Disclaimer: Los derechos de autor de la presente obra, le pertenecen a Lora Leigh. Yo solo adapto a los personajes de Crepúsculo de Stephanie Meyer, con fines exclusivamente lúdicos o de entretenimiento.


Capítulo 4

Era un Mestizo.

Bella respondió a las preguntas que le hizo la policía, completó y firmó un informe y esperó impacientemente a que se fueran.

Gracias a Dios no había llamado a sus hermanos antes de tomar aquella escopeta y salir corriendo a la puerta trasera. Ni si quiera había pensado en ello. Había mirado a través de la ventana de su dormitorio cuando la luz de la luna se abría paso tras una nube e iluminaba claramente las figuras que luchaban en su patio trasero. Había reconocido a Edward inmediatamente.

Edward Cullen era un Mestizo.

Lo había visto en el brillo feroz de sus ojos de verde ámbar cuando la luz había brillado en ellos, en los incisivos demasiado largos cuando había gruñido sus furiosas órdenes en el porche trasero.

Tenía sentido.

Debería haberlo sospechado desde el principio.

Había vivido en la casa de al lado durante meses. Su obvia incomodidad al hacer cosas que la mayoría de la gente hacía todos los días de su vida debería haberle dado una pista. Las sombras de angustia en sus ojos.

Su incapacidad para cortar hierba debería haberle dicho algo inmediatamente. Todos los hombres sabían al menos los rudimentos de cortar hierba.

La alegría que encontró en una taza de café recién hecho y en el pan hecho en casa. Como si nunca lo hubiera conocido.

Había pensado que era un fanático de los ordenadores.

No era un fanático de los ordenadores el que había luchado en el patio trasero. Les había recordado a sus hermanos, cuando practicaban el taekwondo que habían aprendido con los militares.

Le había recordado a un animal, gruñendo, con un gruñido que resonaba en el patio mientras luchaba con el ladrón frustrado.

Debería haberlo sabido.

Había seguido cada historia en las noticias, cada informe de las Castas, igual que sus hermanos habían participado en muchas de las misiones de años antes para rescatarlos.

Le habían contado las historias de los hombres y mujeres desgreñados y salvajes que habían transferido de los laboratorios a la casa base de la Casta Felina, Santuario.

Hombres cercanos a la muerte, torturados, marcados, pero con ojos de asesinos. Hombres que estaban siendo transformados lentamente en máquinas animales de matar y nada más.

—No hay nada más que podamos hacer, Srta. Swan —anunció el oficial que estaba tomándole declaración cuando ella firmó en la línea apropiada —. Hemos llamado a su empresa de seguridad y estarán aquí por la mañana para reparar el sistema.

—Gracias, oficial Roberts. —Ella sonrió cortésmente mientras le devolvía los papeles, deseando simplemente que se fueran.

—Nos vamos ahora. —Él saludó con la cabeza respetuosamente.

Ya era hora.

Les escoltó a la puerta y la cerró y echó la llave antes de meter los pies en unas zapatillas de deporte y esperar impaciente mente a que se apartaran del camino.

En el instante en que sus luces traseras se dirigieron calle abajo agarró las llaves, abrió de golpe la puerta y se deslizó en el porche. Tras cerrarla rápidamente salió corriendo bajo la lluvia hacia la casa de Edward.

Quería respuestas ahora. No cuando él decidiera aparecer.

Un grito asustado rasgó sus labios cuando pasó uno de los es pesos árboles de hoja perenne del patio de él y la atraparon por detrás mientras otra mano tapaba su boca.

Un brazo duro rodeó su cintura, cálido, muscular y que casi la alzó del suelo cuando él empezó a moverse rápidamente hacia la casa.

—¿Cómo sabría yo que harías algo tan estúpido? —Su voz era un gruñido duro y peligroso en el oído de ella mientras la empuja ba a través de la puerta de la sala de estar y la cerraba de gol pe— Te dije que no te movieras, Bella.

La soltó rápidamente y echó los cerrojos de la puerta antes de marcar el código en el teclado al lado de ella.

—Fuiste demasiado lento —le espetó ella —. ¿Qué demonios estaba pasando esta noche?

Ella se volvió hacia él fieramente, con toda la intención de emprenderla con él por los acontecimientos de las últimas horas. Sin embargo, sus ojos se ensancharon cuando vio su pálido rostro y la venda manchada de sangre.

—¿Estás bien? —Ella tendió la mano, y sus dedos tocaron la carne dura y bronceada por el sol que había bajo la venda.

—Viviré —gruñó él—. Y deja de tratar de distraerme. Te dije que te quedaras quieta.

Sus ojos tuvieron un amenazador destello de oro a la débil luz de la sala oscurecida por pesadas cortinas.

—No obedezco órdenes muy bien. —Ella se lamió los secos labios nerviosamente—. Y estaba cansada de esperar.

—La policía apenas acababa de irse, Bella. —Él se pasó los de dos por el cabello húmedo con brusca impaciencia—. Estaba de camino.

Su voz se suavizó, aunque no por mucho, cuando bajó la mirada hacia ella. Durante un momento su expresión se ablandó y luego se volvió feroz de nuevo.

—Harías que un hombre adulto se diera a la bebida —gruñó finalmente él antes de girarse y empezar a cruzar la casa—. Vamos, necesito café.

—¿Sabes cómo hacerlo? —Ella le siguió rápidamente, y la pregunta escapó de sus labios antes de que pudiera detenerla.

—Diablos, no. Pero estoy la hostia de desesperado —gruñó él con impaciencia y la voz áspera.

—Entonces no toques esa cafetera porque yo también quiero.

Ella se movió rápidamente delante de él antes de quedarse parada bruscamente en medio de la inmaculada cocina.

—Bueno, adelante. —Él la sobrepasó y se dirigió a la puerta donde los azulejos brillaban húmedamente, con un fuerte olor a desinfectante todavía en el aire.

—¿Qué estás haciendo? —Ella casi temía tocar algo. Estaba casi esterilizada.

—Sangre —gruñó él—. No quiero que manche los azulejos.

Él se arrodilló en el suelo con una toalla gruesa en las manos y restregó el charco de limpiador que había derramado en el suelo.

Sus hermanos, benditos fueran sus corazones, habrían esperado que ella intentara limpiarlo.

Dudaba que en ningún momento limpiaran algo más que sus armas. Los haraganes.

—¿Alguna vez cocinas en esta cocina? —le preguntó nerviosa mente mientras se movía hacia el armario y la cafetera que había allí.

—Primero tendría que saber cómo —gruñó él mientras traba jaba en el suelo con firme intensidad —. Finalmente lo averiguaré.

Ella buscó en los armarios hasta que encontró la bolsa de café molido y dos tazas.

El término armarios desnudos se aplicaba definitivamente a este hombre.

—¿Qué comes? —El silencio era sofocante cuando él se puso en pie para ver cómo ella medía el café y lo ponía en un filtro con ojos entrecerrados.

—Como —gruñó finalmente él mientras salía de la cocina hacia un pequeño pasillo.

Segundos más tarde oyó el agua corriendo en el fregadero y luego un flujo más fuerte, como de una lavadora.

Él volvió a la cocina un minuto más tarde, mientras ella comprobaba la nevera.

Queso. Salchichas ahumadas. Jamón. ¡Puaj!

—No todos somos unos sibaritas —gruñó él mientras se movía hacia el armario sobre la cocina y sacaba el pan que le había dado esa tarde.

No había señales de los rollos de canela. Quedaba media barra de pan blanco y quizá un tercio del pan de nuez y plátano.

Ella comprobó el congelador y luego suspiró. Tenía que estar hambriento. Un cuerpo tan grande requería energía.

—¿Qué ocurrió esta noche? —preguntó ella mientras volvía a la cafetera y llenaba dos tazas con el oscuro brebaje.

—Alguien intentó irrumpir en tu casa y lo pillé. —Él se encogió de hombros con una voz fría mientras tomaba la jarra que ella le tendía.

—Sí. —Ella creía eso—. Bueno. Entonces simplemente me iré a casa y llamaré a mi papá y mis tres hermanos que pertenecieron a las Fuerzas Especiales y les haré saber lo que ha pasado. No vendría mal si eso es todo lo que fue.

Él hizo una pausa y su mirada la atravesó durante un largo momento antes de que bajara la taza.

Ella no pensaba que hubiera nada que pudiera apartar su mente de ese café.

—¿Ex Fuerzas Especiales, eh? —Él soltó el aire bruscamente, mientras sacudía la cabeza con cansada resignación.

—Sí, lo son. —Ella asintió con una mueca burlona—. Se retiraron hace unos cinco años. Fueron parte de los rescates de Castas que tuvieron lugar justo después de que la Manada principal anunciara su existencia.

Su expresión se apagó y se volvió fría y distante.

—Sé que eres un Mestizo, Edward. —No se iba a andar con jueguecitos con él. Odiaba cuando lo hacían con ella—. Dime lo que está pasando.

Él hizo una mueca con fuerza antes de alzar su taza y mover se a la mesa de la cocina como si pusiera distancia entre ellos. Ella le siguió.

Él giró la cabeza y observó cómo se recostaba contra el mostrador que estaba delante de él y esperaba. A excepción de los aparatos la cocina estaba desnuda. Ningún desorden. Ni confusión ni decoración. La sala había sido igual, según recordaba ella. Como si él tuviera que decidir quién era antes de marcar su hogar con cosas que le definieran. A menos...

—¿Compraste la casa? —le preguntó entonces. La sorpresa atravesó sus rasgos.

—Es mía. —Él asintió antes de sorber su café—. ¿Qué tiene eso que ver?

Nada, excepto que le molestaba el pensamiento de que se fuera. Vale, él no tenía interés en ella aparte de su pan y su café, pero a ella le gustaba.

Al menos no era aburrido.

—Nada. —Ella se encogió finalmente de hombros. Por suerte llevaba puesta su bata de franela gruesa en lugar de una de las más delgadas, las que habrían mostrado claramente sus duros pezones y habrían hecho imposible ocultar su respuesta frente a él.

Eso era lo que le molestaba tanto en él. Era el único hombre en años que le había interesado realmente, y parecía totalmente inconsciente de ella como mujer.

Era una mierda.

—Todavía no me has dicho lo que ha pasado esta noche —le recordó ella finalmente—. He sido bastante paciente, Edward.

Él gruñó ante aquella declaración.

—Sí, ya lo vi mientras corrías bajo la lluvia.

Él inhaló profundamente, hizo una mueca y se removió inquieto en la silla. Su mano frotó su brazo, justo debajo de la venda, como si alejara frotando el dolor.

Ella sufría por él, por esa herida. La vista antes de su sangre había debilitado sus rodillas y le había llenado de un miedo que no había esperado. Él había sido herido. Mientras ella trataba con la policía y rellenaba ese estúpido informe, en todo lo que podía pensar era en cómo de graves habrían sido sus heridas.

—No lo sé —respondió él finalmente y mirándola de manera directa —. Sabía que había alguien ahí fuera. Le seguí. Le pillé enredando con la caja de fusibles e intentando alcanzar la puerta trasera cuando yo traté de detenerle. —Él se pasó de nuevo los dedos por el pelo, apartando los oscuros hilos dorados de su rostro—. Sin embargo, no creo que fuera detrás de tu televisor.

A ella no le gustaba cómo sonaba eso.

—La compañía de seguridad dijo que la alarma no podría ser desmontada en la caja de fusibles. Que tenía un respaldo...

—Se puede hacer. —Él se encogió de hombros fuertemente—. Tu sistema es doméstico. Tiene sus inconvenientes. Te conseguiré uno mañana.

—No te pedí que hicieras nada. —A ella le estaba poniendo enferma la forma en que él estaba jugando al gato y al ratón—. Quiero saber qué demonios está pasando. Cualquier ladrón que se respetase habría corrido cuando fue descubierto. Ese tipo no corrió. ¿Por qué?

—No lo sé. Estaba esperando que tú lo supieras. —Eso no era una mentira.

Él se la quedó mirando, con sus extraños ojos más oscuros y con los párpados pesados... Ella tragó fuertemente.

No era lujuria lo que brillaba en las doradas profundidades. A los hombres como él no les excitaban las pequeñas contables desaliñadas.

Ella tomó aire de manera profunda e irregular, pasando su lengua nerviosamente por sus labios secos. Él siguió el movimiento con mirada ardiente.

Bueno. Esto era bastante extraño.

Podía entender que ella misma estuviera más caliente que el infierno, ¿pero ahora él? ¿Por qué? ¿Tenía una atracción fetichista por la franela o qué?

—Vale. Entonces no fue nada del otro mundo. —Ella cruzó los brazos sobre los senos solo para estar segura de que él no pudiera ver sus pezones empujando contra la ropa—. Me iré a casa y...

—Esta noche no. —Su voz era más oscura, más profunda —. No es seguro mientras tu sistema esté desconectado. Puedes quedarte aquí o llamar a tus hermanos. Depende de ti.

—Puedo cuidar de mí misma.— Ella se irguió rígidamente mientras le encaraba.

Él se alzó de la mesa, apareciendo de repente más fuerte, más ancho y fiero cuando bajó la vista hacia ella con el ceño fruncido.

—Te lo dije, puedes quedarte aquí o llamar a tus hermanos. No te doy otras opciones. —Un gruñido resonó en su voz mientras sus ojos parecían brillar con arrogante resolución.

—No te pedí opciones, Edward. —Ella tampoco estaba dispuesta a inclinarse sumisamente ante él—. No necesito un guardián.

Su mandíbula se apretó furiosamente y sus labios se contrajeron mientras la fulminaba con la mirada.

Y eso no debería haberla excitado más. Pero lo hizo. Sintió la humedad reunirse, acumularse, derramarse a lo largo de los sensibles pliegues entre sus muslos. Sus senos se sentían más pesados, hinchados, demasiado sensitivos.

Y él ya no estaba exactamente indiferente.

Su mirada se deslizó hacia abajo y su rostro se acaloró antes de que la alzara de nuevo de golpe. Llenaba esos vaqueros como nadie.

Y él tampoco se había perdido la dirección de su mirada.

—No me tientes, Bella —le advirtió él de repente, con una voz que raspaba sus sensibles terminaciones nerviosas—. Mi control está acabado está noche. O bien llamas a tu hermano, o llevas tu dulce trasero escale ras arriba, a la habitación que tengo libre, o te vas a encontrar tendida de espaldas en mi cama. Es tu elección. Las únicas opciones que te quedan. Hazla.


Bueno, ya vemos que Bella sabe lo que es y lo más importante es que no le importa.