A la mañana siguiente Thorin volvió a convocar a los Señores en reunión, pero sólo para comunicarles la noticia de que la decisión de enviar emisarios a Khazad-dûm debería posponerse hasta nuevo aviso. Esta nueva, sin embargo, no fue a bien tomada por los miembros del consejo, muchos de los cuales se alzaron de sus asientos exigiendo una explicación por parte del Rey.
— ¡Es inadmisible! — exclamaba de forma airada Kûrd, uno de los vasallos de Dáin. — Mi Señor, con el debido respeto: precisamos de una razón por la que esta misión debe ser retrasada.
— Es cierto, Thorin — corroboró el Señor de las Colinas de Hierro, rojo de ira (aunque nadie podría decir si la furia le provenía más por la decisión en sí o por saber que su propuesta había sido denegada). — ¿Qué ha cambiado en tu mente desde ayer a hoy? Estuviste a punto de darnos un veredicto.
— Nuevas noticias nos han llegado — contestó, de forma escueta aunque noble, el Rey Bajo la Montaña; — y por tanto he llegado a la conclusión que esta misión deberá postergarse hasta nuevo aviso.
— Se trata de esa carta que llegó ayer, ¿no es cierto? — inquirió Grad, uno de los Señores. — ¿Qué son esas nuevas que os resultan más imperiosas que las necesidades de los nuestros? ¿Qué es lo que los elfos os han contado que nosotros ignoramos? ¿Acaso no merecemos saber la verdad para deliberar en conjunto?
El resto de enanos comenzó a vociferar a modo de asentimiento, pero Thorin se levantó de su asiento y obligó a todos ellos a guardar silencio. Herena observaba a su padre desde su propio asiento con el ceño fruncido, pues no sabía cómo éste podría apaciguar los ánimos de su gente.
— Mis parientes y hermanos — comenzó a pronunciar el rey, — sabed que nunca os ocultaría ningún hecho si no fuera porque un gran juramento me lo prohíbe; y éste es el caso. Lord Elrond nos ha enviado importantes nuevas desde el oeste, y yo he de responder a ellas. Sin embargo, no se me permite compartir nada más al respecto.
— Pero ¿¡háyase visto!? — exclamó Náin, el hijo menor de Dáin, levantándose de su asiento. — ¿Desde cuándo un Khazâd se ve relegado a las órdenes de un shirumund?
— No me veo relegado a las órdenes de nadie, sobrino — contestó Thorin con voz muy grave. — Sólo a la lealtad por la ayuda que este elfo en particular me prestó en el pasado.
"Escuchad bien — continuó hablando el rey, — sé que muchos de vosotros no veréis con buenos ojos mi decisión, pero así ha de ser tomada, aunque me duela. No se me permite hablar de este tema con nadie… ni siquiera con mi propia familia".
Los ojos de Thorin se dirigieron hacia Dáin al pronunciar estas palabras, y su pariente inclinó la cabeza a modo de asentimiento. Aunque a él tampoco le hiciera gracia la decisión de Thorin, confiaba en él, y pensaba que sólo una razón de peso debía impedirle hablar con libertad con los suyos.
— Pero sí os confiaré otra información — musitó Thorin, — aunque me temo que debería haberlo hecho mucho antes.
Torció ligeramente el cuello hacia atrás para dirigir su mirada a maese Dwalin y a maese Glóin, quienes estaban sentados uno junto a otro, y estos asintieron a modo de respuesta.
— Compañeros — recomenzó a hablar, — hemos tenido unas funestas noticias durante los últimos meses, las cuales decidí no comunicar a nadie. Sólo mis dos consejeros de mayor confianza las conocen.
Dirigió una última mirada al asiento situado a su derecha, el cual estaba vacío aquel día. Se sintió aliviado de haber decidido que Frerin no les acompañara en esta nueva reunión, pues aquellas no eran noticias para ser oídas por niños.
— Durante el último año, nos han llegado varios mensajes de parte del reino situado al sur, del cual nunca hemos hablado de forma explícita en esta sala hasta este día.
— ¿Os referís al reino de la Bruja Elfa? — inquirió uno de los Señores.
— No, Nár; se trata de uno mucho más oscuro. Se trata del reino de Mordor.
Varias fueron las voces que se alzaron en ese momento en forma de murmullo, pues, aunque todos estaban familiarizados con el nombre, sólo los mayores de entre ellos y los que conocían la historia de su mundo entendían la gravedad de aquellas palabras. No obstante, no hubo una sola persona en toda la sala que no sintiera un escalofrío recorrer su cuerpo al oír aquel nombre.
— ¿Qué tenemos nosotros que ver con esa tierra maldita? — exigió saber Dáin.
— Vosotros, nada; pero yo sí — suspiró Thorin. — Han acudido emisarios preguntando por el hobbit que nos ayudó a recuperar esta montaña: Bilbo Bolsón.
— ¿¡Cómo!? — gritaron varias personas. — ¿Cómo puede ser eso? ¿Qué tiene que ver el hobbit con todo este asunto?
— Lo ignoro — negó Thorin con la cabeza. Herena observaba a su padre con preocupación, pues aquellas noticias eran nuevas también para ella.
— ¡Sabíamos que no podíamos confiar en personas ajenas a nuestro pueblo! ¡Sólo sirven para traer la desgracia a nuestro pueblo!
— Cuidado con vuestra lengua — alzó un brazo Thorin, y había una amenaza implícita en sus palabras. — Bilbo Bolsón es mi amigo; mío y de toda la gente que se cobija bajo esta montaña. No permitiré que se pronuncien palabras en su contra en esta sala.
Las voces callaron entonces, y Thorin volvió a hablar, esta vez de forma más sosegada.
— Ignoro el motivo por el que lord Elrond nos ha llamado, pero puedo suponer que puede estar relacionado con estos sucesos.
— Así que ¿es eso? ¿Lord Elrond os ha pedido que acudáis a verle?
Thorin cerró los ojos y maldijo entre dientes; había hablado demasiado.
— Esa información es secreta. No obstante, os pido que os guardéis vuestras conjeturas y vuestras propias ideas para vosotros mismos. Lo que quiero decir es que son días oscuros, y no me aventuraré a enviar a ningún emisario a Moria por el momento. Mi hija tenía razón: el reino del que más debemos preocuparnos es del situado más al sur.
Herena arqueó ligeramente las cejas, pero no dijo nada. Por una vez desearía no haber llevado la razón.
— Este es mi comunicado — sentenció Thorin, — y os vuelvo a pedir que guardéis todo sobre lo que se ha hablado tras estas puertas para vosotros mismos. No queremos sembrar el pánico entre nuestras gentes antes de tiempo.
Todos los asistentes asintieron y juraron silencio, y unos minutos después se levantaron para abandonar la sala.
No obstante, Dáin seguía mirando muy fijamente a Thorin, y Herena hacía lo mismo.
Mientras que el Rey Bajo la Montaña comunicaba su decisión a sus parientes bajo los muros de Erebor, el príncipe Legolas se preparaba para partir hacia el Reino Escondido. Finalmente iría solo en representación de su pueblo, como bien había pedido Elrond: que los asistentes fueran lo más discretos posibles durante el viaje.
— ¿Seguro que no tendrás problemas? — inquirió el Rey del Bosque, que había acudido para despedirse de su hijo frente a las puertas de las cavernas. Este, no obstante, le respondió con una media sonrisa divertida: — Llevo setenta años viajando por mi cuenta, adar. No tendré problema.
El mayor asintió con gravedad, y preguntó: — ¿Conoces las indicaciones?
— Sí — confirmó Legolas. — Nunca he estado allí antes, pero Trancos me ha confiado el camino en secreto. Sabré llegar.
— Espero — suspiró Thranduil. Era una cálida mañana del otoño recién llegado, y aún quedaban resquicios del verano… Aún. Agarrando su mano con firmeza, miró a su hijo directamente a sus ojos azules, y le dijo: — No dirweg, iôn (estate atento, hijo).
— Lo haré, adar.
Y, tras un largo momento de silencio, el mayor volvió a hablar para decir: — Me alegra haber hablado contigo, Legolas.
— A mí también — sonrió el príncipe.
Dando un silbido, el caballo que lo había acompañado en sus numerosos viajes a través de la Tierra Media se alejó de la mano del elfo que lo cuidaba y acudió a su encuentro. Legolas se subió a su lomo de un salto, y, mirando una última vez a su padre, le prometió: — Volveré pronto. Y no me meteré en problemas.
— Eso espero — le devolvió el gesto su padre. — Novaer, iôn (adiós, hijo).
— Novaer, adar — se despidió el príncipe, llevándose una mano al pecho.
Tras un breve momento en el que permanecieron mirándose el uno al otro, Legolas musitó una palabra en el oído de su montura, y el animal dio la vuelta en el acto y se alejó atravesando el puente. Thranduil se lo quedó mirando fijamente, viendo cómo el blanco corcel desaparecía entre la floresta.
— Na lû e-govaned vîn (hasta la próxima vez que nos veamos) — susurró para sí.
Sin embargo, un oscuro presagio en su corazón le decía que aquello no ocurriría hasta dentro de mucho tiempo.
Aquella tarde, varias horas después de que el consejo se hubiera disuelto, Herena acudió al despacho personal de su padre para hablar con él, pues las noticias que les había comunicado le habían nublado el corazón de malos presagios.
Se detuvo frente a la puerta tras la que el rey solía permanecer a solas durante gran parte del ocaso, cuando no era imprescindible su presencia en el salón del trono o en la junta con sus consejeros, para revisar temas relacionados con la burocracia. Su despacho se situaba en el ala destinada a las estancias personales de la Familia del Rey, por lo que para él era un espacio tan privado como su propia alcoba. Sin embargo, Herena siempre tenía permiso para entrar a verlo, siempre y cuando no interrumpiera algún proceso importante.
Así pues, llamó a la puerta con los nudillos, y habló: — Khagam, soy yo.
— Adelante — escuchó la voz de su padre desde dentro dándole permiso para entrar. La joven giró el pomo de plata y abrió la pesada puerta de madera. Adentro, el rey estaba sentado detrás de su escritorio, con la chimenea encendida a un lado para proporcionarle calor.
— Adelante, hija — la invitó a pasar. — Cierra la puerta.
Ella así lo hizo, y se aproximó hacia el frente, quedando de pie ante su padre con las manos entrelazadas bajo su vientre. Thorin la observó con preocupación.
— ¿Qué ocurre, hija?
— Vengo a hablar con vos… creo que ya sabéis de qué.
El rey soltó un suspiro que había guardado entre sus labios y se echó hacia atrás, contra el respaldo de la silla. — ¿Vienes a preguntarme por los mensajes de...?
— No pronuncies el nombre, por favor — pidió la princesa, pues no deseaba volver a oír la palabra que designaba a aquella tierra perversa. — Pero sí, vengo a hablar de ello.
Thorin permaneció un momento en silencio, y volvió a preguntar: — ¿Qué quieres saber?
— ¿Por qué no nos contaste nada a madre ni a mí? Ni a la tía.
— Porque no quería asustaros ni preocuparos — contestó su padre. La luz del fuego y las sombras originadas por el mismo relucían contra su piel, añadiendo más gravedad a su rostro. — Lo he dicho hoy en la reunión: sólo compartí esta información con Dwalin y con Glóin. Pensé que debía ser así mejor.
Herena frunció ligeramente el ceño, y objetó: — Siempre me confías tus secretos.
Thorin arqueó un tanto las cejas, y se levantó de su asiento. Volvió a asentarse sobre el filo de su escritorio, y tomó las manos de su hija entre las suyas.
— Hasta ahora — añadió. — Hay informaciones que el rey debe guardar para sí, Herena, y no compartirlas ni siquiera con sus herederos. Ésta era una información de ese tipo. — Y, tras un momento en silencio, continuó hablando. — Estos son tiempos oscuros, Herena; y mi intención siempre ha sido mantener protegidos a los míos.
Herena calló a su vez, y pensó muy bien las siguientes palabras que debía pronunciar.
— Khagam — dijo, — hay algo que me gustaría solicitaros… aunque creo que ya conozco la respuesta que vais a darme.
Thorin frunció el ceño, y preguntó: — ¿De qué se trata, hija?
Y, tras coger una buena bocanada de aire, dijo: — Me gustaría acudir a Rivendel, Mi Señor. Podría ir en vuestro nombre a parlamentar con lord Elrond.
Y Thorin permaneció en silencio un largo rato, observando con atención el rostro de su hija, hasta que finalmente contestó: — Ay, Herena. En situaciones normales, no te hubiera dado permiso para acudir: yo mismo te hubiera hecho esa petición.
Y Herena abrió exageradamente sus ojos azules, preguntando: — ¿Cómo?
— Te habría pedido que acudieras a Rivendel en mi lugar — asintió el rey; y, con una mirada entre enojada y divertida, prosiguió: — Por mucho que me moleste admitirlo, tú sabrías tratar bien con esos shirimund; más que ninguno de nosotros, de hecho. Sería una misión que me encantaría que realizaras. Además — agregó, con cierto tono de sorna, — me da a mí que cierto mago que yo conozco se ha dedicado a instruirte bien en las costumbres de los elfos.
Herena, poniéndose roja, negó con la cabeza, y contestó: — No sé por qué lo dices.
— Bueno, de una forma u otra — soltó Thorin su mano, — me temo que esta vez no va a poder ser. No voy a engañarte, Herena: corremos tiempos peligrosos… y las cosas van a ponerse feas.
Herena arqueó el ceño, y preguntó a su padre: — ¿De veras lo crees?
— Sí — asintió él. — Y no me puedo permitir enviarte a Rivendel. Tu hermano y tú sois los últimos descendientes de Dúrin, lo más valioso que tenemos. Y si acabo llevando razón sobre los acontecimientos venideros, te necesitaremos aquí.
Herena asintió ligeramente, aunque no podía esconder la frustración que le provocaba la decisión de su padre. Aunque lo veía improbable, en su corazón había albergado la esperanza de que la dejara cruzar las Montañas Nubladas.
— ¿Quiénes irán, pues? — preguntó.
— Glóin y su hijo Gimli, acompañados de una pequeña hueste por prevenir los peligros del camino. Elrond insistió mucho en su carta en el hecho de que la comitiva fuera lo más pequeña posible.
— Y ¿se sabe quiénes más acudirán al encuentro?
— No, no tengo ni idea — suspiró Thorin, dejándose caer hacia atrás. — Pero podemos suponer que habrá más de algún elfo en la reunión. Glóin nos lo contará a su regreso.
— Y… ¿de qué crees que les hablará lord Elrond en el concilio?
Thorin negó escuetamente: — No lo sé, hija.
Herena calló entonces, y pareció que pensaba mucho antes de volver a hablar: — Padre, tengo otra pregunta que hacerte.
El rey asintió: — ¿De qué se trata?
Herena tomó una buena bocanada de aire, y preguntó: — ¿Qué planes tienes para mí?
Thorin abrió mucho los ojos, y preguntó a su vez: — ¿A qué te refieres?
— Sabes a lo que me refiero — continuó Herena. — Has dicho que si por ti fuera me enviarías como emisaria al Valle Escondido para hablar con lord Elrond. Esa es una misión propia de tu heredera, y de hecho llevo comportándome como tal desde que soy una niña. Sin embargo, es Frerin quien se sienta a tu derecha en el trono, y quien es a ojos de todos el futuro rey. ¿Qué soy yo, entonces?
El rostro de Thorin se tornó triste entonces, y fue a contestar algo, pero Herena lo interrumpió alzando la mano:
— Khagam, antes de nada quiero dejarte clara una cosa: no es mi intención que este tema sea fuente de desavenencias entre mi hermano y yo. Te seré clara y honesta al hablar: creo que sería una buena reina, y creo que tengo el mismo derecho a gobernar que el que puede tener Frerin; y creo que lo he demostrado con creces ante nuestro pueblo. Sin embargo, también creo que Frerin llegará a ser una gran persona y un gran príncipe cuando cumpla la edad, y al igual que no pienso que él debería recibir la corona por ser varón, tampoco opino que yo debería prevalecer por ser la mayor. Si permites escuchar el consejo de tu hija, te pediría que tomaras esta decisión en base a nuestros logros y nuestras aptitudes, y no por lo que dicta la tradición.
El monarca permaneció un largo rato en silencio mientras procesaba las palabras de su hija. Cualquier Rey o Señor enano se hubiera sentido como poco ofendido ante la franqueza de las palabras dirigidas por la princesa, pues eran gentes orgullosas que no toleraban que nadie les dijeran cómo debían actuar o qué decisiones tomar; pero Thorin amaba a su hija, y la respetaba enormemente; y volvió a agarrarle las manos con cariño antes de decirle: — Qué sabia eres, hija mía. Te agradezco que hayas venido a hablar conmigo del tema, y te prometo que tendré en cuenta tus palabras. Pero por ahora no puedo darte ninguna respuesta a tus dudas. Preciso de más tiempo para tomar una decisión.
Herena asintió con brevedad y se alejó del tacto de su padre.
— Gracias, khagam — le dijo. — Me dejas algo más tranquila. Voy a despedirme de mis primos antes de que se vayan.
— Yo también bajaré en breve. Esperadme en la puerta principal.
La joven hizo una breve reverencia a modo de despedida y salió por la puerta, dejando a su padre a solas.
Sin embargo, Thorin permaneció un largo rato en su despacho, cavilando.
Herena descendió, como le había dicho a su padre, al portón principal del reino. La tarde pronto llegaría al ocaso, y el cielo por encima de la montaña se veía ya anaranjado. Afuera, en la amplia desolación en la que a lo largo de aquellos años habían comenzado a crecer algunas briznas de hierba, vio a su tío Dáin y a sus dos primos, que estaban a punto de marchar a su tierra. Su madre y su tía también estaban allí, en compañía de su hermano pequeño. De hecho, Dís mantenía una conversación a primera vista no muy estimulante con el Señor de las Montañas de Hierro, y Graella agarró de manera disimulada el brazo de su hija.
— ¿Dónde anda tu padre? — le preguntó con la boca medio cerrada. — Tu tío insiste en esperar a despedirse de él, pero me temo que a Dís se le está agotando la paciencia.
Herena miró de reojo a su tía, que parecía estar intentando mantener la compostura y el buen ánimo frente al enano pelirrojo. A ninguna de las mujeres de su familia les caía muy bien Dáin, incluida ella.
— Ya mismo baja — contestó. — Acabo de hablar con él.
— Bueno, pues espero que se de prisa. Por cierto, tu primo Thorin quería hablar contigo de un tema, me ha comentado.
Herena abrió mucho los ojos. Náin ya le había avisado ayer de aquel hecho, pero se le había olvidado.
— Claro, qué despiste. Ya voy.
Se dirigió al lado de su primo, quien, para su suerte, se situaba bastante alejado de los oídos de su padre. Herena lo observó con cierta timidez. Lo cierto era que nunca había tenido una relación muy estrecha con él, pues Thorin era bastante mayor que ella y poseía un temperamento serio y reservado por naturaleza. Por eso, cuando quedó a su vera, intentó no parecer muy dubitativa al carraspear ligeramente con la garganta para hacerse oír. Thorin se dio la vuelta entonces, pues había estado dándole la espalda.
— Oh, Herena — le dijo. — Qué bien verte antes de irme.
La joven sintió cómo sus mejillas se coloreaban, pues su primo poseía un aspecto bastante imponente, con el largo cabello y barbas castaños, y sus ojos azules la miraban con una profunda severidad.
— Mi madre me ha dicho que querías hablar conmigo, primo — le dijo, intentando que la voz no le carraspeara. — Náin me lo comentó ayer, pero se me pasó por completo. Lo lamento.
— No pasa nada — le quitó importancia el mayor. — Sólo quería felicitarte por tus palabras de ayer. Han resultado ser acertadas.
— Bueno — se encogió ella de hombros, — sólo dije lo que pensaba. Vos hicisteis lo mismo.
— Sí, pero admito que vuestra mente fue más allá que la mía. El caso es que llevo mucho tiempo queriendo hablar contigo a solas — y pareció que detrás de su espesa barba se formaba una fina sonrisa. — Desde el respeto os digo que admiro vuestro temple al dirigiros a la sala. Creo que tenéis unas ideas muy claras y que las defendeis de manera honorable.
— Vaya — musitó la joven, que no se esperaba aquella retahíla de halagos. — Pues… muchas gracias.
— Y no quiero que pienses que lo digo desde la condescendencia. De hecho.. — y, para su sorpresa, hizo lo último que Herena podría imaginarse: le tendió la mano abierta, — quiero que sepáis que tenéis un amigo, de igual a igual. Si tenemos la suerte de gobernar ambos a la vez, me gustaría contar con vos como aliada y camarada.
Herena se quedó mirando muy fijamente la palma extendida de su primo, y, cuando fue capaz de reaccionar, la agarró con firmeza y la estrechó; y le contestó con una sonrisa: — Digo lo mismo, primo.
Ambos permanecieron un rato mirándose, con orgullo mutuo en los ojos, y Herena sintió una fuerza y un calor que nunca había sentido. Ella siempre había sentido que tenía que ganarse el respeto de los demás y que éste le era otorgado por personas superiores a ella, como era el caso de su padre o de sus consejeros; pero, por primera vez, una persona la trataba como a una igual.
— Os deseo un buen viaje, Thorin — se despidió Herena. Su primo asintió con la cabeza y alejó su tacto del de ella. — Si me disculpáis, me despediré de vuestro hermano también.
El enano asintió y se hizo a un lado para dejarla pasar, y Herena acudió a la vera del menor de los dos, pletórica de alegría y orgullo.
— Náin — lo saludó tocándole el hombro desde atrás, pues su primo estaba preparando del fardos del pony.
— Ah, Herena — la saludó él. — Quería hablar contigo.
— Yo también — asintió la joven. — Verás, quería disculparme por mi actitud de ayer. Creo que me pasé contigo.
— Ah — arqueó Náin las cejas. — Lo cierto es que yo también quería disculparme. Tal vez sobrepasé tu intimidad y me tomé a guasa un tema importante. Lo lamento.
— Bueno, pues nos disculpamos los dos — sonrió la joven, a quien ya no parecía importarle tanto la discusión del día anterior. — En fin, vengo a decirte que me alegro por ti, y que te deseo toda la felicidad del mundo.
Y Náin sonrió con ternura y se aproximó para abrazar a su prima. — Gracias, Herena. Te lo agradezco de veras.
La princesa permaneció un tiempo quieta, sintiendo el calor de los brazos de su pariente, hasta que finalmente decidió alejarse del mismo.
— En fin — le dijo, — sólo espero que me invites a la boda.
Náin dejó escapar una sonora carcajada, y asintió: — Claro que sí. Cuenta con ello.
— Y escribe más de ahora en adelante — arqueó Herena una ceja.
— Lo prometo — juró Náin, alzando un brazo de modo solemne. — Y en cuanto pueda te presentaré a Nírri.
Herena asintió, pero no añadió nada más.
Thorin se presentó ante la puerta unos minutos más tarde.
— Justo a tiempo — le susurró Graella al oído. — Creo que tu hermana está a punto de estamparle la cara en el lomo de su montura. ¿Se puede saber qué hacías?
— Después te cuento — contestó Thorin. — Ahora voy a despedirme.
El rey se aproximó a Dáin, quien al verlo llegar alzó los brazos al cielo. — Hombre, ¡mira quién se ha dignado a acudir!
Thorin sonrió, pero Dís comentó: — Os dejo a solas para que os despidáis — y se alejó de allí, no sin antes dar un pisotón por accidente a su hermano mayor.
— Bueno, bueno — murmuró Dáin, — ¿en qué tema andabas metido que te resulta más importante que despedirte de tu primo?
— Tengo muchas preocupaciones últimamente en la cabeza, Dáin — contestó, de forma escueta, Thorin.
Sin embargo, su primo no parecía contentarse con aquella respuesta, y le dijo mientras negaba con la cabeza: — Ay, ay, Thorin. Me preocupa que andes metido en temas de elfos.
— A mí también me preocupa — se encogió de hombros el monarca. — Pero es lo que toca ahora.
— Ya. Y supongo que no piensas contarme nada de lo que te lleva a enviar a tus propios enanos al oeste, ¿verdad?
— No sé nada, Dáin — se encogió Thorin de hombros. — Es la verdad.
— Bueno, Thorin; si es tu decisión, confiaré en ti — comentó Dáin mientras se subía a su montura. Sin embargo, al tiempo que aseguraba las riendas, comentó en voz no muy alta: — Ah, y una cosa: tenemos temas de los que hablar una vez que tus emisarios vuelvan.
Thorin frunció el ceño, preguntando: — ¿Qué temas son esos?
— Verás, primo, tu querida hija va siendo ya mayorcita. No querrás que la flor se marchite antes de tiempo sin haberle sacado el jugo.
No obstante, el enano se sobresaltó sobremanera al sentir la firme mano de su primo aferrando con fuerza su pierna derecha. Con ojos como platos, Dáin dirigió su mirada hacia Thorin, que lo observaba desde abajo con una mirada fría como el hielo.
— Cuidado con tu lengua, Dáin — murmuró el rey con voz grave. — No volveré a permitirte que hables así de tu hija.
El enano de las Colinas de Hierro, que no solía amilanarse fácilmente, removió la cabeza a un lado y a otro y volvió a hablar: — Lo digo por tu bien, Thorin. Créeme. No es bueno que le des a esa chiquilla esperanzas vanas. Es mejor que le vayas asignando el lugar que le pertenece antes de que le nazcan pájaros en la cabeza.
— Lo que yo haga con mis hijos es cosa mía, Dáin — se alejó Thorin de su tacto, pero su mirada permanecía cortante e hiriente. — Te aconsejo que hagas lo mismo con los tuyos y no te entrometas en temas ajenos.
Dáin frunció el ceño y cerró la boca, y espoleó a su montura mientras llamaba a sus hijos: — ¡Thorin! ¡Náin! ¡Nos vamos! — y se alejó del lado de su primo. Sin embargo, en el último momento decidió darse la vuelta, y encaró a Thorin una última vez, diciéndole: — Hablamos de esto hace mucho, Thorin. La conversación no es nueva.
Y, tras un último momento en silencio, añadió: — Puede que algún día te arrepientas de darle tanta libertad.
Thorin no dijo nada, y permaneció inmóvil observando a sus parientes alejarse hacia el este.
¡Holi!
Aquí dejo el cuarto capítulo de la historia, en el que hemos conocido un poco mejor las intenciones de Thorin con respecto a Herena y la visión muy distinta que posee Dáin al respecto. También ha entrado en escena el joven Thorin, heredero de las Colinas de Hierro, y la personalidad que posee, muy distinta a la de su padre y a la de su hermano.
He de decir que el siguiente capítulo que publique será el último "introductorio", y a partir de ahí comenzará a desarrollarse la historia en sí. Y también he de avisar que una vez publicado ese capítulo eliminaré la versión original y la guardaré en borradores, pues creo que ya habrá dado tiempo a familiarizarse con esta nueva edición.
Así que ¡espero leeros pronto!
