CAPÍTULO IV.

Fiestas de la Primavera Angelical.


Algunas de las que sabíamos cómo hacerlo correctamente nos tomamos bastante en serio nuestro trabajo de preparar al joven Hiccup Haddock para la gran fiesta que se llevaría a cabo en la metrópolis del reino de Noruega, aquel precioso fiordo llamada Arendelle, que, a pesar de su hermosura, no poseía ni un solo habitante noble, justo o bueno. Nos enfermaba e irritaba a todas por igual tener que preparar al pobre muchacho para ese trágico destino. Pero aun sí, lo bañamos varias veces, para quitar de él cualquier olor o mancha que mostrase sus orígenes vikingos, a pesar de que eso nos rompía el corazón, pues, quisieran esos malvados soberanos o no, todas nosotras éramos orgullosas vikingas que no tenían miedo a mostrar sus verdaderas y únicas lealtades. Pero no era momento de mostrar el nacionalismo de nadie, por eso restregamos las esponjas con firmeza y seriedad, al punto que la piel del muchacho quedo roja y resentida.

–¿¡Es que queréis borrarme las pecas!? –lloriqueó el niño, enseñándonos que no solo su piel estaba resentida, sino también sus sentimientos–. ¡No se pueden quitar, por si no lo sabían!

Algunas reímos amargamente, pero fue su padre quien corrigió el comportamiento. Volvimos a escuchar al pobre niño decir que no quería nada eso, no quería ir hasta esos terrenos desconocidos y repletos de desgraciados asesinos que nos obligaron a mudarnos, no quería contentar a los reyes despiadados, no quería tener que inclinarse ni hablar como ellos. Nadie más que Estoico, quien tenía que mantener la imagen, se atrevió a responderle nada, pues, evidentemente, ninguno de nosotros quería pasar por aquello, ni mucho menos hacer que el pobre infante de cinco años pasará por aquello, pero todos habíamos aceptado lo que nos esperaba.

Una de las mujeres que nos encontrábamos ahí empezó a acariciar las hebras castañas del pequeño niño suavemente, con el toque maternal que cualquiera de nosotras podíamos aportar. Todas las presentes éramos berkianas –pues las mujeres de otros pueblos se encargaban de los hijos de sus propios jefes– y conocíamos perfectamente la historia de amor y perdida del jefe Estoico, sabíamos que aquel pequeño infante necesitaba ese tipo de caricias, palabras tiernas, abrazos profundos y el infinito amor de una madre, el tipo de tratos que Estoico no podía otorgarles por los limitantes de su propia personalidad.

Ella empezó a entonar melodías mientras lavaba la cabellera de Hiccup, las demás decidimos acompañarla en un acuerdo silenciosos, empezando a limpiarlo con la misma firmeza, pero, al mismo tiempo, con más suavidad, con la suavidad maternal que le faltaba al pobre niño, quien dejó de quejarse y empezó a llorar silenciosamente.

Una vez terminamos, decidimos, con la compañía de nuestro jefe Estoico, dejar a solas al pequeño, para que él mismo se colocase las prendas vikingas más elegantes que teníamos. Aquellas prendas que seleccionamos con tanto empeño, aquellas prendas que, una vez elegidas, fueron motivo para rezar a cada uno de nuestros dioses. Vestirlo bien significaría dar una buena imagen del futuro al resto de reinos, dar una buena imagen significaría obtener piedad de ellos.

Piedad, aquella palabra hacía que recordásemos perfectamente las palabras de Drago, quien, acompañado de su obediente hijo, había empezado inmediatamente con su plan de tomar a los dragones y utilizarlos para reducir a esos desgraciados y sus reinos en cenizas, dejando en paz a sus gentes inocentes, para demostrar que éramos superiores, que sus supuestas almas y lógicas no tenían valor ninguno que, incluso siendo bárbaros como éramos, seguíamos siendo mejores que ellos. Ahora, los que antes éramos grandes y temidos por los endebles y pequeños soldados del continente, nos arrastrábamos por unas migajas y algo de piedad de parte de aquellos que sí se mantenían en la cima o de aquellos que habían partido piernas, asesinado gentes y espantado a la bondad para alcanzarla.

Muchas fuimos acompañadas en esos momentos por nuestros esposos, expresamos nuestros nervios y dudas, compartimos, unos con otros, las palabras de siempre, las dolencias de siempre, seguíamos cuestionándonos como habíamos llegado hasta ese horrible punto, entregando al hijo de nuestro jefe como carne fresca a la bestia que exigía comida. Otras de nosotras intentaban consolar al corazón destrozado de nuestro jefe, quien no lloraba, jamás no lo hacía ante nosotros, pero sabíamos que estaba ahogándose en su dolor y culpa. Los niños, quienes tanto admiraban a sus padres y a nuestro jefe también lo consolaban, no del todo conscientes del bien que hacían a Estoico.

El muchacho salió con la cabeza baja, con los puños apretados y vestido como un pretendiente digno de una de las princesas de los más poderosos reinos del continente. Oliendo a las rosas que solo crecen en las tierras ajenas. Oliendo a las rosas que algún día, obligado, tendría que regalar a una niña que tal vez y jamás llegaría a amar. Adoptando sus posturas, sus normas y costumbres, reservando su naturaleza para su corazón y alma destrozados.

Vimos a nuestro jefe aferrar el pequeño cuerpo de su hijo a su pecho, abrazarlo con toda la fuerza que le quedaba, deseando transmitir sus sentimientos, intentando transmitirle la fuerza que necesitaría para los retos del futuro. Hiccup Haddock, con aquellos que eran sus diminutos bracitos, acepto la muestra de amor de su padre, contuvo con todas sus fuerzas las lágrimas y nos partió –si es que se podía– aún más el corazón.

El resto de los jefes llegaron con sus gentes de confianza y cada hijo igual de cuidado que nuestro futuro líder. Oswald el Amable cargaba con uno de sus robustos brazos a su recién nacida niña envuelta de las más pulcras sabanas que se pudieron encontrar, mientras que su mano libre se mantenía en el hombro de su orgulloso hijo.

Drago, a pesar de que nadie de su tribu jamás lo admitiría, se encontraba intranquilo y apegado a su hijo todo lo que pudo, aún temiendo el posible cambio de opinión de esos enclenques. Porque era consciente que él no aguantaría como Estoico, él tomaría su hacha y cualquier dragón y lo quemaría todo a su paso.

Líderes de tribus antagónicas ese día se pusieron codo a codo, conscientes de que ahora no había tiempo de disputas ni pleitos, unidos por un enemigo peor que no se posicionaría en ningún bando, un enemigo que, si descubriese la confrontación, los utilizaría como entretenimiento sanguinario. El líder de los cazadores de dragones y los actuales reyes de Los Defensores del Ala simplemente pactaron la paz absoluta y detuvieron sus riñas por el tiempo que todo aquello durase.

Alvin se aferraba a su mujer, a sus hijos y a su hacha, dispuesto a alzar contra aquellos malparidos si alguno si quiera le dirigía una mirada a su preciosa y amada familia, notamos que aquello provocaba cierta gracia a nuestro jefe, y comprendimos que, si no fuera por su cansancio, carcajearía sin poder más.

Todos nuestros líderes se hablaron sin dejarnos comprender y, aquellos que fuimos elegidos, acompañamos en el viaje hacia nuestro destino.

A pesar de que queríamos huir de él.

El viaje fue largo, no sabíamos decir si lo sentimos largo o si era verdaderamente largo, pero aquellas cuestiones filosóficas no tenían cabida en nuestras agotadas cabezas. Nos preguntamos, en verdad, por qué aquellas gentes rechazaban tanto nuestras diferencias, todo lo que no compartíamos era tachado de asqueroso y bestial. Nuestros dioses, tradiciones, ropajes, leyes y otros ámbitos no eran bien vistos por su estúpida superioridad moral.

Mientras nos preguntábamos todo eso, mientras nos lamentábamos contra la madera ya sea sentados y desparramados o de pie y encorvados entre nosotros. Mientras los adultos dejábamos escapar nuestros últimos suspiros pesados, nuestros futuros líderes y guerreros se reunieron en nombre de sus infantiles y poco pensados planes de resistencia.

Ante nuestra sorpresa, fue Hiccup Haddock, el más joven de nosotros, quien nos propuso la idea o, mejor dicho, nos planteó la siguiente duda.

–¿Qué pasaría si la bebé muriese? –nos cuestionó una vez los arrastró hacia una zona apartada del barco.

–Estás demente –dijo Mala, la mayor de las muchachas en ese peculiar grupo–. Completamente demente y enfermo. No vamos a matar a un bebé.

–¿Por qué no? –preguntó Brenda, la segunda hija de Alvin, con una sonrisa burlona.

–Nosotros no –aclaró Hiccup rápidamente, antes de que Mala volviese a hablar–. Una "nodriza" lo hará–sonrió un poco con la palabra nodriza.

Dagur soltó una risotada cruel –¿Cómo vas a convencer a una nodriza de matar a la princesa? –cuestionó señalándolo con un dedo, Hiccup puso los ojos en blanco, lo cual ofendió a Dagur.

Suspiró pesadamente –No hay ninguna nodriza –Dagur parpadeó repetidas veces sin comprender. El menor gruñó–. La matará alguno de nosotros y acusaremos a una nodriza. Haremos que parezca un accidente, así tampoco morirá ninguna inocente.

Todos abrieron la boca al ver al niño empezando a tomar decisiones tan sanguinarias, a pesar de que mese atrás lloraba por tan solo acercarse al rey extranjero.

–Si no hay princesa, no hay boda, ni herederos…

–Ni alianza –lo detuvo Viggo–. ¿Qué crees que nos pasará sin princesa? Primero, nos acusarán a nosotros –levantó un dedo–, segundo, los demás reinos tendrán el paso libre para acabar con nosotros y Noruega no hará nada. Porque ¿a quién le importa un grupo de inservibles vikingos? Te lo digo yo, a nadie.

Fue Ryker quien continuó la charla de su hermano –Aparte de que no los dejarás sin heredero –el muchacho mayor que todos se arrodilló y colocó sus gruesas manos como si estuviese sosteniendo algo delante de su entrepierna. Frente a los niños, movió ambas manos hacia adelante y hacia atrás, todos comprendieron esa seña y apretaron los dientes por disgusto–, esos desgraciados no hacen más que tirar y tirar, como no tienen como divertirse…

–¡Para ya! –chilló Mala, alejándose de él.

Ryker la ignoró –Así que dentro de nada tendrían un nuevo heredero. Un duro trabajo por nada –terminó de explicar sentándose nuevamente.

–Pero ellos celebran los lutos –insistió Hiccup–. Tendrán un momento de debilidad, ahí nuestros padres podrán atacar.

–Entonces no puedes matarla ahora –refutó el hijo de Drago, Einar–, tienes que esperar a que consigamos los dragones, sino será una nueva masacre.

–Pero tendríamos el efecto sorpresa.

–¡No puedes usar el efecto sorpresa sin armas!

–¡Pero tenemos armas! ¡Y robaremos armas! –el ambiente se calmó un poco, Hiccup continuó–, en toda esa revuelta será imposible que no tumbemos a uno que otro soldado para quitarle una de esas… cosas, o podemos secuestrar a alguno para descubrir cómo funcionan.

El hijo de Alvin, el rubio Niels se rascó el cuello, convencido –No suena mal.

–No –espetó Viggo–, suena fatal. No llegaremos a nada –se levantó entonces de golpe. Le dedicó una furiosa mirada a Hiccup–. Aférrate al plan, complácelos hasta que tengamos los dragones.

Todos se retiraron entonces, tachando como ridícula la propuesta de ataque sorpresa.

Pero Hiccup no estaba satisfecho.

Allá en Arendelle, la vida siempre era una fiesta, las cosechas eran abundantes, los nuevos trabajos rogaban por más personas que pudiesen tomar los puestos en las fábricas, los artistas eran bien tratados, la burguesía tenía voz y voto, había derechos y deberes que se acomodaban a cada persona, había… cierta justicia. En definitiva, en Arendelle había lo necesario para ser una ciudad próspera y poderosa.

Estaban tan felices que incluso los vikingos llegaron a pensar que aquellos pequeños hombrecillos y delicadas damitas les estaban succionando la felicidad y la energía como asquerosas sanguijuelas.

La gente no podía parar de celebrar, incluso si sentían espantados por la presencia de los vikingos, incluso si aquellos hombres enormes y mujeres bruscas estuviesen alterando su estado anímico normal, ellos seguían celebrando. ¡La princesa Elsa había cumplido un año! La futura soberana de Noruega no era otra cosa que una preciosa niña sana y encantadora. Los más poéticos dijeron que ya había visto su primera primavera y que le quedaban miles por delante antes de encontrarse con el verano, el otoño o el invierno.

Muchos creyentes aclamaron haber sido bendecidos con el nacimiento de una niña dotada con la belleza angelical de aquella preciosa niña, tan parecida a un ángel que los más emocionados aseguraron que ella la señal de la segunda llegada de Dios Hijo Todopoderoso. Oh, la dulce princesa recién nacida, era el centro de atención ese día. Trayendo a los demás líderes del mundo a su fiesta de cumpleaños, la fiesta de cumpleaños más política de toda la historia noruega. Una futura soberana que seguramente traería riquezas, cultura, avances y gloria para su reino.

Pobre niña, pensaron aquellos que escupían el suelo que los vikingos pisaban, obligada a casarse con una bestia.

La música sonaba con potencia, los músicos de aquella noche cantaban emocionados las más lindas y divertidas melodías. Los reyes festejaban la llegada de cosechas sanas y abundantes, el crecimiento de su población, la mejora de la salubridad, el contento de la clase obrera y de la clase alta, las riquezas que seguían creciendo y la cantidad de trabajadores –remunerados o no– que sus países tenían. Aplaudían, zapateaban, chiflaban y silbaban al son de la música. Los hombres tomaban aguardiente y vino como salvajes, las mujeres se divertían tras los abanicos y acompañadas de sus indecentes amigos el champán y el vino suave. Eso hacían los más nobles, aquellos que eran de un estatus social más bajo, los que no habían entrado al palacio –porque ese era el lugar de la nobleza y la burguesía– festejaban encima de las mesas, hombres con menos prendas de las debidas, mujeres alzando lo suficiente las faldas para alterar a los más calientes hombres hacia el intermedio de sus piernas.

A la par que los adultos saboreaban la dulzura de una pasión casi diabólica, el amor juvenil florecía como las flores aquella primavera. Los jóvenes enamorados bailaban dulcemente, pegando sus cuerpos, obviando el ritmo acelerado de la música que resonaba. Algunos, presionados por la exagerada cercanía, poco a poco se escabullían a los jardines solitarios o a los callejones sin salidas o desolados, para saciar sus deseos y dedicar palabras de amor verdadero y fiel.

Y por mucho que quisieran imitar a la clase obrera en cuanto a libertad sexual, el joven Jackson Overland Frost, hijo legítimo del actual embajador de los Estados Unidos de América, se limitó a solo bailar románticamente con una de las doncellas más nobles de todo el Imperio alemán, Rapunzel Corona. Incluso cuando quería esconderse junto a ella a donde sus guardias no les encontrasen, incluso cuando quiso despojarla de su precioso vestido y fundirse con ella en amor eterno. Se limitó, lleno de impotencia, a dejar que sus manos largas y firmes se aferrasen dulcemente a la cintura de la realeza, susurrándole dulces palabras de amor al oído que sacudían a la inocente joven, quien temblaba bajo sus manos.

Contentísimos, muchos lideres veían a sus herederos disfrutando las primeras flamas del amor estallaban fuertemente, creando las promesas de futuras alianzas muy útiles. No solo los importantes adolescentes de Estados Unidos y del Imperio alemán, también todos aquellos que compartían el mismo tipo de palabras, sonrisas y sentimientos, todos los enamorados danzaban al son de la potente y acogedora música de felicidad.

Cuando la música finalmente paro, los animados jóvenes enamorados detuvieron sus danzas, se alejaron todo lo que su amor les permitía y se dedicaron una elegante reverencia y los demás presentes aplaudieron con ganas. En una de las mesas más cercanas a la pista de baile del Gran Palacio, ignorando los aplausos y silbidos, la princesa del Reino Unido contemplaba a la oscura esquina de la izquierda, allá, donde sus enemigos por naturaleza se mantenían quietos, serenos, reprimidos.

Lo veía en sus ojos y expresiones, el cansancio, el orgullo roto, la deshonra, el dolor.

La rendición.

Sonrió sabiendo que no le harían nada, sonrió sabiendo que estaban maniatados por la presión de nuevos territorios poderosos, sonrió sabiendo que no llevaban armas encima de ellos que pudiese batallar contra las armas de fuego de las grandes potencias. Porque sí, los vikingos llegaron bien bañados, vestidos y con la cabeza agachada, como animales salvajes de exhibición; pero con armas, poderosos hachas, espadas, lanzas y arcos, la única muestra de cultura vikinga –o rebeldía absoluta– que se permitieron para aquella reunión.

–Cariño, no mires a los vikingos –le regañó su madre, impactada por la presencia de aquellas bestias enormes, tomó a su niña de su cinturita y la sentó en sus piernas. Una vez colocada, la reina Eleonor comenzó su larga charla de todo lo incorrecto que había hecho la princesa.

Desde la esquina, por sorprendente que fuera, Hiccup fue completamente capaz de escuchar a la princesa de Reino Unido quejarse, jurando que ya hacía muchos años que había dejado de ser una niña. Los ojos verdes de él se quedaron un largo rato puestos en aquella princesa rebelde, luego, viéndose prisionero en una jaula abierta, viéndose como animal liberado pero domesticado, se escabulló de la vista de sus compatriotas para recorrer todo aquello que pudiese, mucho antes de que tan siquiera los demás hijos de jefes notaron que se había ido a cumplir el plan que habían rechazado.

Hiccup era un aventurero, un curioso sin límites, un niño que no podía detener sus pies una vez empezaban a guiarla hacia nuevos confines. Un malparido rebelde.

Se paseo lejos de la pista de baile, escondiéndose en las cortinas cuando un camarero se paseaba con su nariz arrugada como oliese constantemente el estiércol del campo, mirando y maldiciendo constantemente a los hombres que lucían orgullosos esos escudos que reconocía por ser los que las bestias armadas llevaban aquellas noches de sangre y destrucción. Maldijo en bajo al ver a guardias o monarcas presumidos.

Sentía que dirigía a los suyos hacia la sangrienta venganza cada vez que se ocultaba rápido ante la presencia de un extranjero. Cuando verifico que aquel bebé con el que se casaría una vez cumpliese la mayoría de edad no estaba en esa fiesta abrió lo más sutilmente posible las grandes puertas del salón para empezar a investigar aquel gigantesco palacio que, hacía poco había descubierto, se había salvado de las represalias de las revoluciones burguesas de años anteriores. Aquellas revoluciones que no comprendía como tan siquiera habían llegado a suceder porque ¿qué clase de líder se limitaba en asegurar su felicidad mientras los suyos morían de hambre o pena? ¿Podían, siquiera, proclamar a sus súbditos los suyos cuando no convivían o peleaban a su lado? La falta de cercanía hacia su pueblo, la riqueza de la corona y la pobreza de los demás estados, su facilidad en masacrar por placer o egoísmo a otros pueblos sin sentir remordimiento le confirmaban dos cosas:

La primera, era que los reyes de las potencias eran crueles y no merecían misericordia.

La segunda, es que no tenían esa dichosa alma que tanto clamaban y alababan.

Se detuvo a presenciar el cuadro del matrimonio real, los reyes de Arendelle, representantes de inmensos territorios en África, Asia y Europa; la razón por la que no intentaban también tomar Oceanía o América era desconocida para la mente de ese pequeño infante, aunque, claro es, que tampoco sabía las cosas más básicas de aquel reino, como, por ejemplo:

¿Por qué "ayudaban" a las tribus vikingas? ¿Por qué se mostraron solo después de la gran masacre?

Suspirando, cabizbajo, con el futuro de los suyos sobre sus hombros siguió caminando como una alma deambulante. Como un simple espíritu muerto en todos los sentidos posibles, una pobre alma en desgracia que no sabía cómo abandonar el plano mortal para descansar de una vez por todas. Tal vez, solo tal vez, ese fue el motivo por el que el resto mucamas y camareros apresurados ni si quiera se cuestionó si él era vikingo o persona.

Fueron, luego de un largo camino, los llantos de un bebé los que lo tomaron de su ensoñamiento y lo arrebataron bruscamente de allí. Los diversos sirvientes estaban demasiado ocupados con sus respectivas tareas y órdenes como para oír los llantos de aquella pobre criatura. Apretando sus delgados labios decidió buscar de donde provenían los lamentos.

Luego de entreabrir cada puerta que parecía contener la respuesta, finalmente se adentró con la habitación que resguardaba la cuna una de las futuras reinas más importantes de toda la historia euroasiática. Una vez dentro cerró la puerta, evitando que la música, el choque de los cubiertos, las risas, las conversaciones y los quejidos de princesas rebeldes se adentrase en la pulcra habitación.

Sintió la inmensidad del silencioso siendo rota por lo llantos estrepitosos de la bebé. Apretó los puños, rasgando sus palmas con sus uñas mal cortadas, avanzó hacia ella a base de pisotones hasta que estuvo encima de la cuna, viéndola llorar.

¿Cómo se atrevía ella, una futura reina importante, llorar de aquella manera? A ella no la amenazaba ningún humano con armadura y armas mortíferas, ella no tenía duras camas ni tenía que bañarse más de cinco veces para estar delante de él, ella no había visto a su gente siendo masacrada, la población de su edad en sus terrenos no se había reducido de ciento sesenta y cuatro a solo cinco. ¿Qué derecho tenía ella a llorar si él no podía?

Miró fijamente uno de los miles de peluches que ella tenía en su cuna, un pequeño pingüino con dos pelillos, los ojos azules y una capa, se veía bastante grande, lo suficiente como para acabar con toda esa porquería.

La miró rabioso, preguntándose qué sería de los suyos y de esa maldita alianza si ella muriese por el descuido de una inexistente nodriza, ¿qué sería de su seguridad de su pueblo y de los pueblos aliados si ella ya no viviese?

Levantó el peluche, apuntando a su boca abierta y carente de dientes. Alzó lo suficiente el brazo que sujetaba al pingüino y cerró los ojos mientras se arañaba los labios con sus proprios dientes, convenciéndose de que eso sería lo mejor para todo, él no se humillaría más y esa humana no debería desposar a ninguna bestia sin alma.

Ni a ningún humano.

Sus manos temblaron y de sus ojos salieron lágrimas mientras bajaba el brazo, lamentándose de que las cosas tuviesen que acabar de aquella manera. Con la perdida de inocencia y la perdida de una vida que no había hecho nada a parte de nacer en la cuna equivocada. Se detuvo y abrió los ojos al darse cuenta de aquello. De la misma manera en la que él no tenía culpa por las decisiones sanguinarias de los reyes continentales, ella tampoco.

Agitó el peluche ante la bebé, consiguiendo su risa y que dejase de llorar. Seguían hipando cuando ella soltó la pequeña risilla de felicidad y estiró sus bracitos hacia el juguete. Conmovido, el vikingo se lo entregó y observó a la princesa abrazar el peluche mientras lo miraba fijamente.

Sujetándose del borde de la cuna y estirando todo su cuerpo, Hiccup se acercó para depositar un tierno beso en la frente de Elsa.

–Voy a protegerte –prometió aquel día, ganando una nueva risilla de su futura amada.


21 de abril, 1833. Primera celebración de: Las Fiestas de la Angelical Primavera.