Una noche, emprendiendo ya el camino de vuelta casa, el cochero se percata de la presencia de un niño mendigo, quien hacía danzar a un grotesco monigote de madera, intentando llamar la atención de las gentes que pasaban: Sus intentos eran inútiles, pasando completamente desapercibido entre los transeúntes.

"No es algo que me concierna…" pensó el cochero, encogiéndose de hombros.

Los mendigos abundaban en esa pequeña ciudad: Mendigos de toda clase, y de toda edad.

Eran cosa demasiado cotidiana como para prestarles mayor importancia. Y sin embargo…

— ¡Aparta, mocoso del demonio! —gruñó un hombre, asestándole un manotazo al niño mendigo en pleno rostro en cuanto este intentó llamar su atención jalándole de la manga de su abrigo.

Fue tal la fuerza del golpe que el chico cayó al suelo, costándole un poco volver a levantarse.

El cochero, quien había observado la escena desde cierta distancia, notó que tenía el rostro terriblemente pálido, como si estuviese enfermo.

Y aun así, el chico se esforzaba por sonreír, tratando de hacer danzar a la marioneta que traía consigo, exclamando:

— ¡Vean danzar a Pinocho…! ¡El magnífico Pinocho…!

La voz del chico se oía débil y entrecortada. Aquel último golpe recibido parecía haberle hecho daño de veras.

No pasó mucho tiempo para que finalmente el niño terminase desplomándose sobre el empedrado de la calle, como si de pronto hubiese perdido el sentido.

Por un momento el cochero pensó en darse media vuelta y seguir su camino. Pero en vez de ello…

En vez de ello se acercó hasta donde el chico se encontraba, y comprobando luego de que se encontraba inconsciente lo cargó en brazos, esforzándose por llevarlo hasta su casa, a fin de no dejarlo morir como un perro durante aquella fría noche invernal.

Es un trayecto relativamente corto pero no exento de dificultad, a causa de su renguera.

Hay momentos en los cuales el cochero presiente que él también está a punto de desplomarse, aunque al final termina sobreponiéndose al dolor que experimenta en su pierna atrofiada.

Esa noche la luna parece haberse recubierto con una pálida aura azulina, cuyo débil reflejo parece mostrarle un camino en medio de la oscuridad, un camino que él sigue como por instinto, descubriendo de esa manera un atajo no conocido hasta su destartalada residencia.

Una vez allí, el cochero se vale de unos viejos muebles para improvisar una suerte de lecho cercano a la estufa de la casa, esperando que su calor bastase para brindarle siquiera algo de alivio al muchacho, cuyas manos y pies descalzos se encontraban completamente helados.

El niño parece estar recobrando lentamente el sentido, aunque su frente muestra una preocupante calentura.

— ¡Oh, padre mío, si tú estuvieras aquí…!—alcanza a mascullar débilmente, quizá dejándose llevar por algún fantasma del pasado, producto de la fiebre que experimenta durante aquellos momentos.

Colocando una toalla húmeda sobre la frente de aquel chico, el cochero espera que baje la fiebre, vigilando el sueño del infante casi como si se tratase de su propio hijo.

Jamás le han agradado demasiado los niños. De hecho, ha habido numerosas oportunidades en los que ha llegado a odiarlos realmente, al ser una víctima constante de sus más despiadadas burlas y bromas.

Pero esta noche, por primera vez en su vida, el cochero se siente invadido por una extraña compasión, que le hace cuestionar para sus adentros cuán honda puede ser la crueldad e indiferencia del mundo para dejar morir de esa manera a un chico a sí de indefenso.

Profundamente conmovido, musita una leve oración, solicitándole a Dios que todavía no se lleve a ese niño a su presencia sin importar lo que ocurra.

El resto de aquella noche permaneció al pie de esa cama improvisada, cuidando el sueño del pequeño mendigo, tal como su hermana Alma solía hacerlo mientras aún vivía con ella, junto al resto de su verdadera familia…