3
Rachel se removió en el asiento, mientras se prolongaba el silencio reinante en el BMW negro. Su futura esposa parecía igual de incómoda, pero decidió concentrar su energía en la música de fondo. Intentó no hacer una mueca cuando ella eligió a Mozart. A Quinn le gustaba la música sin letra.
Casi se estremeció al pensar en compartir casa con ella.
¡Durante todo un año!
—¿No tienes nada de Lady Gaga o Madonna?
Quinn pareció desconcertada por la pregunta.
—¿Cómo dices?
Contuvo un gemido.
—Me conformaría con cualquiera de los clásicos: Sinatra, Bennett, Martin…
Quinn guardó silencio.
—¿Los Eagles? ¿Los Beatles? Por favor, dime que te suena alguno de los nombres.
Vio que la rubia tensaba los hombros.
—Sé quiénes son. ¿Prefieres Beethoven?
—Déjalo.
Se sumieron de nuevo en el silencio, roto únicamente por la música de piano de fondo. Rachel sabía que las dos se iban poniendo más nerviosas a medida que se reducían los kilómetros que las separaban de casa de sus padres. Interpretar a una pareja enamorada no sería fácil cuando eran incapaces de mantener una conversación de dos minutos. Decidió intentarlo de nuevo.
—Spencer me ha dicho que tienes un pez.
Ese comentario le valió una mirada gélida.
—Sí.
—¿Cómo se llama?
—Pez.
Parpadeó al escucharla.
—¿Ni siquiera le has puesto nombre?
—¿He cometido un delito?
—¿No sabes que los animales tienen sentimientos al igual que las personas?
—No me gustan los animales —adujo la rubia.
—¿Por qué? ¿Te dan miedo?
—Claro que no.
—Te asustaste de la serpiente que encontramos en el bosque. ¿Recuerdas que no querías acercarte y pusiste excusas para irte?
Tuvo la sensación de que la temperatura descendía unos cuantos grados dentro del coche.
—No me asusté, es que pasaba del bicho. Ya te he dicho que no me gustan los animales.
Resopló, pero después se mantuvo en silencio. Tachó otra cualidad de su lista. La Madre Tierra no daba una. Rachel decidió no contarle a su futura esposa lo del refugio de animales. Cuando estaban sobrepasados, siempre se llevaba algunos perros a casa hasta que hubiera plazas libres. El instinto le decía que Quinn pondría el grito en el cielo. Si acaso conseguía reunir la emoción necesaria para poder contárselo.
La posibilidad la intrigaba.
—¿De qué te ríes? —le preguntó Quinn.
—De nada. ¿Recuerdas todo lo que hemos hablado?
Quinn soltó un suspiro hastiada.
—Sí. Hemos repasado a todos los miembros de tu familia en profundidad. Me sé los nombres y sus vidas por encima. Por el amor de Dios, Rachel, jugaba en tu casa cuando éramos pequeñas.
Gruñó al escucharla.
—Tú solo venías a buscar las galletas de chocolate de mi madre. Y te encantaba torturarnos a tu hermana y a mí. Además, eso fue hace muchos años. No te has relacionado con ellos durante la última década. —Intentó disimular la amargura con todas sus fuerzas, pero la facilidad con la que Quinn se había desentendido de su pasado sin mirar atrás seguía escociéndole—. Por cierto, no hablas de tus padres. ¿Has hablado con tu madre últimamente?
Se preguntó si sería posible acabar con hipotermia por el frío que Quinn desprendía.
—No.
Esperó a que añadiera algo más, pero no lo hizo.
—¿Se ha vuelto a casar?
—No. No quiero hablar de mis padres. No tiene sentido hacerlo.
—Maravilloso. ¿Y qué vamos a decirle a mi familia sobre ellos? Porque van a preguntar.
Cuando Quinn habló, sus palabras fueron cortantes.
—Diles que mi madre está en México, mi padre muerto y que mi otra hermana Frannie anda en alguna parte con su nuevo esposo. Diles lo que te dé la gana. De todas formas no van a asistir a la boda.
Rachel abrió la boca para protestar, pero la mirada que le lanzó Quinn le dejó muy claro que el tema estaba zanjado. Genial. Le encantaba su don de ser reservada en todo. Indicó la señal de tráfico a la que estaban llegando.
—Esa es la salida para la casa de mis padres.
Quinn aparcó en el camino de entrada circular y apagó el motor. Las dos contemplaron la casa blanca de estilo victoriano. La estructura irradiaba calidez desde cada una de las columnas clásicas del elegante porche que rodeaba toda la casa. Los sauces llorones flanqueaban el jardín casi con gesto protector. Unos enormes ventanales con contraventanas negras salpicaban la fachada. La oscuridad ocultaba las señales del descuido ocasionado por las dificultades económicas. Escondía la pintura descascarillada de las columnas, los escalones desvencijados del patio y el tejado maltrecho. Rachel suspiró cuando el ambiente de su hogar la envolvió como una cálida manta.
—¿Estás lista? —le preguntó Quinn.
La miró. Su expresión era impasible y su mirada, distante. Tenía un aspecto relajado y elegante con sus pantalones color caqui, la camiseta blanca de Calvin Klein y sus zapatillas de tacón alto. Su pelo aclarado por el sol estaba muy bien peinado, salvo por el mechón rebelde que caía sobre su frente. La camiseta se ceñía a su torso y pechos de maravilla. Demasiado bien para su gusto. Era evidente que hacía pesas. Se preguntó si tendría una buena tableta de chocolate, pero la idea le provocó una extraña sensación en el estómago, así que decidió olvidarse del tema y concentrarse en el problema que se les avecinaba.
—Quita esa cara, ni que acabaras de pisar una mierda de perro.
La expresión impasible de Quinn desapareció y esbozó una sonrisilla torcida.
—Esto… Spencer me ha dicho que escribías poesía.
—Se supone que estamos locamente enamoradas. Si sospechan lo contrario, no podré casarme contigo y mi madre convertirá mi vida en un infierno. Así que métete en el papel. Y que no te dé miedo tocarme. Te prometo que no tengo sarna ni nada del estilo.
—No me da miedo…
Quinn siseó cuando Rachel extendió el brazo y le apartó el mechón rebelde de la frente. El tacto sedoso de su pelo en los dedos la complació. La expresión desconcertada de su cara hizo que cediera a la tentación de continuar la caricia y pasarle el dorso de los dedos muy despacio por la mejilla. Su piel era muy suave y tersa.
—¿Lo ves? No pasa nada.
Esos labios carnosos hicieron un mohín que ella supuso que era de irritación. Saltaba a la vista que Quinn Fabray no la consideraba una adulta, sino una especie de ser humano asexuado. Como una ameba.
Rachel abrió la puerta y le impidió replicar al decir.
—Que empiece el espectáculo.
Quinn masculló algo y la siguió.
No tuvieron ni que molestarse en llamar al timbre. Los miembros de su familia salieron uno a uno, hasta que el porche delantero estuvo atestado con sus chillonas hermanas y con varios hombres que no les quitaban los ojos de encima. Rachel había llamado para decirles que se había comprometido. Se había inventado que llevaba un tiempo saliendo con Quinn en secreto, que lo suyo había sido un romance fulminante y que se habían comprometido de forma impulsiva. Hizo hincapié en el pasado que compartían para que sus padres creyeran que habían mantenido el contacto a lo largo de los años y que seguían siendo amigas.
Quinn intentó quedarse rezagada, pero sus hermanas se negaron a darle el gusto. Isabella y Dakota se lanzaron a sus brazos para darle un achuchón sin dejar de hablar.
—¡Enhorabuena!
—¡Bienvenida a la familia!
—Izzy, te dije que estaría igual de hermosa Quinn. ¿Es increíble? ¡Amigas de la infancia que ahora serán esposas!
—¿Tienen ya fecha para la boda?
—¿Puedo ir a la despedida de soltera?
Quinn parecía estar a punto de saltar por la barandilla del porche para salir corriendo.
Rachel se echó a reír. Interrumpió a sus hermanas gemelas con un abrazo.
—Dejen de aterrorizarla, chicas. Por fin tengo una prometida. No me lo vayan a estropear.
Sus hermanas se echaron a reír. Eran dos chicas idénticas de dieciséis años con el pelo del color del chocolate, los ojos azules y unas piernas larguísimas. Una llevaba ortodoncia, la otra no. Rachel estaba convencidísima de que sus profesores agradecían mucho ese detalle. Sus hermanas eran muy traviesas y les encantaba gastar bromas, haciéndose pasar la una por la otra.
Un grito exigente se hizo con su atención. Levantó al angelito rubio que tenía a los pies y cubrió de besos a su sobrina de tres años.
—Taylor Bicho Malo, te presento a Quinn Fabray. Tía Quinnie para ti, mocosa.
Taylor la miró con la cuidadosa atención de la que solo eran capaces los niños pequeños. Quinn esperó su opinión con paciencia. Después, su carita esbozó una sonrisa deslumbrante.
—¡Hola, Quinnie!
La rubia le devolvió la sonrisa.
—Hola, Taylor.
—Aprobación recibida —dijo Rachel. Le hizo un gesto a Quinn para que se acercara—. Deja que siga con las presentaciones. Mis hermanas gemelas, Isabella y Dakota, ya grandes y sin pañales. — Pasó de sus gemidos de protesta y sonrió—. Mi cuñada, Marley. Y ya conoces a mi hermano Ryder y a mis padres. Chicos, les presento a Quinn Fabray, mi prometida.
Ni siquiera se trabó con la palabra.
Su madre, Shelby, tomó la cara de Quinn entre las manos y le dio un fuerte beso.
—Quinn, mírate qué grande estás. —Abrió los brazos en señal de bienvenida—. Y qué bonita.
Rachel se preguntó si lo que veía en las mejillas de Quinn era rubor, pero después desechó la idea.
Quinn carraspeó.
—Esto… gracias, señora Berry. Hace siglos que no nos vemos.
Ryder le dio un abrazo amistoso.
—Quinn Fabray hace siglos que no te veo. Y ahora me entero de que vas a formar parte de la familia. Enhorabuena.
—Gracias.
Su padre se adelantó y le tendió la mano.
—Llámame Leroy —saludó —. Recuerdo que te pasabas la vida atormentando a mi pequeñina. Creo que su primera palabra grosera oficial la pronunció pensando en ti.
—Pues creo que sigo teniendo el mismo efecto —replicó Quinn con sorna.
El padre soltó una carcajada. Shelby se apartó de Leroy para darle un fuerte abrazo.
—Ahora a lo mejor cuento con alguien para igualar las fuerzas —dijo ella. Sus ojos marrones brillaban—. Siempre acabo perdiendo en las reuniones familiares.
Rachel soltó una carcajada.
—Quinn siempre lleva la contraria, Shelby. Créeme, se pondrá de parte de los demás siempre.
Leroy volvió a abrazar a su mujer, rodeándole la cintura con los brazos.
—Las cosas empiezan a cambiar. Por fin contaré con alguien diferente en la casa para enfrentarme a la mayoría de estas mujeres.
Rachel le dio un puñetazo en el brazo. Y Shelby le golpeó el otro.
Shelby chasqueó la lengua.
—Leroy Berry, los caballeros no hablan así cuando hay damas presentes.
—¿Qué damas?
Shelby le dio un azote en el trasero.
—Todos adentro. Brindaremos con champán, comeremos y después nos tomaremos un buen café.
—¿Puedo beber champán?
—¿Y yo?
Shelby negó con la cabeza mientras miraba a las dos chicas, que se habían postrado de rodillas a sus pies con actitud suplicante.
—Van a beber zumo de manzana con gas. He comprado una botella para la ocasión.
—¡Yo también, yo también!
Rachel miró a la pequeña que tenía en brazos con una sonrisa.
—De acuerdo, mocosa. Tú también beberás zumo de manzana.
Dejó a su sobrina en el suelo y la vio correr hacia la cocina, afectada por la emoción reinante. La cálida aceptación de su familia la envolvió como una capa acogedora y se impuso a los nervios que tenía en el estómago.
¿Sería capaz de llevarlo a cabo? Lanzar un hechizo de amor para atrapar a una desconocida muy rica que sacara a su familia de los apuros era una cosa. Pasar un año entero con un Quinn Fabray de carne y hueso era harina de otro costal. Si sus padres se olían que había tramado un matrimonio de conveniencia para salvar la casa familiar, nunca se lo perdonarían. Ni se perdonarían ellos. Pese a las constantes facturas del tratamiento médico para la enfermedad cardiovascular de su padre, el orgullo familiar los instaba a rechazar cualquier ayuda económica de los demás. Saber que su hija había sacrificado su integridad para salvarlos les partiría el corazón.
Quinn la observaba con una expresión rara, como si intentara desentrañar algún misterio. El deseo de tocarla le quemaba los dedos.
—¿Estás bien? —le preguntó.
—Sí, entremos —contestó Quinn.
La observó entrar en la casa mientras ella intentaba que sus secas palabras no le dolieran. Ya le había dicho que no le gustaban las grandes familias. No debería ser tan infantil como para tomarse su reacción tan a pecho.
Hizo acopio de toda su fuerza de voluntad, levantó la barbilla y la siguió. Las horas pasaron con una contundente y deliciosa lasaña italiana, pan de ajo con queso y hierbas aromáticas recién horneado, y una botella de chianti. Cuando por fin se fueron al salón para tomar café y galletas, sentía un alegre cosquilleo en el cuerpo, avivado por la buena comida y la conversación. Miró a Quinn mientras esta se sentaba a su lado en el ajado sofá beige a una distancia prudencial.
Tenía una expresión desdichada.
Quinn escuchó con educación, se rió en los momentos adecuados y representó el papel de prometida perfecta. Con la salvedad de que no la miraba a la cara, se alejaba cada vez que ella intentaba tocarla y no se estaba comportando como la prometida amorosa por ella que se suponía que era.
Leroy se bebió el café con ademanes relajados.
—Bueno, Quinn, cuéntame cosas de tu trabajo.
—Papá…
—No, no pasa nada. —Quinn se volvió hacia su padre—. Dreamscape es un estudio de arquitectura que diseña edificios en el valle del Hudson. Diseñamos el restaurante japonés que hay en la cima de la montaña de Suffern.
La cara de su padre se iluminó.
—Un lugar maravilloso para comer. A Shelby siempre le han gustado los jardines. —Hizo una pausa—. Bueno, ¿qué te parecen los cuadros de Rachel?
La morena reprimió una mueca. Por Dios, qué mala su suerte. Sus cuadros eran un pobre intento de expresión artística y casi todo el mundo coincidía en que eran pésimos. Pintaba más como terapia que para impresionar a los demás. Le dieron ganas de estampar la cabeza contra la pared por no haberle permitido recogerla en su apartamento en vez de en la librería. Leroy, que asesoraba a personas adictas al alcohol, era capaz de detectar una debilidad cual ave carroñera bien entrenada, y en ese momento ya olía la sangre.
Quinn esbozó una sonrisa forzada.
—Son estupendos. Siempre le he dicho que debería exponerlos en una galería de arte.
Leroy se cruzó de brazos.
—Así que te gustan, ¿no? ¿Cuál te gusta más?
—Papá…
—El del paisaje. Consigue que te metas de lleno en la escena.
El pánico la atenazó pese al hormigueo del alcohol cuando su padre captó la tensión entre ellas y acechó a Quinn como un depredador. Aunque Quinn lo había intentado, reconoció que estaba abocada al fracaso antes siquiera de comenzar. El resto de la familia ya se conocía el juego, así que observó la pelota empezar a rodar.
—No pinta paisajes.
Las palabras reverberaron en la estancia como un tiro. Quinn no perdió la sonrisa en ningún momento.
—Está empezando con ellos. Cariño, ¿no se lo habías contado?
Rachel intentó contener el pánico.
—No, lo siento, papá, se me había olvidado ponerte al día. Ahora pinto paisajes.
—Detestas los paisajes.
—Ya no —consiguió decir con voz cantarina—. Desde que salgo con una arquitecta he comenzado a apreciarlos.
Su comentario sólo sirvió para arrancarle un resoplido a su padre, que siguió hablando.
—Dime, Quinn, ¿te gusta el béisbol o el fútbol?
—Los dos.
—Los Giants han tenido una temporada genial, ¿no crees? Espero que Nueva York se lleve otra Super Bowl. Oye, ¿has leído el último poema de Rachel?
—¿Cuál de ellos?
—El de la tormenta.
—Ah, sí, me ha parecido maravilloso.
—No ha escrito un poema sobre una tormenta. Escribe sobre experiencias vitales relacionadas con el amor o con la pérdida. Nunca ha escrito un poema relacionado con la naturaleza, de la misma manera que nunca ha pintado un paisaje.
Rachel apuró el vaso de alcohol, pasó del café y rezó para que el licor la ayudara a pasar la velada.
—Esto… Papá, acabo de escribir uno acerca de una tormenta.
—¿De verdad? ¿Por qué no nos lo recitas? Tu madre y yo no hemos escuchado tus poemas más recientes.
Rachel tragó saliva.
—En fin, es que sigo componiéndolo. Lo compartiré con ustedes en cuanto quede perfecto.
—Pero has dejado que Quinn lo lea.
Se le revolvió el estómago y rezó pidiendo ayuda para encontrar la salida. Se le humedecieron las manos.
—Sí. En fin, Quinn, creo que deberíamos irnos. Es tarde y tengo que encargarme de muchos detalles de la boda.
Leroy apoyó los codos en las rodillas. Dejó de acechar y se lanzó a la yugular. El resto de la familia observó la inminente tragedia. La expresión compungida de su hermano le indicó que no creía que fuera a celebrarse boda alguna. Lo vio rodear la cintura de su mujer con los brazos, como si reviviera la pesadilla de cuando anunció que Shelby estaba embarazada e iban a casarse. Taylor jugaba con sus Lego, ajena a la crisis.
—Quería preguntarles por la boda —continuó Leroy—. Van a organizarlo todo en una semana. ¿Por qué no se toman un tiempo para que todos conozcamos a Quinn y podamos darle la bienvenida a la familia? ¿A qué vienen las prisas?
Quinn intentó salvarlas a ambas.
—Lo entiendo, Leroy, pero Rachel y yo lo hemos hablado y no queremos una gran ceremonia. Hemos decidido que queremos estar juntas y que deseamos empezar nuestra vida en común de inmediato.
—Es romántica, papá —comentó Izzy.
Rachel le dio las gracias a su hermana con la mirada, pero de repente otra persona se puso en su contra.
—Yo opino lo mismo. —Shelby tenía un paño en las manos y estaba en la puerta de la cocina—. Disfrutemos de la boda. Nos encantaría celebrar una gran fiesta de compromiso para que Quinn pueda conocer al resto de la familia. Es imposible que todos puedan venir el sábado. Tus primos se la perderán.
Leroy se puso en pie.
—Pues asunto arreglado. Pospondrán la boda.
Shelby asintió con la cabeza.
—Una idea excelente.
Rachel tomó a Quinn de la mano.
—Cariño, ¿te importa que hablemos un momento en una de las habitaciones?
—Lo que tú digas, cielo.
La arrastró por el pasillo y la obligó a entrar en un dormitorio. La puerta se cerró a medias.
—Lo has arruinado todo —le soltó con un susurro furioso—. Te dije que fingieras, pero se te da fatal. ¡Y ahora mis padres saben que no estamos enamoradas!
—¿Que a mí se me da fatal? Tú te comportas como si todo esto fuera una ridícula obra que has montado para los vecinos. Hablamos de la vida real y lo hago lo mejor que puedo.
—Mis obras no eran estúpidas. Conseguimos mucho dinero con las entradas. Amor sin Barreras nos salió genial.
Quinn resopló al escucharla.
—No sabes cantar, pero te quedaste con el papel de María.
—Sigues enojada porque no te dejé interpretar a Anita porque eras rubia y no parecías puertoriqueña.
Quinn se tocó el pelo y emitió un gemido ronco.
—¿Cómo narices consigues enredarme en estas conversaciones tan ridículas?
—Será mejor que se te ocurra algo deprisa. Por Dios, ¿es que no sabes cómo tratar a una novia? Te has comportado como si fuera una desconocida con quien debes ser educada. ¡Con razón sospecha mi padre!
—Eres adulta, Rachel, y él sigue interrogando a tus novias. No nos hace falta su permiso. Nos casamos el sábado, y si a tus padres no les gusta, peor para ellos.
—¡Quiero que mi padre me lleve al altar!
—¡Ni siquiera es una boda de verdad!
—¡Pues ahora mismo es lo mejor a lo que puedo aspirar!
El dolor se filtró en su voz durante un instante, golpeada por la realidad de su situación.
El suyo jamás sería un matrimonio de verdad y algo quedaría destrozado para siempre en cuanto Quinn le colocara la alianza en el dedo. Siempre había soñado con un amor para toda la vida, con una casita con jardín y un montón de niños. Sin embargo, iba a acabar con un montón de dinero y una esposa que la toleraba por educación. No iba a permitir que su incapacidad de fingir un poco de emoción delante de sus padres echara por tierra su sacrificio. Se puso de puntillas y se aferró a las mangas de su camiseta. Le clavó las uñas en la tela y en la piel.
—Arregla el problema—masculló.
—¿Qué quieres que haga?
Rachel parpadeó. Le temblaron los labios al pronunciar las palabras con sequedad.
—¡Haz algo, maldita sea! Demuéstrale a mi padre que será un matrimonio de verdad o…
—¿Rachel?
Su nombre se coló por la puerta abierta desde el pasillo. Su madre la llamaba preocupada por saber si estaban bien.
—Viene tu madre —dijo Quinn.
—Lo sé… seguro nos escuchó discutir. ¡Haz algo!
—¿El qué?
—¡Lo que sea!
—¡De acuerdo!
Quinn le rodeó la cintura con los brazos y la pegó por completo a ella antes de inclinar la cabeza. Sus labios cubrieron los de la morena mientras la estrechaba con fuerza contra su cuerpo, de modo que acabaron unidas desde las caderas hasta los pechos.
Se quedó sin aire en los pulmones y se tambaleó cuando le fallaron las rodillas. Había esperado un beso preciso y controlado para tranquilizar a su madre y demostrarle que eran amantes. Sin embargo, estaba experimentando una descarga de energía sexual incontenida. Los labios que la besaban eran ardientes y se apoderaban de los suyos mientras los mordisqueaba y le introducía la lengua en la boca. Después comenzó a acariciarla con un ritmo sensual que la obligó a arquear la espalda y a dejarse conquistar. Se aferró a la rubia y le devolvió el beso. Ansiosa por sus caricias, se embriagó con su olor almizcleño y con su sabor; se deleitó con la delicadeza de su cuerpo mientras la pasión las consumía y las lanzaba por un precipicio.
Soltó un gemido ronco. Quinn le enterró los dedos en el pelo para sujetarle la cabeza con firmeza mientras continuaba con el sensual asalto. Rachel sintió que se le endurecían los pezones y que el deseo la asaltaba entre los muslos.
—Rachel, Qui… ¡Ah!
Quinn se apartó de sus labios. Aturdida, Rachel observó su cara en busca de algún indicio de emoción, pero la rubia estaba mirando a su madre.
—Lo siento, Shelby —dijo con una sonrisa muy nasal y sensual.
Shelby soltó una carcajada antes de mirar a su hija, que seguía entre sus brazos.
—Siento interrumpirlas. Vuelvan al salón cuando hayan terminado.
Rachel escuchó sus pasos al alejarse. Despacio, Quinn bajó la vista.
Su expresión le causó un escalofrío. Había esperado ver sus ojos nublados por la pasión. Sin embargo, esos ojos avellana tenían una mirada clara. Su cara parecía relajada. De no ser por que su mano seguía sobre su cadera pegándola con ansias a su cuerpo, creería que el beso no la había afectada en absoluto. Fue catapultada a otro momento, a otro lugar, en la mitad del bosque, cuando expresó sus pensamientos sin tapujos y Quinn destrozó su confianza. La primera caricia de sus labios, su juvenil colonia en la nariz, el dulce apretón de sus dedos en los hombros mientras la sujetaba.
El miedo le provocó un escalofrío en la espalda. Si se reía otra vez de ella, frenaría en seco la boda.
Si se reía…
Quinn la soltó y retrocedió. Se hizo un pesado silencio, como el de una ola gigantesca que ganaba velocidad justo antes de romperse.
—Creo que hemos resuelto el problema —dijo Quinn.
Rachel no replicó.
—¿No es lo que querías? —insistió la rubia.
Levantó la barbilla y ocultó como pudo las inconvenientes emociones que se retorcían en sus entrañas como serpientes.
—Supongo que sí.
Quinn se quedó quieta un momento antes de extender una mano hacia ella.
—Será mejor que presentemos un frente común.
La tomó de la mano sin apretar demasiado, con una delicadeza que le llenó los ojos de lágrimas. Las contuvo y decidió que padecía un síndrome premenstrual bestial. No había otra explicación posible para que un beso de Quinn Fabray le provocara tanto placer y tanto dolor a la vez.
—¿Estás bien? —le preguntó Quinn.
Rachel apretó los dientes y después esbozó una sonrisa tan deslumbrante que podría pasar por una modelo en el anuncio de un dentífrico.
—Fue genial una idea genial.
—Gracias.
—Pero cuando salgamos, no te pongas tan tiesa como un palo. Finge que soy Santana López.
—Jamás podría confundirte con Santana.
El contraataque la hirió en lo más hondo, pero se negó a mostrar la menor debilidad.
—Seguro que sí. Pero quiero que sepas que tú tampoco eres mi ideal de chica, niña bonita.
—No, me refería a que…
—Déjalo. —La condujo de vuelta al salón—. Siento la interrupción, familia. Creo que será mejor que nos vayamos. Se hace tarde.
Todos se pusieron en pie de un salto para despedirse. Shelby le dio un beso en la mejilla y le guiñó un ojo para expresar su aprobación.
—Admito que no me gustan las prisas —le susurró su madre—, pero eres adulta. No le hagas caso a tu padre y sigue los dictados de tu corazón.
Rachel sintió un nudo en la garganta.
—Gracias, mamá. Tenemos muchas cosas que hacer durante esta semana.
—No te preocupes, cariño.
Estaban casi en la puerta cuando Leroy hizo un intento de última hora.
—Rachel Barbra Berry, lo menos que podrías hacer es posponer la boda unas cuantas semanas por la familia. Quinn, seguro que estás de acuerdo.
Quinn le colocó una mano a Leroy en el hombro. La otra aferró con fuerza la de su prometida.
—Entiendo por qué quieres que esperemos, Leroy. Pero, verás, estoy locamente enamorada de tu hija y vamos a casarnos el sábado. Nos haría mucha ilusión contar con tu aprobación.
Todos se quedaron callados. Incluso Taylor dejó de parlotear para observar la escena que se desarrollaba ante ella. Rachel esperó la explosión.
Leroy asintió con la cabeza.
—Está bien. ¿Podemos hablar en privado un momento?
—Papá…
—Sólo un momento.
Quinn siguió a su padre a la cocina.
Rachel reprimió la preocupación mientras conversaba con Izzy y con Dakota sobre los vestidos de las damas de honor. Atisbó la expresión seria de Quinn mientras esta escuchaba lo que su padre tenía que decir. Al cabo de unos minutos los vio darse un apretón de manos. Cuando regresó, su padre le dio un beso de despedida un tanto avergonzado.
Tras despedirse de todos, volvieron al coche.
—¿Qué quería mi padre?
Quinn salió del camino de entrada y se concentró en la carretera que tenía delante.
—Le preocupaba pagar los gastos de la boda.
El sentimiento de culpa se apoderó de ella, ahogándola. Se le habían olvidado por completo los gastos de la boda. Por supuesto, su padre había supuesto que él correría con ellos, aunque los tiempos habían cambiado. El sudor le humedeció la frente.
—¿Qué le has dicho?
Quinn la miró.
—Que me niego a dejarlo pagar y que si hiciéramos lo que él quiere y esperásemos un año, aceptaría su dinero. Pero dado que hemos decidido acelerar la boda, he insistido en pagarlo todo. Así que hemos hecho un trato. Él paga su traje y el de tu hermano. Y yo pago los vestidos de las mujeres, incluido el tuyo, y los demás gastos de la boda.
Rachel soltó el aire con fuerza y observó el rostro de Quinn gracias a los faros de los coches que circulaban en dirección contraria. Su cara permanecía impasible, pero ese gesto la conmovió.
—Gracias —dijo en voz baja.
Quinn se estremeció como si sus palabras la hubieran golpeado.
—No hay de qué. Jamás les haría daño a tus padres. Nadie suele tener el dinero necesario para pagar los costes de una boda en una semana. Y entiendo lo que es el orgullo familiar. No se me ocurriría arrebatárselo.
Rachel tuvo que tragar saliva porque la emoción le provocó un nudo en la garganta. El resto del trayecto lo hicieron en silencio, mientras ella contemplaba la oscuridad. Su oferta sugería que entre ellas había una relación auténtica, e hizo que anhelara algo más. Debería haberle presentado a su familia a un amor de verdad, no a uno falso. Las mentiras de esa noche comenzaron a pasarle factura al comprender que había hecho un trato con el diablo por el vil metal. Por el dinero necesario para salvar a su familia. Pero seguía siendo dinero.
La voz nasal de Quinn rompió el silencio y la sacó de sus deprimentes pensamientos.
—Pareces muy alterada por las pequeñas mentiras de esta noche.
—Detesto mentirle a mi familia.
—Y ¿por qué lo haces?
Un silencio incómodo se hizo entre ellas.
Quinn insistió.
—¿Hasta qué punto quieres el dinero? No pareces muy contenta con la idea de casarte conmigo. Mientes a tu familia y preparas una boda falsa. ¿Sólo para ampliar el negocio? Podrías conseguir un préstamo como la mayoría de los empresarios. No me termina de cuadrar.
Las palabras acudieron a su boca y estuvo a punto de contarle la verdad. A punto de contarle lo de la enfermedad que afectó a su padre poco después de regresar al seno familiar. Lo de la falta de seguro médico para pagar las astronómicas facturas. Lo de la lucha de su hermano por continuar estudiando Medicina al tiempo que mantenía una familia. Lo de las interminables llamadas de los acreedores que llevaron a su madre a poner la casa en venta, pese a la enorme hipoteca que pesaba sobre ella.
Estuvo a punto de hablarle de la pesada carga de la responsabilidad y de la impotencia que arrastraba desde entonces.
—Necesito el dinero —contestó sin más.
—¿Lo necesitas? ¿O lo quieres?
Cerró los ojos al escuchar el deje desdeñoso de la pregunta. Quinn quería creer que era egoísta y superficial. En ese momento, se dio cuenta de que necesitaba todas las defensas posibles contra esa chica. Su beso había destrozado cualquier ilusión de neutralidad entre ellas. Sus labios la habían afectado hasta lo más hondo de su alma, como aquella primera vez en el bosque. Lucy Quinn Fabray había derribado sus defensas, dejándola vulnerable. Tras una semana conviviendo en la misma casa ya se estaría acostando con ella.
No le quedaba otra alternativa.
Necesitaba avivar su desprecio por Quinn. Si la creía un ser inmoral, la dejaría tranquila y ella podría marcharse con el orgullo intacto y con su familia a salvo. Se negaba a aceptar su lástima o su caridad. Si le contaba la verdad sobre su familia, sus demás defensas cederían. Incluso podría darle el dinero sin nada a cambio, y estaría siempre en deuda con la rubia.
La idea de acabar convertida en la mártir de la película para salvar Tara la llenó de vergüenza.
No, mejor que la creyera una empresaria desalmada, tal como quería. Al menos, así se lo echaría en cara y se mantendría alejada de ella. Le bastaba con estar cerca de esa chica para ponerse a cien. Y antes muerta que quedarse por debajo de Santana.
El trato que había hecho con el diablo seguiría sus propias reglas.
Rachel recurrió a toda su fuerza de voluntad y se lanzó a su segunda sarta de mentiras de esa noche.
—¿Realmente quieres saber la verdad?
—Sí, quiero saberla.
—Tú creciste con dinero, niña bonita. El dinero elimina toda la infelicidad y las tensiones. Yo estoy harta de tener que luchar como mi madre. No quiero esperar otros cinco años para ampliar la librería. No quiero tener que lidiar con intereses, con bancos y con ratios de ingresos y gastos. Voy a usar el dinero para añadir una cafetería a Locos por los Libros y convertirla en un éxito.
—¿Y si no funciona? Volverás al punto de partida.
—El edificio tiene valor propio, así que siempre podría venderlo. Y voy a poner lo que sobre en un plan de inversiones sólido. Puedo comprar una casita directamente y tener algo seguro para cuando nuestro matrimonio se disuelva.
—¿Por qué no pedir doscientos mil? ¿O más? ¿Por qué no intentar dejarme seca?
Rachel se encogió de hombros antes de contestar.
—He calculado que necesito cincuenta mil para conseguir todo lo que quiero. Si creyera que me darías más dinero, te lo habría pedido. Al fin y al cabo, salvo por tener que lidiar con mi familia, es un trato muy cómodo. Yo solo tengo que lidiar contigo.
—Supongo que eres más práctica de lo que creía.
Aunque el comentario debería haberla halagado, solo consiguió humillarla. Sin embargo, sabía que era la forma de establecer entre ellas la distancia que necesitaba con desesperación. Por supuesto, el precio era su reputación. Pero se recordó el objetivo y guardó silencio.
Quinn aparcó delante de su bloque de apartamentos. Rachel abrió la puerta del coche y tomó su bolso.
—Te invitaría a subir, pero ya pasaremos juntas tiempo de sobra durante el próximo año.
Quinn asintió con la cabeza.
—Buenas noches. Estaremos en contacto. Puedo mandarte a la empresa de mudanzas para llevar tus cosas a casa cuando estés lista. Haz lo que quieras con la boda y comunícame cuándo y dónde, que allí estaré.
—De acuerdo. Nos vemos.
—Nos vemos.
Rachel entró en el apartamento, cerró la puerta y deslizó la espalda por el marco de madera hasta caer al suelo.
Acto seguido, se echó a llorar.
Quinn la vio entrar en el edificio y esperó a que se encendiera la luz de su apartamento. Solo se escuchaba el ronroneo del BMW en el silencio de la noche.
La irritación que la invadió al escucharla admitir sus motivos la inquietaba. ¿Qué más le daba para qué quería el dinero? Era la excusa perfecta para que ambas superasen el año que les esperaba sin sufrir daños. Necesitaba mantener las distancias con ella. Los padres de Rachel habían conseguido que experimentara un peligroso anhelo. Y aunque había logrado reprimir dicha emoción a toda prisa, seguía enojada por el hecho de conservar la tenue esperanza de conseguir algún día una familia normal.
Tal vez se debiera al aspecto que tenía Rachel esa noche. A su pronta sonrisa, al rictus relajado de sus carnosos labios.
Le había costado la vida misma no inclinar la cabeza para saborear lo que se ocultaba tras esos voluptuosos labios. Se moría por introducirle la lengua en la boca y tentarla hasta que entrara en el juego. Los ajustados vaqueros se ceñían a su trasero y acentuaban el contoneo de sus caderas. La camisa rosa que llevaba debería haber sido recatada, hasta que la vio inclinarse hacia delante y logró atisbar el sujetador rosa palo de encaje que le cubría los pechos. La imagen se le grabó a fuego en el cerebro y le impidió concentrarse durante el resto de la noche. De modo que había pasado el resto de la velada intentando que se inclinara para poder echar otra ojeada. Como una adolescente.
Vio que se encendía la luz de su apartamento y se alejó de la acera a toda prisa. Estaba hirviendo de furia. Rachel la perturbaba hasta el punto de retorcerle las entrañas. Al igual que su familia. Recordó lo cariñosa que había sido su madre con ella cuando era pequeña. Recordó la culpa que lo asaltaba por desear que su propia madre desapareciera y la dejara con Shelby Berry. Recordó el antiguo dolor de sentirse fuera de control en un mundo que no estaba ideado para que las niñas estuvieran solas.
Recordó todas las cosas que se juró no desenterrar en la vida. Matrimonio. Hijos. Relaciones que sólo provocaban un dolor agónico que nadie se merecía.
Había erigido barreras para que Rachel no pudiera atisbar la menor debilidad. Si llegara a sospechar que la deseaba, las reglas cambiarían. No era su intención que esa sirena tuviera poder sobre ella.
Pero todo había cambiado con el beso.
Soltó un grito muy soez. Recordó que Rachel jadeó y puso los ojos como platos. La dichosa camisa por fin se abrió lo bastante como para poder contemplar la maravillosa piel cubierta por el encaje rosa.
En aquel momento estuvo a punto de apartarla de un empujón, pero ella se aferró a sus brazos al escuchar a su madre. Así que no podía culparla de haber cedido a la tentación a fin de seguir manteniendo el engaño.
Hasta que su húmeda y cálida boca se abrió para ella. Hasta que su dulce sabor le embriagó los sentidos y el arrebatador aroma a chocolate y a especias la enloqueció. El beso se tornó exigente.
Rudo.
Apasionado.
Lo llevaba complicado. Lo mirara por donde lo mirase.
Sin embargo, Rachel no debía saberlo jamás. Tras el beso, se aseguró de adoptar una expresión impasible, aunque sus manos aferrando fuertemente su cadera la hubieran dejado en evidencia. Daba igual. Se negaba a romper las reglas. Rachel era una mujer vital que jamás sería feliz con la promesa que ella se hizo de niña. Un año sería suficiente.
Ojalá siguiera de una pieza cuando dicho año acabara.
