Capítulo 5

Llegamos adonde nos esperaba la limusina en un tenso silencio. Y fue entonces cuando me di cuenta de que tenía otra figura a mi espalda. Un hombre de mediana edad, de pelo cano y los ojos grises, vestido con un traje negro, arrastraba un carrito con cuatro maletas.

—Señorita, permítame que me presente. Soy Orochimaru Sen, asistente personal del señor Uchiha —saludó el hombre con un marcado acento británico. Su rostro carecía de expresión pero sus ojos brillaron por un momento con admiración cuando añadió—: Permítame felicitarla por su impresionante barrido. Pude apreciarlo justo cuando entraba en la sala —aclaró—. Fue un movimiento muy elegante y efectivo. ¿Debo suponer que no fue casual?

—Encantada, señor Sen, y no, no fue casual —afirmé, y clavé mis ojos en don Perfecto—. Puedo repetirlo siempre que sea necesario.

Mi sutil amenaza provocó un gruñido en el señor Uchiha, que continuaba mirándome de una forma tan intensa que empezaba a ponerme de los nervios.

Shikamaru nos miró con curiosidad pero no dijo nada. Se limitó a saludar, cargar en el maletero las cuatro maletas y abrirnos la puerta.

—No parece muy sonriente —murmuró en mi oído.

—Creo que no le he dado el recibimiento que esperaba —declaré, con una mueca, viendo cómo el señor Uchiha y su asistente intercambiaron unas palabras. El señor Sen se sentó en el asiento del copiloto.

Ahora me tocaba actuar a mí.

—Señor Uchiha, supongo que estará cansado y querrá ir a su hotel lo antes posible para recuperarse del…

Una negativa silenciosa cortó mis palabras.

—¿Prefiere que demos un pequeño paseo en limusina por la ciudad antes de ir a su hotel?

Esta vez el hombre asintió.

—Shikamaru, por favor, da un rodeo hasta el hotel para que el señor Uchiha pueda ver un poco la ciudad —instruí al chófer, que también asintió en silenciosa respuesta, no muy contento con el resultado de mi actuación.

«Genial —pensé—. Estoy rodeada de hombres mudos».

Cuando fui a entrar en la limusina me sobresalté cuando don Perfecto me ofreció la mano para ayudarme a subir. Era un gesto educado, pero me pareció peligroso, más aún cuando iba acompañado de aquella mirada penetrante que parecía querer leer dentro de mí.

Dudé al darle la mano, y él lo debió notar —maldito fuera—, porque una sonrisilla retadora bailó en sus labios.

Ya me podía partir un rayo antes de permitir que don Perfecto pensase que me acobardaba de alguna manera. Alcé el mentón, acepté su mano y subí a la limusina con la misma elegancia que la reina de España, haciendo un esfuerzo sobrehumano para ocultar el estremecimiento que sentí cuando nuestras manos se tocaron.

La limusina se puso en marcha con un suave ronroneo y a los pocos minutos íbamos camino de Barcelona por la autovía de Castelldefels mientras en el interior continuábamos en silencio, sentados uno frente al otro.

Don Perfecto no había vuelto a abrir la boca desde que lo tirara al suelo con mi barrido lateral. Se limitaba a mirarme con fijeza, como buscando en mi rostro la respuesta a algún acertijo, analizándome, sin decir nada.

Me había disculpado con educación, pero mi disculpa solo había obtenido un gesto de aceptación. A mi pregunta sobre si había tenido un buen viaje se había limitado a afirmar con la cabeza. Cuando le pregunté que cuánto tiempo tenía pensado quedarse en España me había respondido con un encogimiento de hombros.

Hice un último intento de entablar conversación.

—¿Ha estado antes en Barcelona?

El señor Uchiha negó con la cabeza.

Don Perfecto se estaba comportando como un perfecto capullo. Ya no aguantaba más. Toda paciencia tenía un límite.

—Mire, ya me he disculpado antes y lo voy a volver a hacer por última vez — declaré frunciendo el ceño—. Siento el malentendido y siento haberlo tirado al suelo cuando se rio de mí. Pero ha de reconocer que su comportamiento tampoco fue de lo más correcto —señalé a la defensiva—. Y ahora, si deja a un lado su orgullo de macho herido, tal vez podríamos disfrutar de un rato agradable antes de que lleguemos a su hotel.

Un brillo intenso iluminó sus ojos por un segundo, como una llamarada de fuego. Deseo. Ese hombre me deseaba, y mi cuerpo hizo eco del mismo ansia. La sangre rugió en mis venas, el corazón se me aceleró y mi respiración salió jadeante de entre mis labios.

Solo por una mirada.

«Control, Sin. Control».

—Y dime, preciosa, ¿qué tienes pensado para hacer agradable nuestro paseo en limusina? —preguntó él con una voz arrastrada y ronca que creó una corriente de excitación que me recorrió la espina dorsal.

Entonces caí en la cuenta de que mis palabras no habían sido de lo más acertadas, pues daban pie a un doble sentido por el que no estaba dispuesta a pasar.

—Quieto ahí, vaquero —advertí, dejando los formalismos a un lado y mirándolo con seriedad, justo en el momento en el que él se iba a levantar de su asiento para sentarse a mi lado—. Con lo de «rato agradable» no me refería a ningún tipo de acercamiento físico. Será mejor que guardes las distancias, a no ser que quieras perder unos cuantos dientes.

Don Perfecto volvió a mirarme con perplejidad, dejándose caer otra vez en su asiento con un gruñido.

—Lo has vuelto a hacer —musitó.

—¿El qué? —pregunté, confusa.

—Resistirte. No me suele pasar —declaró, mirándome con intensidad—. Tampoco me suelen contradecir, y mucho menos ponerme en mi sitio —añadió con una mueca—. Son pocos los que se atreven, por mucho que lo merezca de vez en cuando.

—Debe de ser una sensación agradable —murmuré con una sonrisa— tener tanto poder y dinero que la gente no se atreva a contradecirte —añadí en respuesta a su mirada interrogante—. Mientras que la gente normal está destinada al sometimiento.

Cuando más dinero necesitabas, más estabas dispuesto a hacer para conseguirlo. Eso era un hecho. Los empresarios lo tenían bien presente, y muchos se aprovechaban de la desesperación de sus empleados. A eso habíamos llegado con la crisis. A que los trabajadores agradeciéramos trabajos con sueldos bajos y horarios incompatibles con la vida familiar, a que tuviéramos miedo a pedir un aumento de sueldo o mejores condiciones laborables porque habían un montón de personas desesperadas por ocupar tu puesto por mucho menos.

—Tener dinero también tiene sus desventajas —declaró él frunciendo el ceño—. Parece que es lo único que la gente ve de ti y quieren sacar tajada de ello. Nunca sabes si alguien se acerca a ti por el dinero o por un verdadero interés personal.

—¿Hablas de mujeres?

—Sí.

No pude evitar una carcajada.

—¿De qué te ríes?

—De ti —admití entre risas—. ¿Pero tú te has mirado?

Me miró sin comprender.

—Si una mujer se acerca a ti, ten por seguro que lo hará por tu cuerpo —afirmé, secándome las lágrimas de la risa—. Al menos en un primer momento. Que se queden contigo por tu dinero ya depende de tu personalidad. Si eres un cretino tal vez solo el cuerpo no compense y necesiten consolarse con tu dinero. Pero si a ese cuerpo le acompaña una buena persona, no debe de haber chica que se te resista, tengas o no tengas dinero.

«Al menos yo no podría», pensé.

—Por Dios, eres muy directa —musitó él, y en su cara se podía leer una mezcla de maravilla y extrañeza.

—Sí, es uno de mis defectos.

—Entonces, ¿me consideras atractivo?

Lo preguntó poniendo otra vez esa mirada sugerente y con la voz ligeramente enronquecida.

Y me di cuenta de que nuestra conversación había tomado un cariz personal que no estaba siendo nada apropiado, al menos cuando se suponía que estaba en horas de trabajo.

«Recuerda, Sin: profesional, fría y educada».

Debía de reconducir la conversación a un plano más profesional, y debía hacerlo antes de que se fuera más de tono.

—Cualquier mujer entre diez y ciento diez años le consideraría atractivo, señor Uchiha —declaré de forma evasiva—. Y ahora, si mira por la ventanilla podrá ver que estamos llegando al puerto de Barcelona —indiqué, cambiando de tema—. Sobre esa montaña que se ve allí está el castillo de Montjuic —señalé, a través de la ventanilla. Preparándome para la ocasión, durante el trayecto en tren hasta Barcelona había memorizado algunos datos de interés turístico de los lugares emblemáticos de la ciudad—. El castillo actual data del siglo XVIII y fue construido sobre una construcción del siglo XVI que…

Contuve el aliento cuando don Perfecto se sentó a mi lado, demasiado cerca, para mirar a través de mi ventanilla, haciéndome perder el hilo de mi disertación.

Inspiré y expiré el aire lentamente, intentando controlar mi temperamento, pero lo único que conseguí con eso fue que mis fosas nasales se llenaran del exquisito aroma que desprendía ese hombre.

Tuve que reprimir el impulso de sentarme en su regazo y hundir el rostro en la curvatura de su cuello para disfrutar de su olor más de cerca.

«Control, Sin. Control.»

—Estamos en una limusina enorme —observé con voz suave.

—Sí.

—No hacía falta que se cambiara de sitio. Desde su ventanilla puede ver perfectamente lo que le señalo.

—Seguro —convino él.

—Y se ha ido a sentar pegado a mí, invadiendo mi espacio —espeté, con los dientes apretados.

—Desde aquí las vistas son mucho mejores —declaró él clavando esa mirada intensa en mí.

—Señor Uchiha…

—Puedes llamarme Itachi —me cortó, y sentí cómo sus ojos volaban a mi boca, atraídos como por un imán—. Y tutéame —añadió con voz ronca—. Cuando estabas diciéndome que te parecía atractivo, lo has hecho.

Así que, cómo le había dejado caer que me parecía un bombón, lo iba a utilizar como arma en mi contra, ¿eh? Pues pensaba bajarle los humos rapidito.

Compuse mi expresión más angelical.

—Oh, no podría, señor Uchiha. Antes me ha parecido más joven, pero ahora, viéndolo más de cerca, puedo ver que es mayor de lo que pensaba —declaré con fingida inocencia.

Sonreí para mis adentros cuando él me miró con total estupefacción.

Y ahora el golpe de gracia…

—Es una indiscreción pero, ¿cuántos años tiene? ¿Cuarenta?

Eso lo devolvió directo a su asiento, con un gruñido bajo que no llegué a discernir pero que sonaba a «maldita bruja».

—Como le decía, aquel es el castillo de…