Los personajes de Twilight no son míos sino de Stephenie Meyer, yo solo los uso para mis adaptaciones :)
CAPITULO 5
Damas vestidas exquisitamente y finos caballeros abarrotaban las tiendas de Londres, empujándose unos a otros como única forma de avanzar entre la muchedumbre. Bella se animó al recordar su infancia y los paseos con su padre por esas mismas tiendas. Ahora charlaba alegremente con los tenderos, se probaba estúpidos sombreros, se miraba en los espejos riendo tontamente, saltaba de un lado a otro hechizando a todo aquél que tenía la suerte de poder contemplarla. Edward permanecía en silencio tras ella, observándola. Únicamente asentía a los tenderos cuando Bella se probaba algo que contaba con su aprobación. Acto seguido, les pagaba. Incluso cuando la joven le cogía inconscientemente de la mano y tiraba de él hacia el interior de una tienda, se lo permitía sin reprenderla por ello.
Pero Bella nunca le pedía nada, ni tampoco esperaba que él se lo comprara. Se divertía tan sólo mirando. No había podido disfrutar de ese placer durante muchísimo tiempo. Observó a las imponentes damas que desfilaban ante ella. Se reía al ver a sus pequeños y obesos maridos correr tras ellas, intentando alcanzarlas. Sus ojos brillaban y sonreía constantemente. Se dejaba llevar por la multitud, feliz, y giraba la cabeza despreocupadamente de un lado a otro, agitando sus trenzas y haciendo que todos los hombres posaran sus ojos en ella.
Era ya el atardecer, cuando Bella se quedó mirando muy silenciosa y pensativa, una cuna de madera que había en una tienda. La tocó con manos temblorosas y acarició su madera suave. Se mordió el labio inferior y miró a Edward. Una vez más, se sentía insegura.
Edward se acercó a ella y observó la cunita, sopesando la posibilidad de comprarla. Comprobó su resistencia.
—Hay una mejor en mi casa —apuntó por fin, aún inspeccionándola—. Era mía, pero sigue siendo resistente y capaz de soportar a un bebé. Sue lleva mucho tiempo deseando utilizarla.
—¿Sue? —inquirió la joven.
—Es mi ama de llaves, una enorme mujer de color —le respondió—. Lleva en esa casa desde que nací.
Edward se volvió y salió lentamente de la tienda. Bella le siguió y se colocó junto a él, mientras llamaba a un carruaje. Cuando volvió a hablar, su voz era áspera.
—Sue ha estado esperando con impaciencia, al menos durante quince años, a que me casara y tuviera hijos —comentó mirándola a hurtadillas—. Estoy convencido de que no cabrá en sí de alegría cuando te vea, teniendo en cuenta que ya tendrás bastante barriga cuando lleguemos a casa.
Muy cohibida, Bella se tapó la barriga con la capa.
—Ibas a casarte cuando regresaras. ¿Qué va a ocurrir? —inquirió la joven—.
Seguro que Sue estará enojada conmigo por haber usurpado el lugar de tu prometida.
—No, en absoluto —le respondió bruscamente y echó una ojeada al carruaje que se estaba aproximando.
Sus gestos indicaron a Bella que el turno de preguntas había concluido y se preguntó cuál sería la razón por la que su marido estaba tan seguro de que la mujer de color no se enojaría con ella. A ella le parecía que no era eso lo que iba a ocurrir.
El carruaje se detuvo frente a ellos y Edward le dio al conductor el nombre de la posada. Luego, metió los paquetes y le tendió la mano a Bella para ayudarla a subir. La joven se dejó caer en el asiento, exhausta. Las compras habían minado sus fuerzas y ahora anhelaba meterse en la cama y dejarse llevar por el casi siempre agradable mundo de los sueños.
Edward estudió durante largo tiempo la pequeña y oscura cabeza que se apoyaba sobre su hombro, antes de deslizar su brazo alrededor de ella y acurrucaría contra su pecho. Bella suspiró satisfecha, inmersa en sus sueños, y colocó su mano en el regazo de su esposo. Éste podía sentir su aliento en el cuello. Se puso pálido y de pronto empezó a temblar. Se maldijo por dejar que una simple chiquilla le afectara de aquel modo. Bella era capaz de provocar el caos en su interior. Se sentía como un chiquillo a punto de tener su primera relación sexual. Tan pronto tenía calor y sudaba, como se helaba de frío y temblaba. No era una sensación normal para él, un hombre que siempre había disfrutado de las mujeres sin darle mayor importancia, que las había poseído a su antojo, que había gozado haciéndoles el amor. Ahora tenía que darle una lección a esa chica y apenas podía mantener sus manos alejadas de ella. ¿Dónde estaba su juicio frío y lógico, su autocontrol?
¿Se había precipitado al jurarle que jamás la trataría como a una esposa? Y luego, al saber que ya no podría hacerlo ¿se había convertido repentinamente en lo único que deseaba poseer? Pero la había deseado siempre, incluso cuando creyó que jamás la volvería a ver.
¿Qué es lo que le estaba sucediendo? Apenas era una mujer lo suficientemente mayor para llevar a un hijo en sus entrañas. Tenía que estar en un lugar seguro, con alguien que la mimara, y no allí con él, a punto de convertirse en madre.
Pero el hecho era innegable. Deseaba hacerle el amor. Deseaba poseerla inmediatamente. No podía privarse de ella ni un momento más. ¿Cuánto tiempo podría aguantar teniéndola junto a él y viéndola en diferentes estados de desnudez sin abalanzarse sobre ella y satisfacer sus deseos? Pero no podía hacerle el amor, no importaba cuánto lo deseara. No podía dejar que sus amenazas se desvanecieran. Había jurado que pagaría por haberle intimidado y ¡demonios si lo haría! Nadie podía chantajearle y marcharse tranquilamente como si nada hubiera ocurrido. El demonio que convivía en su interior se encargaría de no dejar que le vencieran, y ese demonio se llamaba orgullo.
Era sólo una mujer y todas eran iguales. Conseguiría apartarla de su mente. No había conocido todavía a una a la que no hubiera podido olvidar. Pero Bella era distinta, y no era justo para él afirmar lo contrario. Las otras habían sido compañeras dispuestas, deseosas en los placeres del amor y expertas en sus juegos. Sin embargo, ésta era una joven inocente a quien él había arrebatado la virginidad, completamente ajena al género masculino y a las historias de amor. Ahora era su esposa y estaba embarazada de su hijo. Ese único hecho la hacía diferente a las demás.
¿Cómo iba a olvidar que era su mujer? Si fuera una chica del montón, quizá podría apartarla de su mente, pero ¿cómo podía hacerlo siendo tan hermosa, completamente deseable y ahora que estaba siempre tan próxima a él?
Antes de poder responder a sus propias preguntas, el carruaje se detuvo frente a la posada. Era de noche y podían oírse alegres carcajadas y gente cantando en el interior. Pero Bella seguía dormida en sus brazos.
—Bella —la llamó en voz baja—. ¿Quieres que te lleve hasta la habitación? Bella se revolvió apoyada contra su pecho.
—¿Cómo? —preguntó todavía dormida.
—¿Quieres que te lleve en brazos? —repitió Edward. La joven abrió los ojos, parpadeando lentamente, todavía sedada por los efectos del sueño.
—No —respondió adormilada. Pero no hizo ningún esfuerzo por incorporarse. Edward se echó a reír suavemente, colocando su mano sobre la de ella.
—Si insistes, mi amor, podemos dar otra vuelta por la ciudad —bromeó.
Bella soltó un grito repentino y se despertó de inmediato. Apartó su mano y se incorporó muy erguida. La mirada de Edward cargada de deseo hizo que se ruborizara y que deseara desaparecer. Intentó salir del carruaje tropezando con él y casi se precipitó al suelo de cabeza al abrir la puerta. Fue la rápida reacción de Edward la que le evitó la caída. Puso el brazo frente a ella para frenarla y la subió de nuevo, sentándola en su regazo.
—¿Qué intentabas hacer? —ladró—. ¿Matarte? Bella se tapó el rostro con las manos.
—¡Oh, déjame en paz! —gritó—. ¡Déjame en paz! ¡Te odio! ¡Te odio! El rostro de Edward se tensó.
—Estoy seguro de que sí, querida —observó riéndose maliciosamente—. ¡Después de todo, si no me hubieras conocido, todavía seguirías viviendo con esa obesa tía tuya, soportando sus abusos, intentando esconder tu cuerpo enfundada en vestidos doce tallas más grande, fregando y refregando hasta romperte la espalda, cogiendo la escasa comida que desechara, contenta de encontrar protección en tu exigua esquina y haciéndote vieja con tu virginidad todavía intacta, sin saber jamás lo que significa ser madre! Sí, he sido muy cruel al haberte alejado de esa vida tan agradable. Eras muy feliz allí y debo maldecirme por haberte forzado a dejarla. —Hizo una pausa, luego prosiguió con más crueldad—. No sabes lo mucho que me arrepiento de haberme sentido tentado por tu cuerpo de mujer, sin haberme dado cuenta, primero, de que todavía eras una niña. Ahora te tengo colgada al cuello para siempre y eso no me complace absolutamente nada cada vez que lo pienso. ¡Habría sido mejor que me hubieran castrado hace tiempo y me hubieran dejado vivir en paz!
De repente, los hombros de Bella se desplomaron y rompió a llorar sintiendo toda la miseria del mundo en su interior. Todo su cuerpo tembló con su llanto, y berreó como una niña abandonada. No deseaba ser una carga para él, un peso muerto al que soportar, odiar y nunca querer. No había nacido para eso.
Al observar cómo el pequeño cuerpo se agitaba, Edward perdió todo deseo de herirla. Un gesto adusto cruzó su rostro y su boca. Una enorme presión le oprimió el pecho, mientras buscaba su pañuelo sin éxito.
—¿Dónde has puesto mi pañuelo? —preguntó suspirando—. No lo encuentro.
Bella sacudió la cabeza y contuvo la respiración mientras se incorporaba sentada sobre sus rodillas.
—No lo sé —murmuró tristemente, sin poder pensar con claridad. Se secó las lágrimas con el dobladillo del vestido al tiempo que buscaba en los bolsillos. Entretanto, el conductor del carruaje se acercó y miró de soslayo el interior.
—¿Puedo hacer algo por la dama? —se ofreció, dudoso—. La he oído llorar. Me rompe el corazón oír llorar a una mujer.
Edward frunció el entrecejo, miró al hombre y continuó buscando su pañuelo.
—No necesitamos su ayuda, señor —respondió educadamente—. Mi esposa está un poco enojada conmigo porque no permito que su madre venga a vivir con nosotros. Se pondrá bien cuando comprenda que sus lágrimas no van a cambiar mi decisión.
El conductor sonrió.
—En ese caso, señor, le dejo con ella. Sé muy bien lo que es vivir con la madre de una esposa. Debería haber sido tan inflexible como usted cuando me casé con la mía. Ahora no tendría a esa vieja bruja en mi casa. —Se dirigió hacia los caballos, mientras Edward sacaba el pañuelo de Bella de entre los pechos de ésta y, tras enjugarle las lágrimas lo sostuvo en alto para que se sonara la nariz.
—¿Te sientes mejor? —inquirió—. ¿Podemos irnos ya a la habitación?
Mientras la muchacha asentía con la cabeza, se le escapó un suspiro. Edward dejó el pañuelo donde lo había encontrado y le dio una palmadita en el trasero.
—Entonces deja que me levante —dijo—. Te ayudaré a salir del carruaje.
La posada, ruidosa y animada, estaba repleta de tipos ebrios y prostitutas que reían estridentemente ante el ordinario y atrevido sentido del humor de los marineros.
Edward caminó delante de la joven, ocultando su rostro surcado por las lágrimas de las miradas curiosas, y la condujo hasta su habitación. Seth había permanecido sentado junto a la chimenea. Al verlos, se levantó de un salto y los acompañó hasta sus aposentos. Edward abrió la puerta a la joven para que entrara. Luego, se dirigió a su criado, que le escuchaba atentamente, y le dio una serie de órdenes. Una vez que su capitán hubo entrado en el dormitorio, Seth se marchó dispuesto a cumplir con sus obligaciones. Edward cerró la puerta tras él y miró a su esposa, que inclinada sobre el aguamanil, se estaba refrescando la cara.
—Seth ha ido en busca de una bandeja de comida —comentó el capitán—. Yo no me quedaré a cenar. Y preferiría que no abandonaras la habitación en mi ausencia. No estarías a salvo sin protección. Si necesitas algo, Seth estará fuera. Pídele lo que necesites.
Bella le lanzó una mirada de incertidumbre por encima del hombro.
—Gracias —murmuró.
Edward se marchó sin pronunciar una palabra más, dejándola sola y desalentada, con la mirada fija en la puerta.
La muchacha sintió en su interior un movimiento que le recordó el de las alas de una mariposa, .casi irreal por su fragilidad. Se tumbó en la cama y permaneció muy quieta tapada con el edredón. Temía hacer cualquier movimiento y que la sensación desapareciera. Estirada en la oscuridad, sonrió para sí. Una vez más volvió a sentirlo, esta vez con más intensidad. Deslizó la mano hasta su vientre, como si estuviera en un sueño, y sus pensamientos se aclararon repentinamente.
No era fácil saber que él tenía razón, pensó. Hubiera sido imposible huir de la casa sin ser vista, no importaba lo mucho y bien que lo hubiera planeado. Me vigilaban demasiado de cerca. Me hubiera pasado la vida allí si él no me hubiera llevado consigo y me hubiera dado su hijo.
Sintió de nuevo aquel revoloteo bajo su mano.
De modo que ahora estoy a punto de convertirme en madre y él se odia y maldice por ello. Pero ¿tiene que ser de este modo? ¿Es tan difícil mostrarle amabilidad y gratitud sabiendo que odia el suelo que piso y que preferiría dejar de ser un hombre antes que tener que cargar conmigo? A pesar del odio que siente por mí, ha sido atento. Ahora debo mostrarle que no soy una niña y que le estoy agradecida. Pero no va a ser fácil. Me asusta y soy tan cobarde...
Bella oyó sus pisadas en la oscuridad, Edward se movió sigilosamente por la habitación mientras se desvestía, únicamente iluminado por la farola del patio, que le mostraba el camino. Se deslizó en la cama, junto a ella, y se volvió hacia la puerta. Una vez más, la habitación quedó en silencio y Bella sólo pudo oír el sonido de su respiración.
A la mañana siguiente, antes de abrir los ojos, Bella sintió el repiqueteo de la lluvia. Un fuerte e intenso aguacero que ahuyentaba a los peatones, alejándolos de las calles de Londres. Un diluvio que purificaba el aire. Era la estación de las lluvias y uno se preguntaba si algún día acabarían.
El hombre que tenía a su lado se movió, y Bella abrió los ojos. Edward apartó las sábanas y se sentó en la cama. Ella hizo lo mismo primero y luego, se levantó, atrayendo la atención de su marido, que frunció el ceño.
—No hace falta que te levantes ahora —masculló irritado—. Tengo que comprobar unas cosas relacionadas con la carga y no puedo llevarte conmigo.
—¿Vas a marcharte enseguida? —preguntó insegura, temiendo su reacción.
—No. No de inmediato —repuso él—. Antes de irme me bañaré y desayunaré.
—Entonces, si no te molesta —dijo la joven dulcemente—, preferiría levantarme.
—Haz lo que te plazca —gruñó Edward en voz baja—. A mí me da igual.
Le trajeron agua caliente para su baño. Cuando quedaron a solas, Edward se metió en el barreño de metal. Estaba de mal humor. Bella se aproximó a la bañera asustada y le ofreció sus servicios. Estaba tan nerviosa que casi no podía ni hablar, y le temblaban las manos. Le arrebató la esponja y Edward la miró sorprendido.
—¿Qué quieres? —le preguntó, impaciente—. ¿Es que se te ha comido la lengua el gato?
Bella inhaló aire intensamente y asintió con la cabeza.
—Yo... yo... Me complacería ayudarte en tu baño —consiguió decir. La expresión de Edward se agravó.
—No es necesario —refunfuñó—. Vístete. Si lo deseas, puedes desayunar conmigo abajo.
Bella se apartó nerviosa del barreño. Edward no quería saber nada de ella esa mañana, había quedado muy claro. Tenía que permanecer apartada de él para no irritarle más y no agobiarle con su presencia.
Se desplazó silenciosamente por la habitación, recogiendo la ropa interior que había lavado tras su baño de la noche anterior y la plegó, todavía un poco húmeda. Se quitó el camisón en un rincón, detrás de él, y se puso el vestido azul que le había comprado.
Pero, igual que el vestido rojo, se abrochaba por la espalda y, aunque lo intentó, no consiguió más que llegar a unos cuantos corchetes.
Pues tendré que irme con el vestido desabrochado, decidió muy terca. No pienso pedirle que me lo abroche. No quiero ser una molestia para él.
Empezó a desenredarse el cabello con las manos, mientras Edward acababa de bañarse. Finalmente, éste salió del barreño, se secó bruscamente con la toalla y empezó a vestirse, todo ello sin mirar ni una sola vez en dirección a Bella. Únicamente se volvió para buscar una camisa limpia que había detrás de ella en la mesa. Con el corazón en la boca, Bella se apartó cautelosamente de él, temiendo molestar. Sin embargo, su movimiento, no sólo llamó la atención de Edward sino que lo enfureció.
—¿Tienes que ser tan endemoniadamente asustadiza? —le espetó—. No voy a hacerte daño.
Bella permaneció paralizada ante su mirada.
—Lo... lo... siento —murmuró, aterrada—. No quería ponerme en tu camino. Edward suspiró y cogió la camisa violentamente.
—Me da lo mismo que te pongas en mi camino o que te escondas de mí. Te aseguro que no voy a ponerte la mano encima como tu tía. Nunca he pegado a una mujer y no pienso empezar ahora.
Bella lo miró insegura, sin saber si moverse o quedarse donde estaba. Edward intentó atarse el corbatín, tiró de él muy enfadado, pero no lo consiguió debido a su evidente malhumor. Siguiendo un impulso, Bella se acercó a él y le apartó las manos. Edward la observó, perplejo, pero Bella no lo miró. Con dedos temblorosos, volvió a colocárselo y se lo ató como había hecho tantas veces a su padre. Una vez perfectamente colocado y atado, cogió su chaleco de la silla y lo sostuvo en alto.
Edward, todavía con el entrecejo fruncido, deslizó sus brazos en él. La joven, armada de valor, se atrevió a ir todavía más lejos y se dispuso a coger el abrigo. Sabía que Edward estaba inquieto y que prefería vestirse solo. Ya estaba a punto de alcanzarlo, cuando Edward le hizo un gesto para que se detuviera.
—No importa —dijo en tono áspero—. Puedo hacerlo solo. Coge el cepillo y arréglate el cabello.
La joven obedeció de inmediato. Mientras se lo cepillaba, Edward se acercó a ella por detrás y empezó a abrocharle el vestido. Cuando hubo terminado, Bella le dio las gracias con una tímida sonrisa. Edward la miró y ella, al notar su mirada, sintió que, al igual que el día, su corazón brillaba resplandeciente.
En los días siguientes, Bella se pasó la mayor parte del tiempo encerrada en la habitación, con la certeza de que Seth estaba en un lugar cercano. Veía a su marido por las mañanas, cuando él se levantaba para bañarse y vestirse, y desayunaban juntos. Luego él se marchaba y permanecía fuera hasta altas horas de la noche, mucho después de que ella se hubiera acostado. Siempre llegaba sin hacer ruido y se desvestía en la oscuridad con sumo cuidado para no despertarla. Pero cada vez, ella abría los ojos durante unos instantes y, al verle, se sentía segura de saberse acompañada por su marido.
Era ya la quinta mañana y el día a día se había convertido en una rutina relajada. El adusto humor de Edward al despertar se suavizaba cada mañana con el baño de agua caliente. A veces, mientras ella le frotaba la espalda, se quedaba inmóvil durante largo rato. Una concesión sin duda muy apreciada por ambos. Esos tempranos interludios eran dulces y tranquilos para Bella. Disfrutaban el uno del otro en silencio. Una palabra ocasional y los breves servicios que mutuamente se ofrecían, convertían el día de Bella en fácil y soportable. Incluso Edward había resultado después de todo ser un hombre dócil. Antes de partir tras el desayuno, depositaba un beso marital en la frente de su esposa. Luego se marchaba a cumplir con sus quehaceres cotidianos.
Aquella tardía mañana de octubre empezó de igual manera. Con su mano sobre el brazo de Edward, bajaron al comedor para desayunar y se sentaron en su habitual mesa de la esquina. Siguiendo la costumbre, la gruesa posadera les trajo, bostezando, café solo antes de la comida. Edward apuró el suyo y Bella le agregó abundante crema y azúcar. Muy pronto la primera comida del día estuvo dispuesta sobre la mesa: un enorme cuenco de pastel de cerdo y dos abundantes platos de patatas fritas con huevos y jamón. También había pan caliente con mantequilla y miel. Bella miró el pastel y los huevos. Se estremeció. Apartó ambos platos y escogió un currusco de pan para untar y mordisquear. A pesar de no ser su infusión preferida, sorbió el café lentamente para calmar su estómago agitado.
—He concertado las pruebas de vestuario para esta tarde —comentó Edward, cortando un trozo de pan—. Volveré por ti a las dos. Pídele a Seth que tenga un carruaje esperándonos.
Bella murmuró una respuesta obediente, y se inclinó para dar un sorbo al café mientras él la acariciaba con indiferencia. Siempre que la observaba de ese modo tan poco atento, la serenidad de Bella se alteraba y se sumía en un estado febril. Cuando el hombre estaba cerca de ella, su lengua se paralizaba y la construcción de cualquier respuesta inteligente se tornaba en una tarea sumamente difícil.
Permaneció sentada, observándole de soslayo, hasta que Edward terminó de comer. Iba vestido de azul marino. El rígido cuello de su abrigo estaba bordado con hilo dorado. Su camisa y chaleco, de un blanco inmaculado, estaban perfectamente colocados y desprendían un ligero aroma a colonia. Iba impecablemente acicalado, como era habitual en él, y era tan atractivo que todas las mujeres quedaban desarmadas. Bella se sorprendió al descubrir que tampoco a ella le era indiferente.
—Se me ha roto el puño de la camisa que llevaba ayer —apuntó, apartando el plato y limpiándose los labios—. Me complacería mucho que me lo cosieras. Seth no es muy hábil con la aguja. —Se volvió hacia ella enarcando una ceja—. Supongo que tú sí.
Bella sonrió y se sonrojó, complacida de que su esposo precisara de sus servicios.
—La costura es una de las primeras cosas que aprende una señorita inglesa — afirmó.
—Qué remilgada eres —murmuró para él.
—¿Cómo? —preguntó ella, vacilante. Temía que se estuviera burlando una vez más. Se preguntó por qué ahora iba a perder la paciencia con ella, si todos esos días habían sido muy tranquilos.
Pero Edward se echó a reír y se aproximó a ella para tocarle uno de los rizos que le caían sobre los hombros.
Bella se había lavado el cabello el día anterior. Ahora lo llevaba echado hacia atrás y recogido con una cinta, dejando que unos cuantos bucles quedaran sueltos y le cayeran por la espalda. Los tirabuzones eran una tentación demasiado grande para no acariciarlos.
—Nada, mi cielo —respondió—. Sólo pensaba en lo bien instruida que estás en lo que se refiere a los quehaceres de una mujer.
Bella sospechó que se mofaba de ella, pero no estaba segura y tampoco podía averiguarlo.
La puerta principal de la posada se abrió. Un joven alto, ataviado con un sombrero tricorne con galones y abrigo azul entró. Su mirada se dirigió a Edward, cruzó la estancia y se quitó el sombrero. Mientras se aproximaba, éste alzó la vista y se incorporó de la silla.
—Buenos días, señor —dijo el joven arrastrando las palabras. Inclinó la cabeza ligeramente frente a Bella y añadió—: Buenos días, señora.
Edward presentó al hombre como Sam Uley, el sobrecargo del Fleetwood, y a Bella como su esposa. Ante tal revelación, el joven no mostró ninguna sorpresa. A Bella no le cupo la menor duda de que había sido informado de la repentina boda de su capitán. No sabía hasta qué punto conocía los detalles, pero deseó que ignorara la mayor parte de los hechos que habían acontecido y especialmente la fecha en que habían tenido lugar los esponsales. Cuando empezara a dar muestras de su estado de buena esperanza, serían muchos los que especularían. Los hombres del Fleetwood se preguntarían si su capitán y la joven habían sido amantes antes de haber consumado el matrimonio.
Uley sonrió abiertamente.
—Es un placer conocerla, señora.
Bella correspondió su saludo y Edward le indicó que tomara asiento.
—¿Es demasiado esperar que a estas horas de la mañana me traigas buenas noticias de los muelles, o hay algún asunto urgente que requiera mi atención? —inquirió el capitán.
Uley sacudió la cabeza. Sonriendo, se sentó frente a ellos, aceptando el café que le ofrecían. Edward volvió a tomar asiento y se apoyó en la silla, colocando un brazo en el respaldo de la de Bella.
—Puede estar tranquilo, capitán —le aseguró Uley—. Todo va bien. Mañana abrirán el muelle para el suministro de Charleston y podremos cargar. El encargado dice que se ha desatado una violenta tormenta invernal en el mar del Norte. Tendremos que esperar unos seis días antes de poder levar anclas y hacernos a la mar. Es lo mejor que podíamos esperar con la escasez de hombres experimentados que hay en estos muelles.
Edward exhaló un suspiro de alivio.
—Casi había perdido la esperanza de alejarnos de este puerto. Debemos encontrar a los hombres a toda costa. Hemos estado demasiado tiempo aquí y estarán listos para marcharse.
—Sí, señor —repuso Uley, ansioso. Bella no pudo compartir el entusiasmo del joven, sino que, por el contrario, sintió miedo e incertidumbre. Dejó de pensar en lo que el hombre podía saber. Éste era su hogar; no era fácil abandonarlo y partir hacia una tierra extraña. Pero en la voz de su marido detectó un tono suave y cálido que nunca antes había oído y comprendió que estaba preparado para irse a casa.
Los dos hombres se fueron y Bella volvió a la habitación para permanecer allí hasta el regreso de su marido. Tal como le había pedido, Seth le trajo aguja, hilo y unas tijeras de costura. Se sentó y empezó a remendar la camisa de su esposo, tarea que encontró extrañamente reconfortante. Con la camisa sobre su regazo y el bebé moviéndose en su interior, sintió, por unos instantes, una dulce satisfacción, algo muy similar a lo que debía ser una esposa. Se detuvo pensativa, y su tranquilidad se truncó. Pronto tendría que guardar sus pertenencias, dejar lo que había sido hasta ahora su hogar y comenzar un peligroso viaje hacia una tierra nueva.
Se enfrentaba a lo desconocido, con un hombre que había jurado vengarse de ella. Educaría a su hijo entre personas extrañas que seguramente se comportarían con ella de forma hostil. Sería como un pequeño roble arrancado del bosque y plantado en una nueva tierra. No tenía la menor idea de si llegaría a prender y a florecer o se marchitaría y moriría.
Las lágrimas amenazaron con acudir a sus ojos, pero logró contenerse. Miró hacia la ventana, se levantó y se quedó de pie frente a ella, estudiando la ciudad que tan bien conocía. Pensó en la vergüenza y el dolor que dejaba atrás e irguió la cabeza. Desde ese
momento cada día sería un nuevo reto que amenazaría con hacer trizas su ahora mermada confianza. El único consuelo que tenía era que, por lo menos, se dirigía hacia un futuro limpio.
Si Dios le daba coraje y fuerza, cualidades que necesitaba desesperadamente, tal vez podría convertir ese mañana en algo mejor. Debía lidiar con lo que le trajera cada nuevo día y sabía que tenía que confiar en el porvenir para poder enfrentarse a él con generosidad.
Volvió a la costura, sin sentirse satisfecha, pero con una nueva fuerza en su interior, la misma que estaba empezando a tener la criatura.
Bella acabó de remendar la camisa y la dejó cuidadosamente plegada sobre la cómoda. Poco antes, Seth le había llevado un pequeño almuerzo y ahora se estaba arreglando para la salida. Una vez hecho esto, se dispuso a esperar el regreso de su esposo. Seth entró en la habitación y le informó de que el carruaje les aguardaba en el patio. En algún lugar de la ciudad, las campanas dieron las dos y su eco fue muriendo lentamente hasta fundirse con la voz de Edward en la calle de abajo. Al cabo de unos minutos oyó sus pasos en la escalera, hasta que finalmente la puerta se abrió. Bella le saludó cálidamente con una sonrisa.
—Veo que ya estás lista —comentó Edward con aspereza, frunciendo ligeramente el entrecejo mientras la miraba con el rabillo del ojo. Llevaba una capa de terciopelo gris doblada sobre el brazo. Se acercó a ella y la desplegó.
Bella se encogió de hombros.
—No había nada que me pudiera entretener, Edward —murmuró.
—Entonces —dijo él al tiempo que le tendía la prenda— ponte esto, pues hace frío y necesitarás abrigo. Pensé que esta capa te sentaría mejor que una de las mías.
Bella la cogió, pensando que era de Edward. Pero, al colocársela sobre los hombros, comprobó que se trataba de una prenda femenina muy cara. Nunca había tenido una como ésa, ni cuando vivía con su padre. La tocó con gran admiración y la alisó.
—Oh, Edward —observó por fin, asombrada—, es preciosa.
Edward se acercó para abrocharle las presillas de seda, pero la joven estaba tan entusiasmada que le impidió realizar la tarea. Tan excitada se sentía moviéndose de un lado a otro e inclinándose para vérsela puesta, que al final consiguió arrancar a su esposo una sonrisa.
—Estáte quieta, pequeña ardilla, y deja que termine con esto —ordenó alegremente—. Es más difícil abrochar esto que intentar enjaezar a una abeja.
Bella rió tontamente y se inclinó por encima de las manos de Edward para admirar la fina capa. Rozó con la cabeza el torso de su esposo y, al hacerlo, la dulce fragancia de su cabello lo envolvió.
—Y ahora ya no veo ni lo que estoy haciendo —bromeó él.
A Bella le dio un ataque de risa mientras asomaba la cabeza por encima de él. Su alegría estaba presente en cada facción de su rostro. Una sonrisa cruzó el semblante de Edward, que disfrutaba del alborozo que el inesperado regalo había traído a la joven.
Sus ojos se oscurecieron.
Instintivamente, Bella colocó su mano sobre el pecho de Edward, y al contacto, ambos cuerpos se electrizaron. Sus ojos se encontraron y sus sonrisas se desvanecieron. Las manos de Edward acabaron la tarea por sí solas, y se deslizaron, como impulsadas por una fuerza extraña, sobre los hombros de Bella hasta la espalda. La atrajo hacia sí. Bella se sintió muy débil. Las piernas le temblaban y su respiración casi se detuvo. Los ojos de Edward la atraparon por unos instantes y el tiempo quedó suspendido en la habitación. El relincho de un caballo y unos gritos procedentes de la calle rompieron el hechizo. Edward retiró sus manos y sacudió su mente. Volvió a sonreír, le tomó la mano y se la colocó sobre el pliegue del codo.
—Vamos, cariño —la instó con suavidad—. Debemos darnos prisa.
La condujo hasta la salida y escaleras abajo hasta el carruaje. Era un coche pequeño, tirado por un solo caballo. Al acercarse, Seth se disculpó por no haber podido encontrar otro más grande y cómodo.
—Parece que los carruajes más grandes ya están ocupados, capitán —le informó.
Edward le indicó que dejara las disculpas para otro momento y ayudó a Bella a ascender a él.
—No tienes por qué disculparte, Seth. Éste será suficiente. Tengo previsto estar varias horas fuera, de modo que ten una mesa preparada con la cena en nuestros aposentos. Hay un asunto que debe ser atendido. Mi mujer necesitará un baúl.
Encuéntrale uno amplio y haz que lo suban. —Sacó una bolsa de su bolsillo y se la lanzó al criado—. Que sea bonito, Seth —ordenó.
El hombre sonrió e hizo una reverencia.
—Sí, mi capitán.
Edward subió al carruaje y se sentó junto a Bella. El coche partió con una sacudida y siguió dando tumbos por las calles abarrotadas durante todo el trayecto. Bella prefirió apoyarse sobre su marido, antes que ser zarandeada contra las paredes del vehículo. Al ver que Edward tenía la solapa del abrigo levantada, se incorporó y se la arregló hasta dejársela perfecta. Edward aceptó la atención con pasividad y, durante el resto del trayecto, permaneció sentado pensativo y en silencio. Era muy consciente de la presencia de Bella a su lado. Las suaves curvas de su delgado cuerpo se apretaban contra el suyo. El fresco y limpio aroma del jabón y del agua de rosas adherido a ella impregnaba sus sentidos hasta conseguir aturdirlo.
Madame Fontaineau les esperaba en la puerta de su tienda con un animado parloteo y los condujo inmediatamente al probador.
—Todo está yendo muy bien, capitán Cullen —le aseguró—. Mucho mejor de lo que esperaba. No habrá ningún problema en tenerlo todo a tiempo.
—Entonces todo está bien, madame —contestó Edward, acomodándose en la silla que le había ofrecido amablemente—. Zarpamos dentro de una semana.
La mujer rió.
—No se preocupe, monsieur —lo tranquilizó—. No tengo ninguna intención de verle zarpar sin los vestidos de madame.
La modista empezó a revisar los trajes hilvanados. Bella se acercó a Edward, se volvió y se apartó el cabello para que le desabrochara el vestido. Una extraña expresión apareció en el semblante de su esposo mientras levantaba las manos hacia el vestido.
Sus dedos resultaron ser un poco más torpes de lo normal. Bella se quitó el vestido y madame Fontaineau la ayudó a probarse el primer traje.
—Es una suerte —empezó a decir la señora muy animada— que la moda sea así.
Con la cintura tan alta, no tendrá ninguna dificultad en llevarlos durante varios meses. A algunos, les estamos dejando una buena costura para que pueda ponérselos incluso en los últimos meses.
Edward arrugó la frente y fijó la mirada en el abdomen de su mujer. Había olvidado por completo su estado y las circunstancias que habían rodeado su matrimonio.
—¿Cree que es de su agrado este vestido, monsieur? —le preguntó Madame Fontaineau sobre el siguiente traje—. El color es de lo más atractivo, ¿eh?
Edward observó el delicado cuerpo de su esposa, casi sin percatarse del vestido rosado que llevaba puesto. Murmuró una respuesta de conformidad y apartó la mirada. Poco después, el vestido fue retirado y Bella habló tranquilamente con la mujer acerca de las medidas, mientras Edward la estudiaba furtivamente. El tirante de la camisola se le había caído sin que Bella se hubiera dado cuenta. Edward saboreó las espléndidas curvas de sus senos y la suave piel de su hombro. Se removió en la silla al percatarse de que la visión le había afectado físicamente.
—Oh, este negro es mi favorito, monsieur —afirmó la modista unos minutos más tarde, mientras Bella examinaba otro traje hilvanado—. ¿Quién sino usted podría haber pensado que el color negro era tan elegante, monsieur? Madame está radiante ¿no lo cree, monsieur?
Edward contestó ariscamente y se revolvió en su silla. Empezaba a sudar. Poco antes, en la posada, había estado muy cerca de romper sus promesas. Si le hubiera arrimado un poco más, habría olvidado su orgullo, su honor y hubiera traicionado su palabra. Habría tirado a Bella sobre la cama, sin que nada ni nadie hubiera podido impedir que le hiciera el amor. De pronto, muy irritado al verla vestirse y desvestirse constantemente, se sentía a punto de estallar. No podía soportar aquella tortura por más tiempo. Su orgullo y sus pasiones estaban librando una terrible batalla y el final de la contienda era de lo más incierto.
Con ceño fruncido se sacudió una pelusa que tenía en el abrigo y observó la pequeña habitación. No quiso mirar a Bella, que volvía a desvestirse. Si no acababa pronto, iba a convertirse en un animal y no necesitaría más que la privacidad parcial del carruaje para demostrarle a Bella que lo era. Sus gritos no le detendrían. La tormenta que se estaba fraguando en su interior estaba desatando sus instintos más primitivos y, si se atrevía finalmente a corresponderlos, estaba seguro de que el odio de su joven esposa llegaría a cotas inusitadas. Parecía estar tan endemoniadamente encantada con el arreglo al que habían llegado que, si le sugería que le permitiera hacerle el amor se opondría ferozmente. Pero después de cómo se había desarrollado su primera experiencia ¿quién podía culparla? No quería volver a comportarse de esa manera. Deseaba ser atento y demostrarle a ella que aquellos actos también podían proporcionarle placer.
Muy a su pesar, Bella se probó varios vestidos más. Se maldijo por haber comprado tantos. La arruga de su frente se tornó inquietante y sus respuestas a madame Fontaineau cada vez más escuetas. Ambas mujeres le lanzaron miradas recelosas.
—Monsieur, ¿quizá no está contento con los vestidos? —inquirió la mujer muy insegura.
—El trabajo es perfectamente satisfactorio, madame —respondió él secamente—.
Son estas eternas fruslerías las que acaban con mis nervios.
Madame Fontaineau suspiró aliviada. Sencillamente estaba cansado de las pesadas pruebas, como lo estaría cualquier otro hombre.
Edward apartó la mirada de nuevo y cambió de posición en la silla. Al menos, el vestido que llevaba ahora le cubría el pecho y, mientras lo llevara, estaría a salvo si decidía mirarla. Allí, de pie, tan inocente y preguntándose la razón de la excitación de su esposo. ¿Acaso no sabía la reacción que provocaba en los hombres? ¿No podía imaginárselo? Que le hubiera dado su palabra de que jamás le pondría una mano encima no significaba que no le afectara verla medio desnuda: la prenda que lucía no dejaba nada librado a la imaginación y revelaba su busto cada vez que se inclinaba.
Madame ayudó a Bella a ponerse otro vestido. Inmediatamente, empezó a proferir una retahíla de palabras en francés. El corpiño del vestido era tan ajustado que los senos de Bella se desbordaron por encima del espléndido escote. Edward se removió en su silla y blasfemó por lo bajo. Un frío sudor empapó su frente y el tic nervioso apareció de nuevo en su rostro.
—¡Ah, esta Marie! —exclamó madame Fontaineau muy contrariada—. Nunca aprenderá a coser. O a lo mejor se piensa que todas las mujeres son tan planas como ella, o tal vez cree que la petite madame es una niña y no una mujer hecha y derecha. Tiene que ver su error. Debo enseñárselo.
La mujer salió del pequeño probador hecha una furia, dejando a Bella sin apenas poder respirar dentro de aquel vestido repleto de alfileres.
—Oh, Edward, ¿ves esto? —le interrogó tristemente, acercándose a él—. Me siento como un alfiletero. La chica debe haberse dejado todas las agujas del costurero en este vestido. No puedo respirar sin clavarme una.
Bella mantuvo el brazo en alto y se movió inocentemente entre las piernas de su esposo. Éste palideció. Un horrible arañazo marcaba la piel blanca de su axila y un largo alfiler de aspecto asesino sobresalía de la tela, justo en el lateral del pecho. La cabeza de la aguja estaba en el interior del vestido y no podía ser sacada desde fuera. De muy mala gana, Edward se levantó y deslizó dos de sus dedos por el interior del corpiño, apretándolos contra su cálido seno, mientras ella permanecía quieta, muy obediente, confiando plenamente en él. Sus miradas se encontraron durante unos segundos y, sorprendentemente. Edward se ruborizó.
¡Qué demonios!, pensó muy enfadado. ¡Ha hecho que me sonroje como si fuera un crío inexperto!
Apartó bruscamente la mano como si el contacto con su piel le hubiera quemado.
—Tendrás que esperar a que madame Fontaineau vuelva —gruñó—. Yo no llego. Ante los bruscos modales, Bella se asustó. Era obvio que estaba muy molesto.
Rehuía su mirada sentado muy incómodo en la silla. Bella se apartó insegura. Al regresar madame Fontaineau con Marie, una delgada y desgarbada niña de no más de quince años, Bella se sintió muy aliviada.
—¡Mira! ¡Mira lo que has hecho! —le gritó la mujer a la niña.
—Madame, por favor —suplicó Bella, desesperada—. Tengo que quitarme este vestido. Está lleno de alfileres.
—Bon Dieu! —exclamó la costurera—. Oh, madame Cullen, lo siento mucho. Esta Marie es todavía una niña. —Se volvió hacia la chica y le hizo un gesto de que se marchara—. ¡Vete! ¡Vete! Hablaré contigo más tarde. Ahora debo atender a madame.
Finalmente, madame Fontaineau desabrochó el vestido y Bella pudo respirar tranquila. Era el último, así que, momentos después, y para gran alivio de Edward, ya estaban fuera del diminuto probador y listos para abandonar la tienda.
En el carruaje, de vuelta a la posada, Edward permaneció en silencio. Una feroz arruga cruzaba su frente y su mejilla se movía espasmódicamente.
Cuando llegaron era casi de noche. Ayudó a Bella a bajar, haciendo uso de unos modales bastante toscos, y sacó los paquetes que habían recogido en la tienda. Abrió la puerta de la animada posada, ahora abarrotada de marineros en busca de diversión y de prostitutas. Al pasar en medio de todos ellos, Bella se arrebujó en la capa, intentando ocultarse en ella. Un valiente pero borracho marinero hizo el gesto de aproximarse a ella; pero, al ver el rostro enfurecido de Edward, se retiró de inmediato. La atravesaron sin más incidentes y se dirigieron a la habitación. Edward dejó caer los paquetes sobre la cama y se acercó a la ventana. Un baúl gigantesco con asas de metal brillantes yacía a los pies de la cama. Al pasar por su lado, Edward frunció el entrecejo, levantó la mirada hacia su esposa señalándoselo.
—Esto es tuyo —dijo en tono arisco—. Deberías meter tus cosas en él. De todos modos tendrás que empaquetarlo todo en estos días.
Bella se quitó la capa, encendió una vela que había sobre la cómoda y vio que habían dispuesto una mesa con un mantel blanco con dos servicios.
La tarde había sido tan movida que, hasta ese momento, no se había dado cuenta de lo hambrienta que estaba. Al pensar en comida, se le hizo la boca agua y esperó con ansias que llegara el momento de disfrutarla. Su estómago se quejó mientras colgaba la capa al lado de la de Edward en un perchero que había junto a la puerta. Estaba ordenando los paquetes, cuando, de repente, se oyeron unos ligeros golpecitos en la puerta. Tras un «Sí» de Edward, ésta se abrió y apareció Seth. Dos chicos le seguían con sendas bandejas repletas de comida y una botella de vino. Lo dejaron todo sobre la mesa, y se marcharon mientras Seth encendía las velas. Ya en la puerta, el criado lanzó una mirada inquisitiva a su capitán, que estaba de espaldas, y miró de soslayo a Bella. Luego se retiró, desconcertado.
Bella se aproximó a la mesa y empezó a servir rosbif y verduras hervidas en los platos. Sin darse cuenta de que Edward la observaba por encima de su hombro, se peleó con la botella de vino intentando abrirla, hasta que Edward se la arrebató de las manos y sacó, exasperado, el tapón de corcho. Luego le devolvió la botella. Bella le dio las gracias en un murmullo y llenó las copas. Edward no se sentó junto a ella en la mesa, sino que se la quedó mirando. Ella, con una expresión de duda en el rostro, le devolvió la mirada.
—¿Puedo empezar a comer, Edward? —suplicó—. Desfallezco de hambre.
Edward asintió con la cabeza y apartó la silla para que Bella tomara asiento. Al hacerlo, éste recorrió la suave espalda con la mirada, muy tentado de acariciarla. Se quedó por unos instantes asiendo el respaldo, muy tenso. Finalmente, se sentó, bebió un generoso trago de vino y degustó un pequeño pedazo de carne. Bella, al sentir la tensión, se dedicó a la comida con delicada precisión. Notó varias veces la mirada de Edward sobre su cuerpo, pero cada vez que alzaba la vista, él la apartaba. El hombre comió poco y preocupado; sin embargo, rellenó varias veces su copa de vino.
Acabaron la cena sin dirigirse la palabra. Edward seguía pensando en el serio problema que le atormentaba. Bella se incorporó intentando no provocar una réplica cruel. Se dirigió hacia la cama para abrir los paquetes, clasificar sus contenidos y luego guardarlos en el baúl. Desembaló un manguito de piel de zorro y no pudo resistir el impulso de acariciarlo. Sopló sobre la suave piel y se restregó la nariz, sin saber que Edward se había levantado y estaba de pie observándola. De pronto él extendió un brazo y le levantó dulcemente uno de los bucles que le caían sobre el hombro. Bella alzó la vista y vio que se encontraba muy cerca de ella. Edward tenía una extraña mirada en los ojos, entre dolor y placer. Intentó hablar, pero las palabras se le quedaron atravesadas en la garganta. Apretó las mandíbulas, dio media vuelta y empezó a caminar furioso por la habitación como un león enjaulado. Bella le observó y su desconcierto creció. Cuando finalmente habló, la joven dio un brinco asustada.
—¡Maldita sea, Bella! —exclamó—. Hay algunas cosas que debes aprender de un hombre. No puedo...
Edward guardó silencio y el tic nervioso volvió a aparecer en su rostro. Se detuvo frente a la ventana y permaneció, una vez más, mirando a la oscuridad.
Después de esperar durante un largo rato a que continuara su conversación, Bella se dispuso a empaquetar de nuevo las cosas para guardarlas en los compartimentos del cofre. Por unos minutos se dedicó a diversas fruslerías, echando, de vez, en cuando, miradas furtivas a su esposo. Finalmente, se sentó en una silla y sacó un dechado que madame Fontaineau le había dado aquella tarde. Edward regresó de la ventana y caminó furioso hacia la mesa. Cogió su copa y blasfemó al encontrarse con la botella vacía. Luego dejó la copa de un golpe, lo que sobresaltó a Bella e hizo que se pinchara con la aguja. Permaneció junto a la mesa durante unos instantes, hasta que al final decidió sentarse delante de ella. Bella dejó el dechado sobre sus piernas y lo miró con expectación. A Edward le costó ordenar las palabras que deseaba decirle.
Colocó las manos sobre las rodillas de Bella, alisando el terciopelo que las cubría.
—Bella —murmuró finalmente—. Es un largo viaje hasta América. Estaremos juntos la mayor parte del tiempo en una habitación mucho más pequeña que ésta.
Dormiremos jumos en una cama que mide la mitad de la que hay aquí. Hará un frío espantoso y no será agradable, sobre todo porque serás la única mujer a bordo. No podrás merodear libremente por el barco o alejarte de mí, cuando estés fuera del camarote. Sería muy peligroso que lo hicieras. Bella... los marineros que pasan mucho tiempo alejados de tierra no pueden mirar a una mujer sin... excitarse. Si se les molesta repetidas veces se desesperan. —La miró detenidamente para comprobar si había entendido lo que le acababa de decir. Ella lo observaba fijamente, escuchando con atención cada una de sus palabras. Pero Edward dudaba que fuera capaz de asociar lo que le decía a su propia persona. Suspiró y continuó hablando—: Bella, si un hombre ve a una mujer hermosa y permanece cerca de ella durante cierto tiempo, es inevitable que sienta el impulso de llevarla a su lecho. Si no puede hacerlo, es verdaderamente doloroso para él. Debe...
Parecía no poder acabar la frase. Las mejillas de Bella se sonrojaron y volvió a coger muy nerviosa el dechado.
—Me quedaré en el camarote todo el tiempo que me sea posible, Edward —afirmó suavemente sin mirarlo—. Intentaré no cruzarme con nadie.
Edward blasfemó en voz baja y el músculo de su mejilla se tensó.
—Por Dios, Bella —dijo en tono áspero, levantándose de la silla—. Lo que estoy tratando de decirte es que... va a ser un largo viaje sin... sin... Maldita sea... vas a tener que permitirme...
No acabó la frase. Su orgullo había vencido. Con una brutal maldición, apartó la silla y atravesó muy furioso la habitación hasta la puerta.
—No abandones la habitación —ordenó sin mirarla—. Seth estará aquí para velar por tu seguridad. —Abrió la puerta bruscamente y salió encolerizado, blasfemando. Bella permaneció sentada, atónita, incapaz de entender qué había ocurrido. Había perdido la paciencia con ella, cuando lo único que ella había hecho había sido intentar entenderle. Oyó como gruñía una serie de órdenes a Seth y, un momento después, vio que éste entraba en la habitación tan confuso como ella. Pasó con su permiso y empezó a retirar la mesa. Bella se levantó de su silla suspirando y se quedó mirando por la ventana. El tricornio de Edward yacía sobre el alféizar. Lo cogió y lo acarició con ternura, casi amorosamente. Se volvió todavía tocándolo.
—Ha olvidado su sombrero, Seth. —murmuró en tono melancólico—. ¿Te dijo cuando regresaría?
—No, señora —contestó el criado casi disculpándose—. Ni una palabra. —Luego añadió con dificultad—: Señora, a veces el capitán se comporta de un modo extraño, pero normalmente acaba resolviendo sus problemas. Tenga un poco de paciencia con él, señora. Es un hombre duro, pero bueno.
Avergonzado, sintiéndose culpable por la confesión, continuó apilando los platos sobre la bandeja. Bella le sonrió amablemente, sosteniendo el tricornio de Edward y apretándoselo contra el pecho.
—Gracias, Seth —murmuró.
Ya en la puerta, éste le echó una ojeada y le dijo por encima del hombro:
—¿Deseará agua caliente para su baño como siempre, señora? Bella asintió lentamente y todavía sonriendo contestó:
—Sí, Seth, como siempre.
Bella se desperezó lentamente, se revolvió en el edredón aterciopelado y sonrió para sí. Parpadeó medio dormida, moviendo una mano hacia la almohada vacía de Edward, y se sentó en la cama sobresaltada. Era casi el alba. El cielo estaba iluminado y las estrellas se habían desvanecido. Sus ojos fueron hacia la puerta, y allí encontró a Edward, desplomado sobre el alféizar, mirándola fijamente. Tenía los ojos rojos y vidriosos, el corbatín desatado y la chaqueta torcida. Una sonrisa embriagada torció el gesto de su boca como si algo lo divirtiera.
—¿Edward? —susurró—. ¿Estás bien?
Ése era un aspecto de él en el que nunca había pensado. Apestaba y no se sostenía en pie. Se tambaleó hacia ella y un olor a ron y a perfume barato la golpeó como si de algo sólido se tratara. Bella retrocedió ligeramente, observándolo con cautela.
—Falsa ramera —le espetó mirándola con lascivia—. Con esos pechos erguidos y bien contorneados y ese rosado trasero, eres una tentación incluso cuando estás dormida.
Súbitamente, barrió enfurecido la superficie de la mesilla de noche con el brazo.
Bella se apartó sin hacer ruido, empezando a asustarse.
—¡Aaah, malditas vírgenes! —gruñó—. Todas sois iguales. Castráis a los hombres mentalmente y hacéis que sean incapaces de acostarse con otras mujeres. Rasgáis su orgullo con vuestras brutales zarpas y luego os acicaláis, tonteáis, y os pavoneáis como gallinas ante el gallo. Hacéis alarde de vuestra inocencia frente al mundo, levantando vuestras finas narices. —Tropezó y, muy inestable, se aferró a uno de los pilares de la cama. De repente abrió los brazos y, con grandes aspavientos, simuló una presentación de Bella al mundo—: Y aquí, conmigo, está sentada la reina de las vírgenes, en su trono de hielo, rodeada de un halo de pureza. ¿Y qué hay de mí? Jugué y gané el trofeo. Ahora tengo que guardarlo en mi casa sin poder tocarlo. —Agarró el pilar de la cama con ambas manos y se frotó la frente como si con ello fuera a deshacerse del dolor que le atenazaba el alma—. Oh, esposa virgen —prosiguió—, ¿por qué no te hicieron flaca y fea para que pudiera ignorarte tal y como tú deseas? Pero entre todas las mujeres de la ciudad de Londres, yo, pobre de espíritu, te elegí a ti, la más bella dama que ha tentado jamás a un hombre. Y no me tratas como a un hombre, sino como a un animal, demasiado cansado para buscarse una hembra. Jugueteas y posas ante mí y esperas que mis ánimos no se exalten. Me tientas y provocas y luego me niegas mis derechos maritales. ¡Oh, Dios! ¿Crees que acaso soy un eunuco junto al que estás a salvo? ¡Con tan sólo un chelín puedo comprar más ternura de la que tú eres capaz de darme! —Se apoyó en ella y la miró fijamente—. Pero yo te enseñaré, mi pequeña zorra —agregó, pellizcándole el brazo—. Te tomaré cuando y donde me plazca. —Recorrió con la mirada cada centímetro de su cuerpo y con voz grave masculló—: Que me condenen si no te tomo ahora.
Se abalanzó sobre la cama con los brazos extendidos, intentando agarrarla por la cintura. Bella se estremeció horrorizada y se apartó de un brinco, enfundada en el sensual camisón. Una lágrima empezó a brotar en sus ojos. Edward cayó despatarrado en medio del lecho, mirando estúpidamente el jirón que tenía atrapado en su mano. Se apoyó sobre un codo y, desconcertado, miró el cuerpo desnudo de su esposa, su piel blanca y resplandeciente ante la primera luz del alba. Luego se hundió en la cama lentamente, vencido por el estupor del alcohol. Su mano se relajó y el camisón cayó al suelo.
Bella lo observó con precaución por un instante, esperando que se levantara de nuevo y fuera por ella. Al no hacerlo, se aproximó a él y escrutó, por encima de su brazo, su rostro hundido en el edredón. Tenía los ojos cerrados y su respiración era regular.
—¿Edward? —lo llamó con desconfianza. No se movió. Sus ojos permanecieron cerrados.
Bella se acercó y le tocó la mano con mucha cautela, preparada para saltar si hacía el menor gesto de ir por ella. Lo empujó ligeramente y, al hacerlo, el brazo de Edward cayó de la cama colgando. Bella se acercó más, lo observó y le subió el brazo. Ahora estaba a salvo. Se agachó, recogió el camisón del suelo y lo depositó sobre los pies del lecho. Luego trató de quitarle el abrigo. No era tan fácil como parecía.
Pesaba demasiado para moverlo sola. Sólo podía hacer una cosa: ir a buscar a Seth. Se puso la camisola, se echó la capa por encima, salió de la habitación y bajó las escaleras hasta la habitación del criado. Llamó a la puerta y oyó cómo el hombre maldecía y tropezaba. La puerta chirrió al abrirse y apareció Seth frotándose los ojos. El enorme camisón casi le cubría las piernas patizambas y los dedos de los pies se retorcían sobre el suelo helado. En la cabeza llevaba un gorro de punto que le pendía por uno de los lados. Al verla, abrió los ojos de par en par, ocultando rápidamente la parte inferior de su cuerpo detrás de la puerta. Echó un vistazo a la primera luz del alba que ya entraba por la ventana y volvió a mirarla.
—¡Señora! ¿Qué está haciendo a estas horas? —inquirió.
—Necesito ayuda, Seth —dijo ella dulcemente—. El capitán ha bebido demasiado y hay que moverlo.
Seth le miró confuso y repuso:
—Sí, señora. En un momento.
Bella volvió a la habitación. Seth la siguió minutos más tarde con los pantalones perfectamente puestos. Vio a Edward despatarrado en medio de la cama, y abrió los ojos con expresión de sorpresa.
—Oh, esta vez el capitán se ha superado a sí mismo. —Suspiró. Miró de soslayo a la dama y añadió—: No es algo habitual en él, señora, se lo aseguro.
Bella no respondió. Se volvió hacia Edward y empezó a quitarle uno de los zapatos. Seth la miró y luego descubrió el camisón rasgado a los pies de la cama. Sin mediar palabra, se apresuró a ayudar a su capitán. Lo puso derecho y jumos le sacaron el abrigo, el corbatín y el chaleco. Excepto por algún gruñido o suspiro, Edward no despertó de sus beodos sueños. Bella miró a Seth con indecisión a la hora de quitarle los pantalones y ambos acordaron en silencio dejárselos puestos. Le cubrieron con la sábana y, antes de irse, Seth colocó un cubo al lado de la cama, a la altura de la cabeza de Edward. Se detuvo en la puerta.
—No despertará antes de mediodía, señora. Traeré algo para aliviarle el dolor de cabeza. —Echando una ojeada rápida por la ventana, murmuró—: Buenos días, señora.
Bella cerró la puerta tras sí y devolvió la capa al perchero. Arrastrando el edredón de la cama, se sentó en la silla más grande que había en la habitación, se arrebujó en ella hecha un ovillo y empezó a trabajar en el dechado. La impresión provocada por el regreso de Edward dio paso lentamente a una sensación de rabia. Ya no cosía el dechado a un ritmo pausado. Clavaba la aguja, desahogándose con ella.
—Rastrea las calles en busca de una fulana y como no encuentra una lo suficientemente animada —murmuró entre dientes— ¡entra aquí tropezando con todo y me busca para saciar sus deseos!
Edward, hundido en su almohada, continuaba durmiendo profundamente con el aspecto de un inocente bebé bien amamantado. Al verlo, Bella clavó la aguja de nuevo en la tela con una mirada llena de odio.
—¡Estúpido libidinoso! —levantó el hilo de un tirón—. Sólo cuando ya has saqueado la ciudad vuelves a mí. ¡Y entonces me muestras el demonio que mora en tu alma!
La falta de respuesta le animó a continuar. Era verdaderamente extraño que Bella pudiera desplegar su rabia y sarcasmo sin temer su castigo. Volvió a clavar la aguja.
—Maldices a todas las vírgenes, pero bien que no hace mucho me tomaste para saciar tus impulsos. —Se levantó de la silla, tirando el dechado al suelo. Muy irritada, empezó a caminar de un lado a otro de la habitación—. ¿Qué cree que voy a hacer?
¿Esperar humildemente en la cama y actuar como una vulgar prostituta a la mínima que chasquee los dedos? —Sus ojos se posaron en el abrigo que colgaba del respaldo de la silla. Hombros anchos y cintura estrecha—. ¿Qué se cree, que se me cae la baba cada vez que le veo y que pienso pasarme la vida satisfaciendo sus caprichos?
Se volvió y se acercó bruscamente al lateral de la cama para mirarlo. Edward permanecía inmóvil, sumido en un sueño profundo.
—Estúpido mentecato. Soy una mujer. Lo que celosamente guardaba para el hombre que yo escogiera, tú me lo arrebataste. Soy un ser humano y tengo mi orgullo.
—Con un gruñido, dio media vuelta, se sentó de nuevo en la silla, enfurecida, y se tapó con el edredón. Al volver a observar su atractivo rostro, una sonrisa maliciosa torció sus labios. ¡Ah, era un hombre tan magnífico!
Eran más de las diez cuando Bella despertó en la silla. Edward continuaba durmiendo profundamente. La joven se levantó y, al hacerlo, lanzó a su marido una mirada de desprecio antes de empezar a vestirse. Seth le trajo una taza de té y una magdalena. Una vez acabado el desayuno, la muchacha ordenó la habitación y se dispuso a esperar que su esposo despertara. Horas después del mediodía, se oyó un gemido procedente de la cama. Bella continuó cosiendo tranquilamente, viendo cómo Edward se sentaba lentamente en el borde de la cama. Hundió su cabeza despeinada y dolorida entre las manos como si sus hombros no pudieran sostenerla. Se quejó, miró a Bella de soslayo todavía agachado y, finalmente, se incorporó.
—Tráeme la bata —gruñó.
Bella dejó la labor y fue hacia el armario a buscarla. Edward rechazó su ayuda, se la arrebató y se la puso lentamente. Con un fuerte dolor de cabeza, se dirigió a la puerta y la abrió.
—Ten el baño preparado para cuando regrese —dijo—. Y será mejor que esté caliente si no quieres que te muerda el trasero.
Tras cerrar la puerta, Bella celebró satisfecha la irritación de su esposo, pero se apresuró a prepararle el baño, pues sabía que era mejor obedecerle. Edward regresó muy pálido, se deshizo de los pantalones y se los dio a ella sin mirarla. Luego, se introdujo en el agua humeante con sumo cuidado y contuvo la respiración al sentir la elevada temperatura. Soltó un jadeo antes de instalarse cómodamente, apoyando la espalda contra el barreño de metal. Permaneció largo rato inmóvil, hasta que alguien llamó a la puerta.
—¡Demonios, basta ya de este martilleo! —rugió enfadado. Hizo una mueca y añadió—: ¡Adelante!
Seth entró en la habitación de puntillas y con la cabeza gacha, portando una pequeña bandeja con una generosa copa de coñac. Intercambió una mirada furtiva con Bella para comprobar si había sobrevivido al trance y decidió que había capeado perfectamente el temporal. Le dio la copa a su capitán y se batió en una apresurada retirada.
Edward se bebió la mitad del coñac de un trago y luego apoyó su cabeza en la bañera, empezando a sentir el efecto del alcohol en su cuerpo. Bella preparó la toalla y la ropa y se acercó a la bañera para frotarle la espalda. Con la esponja y el jabón en la mano, se lo quedó mirando durante unos instantes. Observó que Edward empezaba a sudar profusamente, eliminando el alcohol que había ingerido la noche anterior. Tenía los ojos cerrados y los brazos apoyados en los bordes de la bañera. Incluso parecía feliz. Demasiado feliz. Sintiendo el deseo irreprimible de interrumpir su ensoñación, se aproximó a él y tiró la esponja y el jabón al agua. Edward se sobresaltó ligeramente cuando el agua salpicó su rostro. Abrió un ojo y miró a Bella. Su semblante estaba empapado y el agua caía lentamente por su barba. No hizo nada para secársela. Taladró a Bella con el ojo que tenía abierto y contempló cómo la joven se descomponía lentamente hasta perder el poco coraje que le quedaba. Se apartó rápidamente a una distancia prudencial, y empezó a ocuparse en tareas absurdas bajo su mirada atenta.
Cuando Edward se sentó finalmente en el barreño, Bella regresó para ayudarle.
—¡Lárgate de aquí, maldita mujer! —gritó él, que había perdido los nervios al verla buscar el jabón—. ¡Sal de mi vista! Puedo bañarme solo. ¡No soporto que ninguna gatita me rasque la espalda!
Bella dejó caer el jabón sobresaltada y se alejó apresuradamente hacia la puerta.
Al abrirla, Edward le preguntó en tono malicioso:
—¿Dónde te crees que vas de esa manera?
Bella se tocó el hombro, luego la espalda. Había olvidado que estaba medio desnuda. Alzó la cabeza y le contestó con aire señorial:
—Voy abajo a que Seth me abroche el vestido.
Cerró la puerta velozmente antes de que Edward pudiera hacer cualquier comentario. La explosión de blasfemias y maldiciones que vino del interior de la habitación le confirmó que su esposo no estaba demasiado comento con ella. De camino al comedor, se cruzó con una camarera a la que le pidió que le abrochara el vestido.
Era domingo, la posada estaba tranquila y el comedor casi vacío. Bella pidió té, se sentó en la mesa de siempre y conversó tranquilamente con la mujer del posadero. No transcurrió mucho tiempo hasta que Edward se reunió con ella. Con el ceño fruncido, se sentó sin mediar palabra. Una vez que la posadera les sirvió la comida y se hubo marchado a realizar sus labores, Edward le habló malhumorado.
—Será mejor que vaya con cuidado con lo que hace, señora mía —la amenazó—, a menos que desee que la ponga sobre mis rodillas, le levante las faldas y azote sus desnudas posaderas.
Bella le dedicó una mirada de niña inocente con sus azules ojos y fingió no saber la causa de su enfado.
—Dime, mi amor, ¿por qué razón deseas azotar a tu propia mujer, llevando a tu hijo en su interior?
Edward apretó las mandíbulas.
—Bella —masculló—, no juegues conmigo o comprobarás que no estoy de humor.
La joven tragó saliva con dificultad y volvió a concentrarse en su plato. El más ligero movimiento en la mejilla de su esposo bastaba para disuadirla. Una vez más, estaba completamente intimidada.
Al retirarse a sus aposentos aquella noche, Edward vio el camisón rasgado en el armario. Lo tocó y frunció el entrecejo, luego se volvió y vio a Bella metiéndose en la cama cubierta con la camisola. Apagó las velas y se desnudó en la oscuridad.
Permaneció largo rato mirando el techo con las manos detrás de la cabeza. Bella le dio la espalda situada todo lo lejos que le permitió la anchura de la cama. Se había tapado hasta el cuello con el edredón, como si éste la protegiera de su esposo. Edward blasfemó en voz baja, se volvió y decidió que, después de todo, no había ocurrido nada pues Bella estaba demasiado complacida con ella misma y, además, él no sentía ningún alivio en su cuerpo.
A la mañana siguiente, Edward sacó a su mujer de la cama antes del amanecer sin darle tiempo a protestar.
—Apresúrate, no puedo llegar tarde. Vamos a cargar el Fleetwood esta mañana y debo estar presente.
La ayudó a vestirse y luego él hizo lo mismo. La condujo escaleras abajo y desayunó apresuradamente mientras ella bebía una taza de té intentando no bostezar. Una vez finalizado el exiguo ágape, la escoltó hasta el exterior de la posada, donde se encontraban los excusados, y esperó a que terminara. La llevó de vuelta a sus aposentos y le dio instrucciones a Seth. Después se marchó y no regresó hasta altas horas de la madrugada. Como la noche anterior, se desnudó en la oscuridad y se metió en la cama procurando no despertarla. Durante los días venideros, el horario fue el mismo, y Bella no habló con Edward excepto durante el desayuno. Ella permanecía en la habitación durante el tiempo que él estaba fuera, entreteniéndose lo mejor que podía.
Comía allí mismo o, si no había muchos marineros, en el comedor, custodiada por Seth.
La cuarta noche Edward llegó pronto. Bella se encontraba en la bañera. No esperaba el arribo de su marido a esas horas de la tarde. Cuando la puerta se abrió, se sobresaltó y soltó un grito ahogado.
El hombre dudó un momento antes de entrar, contemplando con placer la encantadora y atractiva imagen doméstica. Bella se incorporó, cruzando los brazos recatadamente. Abrió sus enormes ojos azules, recuperándose lentamente del sobresalto. Su húmeda piel brillaba y resplandecía bajo la suave luz de la vela. Su cabello estaba recogido sobre la cabeza y algunos bucles caían sugerentemente sobre los hombros. Era una escena realmente seductora, lo más bello que había tenido el placer de ver aquel día.
Junto al barreño de metal había un pequeño taburete para ayudarla a entrar y a salir y, sobre él, una botella de aceite de baño y una pastilla de jabón. Edward sonrió tiernamente y se apoyó contra la puerta. Al cabo de unos segundos la cerró y, con paso acompasado, cruzó la habitación hasta la bañera, se apoyó en ella y se inclinó como si fuera a besarla.
—Buenas tardes, mi cielo —murmuró dulcemente. Muy confundida por sus amables modales y sintiéndose atrapada, Bella se fue hundiendo lentamente en el barreño hasta que el agua le cubrió los hombros. Intentó devolverle la sonrisa, pero le temblaban demasiado los labios. Edward rió burlón ante el esfuerzo de su esposa y se irguió. De pronto, todo lo que la muchacha alcanzó a ver de él fue su mano con la pastilla de jabón. Edward la lanzó al agua justo enfrente de su rostro, empapándola y dejándola farfullando casi sin aliento. Ella abrió los ojos y se encontró con la mano de Edward sosteniendo una toalla.
—Sécate la cara, cielo —ordenó—. La tienes muy mojada. Bella le arrebató la toalla furiosa y se restregó los ojos.
—Oh, eres... eres... —Se atragantó, muy enfadada. Edward se alejó riendo.
Se sentó en una silla con los pies estirados y la observó intentando aguantarse la risa. Pero al ver la mirada llena de odio de su mujer soltó una carcajada.
—Disfruta de tu baño, amor —le dijo, inclinándose hacia adelante, como si fuera a levantarse—. ¿Te importa si te froto la espalda?
Bella apretó las mandíbulas, impotente, y empezó a incorporarse para salir del barreño, pero vio que él se apoyaba nuevamente en la silla indicándole que volviera a estirarse.
—Relájate, Bella, y disfruta —dijo en tono más serio—. Probablemente éste va a ser el último buen baño que te des en un tiempo.
Bella se sentó y lo miró desconcertada. Pensó que se trataba de una nueva fórmula de impartir disciplina.
—Edward... te lo ruego. Tengo muy pocos placeres y éste es el que más disfruto.
Imploro a tu generosidad, Edward, no me prives de esto. Oh, por favor. Lo disfruto tanto.
Edward dejó de sonreír, se levantó de la silla y se acercó al barreño. La joven permanecía sentada mirando hacia abajo, completamente abatida, como una niña esperando a ser reprendida. Cuando Edward finalmente habló, lo hizo con ternura.
—Estás cometiendo una grave injusticia conmigo, Bella, al suponer que, por despecho, me atrevería a negarte un placer como éste —comentó—. Me refería a que mañana subiremos a bordo y permaneceremos allí tres días antes de zarpar.
Bella miró fijamente a Edward. El resplandor de la vela iluminó sus senos.
—Oh, Edward, lo siento —se disculpó sumisa—. He sido muy mezquina al pensar mal de ti. —Guardó silencio al advertir que la mirada de Edward había descendido.
Él tenía los labios blancos y el tic nervioso en la mejilla. Bella se ruborizó intensamente y, disculpándose con un murmullo inaudible, se llevó la esponja a los pechos. Edward se volvió bruscamente y se acercó a la ventana.
—Si sales del barreño —dijo hoscamente sin mirarla—, podremos cenar en condiciones más civilizadas. Y mejor será que te des prisa. Le ordené a Seth que fuera a buscar la cena.
Bella obedeció en el acto.
Cuando Edward la despertó, a Bella le pareció que se acababa de acostar.
Todavía era de noche, pero él ya estaba perfectamente ataviado. La sacó de la cama y le acercó la ropa. Bella se enfundó en el vestido con la ayuda de su esposo. Mientras él le abrochaba los corchetes, ella se arreglaba el cabello. Le colocó la capa sobre los hombros y la esperó junto a la puerta mientras ella se frotaba el rostro con una toalla húmeda, borrando cualquier vestigio del sueño. Luego bajaron las escaleras, y desayunaron velozmente. Al cabo de un rato, caminaban en dirección al barco.
La tripulación ya estaba en movimiento, preparando el navío para subir la carga del día. Los hombres interrumpieron su actividad para ver cómo su capitán y su joven esposa subían a bordo. Les siguieron con la mirada hasta que desaparecieron por la puerta, bajo el alcázar.
Una vez en el camarote, Bella se deshizo de la capa y se metió en la litera. No se enteró ni de cuando Edward le tapó con el edredón. Tras acabar el almuerzo que Edward le había llevado, subió a cubierta y se quedó apoyada en el pasamanos, observando la actividad de los marineros en el puerto. Estaba repleto de vendedores que pululaban por los muelles vendiendo fruta y verduras frescas a los marineros, ansiosos por romper su monótona dieta consistente en cerdo salado y curado, guisantes y sequetes. Ricos mercaderes, elegantemente ataviados, tropezaban con mendigos y ladrones que intentaban saquearles los bolsillos. Algunos marineros paseaban con prostitutas a las que acariciaban abiertamente y carruajes que esperaban a ser alquilados. Vivos colores se mezclaban con la rutina, para vestir el puerto en su esplendor diario.
Había barcos cargando y descargando. Las blasfemias de los marineros se mezclaban con los gritos de los vendedores ambulantes y los regateos de los mercaderes. Dos marineros del Fleetwood mantenían la zona despejada para que los carromatos pudieran detenerse a descargar los suministros. Bella nunca había visto un lugar con tanta actividad. Parecía un poco aturdida apoyada en el pasamanos, disfrutando de la vista de cuanto acontecía allí abajo. De vez en cuando, podía oír la voz grave y autoritaria de Edward en diferentes partes del barco, dando órdenes a sus hombres mientras éstos subían a bordo el cargamento. A ratos le veía hablando con Uley, con el contramaestre o con el oficial de cubierta. En otras ocasiones, podía verlo abajo, en los muelles, conversando con comerciantes.
Era ya tarde cuando llegó Seth en un carro tirado por caballos, cargado con su baúl, la bolsa de lona de Edward y, para su sorpresa, el barreño de metal de la posada. Muy confundida, vio cómo descargaban los objetos del carro y los subían a bordo. Al dejar la bañera sobre la cubierta, Bella la observó sonriente. Fue entonces cuando comprendió que Edward la había comprado para ella. Miró primero a Seth, luego a su marido, que conversaba con el señor Uley. Edward había controlado a su criado en la ascensión del artilugio. Ahora se había vuelto hacia ella y sus miradas se encontraron. Bella se sintió llena de alegría y vitalidad. No había regalo más bello o más caro que pudiera hacerla tan feliz como el barreño de metal. Su sonrisa era dulce, cálida y hermosa. Al verla, Edward quedó atrapado por su hechizo. El señor Uley se aclaró la garganta y repitió la pregunta.
Estaba anocheciendo cuando madame Fontaineau y dos de sus asistentas llevaron los vestidos a Bella. Después de dar su visto bueno, Edward sacó una caja fuerte de su baúl y empezó a contar el dinero para madame. La modista se acercó sigilosamente para echar un vistazo al contenido de la caja y dejó escapar un sonoro suspiro al ver la cantidad de dinero que ésta guardaba. Edward arqueó una ceja mirando a la mujer, haciendo que regresara a su sitio al otro lado de la mesa, y continuó contando.
Madame Fontaineau miró de soslayo a Bella, arrodillada frente a su baúl, desempaquetando vestidos y otros artículos. Volvió a fijarse en Edward, sonriéndole con un destello calculador en los ojos. La visión del dinero siempre le hacía ser un poco imprudente.
—¿Regresará madame con usted el año que viene, monsieur?
—No —contestó Edward.
Madame Fontaineau, cuya sonrisa se ensanchó, se atusó el cabello.
—Cuando regrese, vendrá a mi tienda a comprarle nuevos vestidos ¿no, monsieur?
Estaré esperando ansiosa el momento de coser para ella de nuevo —afirmó, coqueteando con él—. Mis talentos estarán a su disposición, monsieur.
Bella, cuyos inocentes oídos no captaron el comentario, continuó con su tarea sin mirar a la modista. Pero Edward entendió perfectamente cuáles eran las intenciones de ésta. Mantuvo los ojos fijos en Madame Fontaineau y luego bajó la mirada haciendo una valoración, deteniéndose por un instante en su busto de matrona y sus caderas anchas.
Luego, volvió a centrarse en el dinero.
—Me ha entendido mal, madame —la corrigió—. Quiero decir que jamás regresaré a Inglaterra. Este es mi último viaje.
La mujer retrocedió, impresionada por la respuesta. Instantes más tarde, Edward se acercó a ella y le entregó una bolsa con el dinero que le debía. Madame Fontaineau no esperó a contarlo. Se dio media vuelta y, sin mediar palabra, se marchó.
Durante la cena, Edward no intercambió una palabra con Bella, abstraído en sus asuntos. Al acabar, ésta se retiró a la litera y él se quedó trabajando en sus libros, recibos y facturas, sentado en el escritorio. Era más de medianoche cuando apagó las velas, se desvistió en la oscuridad y se metió en la cama junto a ella. Todavía despierta, Bella se apartó para dejarle algo más de espacio, aunque no había mucho que compartir. Se dieron la espalda mutuamente. Por diferentes motivos, intentaron no recordar cuanto había acontecido la última vez que habían compartido la litera.
Los dos siguientes días pasaron veloces. La carga había sido estibada, el aprovisionamiento estaba completo, las últimas escotillas aseguradas y finalizadas las despedidas. Grandes botes remolcaban al Fleetwood hacia el puerto para que pudiera desplegar las velas y aprovechar el viento terral del anochecer. Todos a bordo permanecían en silencio y pensativos, todo menos el navío, que crujía impaciente por gozar del fresco céfiro que lo conduciría de vuelta a casa.
Era un atardecer tranquilo. El mar cristalino estaba en calma. El barco, con sus gavias y bregas desplegadas, esperaba las primeras ráfagas de viento. El sol, casi en el ocaso, iluminaba los tejados de Londres. De pronto, una gavia aleteó fuertemente rompiendo el silencio. Todos miraron inmediatamente hacia arriba. El sol se había puesto ahora y la fría brisa rozaba el rostro de Bella, que estaba de pie, junto a Edward, en el alcázar. Una vez más, las velas aletearon y la voz de Edward retumbó:
—¡Levad anclas! Animaos, princesas, nos vamos a casa.
El cabestrante del ancla empezó a sonar en el castillo de proa y la voz de Edward adoptó un tono casi de alegría.
—¡Virad! ¡A estribor!
El ancla abandonó las aguas del Támesis y el barco empezó a ganar velocidad. Bella observó cómo las luces se alejaban en la oscuridad y un nudo atravesó su garganta.
Ya era de madrugada cuando Edward entró en su camarote y se dispuso a dormir.
Durante el desayuno, le explicó a Bella lo que esperaba de ella a lo largo de aquel largo viaje.
—Por lo que a mí respecta, Bella —aclaró—, las cubiertas pertenecen a mis hombres hasta una hora razonable de la mañana. Si le aventuras a salir demasiado temprano, puede que lo que veas te incomode. Te aconsejo que permanezcas en el camarote hasta tarde.
Bella asintió, obediente, con la mirada fija en el plato y las mejillas ligeramente sonrosadas.
—Y las bodegas son terreno prohibido para ti —continuó él—. Ahí es donde viven los hombres y eres un dulce demasiado tentador en un viaje tan largo. No me gustaría tener que matar a uno de mis hombres por haber perdido el juicio. Por lo tanto, te mantendrás alejada de allí y fuera de su camino.
Edward la miró por encima de su taza de café. Ella cogió la suya y lo observó atentamente, muy ruborizada. El enorme anillo de oro que coronaba el delgado dedo de la joven, resplandeció captado por uno de los primeros rayos de sol de la mañana.
Edward frunció el entrecejo y bajó lentamente la mirada.
Entrada la tarde, poco después de las cuatro, Bella oyó cómo el vigía gritaba:
—¡Mar abierto! A proa y cuarto a estribor.
La tarde era de un color gris invernal. El cielo estaba cubierto con nubes bajas que lo surcaban veloces. El viento soplaba fresco del nordeste cuando Bella subió al alcázar. Edward estaba junto al timón, observando cómo el sur de Inglaterra se alejaba en el horizonte.
—Timonel, manténgalo en dirección oeste —ordeno, y bramó a las alturas—:
¡Vigilad las vergas, marineros, y haced otro nudo en la vela mayor!
Permaneció largo rato con los brazos cruzados a la espalda y los pies firmemente pegados al suelo, sintiendo la cubierta y observando las jarcias, los mástiles y las velas hasta que estuvo satisfecho con su barco adrizado con el viento de popa. El sol, muy bajo y rojo en el horizonte, teñía las nubes de un tono dorado y salpicaba el mar de color carmesí. Inglaterra estaba ahora tras ellos, negra y dorada inmersa en la bruma. Bella divisó, con el corazón en un puño, la última imagen de su país. Al cabo de un instante lo vio desaparecer de su vista y de su vida para siempre.
Bueno, quien mas odia a Edward? algunas veces me dan ganas de matarlo, por ser tan malo con la pobre Bella, lo unico que logra con eso es alejar un poco mas a Bella pero veremos que hace para cambiar eso... uds que opinan?
nos vemos el sabado con un nuevo capitulo
besos y abrazos
