Durante los dos días que siguieron, a Francis no le abandonaba el agotamiento mientras estaba consciente. Tenía constantes jaquecas, fruto del trote que le daba a su cerebro intentando sacar algo en claro de lo que le había dicho Antonio antes de marcharse. Por ridículo que sonara, desde que se había despedido no podía dejar de pensar en él. Trataba de encontrarle en sus recuerdos, en cualquier rincón de su dañada memoria, pero el esfuerzo caía en saco roto y siempre causaba fatiga en él.
Lo peor había venido por la noche, cuando se echaba a dormir y él volvía a ser testigo de la sonrisa triste y destrozada en el rostro de Antonio mientras las lágrimas bajaban por sus mejillas. Desde que había despertado del coma, nada le había provocado tal impacto. Era una sensación que no sabía explicar y que no se había atrevido a intentar describir en voz alta. Se asimilaba a lo que él creía que podría sentirse si alguien estrujara tu corazón.
Cada vez que lo recordaba, notaba que las ganas de llorar se le acumulaban en la garganta y formaban un nudo tan estrecho que dolía. No podía evocar ningún momento con Antonio previo al accidente, pero verle llorar de esa manera, derrotado y desolado, le había disgustado. Las acusaciones que había lanzado antes de marcharse le rondaban la cabeza, mientras Jeanne y su madre hablaban, y cuando le preguntaban qué le ocurría, simplemente mentía y decía que los ejercicios físicos de rehabilitación habían sido muy duros ese día. Había escondido los anillos en la funda de la almohada y no dejaba que nadie la tocara. Sólo los sacó cuando tuvo que recoger sus cosas.
Ese jueves, después de más de año y medio desde el accidente de tráfico, Francis fue dado de alta y pudo regresar a su piso. No lo recordaba muy bien, aunque el recibidor se le hizo familiar en cuanto se plantó en él. Su madre le hizo una visita guiada, explicándole que se había encargado de limpiar a fondo la casa. Jeanne iba detrás de ellos, silenciosa, sumergida en sus propios pensamientos.
— Si necesitas cualquier cosa, tu padre y yo estaremos en el hotel durante esta semana y la que viene. Mañana os traeremos el desayuno, así que no comáis nada hasta que lleguemos —dijo Rose mientras se encaminaba hacia la puerta. Apoyó una mano en la mejilla de su hijo y se alzó sobre la punta de los pies para poder plantar en ella un beso—. Descansa, cariño. Lo peor ya ha pasado.
— Nos vemos mañana, mamá.
Francis le sonrió y se quedó observando la puerta mientras, en ese silencio, podía escuchar los tacones de su madre caminando por el pasillo en dirección hacia el ascensor. A su espalda, Jeanne tenía la mirada fija en su figura, extrañada por ese repentino silencio. A decir verdad, quedarse a solas con Francis le ponía nerviosa. En cuanto el sonido de los tacones se perdió, cerró la puerta y se dio la vuelta para enfrentarla. La docilidad en su rostro se había esfumado.
— Hablemos sin tapujos, Jeanne —empezó en una voz serena—. ¿Es verdad que nos conocíamos antes del accidente?
El corazón de la muchacha dio un salto al escucharle decir aquello. Dudó un instante, durante el cual sus labios se separaron y se volvieron a juntar en diversas ocasiones. Notaba el nerviosismo acumulándose en su cuello, como un sudor frío.
— ¿De qué estás hablando? —preguntó después de casi diez eternos segundos.
En sus ojos cerúleos se leía el sosiego pero, al mismo tiempo, también la súplica. Su madre dominaba el juego, pero ahora mismo ella no estaba. Le rogaba que no siguiese con la farsa. Le parecía que aún le quedaba algo de decencia. La culpa que había estado ahogando a la muchacha aferró con más fuerza su cuello.
— Jeanne, sé que eres buena mujer, me lo has demostrado durante todos estos días. Mi madre se ha ido, ya no puede oírte, así que quiero que seas sincera conmigo: ¿nos conocíamos antes del accidente?
— No—concedió después de unos segundos en silencio—. Mi padre le debe a tu familia dinero y Rose me presionó para que saldara la deuda. Lo ingresaron en el hospital hace cosa de meses. Si le devolvía a tu madre el dinero, seríamos incapaz de cubrir las facturas de mi padre. Siento haberte mentido de esta manera, de verdad, pero no podía dejar que lo echaran del hospital. Sin el tratamiento adecuado, no aguantará ni diez días.
— Entonces es verdad que Antonio era mi prometido...
— Sí. Por lo que he podido ver, a Rose no le gustaba su actitud. Creo que la enerva no poder manipularle. No le conozco tanto, pero creo que parece un hombre indómito.
A su cabeza regresó la imagen de Antonio llorando, diciéndole que estaba cansado y que no podía seguir más. Suspiró y se frotó un lateral de la cara, con la esperanza de que ese gesto pudiera recomponerle. Hubiera deseado que le hubiera dicho aquello antes de que la situación estuviera tan mal y ojalá hubiera podido reaccionar en aquel momento, antes de que se despidiera.
— Es un hombre un poco extraño. A pesar de que no me he portado bien con él, a pesar de todo lo que ha sufrido, cuando vino a despedirse me deseó que fuera feliz. No había en su mirada rencor, ni enfado, sólo tristeza y algo parecido a la melancolía. ¿Quién demonios hace algo así...?
— Antonio, supongo —murmuró desalentada Jeanne, tras bajar la mirada al suelo.
El ambiente se enrareció y se quedaron en silencio un buen rato. La muchacha tenía miedo de hablar ahora que su tapadera había saltado por los aires. ¿Qué significaba todo eso para ella? Aún más importante, ¿qué significaría para su padre enfermo? Todas esas preguntas se acumulaban tras sus labios pero no se atrevía a pronunciarlas.
— Por ahora seguiremos fingiendo que no me he dado cuenta. No quiero que mi madre se meta por medio antes de que yo intente arreglar las cosas. A cambio, Jeanne, te prometo que a tu padre no va a faltarle de nada y que seguirá recibiendo tratamiento en el hospital. Yo dormiré en el sofá estos días y tú puedes quedarte en la cama.
— ¿Qué? No, no puedo aceptar eso. Estás en tu casa y acabas de salir del hospital. No voy a acceder: dormirás en tu habitación.
— Tengo otra pregunta para ti—dijo de repente el rubio, ignorando su acto de rebeldía—. Estuviste con mi madre cuando limpió el piso, ¿verdad?
— Sí, estuve ayudando a petición suya.
— Deduzco que había muchas cosas que quiso quitar de mi vista... —murmuró, examinando su alrededor ausentemente. Se fijó en que la chica asentía con la cabeza—. Necesito que me digas dónde lo guardó todo. Creo que ya he estado demasiado tiempo sin saber la verdad.
En el rincón más oculto del trastero, Rose había escondido una gran caja. Sobre un lateral había escrito en grande: "Pesticidas, no tocar". Por si no fuera un mensaje lo suficientemente disuasorio, había colocado dicho contenedor en la parte de más difícil acceso. Entre los dos, les costó unos diez minutos sacarla de allí. Le pidió permiso para ausentarse, se fue hacia la habitación y dejó el recipiente de cartón sobre la cama. Él se sentó sobre ésta y estuvo observando la caja de soslayo, indeciso.
No estaba seguro de que fuera una buena idea, tenía el presentimiento que lo que viera dentro le haría sentirse incluso peor. Pero, después de todo, jamás estaría preparado para el contenido, así que debía de ser valiente. Había un hombre al que no podía recordar que había estado luchando por él mientras vivía en la inopia. Tenía que ser responsable; se lo debía. Así pues, retiró la cinta adhesiva con esfuerzo y tiró de las solapas que cerraban la caja. Lo primero que le saltó a la vista fue un marco de fotos con una imagen de los dos. Antonio le pasaba el brazo por encima del hombro y el suyo estaba rodeando su cintura. Como si no fuera suficiente claro lo que había entre ellos, el Francis de la foto besaba la mejilla de un risueño joven de cabellos castaños.
El corazón le palpitó con fuerza en el pecho y en las sienes. De tan fijo que miraba la fotografía, ésta se emborronó y, sustituyendo la imagen, su cerebro evocó la de la última vez que le había visto, marchándose mientras se secaba el rostro con las manos. Dejó el marco sobre el edredón y lo observó, vuelto, sin parpadear. Parecía que los anillos en el bolsillo le quemaban.
Durante el resto del día, Francis examinó el contenido de la caja. Le producía una sensación de opresión en el pecho que le angustiaba. Estar mucho rato en ese estado le ponía, además, de mal humor. Si le hubieran contado la verdad, quizás no hubieran tenido que llegar a este punto. Se puso la cadena con los dos anillos al cuello, para no perderlos, y continuó con su trabajo de investigación.
Estuvo un par de días fingiendo ante su madre, la cual no se daba o no se quería dar cuenta de que algo raro le pasaba a su hijo. Junto a Jeanne, fingía que las cosas entre ellos iban de maravilla e inventaban anécdotas acerca de la preparación de una boda que no iba a tener lugar. Cuando Rose se marchaba al hotel, ellos convivían de manera pacífica y la mayor parte del tiempo, Jeanne llamaba al hospital para asegurar que su padre seguía bien. Había pedido a un amigo que cuidara de él mientras estaba al lado de Bonnefoy. No sabía qué haría sin su soporte.
Finalmente, al tercer día, llegó a una conclusión. Si bien era cierto que aún no podía recordar nada, que su mente estaba cubierta de niebla, como si se tratara de Londres de buena mañana en invierno, no podía quedarse parado. La idea de que Antonio se alejara y se olvidara de él no le gustaba, por muy irónico que eso sonara. Le gustaría poder hablar con él, esta vez sin que tuvieran que fingir, y le contara más cosas. En esas fotografías había encontrado una sonrisa que no había notado en su propio rostro desde el despertar. No dudaba que la influencia de Antonio tuviera que ver y por eso mismo no podía dejar que se alejara. Si no podía volver a recordarle, deseaba al menos conocerle de nuevo, descubrir qué le gustaba y qué le preocupaba. Si esos sentimientos volvían a nacer, aún podían asentar los cimientos de una nueva relación.
¿Pero ya querría el hispano darle esa oportunidad? No dejaba de pensar en que la última vez que le vio. Lucía agotado. Después de aguantar durante un año largo, ¿acaso le parecería tentadora la posibilidad de entablar una relación, aunque fuera amistosa? Si hacía memoria, no es que se hubiera portado muy bien con él, sobre todo las últimas semanas. La sombra de la duda le acobardó. Mientras organizaba su vida y llamaba a su empresa, para ver si podía reincorporarse pronto, Francis se planteó si debía volver a molestar a ese hombre que había acabado tan agotado que ni parecía que pudiera recuperar su jovialidad de nuevo.
El viernes tomó la decisión definitiva: no podía aceptarlo sin más. Le había sorprendido el darse cuenta de que era una persona más egoísta de lo que recordaba. Creía que podía aceptar, sin más, que no podía gustarle a todo el mundo, pero no podía hacerlo con Antonio. Los anillos al cuello se lo recordaban, rozando su piel a cada movimiento que hacía, y las fotos que había repartido por toda la habitación despertaban una voz en su subconsciente que sólo gritaba su nombre.
Tuvo que bucear entre sus pertenencias para encontrar una dirección. Su teléfono seguía desaparecido y aunque le había insistido a su madre, ésta había desviado el tema y le había dicho que ya le compraría uno nuevo. Aquello le hacía temer que había algo en él que no quería que viera, posiblemente fotos y mensajes que habría intercambiado con Antonio. La casa del tal Gilbert Beilschmidt no quedaba muy lejos de su propio piso, por lo que podría desplazarse hasta allí a pie, sin necesidad de sacar el vehículo que tenía aparcado en la plaza de parking. Sospechaba que su madre lo controlaba cada día.
Se dio una ducha, durante la cual planeó todo lo que diría, y cuando salió se observó en el reflejo. Era capaz de leer en sus orbes azuladas la influencia de la culpa, que se le acumulaba por todo su ser. Se secó el cabello, lo peinó y luego se fue vistiendo. Cubrió el torso con una camisa de un material similar a la seda de color blanco y se puso unos pantalones ajustados negros. En su armario encontró una ristra de zapatos de entre los cuales le costó escoger uno. Una hora después, se ajustaba los botones de la larga y gruesa chaqueta de abrigo.
No tuvo que despedirse de nadie y, en ese estado de nervios, lo agradeció. El ruido de los automóviles y la gente que pasaba a su alrededor le llegaba lejano, como si fuera una melodía que no le interesara y que no fuera con él. Cuando llegó a la calle donde se encontraba la vivienda, Francis aminoró la marcha, sacó un arrugado trozo de papel en el que había escrito la dirección y fue mirando atentamente los números que había al lado de los portones de los bloques de piso. Por fortuna, el número 40 se encontraba abierto. En el portal, una señora bajita, con la piel morena y el cabello castaño rubio se encontraba limpiando la cristalera que había al lado de los buzones.
Le saludó, educado, y pasó de largo hacia las escaleras. Subió los escalones hasta alcanzar la segunda planta y anduvo por allí, desorientado, buscando la tercera puerta. Detuvo sus pasos delante de la susodicha, respiró hondo y guardó el papel dentro del bolsillo derecho. Después de un segundo de indecisión, llamó al timbre. Esperó en silencio, con el corazón acelerado, y parte del nerviosismo se disipó cuando le abrió Gilbert. Éste, sin embargo, se quedó atónito al encontrarle allí. No fue hasta segundos después que frunció el ceño.
— ¿Se puede saber qué haces tú aquí? —preguntó. Ni siquiera le había saludado, en un alarde de lo que Francis clasificó de mala educación. Le seguía pareciendo curioso que él pudiera ser amigo de una persona tan hosca como Beilschmidt.
— Buenos días. He estado buscando entre mis cosas y he dado con la dirección de tu piso —contestó el francés, que poco a poco volvía a recuperar la tensión inicial.
Por un momento, había creído que Antonio le abriría y eso le había inquietado, pero ahora tenía delante al tribunal de la Santa Inquisición. Gilbert se había convertido en el Inquisidor supremo.
— Sigues sin responder a mi pregunta, Francis. Te lo voy a volver a repetir: ¿Qué haces aquí?
— La última vez que le vi acompañado, tú estabas con él. He pensado que quizás sabías algo de Antonio.
— Sé algo de él, claro que sí. Cuando decidiste dejarle sin casa, señor pomposo, fui el que más se preocupó por su bienestar. Ya sabemos que no te importa una mierda. Lo dejaste bien claro —escupió Gilbert, resentido. Se notaba no sólo por su tono de voz, también por la manera en que gesticulaba y en cómo su expresión rezumaba desprecio.
— Hice mal, soy consciente de ello, pero errar es humano. Nadie me había dicho la verdad. Tanto mi madre como él habían estado mintiéndome. ¿Cómo esperabas que supiera qué estaba pasando?
—¿Es que te tienen que decir todo? Siempre has presumido de lo mucho que le conocías, pavoneándote de que incluso con una mirada podías saber cómo se sentía. Todo un fantoche insinuando que incluso yo no lo conocía tanto.
Gilbert dio dos grandes zancadas en pos de Francis y éste, asustado por su ímpetu, retrocedió a su vez. No pudo evitar, sin embargo, le golpeara en el pecho con su dedo índice, cargado de malicia y reproche. Le imponía respeto, parecía capaz de pegarle un puñetazo sin previo aviso.
— Ni siquiera te has dado cuenta de lo mucho que estaba sufriendo Antonio con tus comentarios descerebrados. Y esta vez era más que evidente. ¿Cómo te crees que se ha sentido todos estos días? No sólo ha tenido que aguantar que te hicieras daño, también ha soportado a tu madre, ha aguantado que no recordaras absolutamente nada de él y que dijeras que tenías una novia. ¡¿Es que no te dabas cuenta de que le estabas destrozando, maldita sea?!
— Yo no... —intentó Francis, a media voz, sorprendido por ese arranque. No pudo terminar la frase porque Gilbert de repente le había cogido por la camisa con ambas manos, cegado por la rabia.
— ¿Tú no? ¡Ya lo creo que fuiste tú! Antonio se estaba derrumbando delante de tus narices y tú dejaste que pasara. ¡Es más, le empujaste a ello! Yo he sido el que le he visto aguantar con una sonrisa en el rostro. Hasta que éstas han dejado de ser brillantes y cálidas, hasta que se han borrado, hasta que han sido sustituidas por lágrimas y por ataques de ansiedad. ¿¡Y ahora vienes a pedirme que te deje verle!? ¿¡Después de que le dijeras que se fuera y que abandonara el piso!?
— Quiero arreglar las cosas —respondió, a media voz.
— ¿Ahora? Antonio está levantando cabeza, poco a poco. Le ha costado lo suyo, no te creas. Por fin empieza a comportarse con normalidad y tú me dices que quieres irrumpir de nuevo en su vida. ¿Qué es lo que le vas a decir? ¿Qué tienes que ofrecerle? ¿Acaso vuelves con tus memorias recuperadas? ¿Puedes decir que recuerdas que le quieres?
— No, eso no es cierto... —dijo, culpable.
— ¿Entonces qué motivo aparte del puro egoísmo es el que te mueve a hacer esto, Francis? ¿Estás diciéndome que quieres que te deje pasar para que entres, sin nada entre las manos, y que te entregue en bandeja de plata la posibilidad de que le destroces de nuevo? No, señor. No pienso hacerlo. Te he permitido muchas cosas durante este año, con la esperanza de que volvieras a ser el de antes, pero se acabó.
— He cometido muchos errores, Gilbert, pero ahora que sé la verdad, quiero enmendarlos. No puedo prometerle nada, pero no quiero que se aparte de mi lado.
— No lo hagas sonar como si Antonio fuera el que, sin dudar ni sufrir, se estuviera apartando de ti. Si lo está haciendo es porque ha aguantado carros y carretas esperando a que tú reaccionaras y ya no puede más sin quedar destrozado. Si me preguntas, hubiera dicho que un poco de atención psicológica no le hubiera ido mal para aceptar la pérdida. Así que no te hagas la víctima, Bonnefoy: tú fuiste el que apartaste a Antonio.
— ¡Lo sé! —apuntó frustrado. Por mucho que lo intentara, Gilbert no le dejaba pasar una—. Todos la cagamos, ¿pero acaso no merezco una segunda oportunidad? He visto las fotos, las cartas y los recuerdos que había en el piso. Nunca he visto mi propio reflejo expresando tanta felicidad. ¡No puedo renunciar a eso! ¡No voy a vivir la vida que mi madre quiere y no pienso cerrar mis ojos a la verdad! Quiero saber todo lo que había entre nosotros y, para eso, él es una pieza importante. Por favor, deja que le vea.
Los orbes azules, aunque brillantes y llenos de emoción por la encrucijada tan complicada en la que se encontraba, dejaron entrever una pasión desbordante y una decisión que no habían mostrado desde que había tenido el accidente. Por primera vez en largos días, Francis era un asomo de lo que había sido antaño, un hombre seguro de sí mismo y que no se dejaba avasallar por los demás cuando se trataba de perseguir sus sueños. Tenía claro qué era lo que quería en ese momento y por mucho que Gilbert le hubiera amenazado con su lenguaje corporal y le hubiera gritado, no pensaba moverse. Si tenía que recibir un puñetazo con tal de que le diera una oportunidad, lo recibiría con gusto.
Pero la muestra de su carácter habitual no terminó de ablandar el corazón de Gilbert, que había aguantado en silencio esa situación en la que sus dos amigos habían tirado por tierra un vínculo que él, por mucho que no quisiera reconocerlo, siempre había envidiado. ¿Y quién no? Todos los que los habían visto juntos, paseando, tonteando y charlando, sabían que habían estado hechos el uno para el otro. Era la forma en la que se miraban, ese cariño que desprendían aunque ellos mismos no fueran conscientes, la complicidad, la camaradería y la confianza ciega. ¿Quién no querría una relación de ese estilo? ¿Quién no desearía estar enamorado de alguien a quien pudiera considerar su mejor amigo al mismo tiempo?
Aunque le hubiera costado apoyarles en un principio, cegado por los celos y el miedo a que Antonio se alejara, no podía negar que éste había encontrado a alguien perfecto, que sabía leerle y que le apoyaría contra vientos y mareas. ¿Pero cómo aceptar que esa persona en quien había confiado le hubiera traicionado? Le había encomendado la tarea de hacer feliz a Antonio y no hacía más que herirle una y otra vez. No sabía qué había sido peor de ver: si la manera en que Fernández resultaba damnificado y cómo lo aceptaba, sin rechistar, semejante a un mártir o cómo alguien que le había amado tanto podía estar tan ciego como para hacerle daño de esa manera.
¿Pero qué iba a hacer él? ¿Cómo podía apartarse y dejar a Antonio aún más solo? Ahora que había perdido a su alma gemela, él era el único que podía intentar sacarle del pozo. No se le había dado muy bien, cabía decirlo, y por eso odiaba su torpeza y el no saber imponerse. Pero eso iba a cambiar. No iba a ser el que le abriera la puerta y permitiera que le hiciera sufrir de nuevo. Anhelaba verle sonreír, verle retomar sus actividades con energía y no podía esperar al momento en que, por fin, le viera moverse por el mundo como si no fuera un alma en pena.
— No.
— Por favor... —rogó el rubio. Hasta a él mismo le sorprendió la necesidad que tiñó sus palabras.
— No, Francis. Vete. No quiero ver a Antonio destrozado otra vez. No puedo soportar la idea de decirle que quieres hablar con él para luego apreciar cómo sus esperanzas se hacen añicos cuando se dé cuenta de que aún no le recuerdas. Puede que tú estés dispuesto, pero yo no. Él tomó una decisión, la de apartarse, y no voy a ser yo el que le traicione de esta manera. Vete y no le molestes más.
Las últimas palabras de Gilbert no habían sonado enfadadas, sólo cansadas y entristecidas. No era la primera persona que a su alrededor se comportaba de esa manera y a él le invadía una impotencia terrible. Sabía que todo lo causaba su amnesia, ¿pero qué otra cosa podía hacer? Daría lo que fuera por recuperar esos recuerdos tan preciados, que parecían valer más que el diamante, pero las cosas no funcionaban de esa manera.
No tuvo estómago para decirle nada más. Bajó la vista, con el ceño fruncido, y mantuvo los puños apretados a los lados de su cuerpo. Daba la impresión de que en cualquier momento podría romper a llorar y eso, aunque sí sorprendió a Gilbert, no terminó de ablandarle. Los labios de Bonnefoy se entreabrieron y su voz sonó apagada.
— Está bien. Perdóname por haber venido. Cuida de él, por favor.
Se dio la vuelta y, sin más dilación, se dirigió hacia las escaleras. La cadena al cuello parecía pesar media tonelada y le sofocaba como si fuera una boa constrictor que se enroscaba a su alrededor. Gilbert tenía razón cuando insistía en que había herido a Antonio más allá de lo tolerable, pero no lo había hecho con alevosía. ¿Cómo podría hacerles entender eso? Y, pensándolo de otra manera, ¿cómo podía tener la intención de acercarse al español cuando no tenía nada para él? Si le buscaba con desespero, le llenaría de esperanza, le haría pensar que todo había vuelto a la normalidad, y él aún no podía rememorar nada. El único recuerdo de Antonio que estaba grabado a fuego en su cabeza era el del éste llorando, admitiendo que no podía más y lamentándose por no haber podido casarse con él. ¿Cómo podía lanzarse al vacío aún a riesgo de provocar semejante sufrimiento en un hombre al que, al parecer, había querido con locura?
La situación requería un cambio de enfoque.
Aunque en sus pocos recuerdos Francis tenía a su madre por una mujer estricta, no hubiera imaginado que tuviera un carácter tan radical. La historia se remontaba a hacía unos días, momento en el cual Francis había decidido intentar acercarse a Antonio de nuevo. El tema del español le traía de cabeza, rozando a puntos casi obsesivos. Cuanto más lejos se veía a sí mismo de Fernández, más aumentaba el peso en el pecho y más pensaba en él. No sólo le recordaba a cada rato, perdiéndose en los numerosos álbumes de fotos, además leía las cartas que habían intercambiado durante un breve lapso de tiempo en el que, aparentemente, Bonnefoy se había tenido que ir al extranjero.
Francis tenía problemas para distinguir qué era sueño o qué era recuerdo y, lo peor, no podía confirmarlo con nadie. Del encuentro en el piso de Beilschmidt había sacado en claro que éste no quería ni verle ni, mucho menos, hablar con él. De Antonio sólo sabía que estaba viviendo en su apartamento y nada más: no contaba con un teléfono o una dirección de correo, lo cual le producía sospechas. Cualquier pista que pudiera llevarle a un encuentro directo con él había desaparecido sin dejar rastro.
Fue en ese momento en el cual empezaron, de manera irremediable, las preguntas de Francis. Seguía aún sin teléfono móvil, lo cual le daba a entender que había algo importante en éste que su madre no había podido borrar. En un principio ésta no había titubeado y había dado largas a su retoño sin despeinarse. Pero, como todo, la paciencia tenía un límite. No le gustó a Rose que su hijo insinuara que algo le estaba ocultando y, poco a poco, sus respuestas fueron cada vez más secas. Su comportamiento a la defensiva se transformó en la confirmación que le hacía falta y por eso, ese mismo miércoles, Francis había ido hacia su madre y la había puesto verbalmente contra la espada y la pared.
— Quiero que me devuelvas mi teléfono móvil. Sé que no se ha perdido, que no está roto y no se ha mojado. Es un terminal caro y no te gustaría desperdiciar el dinero de esta manera, ¿verdad? Estás esperando a que el primo Matthew te pueda atender y te formatee el teléfono, ¿me equivoco? No sé qué hay ahí dentro, pero quiero que me lo devuelvas de una vez.
— ¿Es que no te das cuenta de lo que está pasando? Aunque no esté presente, sigue sembrando la discordia allí donde va. Por eso no me gusta ese chico. Siempre ha hecho que te enfrentes a nosotros. Francis, cariño, hazme caso cuando te digo que esto no te conviene. Si vuelves a verle, nos perderás para siempre. ¿Es eso lo que quieres?
— Mira, mamá, no sé realmente cómo era la situación entre nosotros antes, ¿pero no ves lo que haces? Cuando estaba en el hospital no me daba cuenta, pero él me advirtió. Soy tan idiota, debería haberle hecho caso antes. Estás decidiendo por mí. Y no sé si es porque te conviene más de esta manera o porque me consideras un niño pequeño que no puede cuidar de sí mismo. Pero de cualquiera de las maneras, es un comportamiento ofensivo hacia mí. No quiero que me hagas caminar por donde tú quieres sólo porque a ti te es más fácil dominarme.
— ¡Dominarte...! ¿¡Te estás escuchando!? —interrumpió Rose, ofendida.
— Y si estamos hablando de que lo que pasa es que me consideras un niño, eso es aún peor. Soy mayorcito y puedo tener derecho a equivocarme. Deja de manipularme y devuélveme mi teléfono. No tenemos por qué separarnos para siempre sólo porque quiera volver a conocer a Antonio. Si eso ocurre, será porque tú lo has querido, no porque yo lo haga.
Esa última frase hizo que el gesto de Rose ardiera. Sus mejillas se encendieron y sus ojos brillaron con un fulgor que Francis no recordaba, aunque sí que lo hubiera visto con anterioridad. Dando grandes zancadas, la mujer menuda y rechoncha caminó hacia uno de los cajones del mueble del comedor, el cual el hijo no había podido examinar a fondo con las constantes apariciones de su madre y su propio trabajo. Rebuscó bajo una pila de facturas de agua y de allí sacó su móvil último modelo, que iba protegido con una funda verde de plástico.
Rose anduvo hacia él, decidida, y cuando apenas le separaba medio metro de su hijo, le lanzó el teléfono. El rubio tuvo serias dificultades para poder coger el teléfono y evitar, al mismo tiempo, que le golpeara. Sus ojos azules observaron el rostro de su progenitora y en éste vio una ira y un desdén que le heló por dentro.
— Me tienes harta con ese maldito español. Siempre, a tus ojos, él es perfecto, como si no fuera a hacer daño a nadie. En el fondo no es más que un maricón que buscó destrozar nuestra familia. Lo peor es que has permitido que lo hiciera. ¡Dejas que ese malnacido nos separe a todos! ¡¿Es que tanto te ha lavado el cerebro?!
Fue incapaz de articular palabra, boquiabierto. Su madre estaba insultando sin decoro a Antonio y le sorprendía el tono que estaba empleando, cada vez más alto y venenoso. ¿Por qué odiaba tanto a aquel chico? Sí, él no le había dado mucha oportunidad tampoco, influenciado por la verborrea de su madre, pero no le había parecido tan horrible. Cuando pensaba en los primeros días en que le había visto, tras despertar del coma, recordaba a un chico sonriente, amable y que se desvivía por cuidarle. Aunque pensar en él también evocaba irremediablemente la imagen del mismo hombre llorando.
— Desde el día en que me lo presentaste supe que iba a darnos problemas. ¡Ese maldito español...! ¡Él tendría que haber tenido el accidente, no tú! ¡Él tendría que haber acabado en esa cama del hospital y Dios tendría que haber tenido misericordia con nosotros y habérselo llevado de una vez!
— Cállate... —murmuró Francis. Tenía los puños apretados a cada lado de su cuerpo y no sabía cómo estaba logrando no aplastar el teléfono móvil. En su pecho había una ardiente sensación que contrastaba de manera brutal con el frío de sus extremidades.
— ¿Qué has dicho? —preguntó Rose, de repente cohibida por esa interrupción.
— Que te calles. Eso es lo que he dicho —repitió, esta vez con más fuerza. En su rostro había una expresión cargada de coraje—. ¿No te das cuenta de lo que has dicho? ¡Acabas de desear que hubiera muerto! ¡Me da la impresión de que no te conozco!
— Ese chico sólo trae peleas y discordia. No sé ni qué pinta en este mundo. Me valdría con que se fuera lejos de ti y te dejara tranquilo, pero si no puede ser, lo otro está bien. Es como una pesadilla que no se marcha por mucho que agite la mano.
Algo se quemó dentro de Francis al escucharle decir esas palabras tan desairada. No pudo pensar nada más, sólo la indignación permaneció, formando baluarte dentro de su cuerpo. Se fue hacia Rose, la agarró por los hombros, apretando con fuerza, y la zarandeó. Los ojos de su madre se fijaron en su rostro, asustados, y él habló con fiereza.
— No quiero escuchar que hablas de Antonio así nunca más, ¿me entiendes? Si lo haces, seré yo el que me convierta en esa pesadilla de la que no puedes escapar. ¿Qué has estado diciéndole mientras yo no estaba delante? Eres mi madre y he creído tu palabra, a ciegas, pero está claro que me equivocaba. Sólo tú estabas intentando manipular a alguien.
Los labios de la mujer permanecieron sellados, apretados formando una delgada línea de un rosa pálido y casi enfermizo. El miedo había acelerado su corazón y se negaba a dejarle sin más. Cuando su hijo perdía los nervios, se daba cuenta de lo pequeña y débil que era ante ese hombre de metro ochenta de anchos hombros.
— ¿¡Qué le has dicho!? —reclamó perdiendo la paciencia.
Desde que había despertado del coma, nunca había estado tan enfadado. Ni siquiera era capaz de encontrar en su memoria algo similar, aunque no significaba que no hubiera pasado antes. De manera inesperada, Rose pegó un fuerte manotazo que impactó contra el lado derecho de la cara de Francis. Éste dio un paso en esa dirección, ya que había sido incapaz de protegerse del golpe, y observando hacia la silla solitaria que había cerca del mueble del salón, una oleada de fuego se extendió por sus entrañas. La mujer no era tonta, claro que no. Ella recordaba y sabía cómo podía ponerse su hijo cuando el tema giraba alrededor del hispano. Sería incapaz de olvidar mientras viviera aquel momento en su piso, un año atrás, cuando le dijo que Antonio era un fresco que seguro que se había acostado con media ciudad sin importarle que el chico estuviera delante. Su hijo se había puesto rojo de la rabia y había amenazado con ponerle la mano encima. No pensaba quedarse a ver si ocurría.
— ¡Ni se te pase por la cabeza volver a esta casa mientras sigas siendo una mujer tan mezquina y retorcida! ¡Te lo juro! ¡Como te vea por aquí, con el único objetivo de insultar y tratar de echar tierra sobre Antonio, te echaré a patadas! ¡A ti y a papá! ¡Sé que los dos sois el mismo tipo de persona! —espetó Francis mientras perseguía a Rose por el piso. Aferró la puerta del apartamento y fue testigo de cómo su madre se alejaba por el pasillo— ¡Acéptalo de una puta vez, no voy a vivir la vida que tú quieras!
Sin más, azotó la puerta y ésta vibró al encajarse como si fuese a romperse en pedazos. Solo en un apartamento ahora silencioso como una tumba, respiraba a bocanadas, aún con el pulso acelerado. Su reacción le sorprendía incluso a él mismo. No sabía que poseyera la furia implacable con la que había prendido, como si fuera inflamable, y con la que había atacado a su madre. Pero, de nuevo, cada vez que recordaba que le había deseado la muerte a Antonio, le atacaba la tristeza y la rabia por partes iguales.
Recuperó el teléfono móvil, que había lanzado al sofá antes de zarandear a su madre, y se sentó sobre el mueble. Al desbloquearlo, le recibió la fotografía de Antonio sonriente. Al cuello llevaba una bufanda que tenía los colores de la bandera francesa y con los dedos índice y corazón de la mano derecha formaba el signo de la victoria. De nuevo le atormentó el peso sobre el pecho y escuchó la voz llorosa de Antonio. El peso de la culpa se le volvía insoportable.
Todas las ganas que había tenido de llamar y hablar con él, se esfumaron por culpa de la pelea. Elevó el teléfono y apoyó la parte superior contra su frente con fuerza. Cerró los ojos y estuvo un rato así, quieto, pensando. ¿Y si le llamaba y pagaba con él parte de ese enfado que se negaba a abandonarle por completo? No; no quería empezar con tan mal pie cuando los números estaban en su contra.
