Capítulo 5
La Dualidad del más fuerte
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El aislado suplicio de su interior trataba de salir mientras observaba los barriles de hidromiel ya listos para consumirse en su respectivo momento.
Se tambaleó por un momento pensando que en cualquier instante se desmayaría y caería contra la mesa de su frente. Inmediatamente alejó esa idea de su cabeza exigiendo a su mente no perderse. Si alguien la viera borracha antes de la boda, seguro la regañarían.
En otras circunstancias, por más pomposo que fuera el evento, no le importaría. Pero no era cualquier boda, sino la de su mejor amiga.
Decidió tomar un sorbo más antes de pararse, lista para irse a dormir.
Miró una vez más a aquellos hombres que estaban acomodando los barriles de hidromiel. Y no pudo evitar pensar en Astrid.
—Hola señorita Heather. —la saludaron, pero esta no les devolvió el saludo.
Seguro ella ya está en su baño ceremonial, pensó. No había hablado con Astrid desde la noche de la cena. Y, sin embargo, Astrid había pedido a la anciana que una de sus acompañantes al baño ceremonial sea ella.
No entendía nada. Por supuesto se sorprendió al recibir la noticia de parte de la madre de Astrid. ¿No estaba Astrid enojada con ella?.
Y se suponía que ahora debía estar con ella en su baño ceremonial. Pero había decidido no ir.
Azorada y muy mareada, empezó a vislumbrar la puerta del gran salón. Mañana toda la pieza se cubriría de vikingos irracionales disfrutando sólo de la cerveza. Pero de inferir las circunstancias actuales del pueblo, llegó a la conclusión de que no sería un evento muy vanidoso y muchos menos suntuoso.
Bajó con cuidado las escaleras hasta fijarse en la oscuridad casi absoluta que cubría Berk. La turbación de no saber qué hacer la molestó. Y producto de la bebida intensa que pocas veces había consumido, decidió ir a la casa de Astrid para gritarle que no se casara y proponerle huir de Berk esa misma noche.
Trastabillando varias veces llegó al granero de la familia Hofferson. Algunas gallinas todavía correteaban con vítor esperando el momento adecuado para soltar su cacareo y despertar a todo el pueblo.
Al ver a las dos ovejas fuera de su sitio, supo que ninguno de los Hofferson les había echado un vistazo antes de irse a la cama. Y sabiendo que su amiga era la más responsable con respecto al ganado, concluyó que no se encontraba en casa todavía.
Seguro sigue en su baño ceremonial, pensó.
Quería encontrar a Astrid, así que cambió su trayecto hacia el bosque. Sabía que si había un lugar donde Astrid deseaba pensar y estar sola, sería ese sitio. Todavía no comprendía qué diantres le veía a la floresta extensión de árboles incoloros de Berk. No eran tan verdes como para envolverse en su traslúcida lámina y tampoco olían tan bien, ni siquiera en verano.
Por supuesto jamás cuestionó a Astrid. Si a ella le encantaba estar ahí, lo respetaba.
Tardó unos minutos en llegar, pero cuando la vio, sentada de espaldas sobre un tronco, trazando líneas en la tierra con una vara de madera; esa turbación la acechó una vez más. ¿Qué se supone que debía decirle? ¿Debía disculparse por no haber asistido a su baño ceremonial?.
Trató de acercarse sin que se diera cuenta, pero cuanto el terreno espetó el ruido de sus hojas y ramas siendo aplastadas, Astrid se dio cuenta, mas no se atrevió a girar, pues sabía quién había sido la osada de pararse detrás suyo.
Hubo silencio. Ninguna de las dos soltó siquiera un bufido. Heather pensó en carraspear para tal vez avivar el ambiente tosco en el que se encontraba.
—¿Puedo saber qué haces aquí? —preguntó Astrid con normalidad, mientras seguía rayando la tierra con la pequeña rama.
—Yo…
Antes de poder decirle que había venido a disculparse y ofrecerle una posible solución —huida— a su problema, la rubia bloqueó su respuesta.
—Mírate. Estás ebria. Y aún así vienes en ese estado a verme. Mejor ve a descansar. —interrumpió Astrid, con su voz habitual.
No había alteración alguna en aquella dicción. Pero Heather comenzó a pensar que se veía algo forzada.
—Yo… solo vine a disculparme. Sé que tal vez hoy me estabas esperando. Pero…
—No es como que importara, ¿no?. Es solo un baño y ya. —respondió seca. Su voz esta vez desprendió más desdén pero se había oído más natural.
—No, en realidad yo… yo quería venir a disculparme… por todo. Me refiero a aquel día de la cena. Debí haberte protegido de tus padres. —intentó disculparme Heather.
—No importa Heather. Lo hecho, hecho está. La realidad es que esa noche "yo" decidí por cuenta propia firmar ese contrato. No te creas tan culpable. Ahora ve a dormir, estás muy ebria y mal. —refutó Astrid más sosegada que su anterior respuesta.
—Astrid… dime qué debo hacer para que me perdones. Cometí un error, lo sé. Déjame corregirlo. Por favor, amiga.
—Heather, ve a dormir. Estás inestable. Hablaremos por la mañana. —volvió a insistir, pero su amiga pelinegra todavía no dimitía, y eso estaba empezando a irritarla.
—Astrid, escucha. Tengo un plan… —dijo con una risilla traviesa.
Definitivamente estaba empezando a hartarla. Su paciencia tenía un límite.
—… ¿A quién le importa esta estúpida boda? ¡Mejor vámonos de este lugar!
Apretó la pequeña vara de madera, partiéndola por la mitad hasta desmenuzar cada trozo.
—… Tomemos un barco y zarpemos al más allá. Empecemos una nueva vida. Fuera de toda esta mierda. —siguió hablando sobre su plan en una mezcla de risa y atrevimiento, producto de su embriaguez.
Estaba harta. En cualquier momento momento iba a explotar.
—… Que se pudra el jefe, que se pudra Hipo, que se pudran tus padres y que se pudran todos aquí. ¿Es decir, qué acaso creen que la gran Astrid Hofferson se va a casar? ¿Qué tontería, no cre…?
—¡Ya basta!
El grito fue tan magno que los búhos dejaron de ulular, y los grillos dejaron de cantar. Algunas hojas fluctuaron hacia la dirección contraria, trazando una línea transversal para no acercarse a la mujer que acababa de soltar su ira.
—Basta. —volvió a repetir con menos intensidad, pero por fin, con sinceridad. Su verdadero estado de ánimo salió de su escondite. Su voz lucía torcida, triste y furiosa.
—Lo siento. No creí que te molestara tanto. —comentó Heather, dándose cuenta de la injuria que acababa de cometer.
Astrid seguía de espaldas. No quería ni siquiera mirar a su amiga.
—¿No creíste que me molestara tanto? ¿Esa es tu respuesta? —escupió, sintiendo cómo la ira le hervía la sangre—. Pues adivina quién quiere casarse. Así es, ¡yo!. Quiero casarme y salvar a Berk.
Lo había olvidado. Astrid se estaba casando por la necesidad de su pueblo. No podía creer lo infantil que había sido en sus comentarios.
—Creí… creí que tú sentías lo mismo por Berk —susurró Astrid con pesadez pero con un escepticismo de no saber con quién hablaba ahora—. Ahora veo que no. Pensé que sentías aprecio hacia Berk y a su gente. Hacia los niños que son la próxima generación. Hacia mis padres que te acogieron. Sin embargo ahora vienes y me dices… ¿que huyamos? ¿Dónde queda la gente? ¿Los dejamos morir?.
—Lo siento, Astrid. Yo solo quería ayudar. Quería que te sintieras mejor.
—Ahora veo que no pude hacer de ti una guerrera. Veo que fallé en varias cosas… Por favor dime, ¿en dónde fallé? ¿Fui muy dura? ¿Tal vez muy amigable? ¿Arrogante? ¿Estúpida? ¿Poco cariñosa? Dime, en qué fallé. ¡En dónde demonios me equivoqué, Heather! ¡Qué hice mal! ¡Por el amor de Thor, qué hice mal! ¡Por qué estoy donde estoy ahora! ¿¡Por qué tengo ganas de morirme!?.
Heather entendió que no se refería a ella, sino a su boda. Ahora más que nunca quería hacer lo que fuese para que aquella chica dejase de llorar. No soportaba verla así.
—No hiciste nada malo, Astrid. Nada malo. —respondió, derramando lágrimas entre los sollozos inherentes de aquella sensación tan deprimente.
—Te necesité, Heather. A ti. A mi amiga. A mi hermana. Quería que vinieras a hablarme. Quería que vinieras a disculparte. Necesitaba a alguien a quién contarle mis sentimientos. Pero nunca viniste. Desde el día de la cena has estado evitándome. Pasé un infierno esta semana, y aún así no viniste a hablarme.
—Astrid, no lo sabía. Pensé que estabas enojada conmigo y yo… yo… tenía miedo. Tenía miedo de arruinarlo más y por eso no me acerqué. ¡¿Cómo se supone que debía darme cuenta?! Tu madre solo viene y me dice que le pediste que te acompañara al baño ceremonial, sin siquiera haberme hablado esta semana.
—¡Pues no lo sé! Lo único de lo que estoy segura es de que quería que estés ahí. Quería a mi única amiga a mi lado. ¡Se supone que debías estar ahí! ¡Se supone que debías haberme ofrecido huir hace días!
—Pero ahora te lo estoy ofreciendo. Dime cuál es la diferencia.
Astrid no respondió a esa pregunta. Heather siguió su actitud, guardando silencio en aquella colección de arboledas forradas por el turbio e intenso viento. Aún así, pudo oír los tímidos sollozos de Astrid, tratando de ser confinados.
—Astrid, te quiero mucho. Perdóname por no haberte apoyado cuando más lo necesitabas. Tú estuviste ahí para mí cuando… cuando perdí a mi tribu y a mis padres. Y yo… yo fui la estúpida, no tú. Yo. —quería que se detuviera. No quería verla llorar más.
—Eso ya no importa ahora.
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Era inexorable oír el canto festivo de los pájaros, picoteando y zarandeando en el aire. Algunas aves revoloteaban en parvada, sacudiendo sus alas como suspicaces galopeos.
El suelo de tierra lucía mojado, perpetuante ante la ausencia de los suntuosos bosques verdes. Las hojas caían una a una, dibujando a pinceladas un óleo de colores fugaces, cálidos; con el translúcido pigmento de ocre bañado sobre cada hoja en la superficie.
Aquel paraíso lucía tan excepcional, muy adecuado para la ocasión del evento que en pocas horas se llevaría a cabo.
Casi todo el año, nevaba en Berk, dejando escasos días en los cuales la gente podía disfrutar de ver los bosques con alegoría absoluta. Ese día, era uno de ellos.
Varios vikingos caminaban sobre el escenario principal, que más tarde vería a los futuros jefes jurándose amor y lealtad por toda la eternidad.
Estoico pensó que por esta ocasión, sería buena idea hacer la boda en el bosque; eso por el último ataque de dragones que habían recibido. Al principio pensó que había sido una idea muy idealista, pero cuando vio el vergel que acompañaría la boda de su hijo, quedó muy satisfecho.
El cuerno estentóreo sonó una vez, advirtiendo a todo el pueblo la llegada de varios buques: seguramente de jefes y mercaderes, expectantes por ver cómo una de las vikingas más prometedoras contraía matrimonio.
Estoico caminó hacia el puerto. Ordenó a dos vikingos que informaran a los miembros del consejo, pues el cuarteto tenía la obligación desdichada de recibir a los invitados. El jefe miró hacia el trío de barcos acercándose. Entre sus pliegues llevaba el símbolo de su aldea representada con un catalejo. Era la tribu Kobold.
Más hacia la derecha, otro barco grande se acercaba. Su vela también contenía el símbolo magno de su tribu. Dos lanzas y dos flechas cruzadas por delante de un escudo era su representativo. Estoico sonrió forzadamente al verlo. Recuerdos de antaño lo atravesaron en medio de su labor. Era la tribu de las Islas Bog-Burglar.
Para satisfacción del jefe, también vio el acercamiento de una flota de tres barcos. Estaba seguro que era el hermano de Axel. Y aquellos dos barcos que lo acompañaban, tenían que ser los buques que contenían el alimento para su pueblo.
Sin embargo, la tribu de su amigo Daven no daba señales de vida. Vivía a cinco días de Berk, y se suponía que la carta escrita hace siete días, asegurándole que ya venía en camino, era el mojón que aseguraba su presencia. Se preocupó. Esperaba que estuviera bien.
Los barcos anclaron.
El muelle se colmó de los visitantes. El ahínco de los guardias recibiendo y ayudando a los extranjeros fue agobiante. El pletórico sondeo de barcos llegando ocasionó un bullicio estrepitoso. La primera en bajar fue la reina de los Bog-Burglar: la reyna Brenda.
—¡Oh! Pero si es el mismísimo Estoico el enojoso.
—El vasto. Es Estoico el Vasto, Brenda.
—¿Hm? Qué malhumorado. —se quejó la reyna—. Veo que la boda de tu hijo será un festín muy grande. —vio la glorieta central del pueblo, todavía en asolación y escombros. Sin embargo no dijo nada. Por supuesto que sabía del gran ataque que sufrió Berk, de hecho todos los pueblos ya lo sabían. Entonces una cuestión se afloró en sus pensamientos.
Estoico captó el designio de la mujer.
No tenía porqué temer. Era un vikingo, y eso bastaba, ¿verdad?. Su padre siempre le relataba las proezas colosales de las que eran capaces los vikingos. Los vikingos pueden aplastar montañas, derribar bosques y tomar mares, fueron las palabras de su padre.
Un vikingo era imbatible. Solo podía morir en batalla combatiendo a muerte con un dragón o con otro guerrero feroz. Eso sí, jamás debía morir postrado en su cama descomponiéndose por una endémica enfermedad; eso sería vergonzoso. Pensaba Estoico. Y un vikingo jamás debía lamentar sus decisiones. Fueran malas o buenas, jamás.
El miedo no cabía en un vikingo. No debía. Pensaba Estoico. Los dioses los observaban desde el panteón y seguro cerrarían sus puertas al cielo dorado a aquellos cobardes que no eran dignos de llevar la sangre de una raza guerrera.
—Si te estás preguntando si la boda es para salvar esto, estás en lo correcto. Hipo salvará Berk. Es su deber como heredero. —alegó con altivez.
—Ay ay ay, Estoico. No pensé que fueras tan radical con las costumbres. Pero ya sabes lo que pienso de estas bodas arregladas, son lo peor que existe. —contestó sosegada, como una dama vulnerable.
—Nuestras costumbres dictaminan que los padres deben arreglar las bodas, no veo lo malo en eso.
—A diferencia de tu pueblo, el mío está repleta de puras mujeres. Suficiente ya tengo con oír los delirios de mi hija para oírte a ti reprochando mis palabras. Eres un hombre, por eso no puedes entender a mi pueblo. Simple y derecho. —espetó con un tenue recelo.
—Los vikingos nos debemos a nuestras costumbres y obligaciones. Hipo y Astrid están cumpliendo con los suyos. Simple y derecho.
—¿De verdad? Creí que tú y Valka habían acordado que Hipo se casaría con la mujer que amara. —insinuó Brenda, rompiendo el bastión de sentido común del jefe de Berk.
No respondió. No sabía cómo. Sólo se limitó a asentir estrujando los dientes por dentro. La reina sonrió victoriosa, tomando nuevamente una postura delicada.
Pero tenía razón. Él y Valka hablaban de lo mucho que deseaban ver a su hijo casado. Y sin embargo, él había fallado al trato. Pero no se arrepentía. Jamás lo haría. Un vikingo no podía arrepentirse. Un líder no podía flaquear ante los sentimentalismos ingenuos. Era jefe y primero estaba su pueblo, y para Hipo debía ser igual. Tenía que ser así.
Siguió recibiendo a los invitados, forzando a sus pensamientos a caer en el olvido. El tema Boda de Hipo tenía que quedar atrás. La decisión que tomó al obligarlo fue la correcta, pensó. Definitivamente era la correcta. Y aún si su decisión era la errónea, jamás se arrepentiría. No era de vikingos hacerlo.
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Su madrugada había sido muy ajetreada. Pensó que tal vez se debía al horario tardío en que asistió a su cama, por quedarse viendo las estrellas.
Apenas su padre entró en la habitación, solemne y en regocijo porque el gran día había llegado, le dejó una caja, que suponía llevaba dentro su traje o ropaje que lo vestiría para el acontecimiento.
Tras su ventana, vio a varios vikingos entrando al bosque. Había oído de bodas que se hacían en los bosques para facilitar los sacrificios de animales.
Dejó de mirar a los vikingos. Abrió la caja que su padre dejó. Su vista se balanceó de arriba a abajo, observando aquel atuendo tan soberbio y coqueto.
Era de lana, bañada de color blanco, como un espectro reluciente ante la luz diáfana del sol que ya miraba con absoluta potencia toda la isla. Paseó sus manos por la camisa, estimando el bordeado áureo del cuello.
Apreció el cinturón, era simple pero fino, pulido. Pasó su vista al pantalón que tenía un color más cremoso, pero pensó que quedaría bien con la camisa.
Y por último, vio la capa. Hecha de cuero y con dos broches metálicos y redondos que se situaban en la tapeta frontal de cada hombro. Los broches tenían cenefas con forma
de dragón. Se preguntó qué dragón era el que estaba figurado en aquel pasador.
Inspiró. Respiró. Inspiró. Respiró. Repitió ese bucle hasta elevar la fuerza con la que lo hacía, buscando alguna pizca de relajación en su carente e inmutable alma.
Mientras lo intentaba, empezó a vestirse.
No tenía un espejo para ver cómo le quedaba el traje. Pero evocó translúcidas imágenes en su imaginación para al menos poder encontrar algo de satisfacción diciéndose que se le veía bien. Pues a pesar de no tener un físico esbelto y fornido, aquel traje se ajustó bien a su cuerpo.Luego se amarró la vaina de la espada de sus ancestros. Después enfundó la espada.
Pesaba mucho. Sería dificultoso caminar con esa cosa.
Incluso con los sentimientos reprimidos y con sus vacilante ojos mirando a un punto incierto, no pudo evitar pensar en cómo se vería Astrid con su vestido de novia.
Zarandeó la cabeza con brusquedad. Se castigó con un reproche a sí mismo, alegando que estaba mal pensar en eso. No lo merecía. Ella la estaba pasando mal y pensar en ella arropada en vestido blanco, era insólito y una falta de respeto, pensaba Hipo.
Se dirigió hacia la ventana y vio el cielo.
Deseó algo inédito. Por primera vez se sintió egoísta y con poca simpatía por aquellos a los que llamaba "pueblo".
Deliberó su anhelo y aunque se dijo a sí mismo que absolutamente no estaba bien, volvió a pedir a los dioses que por favor hicieran caso y tuvieran algo de clemencia hacia él. Apretó ambos puños y entre un bucle de añoros cínicos y deliberantes, se le escapó aquel deseo de sus labios; como un delicado susurro que lo despertó de la utópica realidad en la que estaba haciendo inmersión.
"Desearía un ataque de dragones ahora mismo…"
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—Astrid. —llamó.
Oyó su nombre siendo pronunciado pero no hizo caso. Solo se quedó viendo sus pies, con la cabeza gacha, esperando alguna oportunidad para responder grotescamente.
—Astrid. —volvió a llamar.
Sabía que era su madre. Su voz se oía tenue y algo cohibida, como una súplica pidiendo disculpas. Y eso la molestaba. La molestaba mucho. Se preguntaba por qué todos le pedían perdón. ¡¿Perdón?! Perdón de qué. Si todos a los que consideraba "familia" la habían dejado sola después de aquella cena. Nadie se había acercado a ella para preguntarle cómo estaba emocionalmente.
Recordó lo ocurrido con Heather hace unas horas. Apretó más su mandíbula, soltando bufidos pusilánimes pero audibles para la persona que se hallaba detrás de la puerta.
Soltando un último suspiro, abrió la puerta.
Los ojos de su madre se dispararon directo a su cuerpo, el cual estaba envuelto por la prenda albina. Traía con ella la espada de los Hofferson, con la cual le daría el anillo a su esposo.
La vio sonreír con una molesta consternación. Quería gritarle y reprocharle ciertas cosas que se había guardado desde aquella cena. Pero por más que impulsaba sus pulmones y preparaba las palabras, no podía.
—Estás preciosa hija.
—No me digas. —respondió con sarcasmo.
La Hofferson mayor se limitó a escuchar. No dio rodeos y sin decir palabra alguna, rodeó a Astrid y se posó detrás de ella. Tenía una prenda plegada en cuatro en sus manos. Astrid mantuvo serenidad, esperando algún movimiento errático para soltar más reproches.
Sin embargo, al sentir las manos de su madre, tocando su cuello con delicadeza y acariciando su cabello, entró en una lucha entre su convicción que le exigía más firmeza y la confusión que le decía que siguiera disfrutando de aquella sensación sosegada.
Su madre siempre había sido así. Siempre que se lastimaba de niña y terminaba llorando, la abrazaba y mimaba con caricias cándidas. Siempre la escuchaba cuando tenía problemas. Siempre la impulsaba en los momentos más arduos.
Percibió la longitud de la prenda y se dio cuenta que era una capa. Era blanca y parecía provenir de algún oso exótico. La felpa se veía suave, cómoda y acogedora.
Su madre enganchó los broches, uno con el otro, apaciguando la tensión de su hija. Acomodó los mechones rubios que sobresalían, dándole mejor forma. Empezó a palpar con suaves toques su cabeza, tratando de transmitir el profundo y atroz dolor que sentía por dentro. Quería hablarle y decirle que no la dejaría sola es esa nueva etapa de su vida. Quería decirle tantas cosas.
Sin darse cuenta, la abrazó fuerte, apretando los brazos de Astrid y evitando que pudiera hacer algo para liberarse del agarre. Pero para su sorpresa, su hija no hizo esfuerzo. Sólo se quedó quieta, en silencio. ¿Era ese el momento?, se preguntó Yssel. ¿Era esa la ocasión para pedirle perdón y decirle todo lo que tenía guardado?. Apretó más su agarre, implorando que aquel nexo familiar jamás se estrujara.
Ninguna de las dos dijo nada.
Astrid, en lo más profundo de su alma, de su dolor, de aquella albarrada que impuso; deseó oír a su madre disculpándose para poder asentir a su petición y abrazarla con todas sus fuerzas; llorar en sus brazos como lo hacia de niña, mientras ella le decía que todo estaría bien. Necesitaba escucharlo. Necesitaba saber que todo estaría bien.
Pero jamás llegó. Aquellas palabras nunca se gesticularon. Y su penetrante silencio ocasionó que, involuntariamente, derrame lágrimas. Se preguntó cuántas lágrimas más vendrían de ahora en adelante. ¿Una? ¿Dos? ¿Tal vez tres? No lo sabía.
Y por ese instante, empezó a sentir miedo.
El palpitar de su corazón se estremeció. Percibió cómo aquel órgano se detenía. Pero era una sensación tan incorpórea que no sabía si se trataba de su imaginación o era verdad.
Su madre notó la respiración acelerada de Astrid. Desaflojó levemente su agarre, sin soltarla por completo. Volvió a mecer el cabello de Astrid con ternura.
Ese acto hizo que sus emociones se dislocaran, agrietando el abismo de orgullo que denotaba. Bastó un susurro suave, de su madre, disculpándose, para romper esa valla de soledad. Se dio vuelta rápido y abrazó a su madre rogándole que la ayudara a escapar de todo.
Hasta ese entonces, no había meditado el hecho de que estaba a solo horas de entregar su vida y compañía a un hombre que ni siquiera conocía. Su miedo salió a flote, mezclándose con el puñado de sentimientos que corrían por su cuerpo. Toda la semana desde la noche de la cena, había evitado pensar en la boda y por ello también evitó deliberar en siquiera huir de la isla.
Por primera vez en toda la semana. No. En toda su vida; pensó en escapar de su hogar. En escapar de Berk para siempre.
Pero no lo podía hacer.
Su pueblo estaba primero. Así lo decidió el día que firmó por voluntad propia. Y era una decisión suya, no del destino, ni de los dioses. Suya.
Pero, ¿podía escapar? ¿Estaba bien pensar en huir?
Sonaba patético pero era la realidad. Quería escapar. No quería casarse y en toda la semana jamás se puso a pensar en eso. El aferramiento hacia su pueblo era enorme y daría la vida por ellos, pero en su interior, sentía que sí tenía el derecho de pensar en escapar.
Pero por Berk y por su cultura no lo haría. Escapar sería irresoluto. Ya había huido una vez y se juró no volver a hacerlo. Esta vez tenía la oportunidad de salvar a su pueblo y verse bien ante los ojos de su estirpe guerrera.
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Alguien tocó su puerta. La anticuada manija se abrió furtivamente, como si la persona detrás estuviera cohibida y hasta avergonzada de mirar al protagonista de la boda. Hipo se encargó de mirar atento, esperando lo peor.
Y cuando aquel hombre magno entró, su pesadilla se hizo realidad.
—Hipo, es hora.
Las palabras, que parecían simples monólogos en el día especial para un hombre. Un día en el que entregaría su cuerpo y alma a la mujer que amaba. Pero no era así. Él no amaba a Astrid y ella no lo amaba a él. Aquellas palabras no significaban más que rotundas acribillaciones que sondeaban su alma.
En vez de sentir emoción, sintió pavor. En vez de sonreír, torció sus labios expresando su versátil inquietud.
Suspiró duro. Y respondió:
—De acuerdo.
Su padre se retiró y segundos después, él lo siguió.
Salieron de la puerta, y una pregunta arremetió con él.
¿Tenía derecho a escapar? Quizá encontraría una vida mejor allá afuera.
Salieron de la casa. La puerta se cerró, pero para Hipo se clausuró la entrada a su antigua vida.
¿Tenía derecho a decidir su destino? Así tal vez encontraría alguna excusa para evitar aquel evento.
Siguieron el paso hacia el sendero que llevaba al bosque. Varios vikingos también se dirigían con ellos. Hipo vio el bosque de lejos, y minutos después, ya estaba por entrar en él. Por primera vez, sintió aberración de entrar, como si se tratara de un inhóspito sitio repleto de repugnancia. Pero no era así.
¿Tenía derecho a hacer lo que él quisiera? Quizá así encontraría algún hobby que lo entretuviera de verdad.
El bosque estaba adornado por la propia naturaleza. Con el otoño en el auge de su ciclo, con la hojas teñidas del color del fuego y con el cielo pintado en un ocaso estrepitoso mirando desde arriba la viva esencia del archipiélago bárbaro. Hipo vio a la distancia, un cúmulo de gente ya reunida. Y el altar de piedra que se había construido. Vio, el final de su camino y el inicio de otro.
¿Tenía derecho a decir NO a las decisiones de su padre? Quizá así ganaría confianza y rebeldía.
Caminaron hacia el altar. Los vikingos que los acompañaron se quedaron entre la multitud, la cual le abrió paso a Hipo. La anciana ya estaba ahí, esperando por los dos protagonistas.
¿Tenía derecho a decir NO cuando la anciana preguntara? Esa cuestión, fue la más difícil de responder para Hipo. Pues estaba pensando seriamente en decir aquéllo…
Pero no. No tenía derecho a nada, pensó. Él solo era un cordero. Un animal sacrificable que serviría para salvar a su pueblo. No tenía derecho a nada. Ni siquiera tenía derecho a vacilar.
Sin embargo… por primera vez, sintió un sentimiento genuino de un hombre en su boda, pues su esposa no daba señales de vida. Y mientras la ventisca pasaba por su lado, percibió un susurro que le decía que ella no vendría. Ella lo había plantado.
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—¿Papá? —llamó la pequeña niña rubia. El hombre que talaba el árbol se giró para mirarla.
—¿Si?
La niña quedó escéptica ante la mirada de su padre. Sonrió finamente, sabiendo con exactitud la pregunta que le lanzaría.
—¿Por qué talas los árboles cada que venimos al bosque, si no llevas los troncos a casa?¿Hay algo oculto en eso?¿Mamá lo sabe?
—Muchas preguntas, hija mía. Pero de acuerdo. Te lo diré —contestó ruiseño—. ¿Sabes quién fundó Berk?
No leía mucho porque se le hacía monótono, pero recordaba haber oído un relato corto de parte de Bocón.
—Sí. Fue un vikingo navegante: Bjorn el grande. Se dice que llegó a Berk por una tormenta, y así, junto a su esposa y algunos otros granjeros, se asentó aquí. —relató la pequeña Astrid.
—Es lo que dicen los libros. Pero no es así. —dijo Axel, sonriendo ante la expresión aturdida y enojada de su hija al ver que se había equivocado en su relato—. Bjorn era el granjero, Astrid. El navegante fue el vikingo Haakon, un berserker despiadado que saqueaba pueblos con su tripulación.
Astrid jamás había oído esa parte de historia. ¿Acaso era un invento de su padre?.
—En uno de sus saqueos, secuestró a la esposa de Bjorn. Entonces el granjero viajó a través de una canoa en busca de Haakon. Lamentablemente cuando lo halló, en la isla de Berk, su esposa había muerto a manos del berserker.
—Qué malo. ¿Cómo se atreve a matar a alguien inocente?. Ojalá me hubiera secuestrado a mí para poder matarlo con mi hacha. —respondió con furia la pequeña niña, balanceando con dificultad la diminuta hacha de madera.
—Sé que lo harías mi pequeña valkyria —se rió por la pueril actitud de su pequeña—. Pero entonces, Bjorn empezó con su venganza.
Astrid volvió a prestar atención, oyendo atentamente a su padre.
—Bjorn volvió a su pueblo y armó una armada de más de cien granjeros. Entonces, sin ninguna clase de entrenamiento, partieron hacia el norte en busca de Haakon. Lo hallaron en medio del mar, con más de tres barcos a su favor.
—¡¿Tres barcos?! ¿Entonces cómo peleó si él solo tenía uno?.
—Él no peleó. Se arrodilló. La tripulación de Bjorn estaba sorprendida. Por un momento creyeron que era solo una estrategia, para ganarse su confianza y así poder asesinarlo. Pero no fue así. Haakon masacró a toda la tripulación de Bjorn. No dejó uno con vida.
El semblante de la niña comenzó a distorsionarse, hasta mezclarse con el ambiente fúnebre del relato, mientras se repetía, es solo un relato, es solo un cuento, Astrid.
—Haakon perdonó a Bjorn, pues no lo reconocía y no sabía que era el granjero que había visto en antaño. Lo aceptó en su tripulación y lo entrenó. Bjorn llegó a ser un gran guerrero. Y cuando Haakon envejeció, Bjorn tomó el control del navío. Y en su mandato, ordenó ir a la isla de Berk. Cualquiera pensaría que Bjorn mató a Haakon en el mismo lugar donde su esposa fue torturada, pero no fue así.
—¿No? ¿Entonces Bjorn no vengó a su esposa?
—No. Se dice que ese era su objetivo. Primero quería ganarse su confianza y así poder matarlo. Pero en el tiempo que estuvo con él, Haakon le enseñó lo que es ser un auténtico jefe. Un jefe protege a los suyos, decía Haakon. Y eso le enseñó a Bjorn.
—No entiendo, papá. ¿O sea que Bjorn perdonó al asesino de su esposa y encima aprendió de él? Ahora siento asco al fundador de Berk. —exclamó despectiva Astrid.
—No es así pequeña. ¿Cuál crees que era el entrenamiento que Haakon le dio a Bjorn? —inquirió.
—Hmm…¿clases de espada, tal vez?
—No. Lo hacía talar cien árboles diarios.
Astrid comprendió que ahora su padre estaba respondiendo a su primera pregunta. Y aún así no entendió la metáfora o el mensaje.
—No entiendo. ¿Eso en qué le ayuda?
—A ser buen líder. Cuando hayas talado más de un millar de árboles, entenderás qué es ser un verdadero líder. Mi padre, o sea tu abuelo, me lo enseñó, Astrid. —dijo nostálgico.
—¿El abuelo era un líder? —preguntó Astrid.
Axel meditó. No, su padre no era un líder; según sus propias palabras, él había fracasado porque a pesar de haber talado el millar de árboles, jamás entendió a lo que se refería Bjorn.
—No, pequeña —asustó a Astrid. Su tono era más cavernoso y hasta sombrío—. Él fracasó. Jamás comprendió lo que era un auténtico jefe.
—Y a todo esto, papá, ¿por qué es importante entender qué es ser jefe? ¿Acaso no tenemos ya un jefe? ¿El jefe Estoico taló árboles para entender lo que es ser líder?
—Muchas preguntas, pequeña. Pero no, Estoico jamás entendió y jamás entenderá qué es ser jefe. Él es bueno en su labor, pero eso no basta.
—Y por qué tú talas árboles. ¿Piensas ser el jefe algún día?
Axel se mató a carcajadas.
—No, pequeña. Yo jamás seré jefe. Pero alguien sí lo será. —miró a Astrid, sonriendo por dentro, viendo el futuro con el que ella cargaría algún día.
—Si no piensas ser jefe, no entiendo todavía por qué talas árboles. —se quejó la menor.
—Aún no te cuento la mejor parte de la historia —cambió de tema—. Cuando Bjorn llegó a Berk después de muchos años, con ya una esposa y un hijo, su tripulación moría por la falta de alimentos. Los saqueos habían sido poco fructíferos y eso ocasionó la catástrofe. Se vararon aquí en Berk.
—¿Y qué hizo?
—Mató a la mitad de su tripulación, entre ellos, a Haakon y su esposa.
Astrid se acurrucó en su padre. Eso sí que la había asustado.
—Bjorn no lo hizo por maldad, lo hizo por su pueblo. Mató a su maestro porque ya era un anciano y era inservible. Mató a su mujer porque ya había cumplido su con su labor: darle un heredero.
—¡Qué malvado!
—No Astrid, malvado no. Líder.
No entendía la lógica de su padre. Si un hombre era capaz de matar a su propia esposa y perdonar al hombre que asesinó a su primera, cómo podía considerarse líder.
—Lo entenderás, Astrid. Debes.
Astrid abrió los ojos de golpe. Aquel recuerdo era exiguo, como una nube pasante en el cielo de sus recuerdos. Pero había soñado varias noches con esa historia. Le había preguntado a Bocón e incluso al jefe Estoico sobre la veracidad del fundador de Berk, pero ambos le habían dicho que era esa historia era un falacia.
Ahora que pensaba en ese sueño, no pudo evitar pensar que su padre tal vez ya tenía orquestado el plan de la boda, incluso antes del ataque que dejó en la ruina a su pueblo. Iba a preguntárselo cuando lo viera.
—Astrid, ya estamos atrasados. Deberíamos irnos, este lugar me da miedo. —dijo la voz.
Suspiró. Vio una vez más la hacha, clavada en la superficie de tierra. Se arrodilló ante ella y oró a los dioses.
Volvió a suspirar y se paró.
—Vámonos. —dijo.
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El jefe Estoico se había vuelto loco. Cuando el vikingo encargado de traer a Astrid le trajo en vez malas noticias, hizo que Estoico encargara una búsqueda intensiva para hallar a la atrevida, que se había osado en desafiarlo.
No le dijo nada a Hipo ni al negligente público de invitados que aguardaban por la ceremonia, aunque ya empezaban a susurrar entre ellos creando teorías del misterioso paradero de la novia.
Hipo estaba ausente en sí mismo. No sabía qué sentir. ¿Dolor? ¿Tristeza? ¿Alegría? ¿Traición? Los minutos transcurrían y él mismo ya se hacía la idea de la gran probabilidad de jamás volver a ver a Astrid. Por la mañana pidió un deseo a los grandes dioses. Egoísta, pero suyo. Y ahora que se lo habían cumplido, no podía asegurar qué era exactamente lo que sentía.
Mientras oía los rezongos de su padre, ordenando con cautela para no alarmar a la audiencia, a todos los guardias buscar a la extraviada novia y arrastrarla si era necesario. La ventisca ordinaria que arrastraba alguna que otra hoja seca, volvió a arremeter con su rostro, haciéndolo despertar del ensueño de pensamientos en el que estaba. Y justo cuando iba a bajarse del altar para irse a casa, vio a la desaparecida persona aproximarse…
Era ella. Era Astrid. Los gritos de Estoico cesaron y vio cómo la señora Hofferson y Heather hablaban con el iracundo jefe; probablemente explicándole el porqué del atraso.
Y al ver a Astrid, tímida y sumisa como un ciervo en época de caza, no pudo evitar sonrojarse. Se veía hermosa con el vestido. Su buena figura resaltaba gracias al ceñido traje blanco que la arropaba. Su capa era igual a la de él, solo que de color blanco. Y su rostro. Pálido como el invierno pero su cabello dorado y extrovertido como el verano.
Se acercó.
Llegó al altar.
Lo miró.
Y le habló.
—Te ves bien —le dijo.
Y era verdad. Astrid apreció a su futuro esposo. Lucía poco casual de lo que había imaginado. El traje le quedaba muy bien y al verlo de frente, inmutable y hasta sonrojado, se rió por dentro conmovida por la inocente presencia. Trataba de encontrarle el lado bueno a todo eso.
Vio a su padre, sentado en una silla en la primera fila. Se veía algo nervioso, probablemente por el atraso que sufrió. ¿Dónde había estado? En el último lugar que la vería soltera antes de entregar su mano.
Hipo desenfundó la espada de su cintura. Posó el anillo en la punta de esta y elevó el arma formando un semi arco. Astrid lo imitó. Ambos formaron una cruz en el aire, estando a minutos de ser marido y mujer.
Bocón se situó al lado para traducir los escritos de Gothi. Miró con desconsuelo a Hipo.
—Hipo, debes decir tus votos. —dijo Bocón.
Hipo asintió y sin vacilar, carraspeó y habló.
—Astrid, en este día, deseo que Odín nos entregue su basto conocimiento, que Thor bendiga nuestra unión con su potente rayo y que Frigga nos otorgue paz en nuestro hogar y nos guíe a ser buenos líderes. Astrid, desde hoy y para siempre, soy tuyo. Desde hoy y para siempre, tendrás mi apoyo y mi lealtad. Desde hoy y para siempre, tendrás mi amor y mi corazón. —Astrid se sonrojó. Aquellas palabras podían ser solo embustes para ser aclamado por el público, pero se veían sinceras y cándidas.
—Tu turno, Astrid. —ordenó Bocón.
Astrid asintió. Y para lo peor, no había preparado nada.
—Hipo… ahh… hmm… bueno, qué puedo decir. Hmm… Que Odín nos bendiga con solemnidad y que Frigga nos dé la oportunidad para ser felices. Desde hoy y para siempre seré tu esposa y espero que sea así siempre. —terminó. Vio la cara de Hipo satisfecha y aunque sabía que no había sido tan extravagante como Hipo, estaba conforme. No podía decir más; no conocía a Hipo en lo absoluto.
—Juras por Odín y frente a los dioses en este día que quieres tomar como esposa a esta mujer. —preguntó a Hipo.
—Lo juro por Odín y Frigga. —respondió Hipo.
—Juras por Odín y frente a los dioses en este día que quieres tomar como esposo a este hombre. —preguntó a Astrid.
—Lo juro por Odín y Frigga. —respondió Astrid.
—A nuestro padre sagrado, Odín su nombre. Hipo puedes ponerle la sortija a tu esposa.
Tanto Hipo como Astrid bajaron las espadas. Astrid sacó el anillo de la espada de Hipo e Hipo de la de Astrid. Ambos se miraron. El ambiente pasó de ser austero a uno incómodo. Hipo se acercó más a Astrid y la tomó de las manos. Astrid sintió el temblor e inseguridad de Hipo en sus manos. Él no tenía la culpa de aquel sufrimiento, se dijo. Él también estaba sufriendo tanto como ella.
Astrid atrapó las manos de Hipo y las apretó. Levantó su mirada y le propinó una sonrisa para tranquilizarlo.
Hipo se relajó gracias al gesto. Tomó el anillo y nuevamente tambaleó. Miró a su padre y a todo el público. Miró a Astrid y a pesar de la máscara que ella mostraba, sabía que estaba destrozada por dentro. Tenía que hacer algo.
Necesitaba hacer algo. Al menos salvar a Astrid de aquella condena.
Pero no se atrevió.
Puso el anillo el dedo anular de Astrid y así, selló su decisión para siempre. Ya no había vuelta atrás.
Astrid lo siguió y no titubeó como Hipo. Le puso el anillo y por dentro, sintió cómo una cadena la atrapaba. Y se sintió horrible.
—Que los dioses, se regocijen con esta unión. Hipo, puedes besar a la novia. —dijo Bocón.
Ahora sí necesitaba hacer algo. Improvisar alguna ocurrencia o algo. Miró despavorido a su ya esposa, buscando alguna respuesta que ella tuviera, pero no.
—Hipo, hazlo de un vez. —le volvió a decir Bocón.
Debía inventar algo. Tal vez crear una distracción. Tal vez fingir muerte o un paro cardíaco.
Astrid se golpeó la frente cansada de las tonterías con las que jugaba Hipo. Era un beso y ya, nada del otro mundo, pensó Astrid. Aunque ella jamás lo había hecho.
Sin embargo, tomó a Hipo de la camisa y lo besó.
El acto duró unos segundos y luego la rubia se separó.
—¡Los futuros jefes, han llegado! —exclamó Bocón.
Y un grito de algarabía explotó en aquel bosque, que fue testigo del principio de una nueva vida. Una nueva vida para Hipo y Astrid.
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Notas del autor:
Buenas y disculpen la semana de atraso. Estuvieron turbios los exámenes de la U xD.
Bueno, también me tardé porque hice tres borradores de este capítulo. El primero fue un monólogo de contradicciones absurdas, por eso no salió a la luz. El segundo borrador tenía bastantes problemas de narrativa, con pensamientos siendo cambiados de golpe y no se sentían orgánicos.
Y hoy por fin el tercer borrador ve la luz. También se habrán dado cuenta que la portada cambia muy a menudo xD. Eso es porque no me esforcé demasiado en hacer la portada, pero ahora la que actualmente está, creo que será la oficial.
En fin, eso es todo. Nos leemos la próxima semana. Un saludo.
