más. Apreté los dientes para amortiguar los gritos mientras el ardiente dolor se propagaba desde mi trasero a través de todo mi cuerpo. Oía las mofas. Intentaba cerrar los ojos pero se abrían completamente con cada golpe, igual que mi boca. La pala me enviaba de un lado a otro, siempre derribándome para luego volver a enderezarme, y aun así, con cada palazo, notaba como se sacudía mi ávido miembro hacia adelante, palpitando de deseo, mientras el dolor centellaba en mi cabeza como una explosión de fuego.

- ¡Que no paren esas caderas! - gritó. Y yo, sin pensarlo ni desearlo, obedecí, vencido por la fuerza de la orden y por el deseo del gentío. Castañeando oía los roncos y estridentes vítores, mientras la pala golpeaba primero el lazo izquierdo y luego el derecho de mis nalgas, para caer a continuación ruidosamente sobre mis muslos y volver de nuevo al trasero.

Me encontraba perdido, como nunca antes lo había estado. Ni siquiera en la cocina del castillo. En él no había sufrido nada que expiara mi alma de este modo. Nada me había cauterizado y vaciado de tal manera.

Me había sumergido en las profundidades del pueblo, y allí estaba, abandonado. De repente era un lujo, un lujo horrible que tantas personas fueran testigos de este delirio de degradación. Si tenía que perder el orgullo, la voluntad, el alma, pues que se deleitaran en ello. Sí, en eso me había convertido, en esta masa desnuda e hinchada de músculos escocidos, en el corcel que tiraba de un carruaje, en el objeto sudoroso y lloroso sometido al ridículo público.

El tiempo pareció haber perdido todo sentido para mí cuando me alzaron y me hicieron morder lo que era la punta de un saco de tela mientras bajaba por los escalones de madera. Sin más ceremonias, me alejaron de la plataforma, conduciéndome entre la multitud hasta que vi las botas de mi amo, y al alzar la vista descubrí su lánguida figura apoyada contra el mostrador de madera de un pequeño puesto de cerveza. Me observaba sin el menor atisbo de sonrisa, y no dijo nada. Tomó el pequeño saco de mi boca, lo sopesó en su mano derecha y se lo entregó al dueño del local, quien se deshizo en agradecimientos y futuras promesas. Acto seguido, deshicimos el camino devuelta, todo con tal prontitud y silencio que sin darme cuenta estábamos de nuevo frente a la casa de Iroh.

Ingresamos ambos en silencio. Avancé hasta quedar en el recibidor, esperando que Iroh terminara de cerrar la puerta. Seguía ausente, tirado a la suerte, cuando súbitamente sentí que él me estrechaba en sus brazos, me daba media vuelta, colocaba sus manos en mis costados y me besaba. De la ausencia pasé a la perplejidad, sin saber cómo reaccionar hasta que le devolví el beso, casi febrilmente. Abrí la boca para recibir su lengua y tuve que retirar mis caderas para que nada rozara accidentalmente.

Me pareció que mi cuerpo perdía hasta el último resquicio de fuerza. El escaso vigor que me quedaba lo acaparaba mi órgano. Iroh se apartó un poco, tirando de mis labios con sus dientes, despidiendo el beso. La sangre se acumuló en mi cabeza, continuando con este constante sentimiento de agonía. Lo seguí a tiendas por la casa hasta que llegamos a un amplio cuarto en donde tenues luces estaban encendidas. Había un pequeño fuego en el hogar, quizá para secar la humedad de las paredes de piedra, y contra la pared una cama descomunal de roble tallado, con un techo artesonado y tres lados incrustados de satén rojo. Eso fue lo único que me bastó, más que las repisas abarrotadas de libros y otros objetos.

No me atreví a abrigar esperanzas ni temores sobre lo que podía suceder ahí. Aquellas palabras no tenían sentido. Iroh junto a la cama comenzó a desnudarse mientras yo observaba maravillado como él se desprendía de todo lo que llevaba. A continuación se volvió hacia mí y comprobé que él estaba tan dispuesto como yo. Inmediatamente me dejé caer para lamer su miembro. Primero fui hacia sus testículos, recorriéndolos con mi lengua como me habían enseñado a hacerlo con los corceles humanos del establo, succionándolos y tironeándolos tiernamente con los dientes, escuchando gemidos de satisfacción en recompensa. Luego tomé su órgano entre mis labios y la estiré con fuerza, un poco sorprendido por su calor. No era más grande que el falo mayor que me habían introducido. Entonces se me ocurrió la turbadora idea de que Iroh me había preparado para él, y solo con pensar en él penetrándome de aquella forma me excité de un modo incontrolable. Lo relamí y saboreé pensando que se trataba de él, sin los títulos, sin esta relación de castigo y sometimiento. Si quizás lo hubiese hecho así al principio no estaría aquí.

La expectación que sentía casi me tenía al borde del orgasmo, estaba pronto cuando él me levantó el rostro y señaló un pequeño tarro que salía sobre un estante. Me acerqué y lo abrí de inmediato, descubriendo una crema espesa y absolutamente blanca y a continuación se lo apliqué en toda la extensión de su miembro.

- Date la vuelta - dijo con una voz muy grave, y así lo hice, con el corazón embalado.

Noté como aplicaba crema en mí, acariciando todos los músculos periféricos. Tuve que hacer un gran esfuerzo para no venirme cuando uno de sus dedos ingresó en mi interior, buscando prepararme cuando ya estaba a punto de perder esa batalla. Rió al darse cuenta de mis ansias, y sin esperar más me cogió por las caderas y sentí como su punta estaba ad portas de mí, deslizándose entre mis nalgas sin atreverse aún a entrar. Era desesperante. Gemí en protesta y moví mis caderas para acomodarlo, hasta que solté un agónico y placentero gemido cuando lo sentí hacerse paso por mi interior.

No encontró resistencia. Fui alanceado otra vez, con igual ahínco que todos esos adornos y, con fuertes y sonoras embestidas, sentí que se clavaba cada vez más, no solo en mi cuerpo, sino en mi mente. Su mano derecha pronto rodeó mi miembro, enderezándolo tortuosamente, inyectándome el mismo ritmo de liberación, mientras se movía detrás mío. Mis sonoros gemidos reverberaban por toda la habitación en conjunto con los roncos de él que daban de lleno en mi oído, y extasiado sentí que alcanzaba el rápido clímax mientras sus caderas chocaban contra mi trasero escaldado, y cuando él soltó un grave gemido de estremecimiento y vertió en mi interior con sacudidas incontrolables, sentí que estallaba en la vaina apretada que formaba su mano. Toda mi pasión contenida brotó a borbotones.

Por un instante no vi nada. Aguanté los espasmos sumido en la oscuridad.

Gradualmente, al final mismo de la oleada, sentí que mi miembro volvía a levantarse. Las manos lubricadas de mi amo lo animaban con mimos a erguirse de nuevo. Había estado atormentado durante demasiado tiempo como para quedar satisfecho tan fácilmente. Me moví un poco, atento a las reacciones de Iroh. Éste no dijo nada. Volví a moverme, y con un indecoroso sonido me liberé de él. No me lo impidió. Me volví hacia él y comencé a besarlo, a rodearlo y colmarlo. No me lo impidió. Le besé la columna, descendiendo hasta llegar a su trasero, liso, sin erupciones ni marcas rojas, virginal. Sentí cómo se agitaba debajo de mí pero no dijo nada. Continué besando, lamiendo, hasta que él empezó a moverse ligeramente, separando las piernas muy despacio mientras mi corazón se atascaba en mi garganta al verme en aquella situación que jamás había imaginado, pero que deseaba lastimosamente. Entonces le oí decir en voz baja:

- Puedes poseerme, si lo deseas.

Fue música para mis oídos. Sabía que él quería, pero no tanto como yo lo quería. Me encontré incorporándome lentamente para cubrir toda su longitud con mi cuerpo, apretando mi boca contra su nuca. Sin demorar mucho alcancé el pote de crema y lo esparcí lentamente en su interior, obteniendo roncos gruñidos y exhalaciones en respuesta. Mi miembro ya no daba más de sí, deseoso de experimentar aquella nueva sensación con él.

Deslicé mis manos por su vientre, hasta apropiarme de toda su virilidad ya lista mientras la mía poco a poco tocaba aquel agujero desconocido. Movía mis caderas, deslizándome por entre sus nalgas, aumentando la torturosa espera de la penetración. Cuando él me lo exigió, gemí. Me ubiqué sosteniéndola entre mis manos, viendo como la cabeza pedía ingresar, perdiéndose lentamente mientras vencía aquella invisible barrera del roce. La sensación fue majestuosa. Iroh gimió fuerte, irguiéndo todo su cuerpo para que se pegara al mío, lo que me permitió profundizar la penetración. El calor me daba la bienvenida, los alaridos de éxtasis aumentaron la frecuencia de mis embestidas, y pronto, descontrolado, me encontré galopando con fuerza contra él, golpeando con mi vientre su cuerpo mientras excitado le oía gritar, masturbando su toda su longitud con mis manos hasta que le oí gritar a pleno pulmón, y entre mis dedos acogí su esencia, mientras descargaba todo en su interior. Entonces todo terminó para los dos.

Esta vez, cuando me tumbé, supe que iba a dormir. Mi trasero hervía bajo mi cuerpo y las ronchas me escocían detrás de las rodillas, pero estaba satisfecho, como nunca lo había estado. Alcé la vista al cielo de satén rojo de la cama mientras cerraba lentamente los ojos. Noté que él nos cubría a los dos con la colcha y apagaba las luces, entonces supe que su brazo descansaba sobre mi pecho y después ya no fui consciente de nada más, excepto que me sumergía profundamente mientras el escozor de mis músculos y toda mi carne se convertían en una sensación exquisita.

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A última hora de la tarde, Korra estaba echada sobre la fresca hierba del patio junto a los demás esclavos.

La vara punzante de alguna de las muchachas de la cocina la importunaba de vez en cuando forzándola a separar las piernas. Sí, no debo juntar las piernas, pensó amodorrada.

El trabajo de la jornada la había dejado exhausta. Durante una hora estuvo encadenada a la pared de la cocina, cabeza abajo, porque se le había caído al suelo un puñado de cucharillas de peltre. Luego, a cuatro patas, cargó los pesados cestos de la colada sobre su espalda hasta llevarlos a los tendederos de ropa donde tuvo que permanecer inmóvil de rodillas mientras, a su alrededor, las muchachas del pueblo colgaban las sábanas charlando alegremente. Había restregado, limpiado y lustrado, y cada muestra de torpeza o vacilación había sido castigada con una azotaina. Finalmente de rodillas, y sin utilizar las manos, compartió la cena que sirvieron en una gran bandeja para todos los vasallos y agradeció en silencio el agua fresca de la fuente con que calmaron su sed.

Por fin había llegado la hora de dormir. Hacía ya más de una hora que medio dormitaba sobre el césped. Pero, poco a poco, cayó en la cuenta de que no había nadie rondando por los alrededores. Estaba a solas con todos los vasallos que dormían, y frente a ella vio tumbado a Bolin, que la miraba divertido con su mano apoyada en su quijada.

- ¿Qué es lo que has hecho para que te castiguen con tal severidad? - susurró sonriente, provocando que Korra dibujara una media sonrisa en su rostro. Entonces Bolin se acercó, recostándose a su lado.

- ¿No hay peligro en que nos cojan hablando? - preguntó, aun atenta a que alguien apareciese en cualquier momento y volviera a castigarla. Y su trasero estaba lo suficientemente resentido como para poder soportar otro azote más.

- Nadie vendrá - aseguró.

La seguridad de aquel vasallo con mayor tiempo viviendo en el pueblo fue suficiente para que Korra confiara. Debía aprovechar muy bien esa instancia. Dentro del torbellino de su mente, poco a poco, paso a paso debía desenredar sus problemas e inquietudes, y el pasado de éste chico era lo que más cerca tenía a la mano.

- Cuéntame en qué te puedo ayudar. Desde que llegaste no has tenido tiempo para nada. Y la verdad es que esto puede ser realmente provechoso para ambos - la alentó el muchacho.

- ¿Cómo será eso? - le dijo observándolo.

- Ya sabes, tú sabrás algo de mí, y yo de ti. Podemos ser amigos, algo que ayuda bastante en un mundo como el nuestro.

Korra asintió. Tenía razón. En el castillo, Mako, su amigo, había sido un pilar importante para que ella disipara mucha de sus dudas. No sería malo tener uno en el pueblo. Además, tenía sus dudas con respecto a este chico.

- Dime Bolin ¿por qué estás aquí?

- ¿Por qué estás tú aquí, Korra? - contraatacó el chico.

- Eso lo sabes perfectamente. He descubierto que soy una clase de celebridad por aquí - contestó con sarcasmo, haciendo reír al chico.

- Solo quería saber qué respondías, pero veo que no te andas con rodeos.

- Ahora responde - lo instó.

- Bueno, la verdad es que estoy aquí por mi hermano.

- ¿Por tu hermano? - preguntó aun más interesada. Un incipiente estremecimiento había comenzado a germinar dentro de ella.

- Es un poco tonto - continuó, rascándose la mejilla -. Pero intenté seguir a mi hermano cuando a él se lo llevaron a prestar vasallaje. Quería que ninguno estuviera solo, pero ya ves que jamás fui al castillo y fui enviado directamente hasta acá.

- ¿Qué fue lo que hiciste?

- Primero no ser invitado formalmente. Luego, una vez dentro me resistí, golpeé y escapé... tomé muchas malas decisiones, aunque, en la genialidad de mi mente, pensaba que si yo iba solo al castillo llegaría más rápido que a la velocidad con que esos depravados soldados me llevaban.

- ¿Sabías siquiera dónde se encontraba el Castillo?

- No realmente - respondió alzándose de hombros -. Pero nuestro reino colindaba con el vasto territorio de la reina. Si bien en ése entonces no sabíamos nada con respecto al vasallaje, conocíamos al Reino Rojo por su amplia riqueza, y por los mitos que corrían en torno a ellos. Que resulta que no eran mentira. Todo es real.

- Nunca escuché de ello - comentó desganada.

- Quizás porque vienes desde tan lejos. Acá todos parecemos conocernos, pero claro, no los conoces hasta que realmente los conoces. Eso le pasó a mi hermano con su amigo Iroh.

Aquel dato fue el que confirmó todo. Las coincidencias eran demasiadas, y Korra asombrada no pudo ni siquiera moverse. El hermano que Mako iba a buscar en el pueblo, bien podría ser él.

- ¿Korra? - preguntó Bolin, llamando la atención de la chica.

- Mako - solamente emitió Korra, como su última prueba.

- ... ¿Cómo sabes el nombre de mi hermano? ¿lo conociste en el castillo?

- ¡Bolin! ¡eres el hermano de Mako! - exclamó Korra entre dientes, sentándose en el pasto, intentando no decirlo demasiado alto, a lo que Bolin contribuyó, tapando de inmediato la boca de la princesa.

- ¡Shh! ¡Vas a despertar a todos! - respondió irguiéndose rápidamente -. ¿Y cómo sabes eso?

- Vine con tu hermano al pueblo. Nos conocimos en el castillo.

- ¡¿Mako está aquí?! - ahora fue el turno de Korra de tapar su boca -. Lo siento... pero... ¿cómo?

- Iroh.

- ¿Qué sucedió?

- Supongo que nos encontró juntos - respondió avergonzada, tanto de la acción como de sí misma. Ese había sido su más grande error, que prácticamente le había costado todo.

- Ya veo - respondió sin siquiera juzgar, y finalmente emitió un suspiro -. Las malas decisiones vienen de familia.

Pasaron un momento en silencio. La cálida brisa cada vez era más fría, refrescando las ideas que ambos tenían revoloteando al ritmo de las hojas que se mecían sobre ellos. Korra tenía esta nueva información, pero ¿de qué le servía? ¿qué lograba con saber esto si no había vuelto a ver a Mako? ¿y qué sacaría con decírselo? ¿escaparían? Bolin había dejado entrever que eso era prácticamente imposible, y ella dudaba si realmente quería escapar.

- Entonces... ¿has estado aquí desde que llegaste al pueblo? - preguntó Korra, en un intento por interrumpir el silencio.

- Así es. Acá he avanzado mucho. He aprendido. Y todo se lo debo a Suyin, pero más que nada a Kuvira.

- ¿Kuvira? - se extrañó Korra.

- Si no hubiera sido por ella, no sé qué habría sido de mí. Ella me instruyó y enderezó, enjaezó y sometió a una docena de trabajos forzados para la milicia del reino antes de esperar algo de mi voluntad. Era azotado con frecuencia con la pala en el lugar de castigo público o me hacían correr en círculos alrededor del mayo. Normalmente pasaba el día colgado debajo del signo del Clan Metal y luego me ataban de pies y manos para recibir la tanda de azotes diarios. Solo después de cuatro semanas completas me desataron y me ordenaron encender el fuego y poner la mesa. Te aseguro que cubrí de besos las botas tanto de Kuvira como de Suyin. Comía de la palma de sus manos y lamía literalmente la comida de entre sus dedos.

Korra asintió lentamente. Le sorprendió que él le contara todo esto con tanta naturalidad.

- La adoro - continuó él -. Me estremece pensar qué hubiera sido de mí si me hubiera tomado alguien más indulgente -. Nunca pensé que podría permanecer quieto sobre la barra del bar para recibir azotes matinales. Nunca creí que llegaría a ir desatado por las calles del pueblo hasta el lugar de castigo público, o que me arrodillaría en la plataforma giratoria sin necesidad de llevar grilletes, o que sería capaz de dar placer a los soldados de la guarnición sin acobardarme o sin demostrar pánico al ser amarrado. Pero ahora puedo hacer todas esas cosas. Ya no hay nada que no pueda sobrellevar.

Hizo una pausa, y cada uno repasó mentalmente todo lo que había hecho que jamás pensó posible.

- Tú también haz aprendido todas esas cosas - dijo a continuación -. Me he dado cuenta y me he percatado de lo mismo. Eres especial para Kuvira.

- ¡Ha! - expulsó espontáneamente Korra, como si hubiera sido una muy buena broma -. Creo que estás equivocado.

- No, no lo hago. No es fácil que un vasallo llame la atención de la capitana. Créeme, lo he intentado por mucho tiempo.

- Estás equivocado. No es por esa razón.

- Entonces se me ocurre cuál puede ser la otra razón.

La respuesta no fue dicha. Nuevamente habían llegado a un punto de introspección hasta que Korra volvió a interrumpirlo.

- ¿Alguna vez volveremos al Castillo?

- Quizá. Suyin disfruta del favor de la reina ya que buena parte de la guarnición de su majestad se aloja aquí. Mi señora podría quedarse conmigo, creo yo, si pagara el precio de mi compra. Soy de gran provecho para la posada, y cada vez que me envían al establecimiento de castigos, los clientes pagan por presenciar mi penitencia. Casi siempre que voy, me zurran tres veces, y ese dinero se reparte entre el local y mi señora. De modo que a estas alturas ya he recuperado con creces el precio pagado por mí en la subasta, y podría doblarlo si Suyin me quisiera con ella.

- Quizás también deba hacer eso - comentó Korra, sin mucha convicción -. Quizá haya sido obediente demasiado pronto - continuó, volviéndose a revelar mentalmente con Kuvira y con el último castigo que había recibido de ella.

- No. Lo que debes hacer es congraciarte con ella... y con Kuvira - agregó, viendo la expresión decidida y contradictoria de la princesa -. Y eso no se consigue siendo desobediente, sino con buenas muestras de sumisión. Cuando acudas al local de castigos, al que seguro irás pronto, debes ofrecer el mejor espectáculo posible, por muy duro que sea. En cierta manera, ese lugar resulta más duro que la plataforma pública.

- Pero ¿por qué? Vi la plataforma giratoria y me pareció horrible.

- El local para castigos es más íntimo, menos teatral - explicó Bolin -. Siempre está muy concurrido. En un repecho de poca altura situado en la pared donde se alinean todos los vasallos. Luego, en un pequeño estrado que apenas sobresale un metro por encima del suelo, se encuentran el encargado y su asistente, y las mesas de los clientes están pegadas al repecho y escenario. El público ríe y habla entre sí, no hace ni caso de gran parte de lo que pasa, y únicamente comenta algún hecho a la ligera. Pero si les gusta el vasallo, dejan de hablar y observan con atención. Se les puede ver por el rabillo del ojo con los codos apoyados sobre el borde del escenario, y luego se oyen los gritos de "cien yuanes". El encargado es un hombre grande y tosco. En cuanto llega tu turno, sois arrojado directamente sobre su rodilla. Lleva puesto un mandil de cuero y, antes de empezar, te embardunan con grasa, y lo cierto es que se agradece. Los azotes escuecen más pero, por otro lado, la grasa protege la piel, en serio.

Recuerdo una mañana en la que un príncipe se corrió sobre el regazo del encargado. Y no he olvidado el castigo que se llevó. La zurra fue despiadada. Luego le hicieron andar en cuclillas por toda la taberna, obligándole a tocar con la punta de su miembro todas las botas que había en el local para pedir perdón, siempre con las manos detrás de la nuca. Y pobre si se le ocurría venirse. Ah - emitió satisfecho -, tengo que reconocer que en la plataforma nunca he llegado a perder toda la resistencia, ni quedarme y gemir pidiendo clemencia tanto como allí.

Korra permanecía callada, totalmente cautivada.

- ¿A mí también me enviarán ahí? - preguntó con un estremecimiento en su abdomen.

- Oh, desde luego. De hecho se me hace extraño que la capitana aun no lo haya hecho.

- Bolin ¿alguna vez has pensado en escapar? - quiso saber.

- No - se rió -. Realmente he aprendido esta vez. A propósito de eso, una princesa se escapó anoche y te diré un secreto: no la han encontrado, pero no quieren que nadie se entere. Ahora, Korra, hemos hablado suficiente. Vuelve a dormir. Esta noche la capitana estará de un humor terrible si no la han capturado para entonces. No pensarás en escapar ¿no?

- Eso espero - respondió, ladeando la cabeza con una sonrisa.

Bolin suspiró y se volvió hacia la puerta de la posada.

- Creo que ya llegan. Duerme si puedes. Nos queda una hora más o menos.

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Estaba casi oscuro cuando despertó.

Todavía había luz en el cuelo, aunque ya se veían un puñado de diminutas estrellas. Suyin estaba sentada sobre la hierba mientras bebía de una taza de porcelana, esperando a establecer contacto visual con Korra.

- Despiertas a tiempo - le dijo a modo de saludo. La princesa rápidamente se irguió, colocándose de rodillas con la cabeza gacha -. Alístate, han venido por ti.

En cuanto la bañaron, la dirigieron a través de la concurrida posada hasta salir bajo el letrero del Signo del Clan Metal iluminado por la luz de las antorchas. Una vez allí le indicó que permaneciera sobre los adoquines.

La plaza estaba repleta de gente: los hombre y mujeres jóvenes entraban y salían a tropel de los diversos bares y lugares. No tuvo tiempo de contemplar más cuando oyó que un caballo se aproximaba, era la Capitana. Korra tragó pesadamente, al fin había venido por ella.

La jinete tiró bruscamente de las riendas, deteniéndose a unos pasos. Suyin le dio un pequeño empujoncito para alejarla de la puerta de la posada, alentándola a adelantarse, permitiéndole a Kuvira rodearla lentamente con su caballo, observándola desde todos los puntos de vista. Finalmente sintió como su brazo la cogía y levantaba por los aires hasta sentarla sobre el caballo, delante de ella, quien enseguida dio la orden de partir, encabritándo el corcel, quien se alzó para de inmediato partir aceleradamente, saliendo de la plaza por las puertas de la muralla y continuando por la carretera que atravesaba los campos de cultivo.

Para contrariedad de Korra, la velocidad y la inestable posición sobre el caballo la obligaban a abrazarse del torso de Kuvira. Veía árboles y oscuras siluetas pasar a sus lados, observando el paisaje que era dejado atrás. Un salto del animal la hizo dar un grito asustado, arrimándose más al cuerpo de la capitana, temiendo en caerse. Como respuesta una escueta risa la hizo avergonzarse, preguntándose si realmente ella comprometería su seguridad.

El caballo penetró en la oscuridad más densa del bosque y continuó trotando mientras el cielo se esfumaba sobre sus cabezas, la brisa desordenaba el pelo de Korra y la mano de la capitana pronto la abrazó, ya que los árboles y el terreno se volvieron más inestables. La marcha aminoró, aproximándose a un pequeño círculo iluminado, formado por cuatro tiendas verdes donde Korra vislumbro a una decena de personas reunidas en torno de un gran fuego encendido en el centro.

Kuvira desmontó y bajó a Korra, no dándole ninguna instrucción de que la siguiera, por lo que se quedó inmóvil, sin atreverse a levantar por completo su vista. Pero para su consternación, un gemido de dolor llamó su atención, observando por primera vez una tosca cruz de madera clavada en el suelo frente al fuego, y en ella había un vasallo, con rojas marcas de azotes y una mezcla de barro y hojas adornando cada tramo de su piel.

- Bien ¿ya han vuelto los patrulleros? - preguntó Kuvira a uno de sus hombres -. Y ustedes ¿han tenido suerte?

- Han regresado todos menos una, capitana - le informaron -, y hemos tenido suerte, pero no como esperábamos. La princesa no aparece por ningún lado. Es posible que haya alcanzado la frontera.

Kuvira chasqueó los dientes, evidenciando su disgusto.

- Pero a este - dijo el hombre - lo cazamos al anochecer en el bosque, al otro lado de la montaña.

Kuvira asintió con un gesto, estudiando al vasallo con evidente enfado -: ¿Cuándo te escapaste? - le preguntó. Dio dos largas zancadas hasta el vasallo y le retorció la cabeza hacia atrás con más crueldad aún.

- Perdóneme, capitana - susurró entre quejidos el vasallo -. Ha sido la última hora de hoy cuando he escapado. Por favor, perdóneme - suplicó con lágrimas desbordando sus ojos.

- No alcanzaste a ir muy lejos ¿eh? - se burló, luego se volvió hacia sus hombres -: ¿se han divertido con él?

- Dos y tres veces cada uno, capitana. Le han hecho correr y lo han flagelado a conciencia. Está listo.

Kuvira sacudió la cabeza lentamente y luego de libera al vasallo de la cruz, lo cogió por el brazo y lo arrojó al centro del grupo, junto a la fogata.

- ¿Planeaste este intento con la princesa Opal? - inquirió Kuvira dando un amplio paso, para depositar su gran y pesaba bota militar sobre el adolorido miembro del vasallo.

- No, señora, lo juro - respondió atormentado -. Ni siquiera sabía que se hubiera escapado.

Kuvira no dijo nada, pero el tenso ambiente formado reflejaba la angustia y el enfado que ésta sentía. A un chasquido de sus dedos un par de oficiales tomaron por los brazos al vasallo, levantándolo para que quedara a la altura de la capitana.

- Mañana, tal como estás ahora, te subiremos al carro para conducirte por los campos hasta el pueblo. Los soldados marcharán delante y detrás al son del redoble de tambores para atraer la atención del público. Haré que te azoten por las calles y estarás expuesto una semana completa el lugar de castigo público, sin descanso, y luego de eso te subastarán. Pero antes de eso, te azotaré yo personalmente.

La compañía vitoreó en alto, ignorando el torrente de lágrimas que nuevamente salían por los ojos del rebelde vasallo.

Mientras el par de oficiales posicionaban al vasallo de espaldas a la capitana, ésta cogió la correa de cuero que llevaba en su cintura, retrocedió para ganar espacio suficiente y comenzó a azotarlo. No era una correa demasiado pesada ni muy ancha, pero Korra dio un respingo y ladeo la cara, para no ver.

Escuchaba los fuertes azotes descargar sobre la piel, los gritos agónicos e implorantes del vasallo, la fuerte respiración de Kuvira por el esfuerzo. Pasaron varios minutos, hasta que todo el cuerpo quedó con convertido en una mancha oscura de color rosa. Entonces la capitana con un gesto le dio una orden a otra oficial, quien se adelantó y con una mano enguantada comenzó a darle palmetazos al órgano erecto del vasallo. Este comenzó a gritar más alto, y cuando su órgano comenzó a moverse por sí mismo se detuvo, dejándolo adolorido, con evidente dificultad para respirar. La cuadra se reía en voz baja, divertidos con el tormento del vasallo.

- No ha estado tan mal el castigo - comentó Kuvira burlona -, pero tengo que decirte que volverás a recibir otro parecido al amanecer, y otro más al medio día, y también al crepúsculo. Mientras tanto, esperando aquel delicioso castigo, y viendo que estás tan bien dispuesto a satisfacer, los que quieran podrán hacer lo que quieran contigo. Te harán eyacular tantas veces que quedarás seco, y aun así siempre tendrás que estar dolorosamente erecto, o el castigo será pero ¿entendiste?

Pero no esperó respuesta de él y enseguida permitió que un grupo de soldados se lo llevara a una alejada tienda de campaña, lista para disponer de él durante toda la noche. Kuvira se volteó y, haciéndole una seña a Korra la guió hacia su propia tienda. Pero cuando la princesa se disponía a entrar, un oficial la adelantó apresuradamente.

- No quiero ver a nadie ahora - le dijo Kuvira al oficial, indicándole a Korra que ingresara.

- No sé si podrá esperar, capitana - dijo el oficial, en una reverencia de sumisión y apuro, evidenciando importantes noticias -. La última patrulla acaba de llegar hace un momento mientras azotaba al fugitivo.

- ¿Y?

- Bien no han encontrado a la princesa, pero juran haber visto jinetes esta noche en el bosque.

La capitana, que se había sentado frente a un pequeño escritorio con los codos apoyados en la mesa, alzó la vista.

- ¿Qué? - exclamó con incredulidad.

- Capitana, juran haberlos visto y oído. Un grupo numeroso, según dicen - dijo, acercándose más al escritorio -. Los patrulleros están casi seguros de que se trataba de incursores enemigos.

- ...¿Igualitarios? - susurró Kuvira -. Pero no se habrán atrevido a volver tan pronto.

- Dicen que guiaban los caballos por el bosque, según dicen los soldados, sin luz y sin hacer ruido. ¡Tienen que ser ellos, capitana!

Kuvira reflexionó.

- De acuerdo, partiremos apenas se desocupe la cuadra. Mientras tanto envía mensajeros para que doblen la guardia en los torreones. Pero no quiero que cunda la alarma en el pueblo. Probablemente no será nada - hizo una pausa, pensativa, obviamente considerando la situación -. No tiene ningún sentido rastrear la costa esta noche, ya se habrán ido.

- Sí, capitana.

- Es casi imposible rastrear todas esas ensenadas incluso a la luz del día. Pero saldremos a recorrer mañana, luego de ir a dejar al vasallo al pueblo.

Cuando el oficial se retiró, Kuvira se puso de pie de mala gana. A una sola mirada Korra se acercó hasta el escritorio, donde fue levantada y sentada sobre la superficie. En los ojos de la capitana observaba la preocupación por la reciente y desconocida situación, la molestia por la princesa Opal y el agotamiento después de un largo día de trabajo y de haber azotado al fugitivo vasallo. Sin embargo, aun tenía energía para lo que le esperaba a ella. Así, sin dejar de mirarla, a tientas abrió uno de los cajones del escritorio, colocando junto a la cadera de Korra un largo objeto de silicona. Korra deshizo el contacto visual con la capitana para ver lo depositado junto a ella, enrojeciendo de inmediato su rosto al ver que se trataba de un consolador.

- No creas que te he traído acá únicamente para ver el castigo del vasallo y todo lo que le espera por haber intentado escapar - dijo entre líneas -. Sin embargo, debido al cambio de planes, y a lo agotada que estoy, tendrás que hacerlo tú misma ¿comprendes?

Korra no levantó la mirada, la vergüenza de lo que le estaba pidiendo se lo impedía, así como también el miedo de contradecirla. No después de ver y oír la fuerza de sus azotes.

Sin más que decir, Kuvira se echó para atrás, cruzándose de piernas sentada en la silla del escritorio, lista para contemplar la acción de la princesa.

Korra apretó sus ojos, conteniendo el calor de la vergüenza entre sus párpados. Llorar empeoraría todo. Con lentitud puso ambas manos sobre los bordes de la superficie, lo que le permitió elevar su caderas hasta posicionarlas justo sobre aquel objeto. Se mordió los labios, y sin dilatar más el tiempo se dejó caer lentamente, abrazando con sus tiernos pliegues la suave y firme silicona que poco a poco se abrió paso dentro de ella. Evitó dejar salir cualquier ruido, solo emitiendo una fuerte exhalación por la sensación que la llenaba. Enseguida levantó sus caderas y volvió a repetir el acto, en completo silencio.

- Tienes que abrir más tus piernas, princesa - escuchó decir a Kuvira, rompiendo el ambiente.

Korra se detuvo, evaluando cómo debería colocarse para satisfacer la demanda de la capitana. Así se posicionó más al centro de la mesa, apoyando ambos pies en cada borde, ofreciéndole una amplia panorámica a la mujer sentada frente a ella. En la vergüenza de su exposición, se aventuró a mirarla a los ojos, esperando que los verdes de ella estuvieran sumidos en su parte más expuesta e íntima. Sin embargo, en vez de eso se encontró con que le estaba devolviendo la mirada.

Sentada en la silla, descansaba su rostro en una de sus manos, atenta a cada expresión que emitía Korra. Korra no supo porqué, pero extrañamente eso la excitó, por consiguiente, descendió sus caderas hacia el consolador, emitiendo un gemido de satisfacción sin dejar de estar atenta a la mirada de Kuvira, la cual no parecía inmutarse, por lo que la princesa lo tomó como un desafío.

Aumentó la velocidad con que recibía el consolador, aumentando incluso la profundidad con que lo embestía. Kuvira tragó saliva. Entonces Korra cambió los movimientos, cabalgando desvergonzadamente el consolador, realizando movimientos pendulantes con sus caderas hacia adelante y atrás, mientras gemía con la boca abierta sin dejar de mirar a la capitana. Kuvira comenzó a intranquilizarse en la silla. Korra aumentó el ritmo, sintiendo como la presión instaurada en su abdomen se irradiaba hacia arriba y abajo, recorriendo poco a poco sus piernas y escalando por su columna. Sus ojos empañados pedían algo a Kuvira, no quería decirlo, pero era evidente para ambas. Cerró los ojos y dejó descansar su cabeza entre sus hombros conforme bombeaba más y más hacia su interior, sintiendo que estaba pronta al orgasmo. Su respiración fue cada vez más trabajosa, su pecho subía y bajaba cada vez con más dificultad, sus dedos de los pies se flectaron no pudiendo aguantar más, y segundos antes de alcanzar el clímax volvió su cabeza hacia la capitana, observando cómo ésta, con el rostro enrojecido y su boca abierta observaba embobada su acto de liberación. Eso era lo que le faltaba para al fin venirse, curvando su espalda para permitir que aquel juguete se internara en lo más profundo de ella, tocando aquel punto exacto.

Quedó en esa misma posición por unos momentos, buscando recuperar el ritmo normal de su respiración, respirando fuertemente para refrescar su sudado rostro. Cuando sintió a Kuvira levantarse de su asiento se irguió en el escritorio, para observarla. La capitana le dedicó una sonrisa de suficiencia, acercando su cuerpo hasta quedar a unos centímetros de ella. Llevó su mano hasta el bolsillo trasero de su pantalón, sacando un pañuelo de tela que lo fue a depositar contra su mejilla, secándolo del sudor.

- Estoy encantada. Muy buen trabajo, princesa - la elogió. Korra cerró los ojos, sonriendo, sintiendo como por su rostro unos delicados dedos pasaban la suave tela.

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Era medianoche cuando regresaron a la posada cabalgando muy adelantadas del resto del grupo. Korra pensaba en todo lo que había visto y oído, muriéndose de ganas de contarle a Bolin sobre los extraños jinetes nocturnos, queriendo preguntarle qué significaba todo ello. Mientras tanto pensaba en los fugitivos ¿Cómo habría escapado Opal? ¿ya habría alcanzado la frontera? ¿dónde estaría ahora? ¿vestida y a salvo en otro reino?

Tendría que envidiarla, pero no podía. Ni siquiera era capaz de pensar en ello con la suficiente concentración, su mente regresaba una y otra vez al rostro excitado de Kuvira viéndola llegar al orgasmo. "Eres especial para Kuvira", recordó las palabras de Bolin. Ah, debía serlo, ya que había sido una hermosa expresión en su serio rostro.

En amodorrado cansancio ya estaba siendo guiada por un mozo a su lugar para dormir cuando la voz de Suyin la despertó un poco, obligándola a poner atención antes de desaparecer por el pasillo.

- Lo siento por mi pobre princesa, si es que está afuera - se disculpaba su ama -, pero nadie la mandó a huir.

- Lo sé - respondía Kuvira -. Pero aquellos Igualitarios pueden venir en cualquier momento y caer sobre las granjas y las casas solariegas y largarse antes de que el pueblo se entere. Es lo que hicieron hace dos años. Por eso he doblado la guardia y vigilaremos hasta que la situación esté despejada. Solo espero que podamos encontrar a tu hija antes de que ellos lo hagan.

- Que mal momento escogió - fue lo último que escuchó Korra antes de pasar la puerta y no oírlos más.

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N. de la A.:

Lamento mucho la tardanza. Soy una mala escritora con un bloqueo que duró demasiado tiempo. Pues vuelvo para cerrar aquel cable que dejé suelto. Esta vez concluiré esta historia.