Todos los personajes pertenecen a Stephenie Meyer. La historia es completamente de la maravillosa Judy Christenberry, yo solo hago la adaptación. Pueden encontrar disponible todos los libros de Judy en línea (Amazon principalmente) o librerías. ¡Es autora de historias maravillosas! Todos mis medios de contacto (Facebook y antigua cuenta de Wattpad) se encuentran en mi perfil.


Cuando Isabella se medió despertó a la mañana siguiente, suspiró de satisfacción y se frotó el rostro con el pecho de Edward, retrasando lo inevitable. No quería salir de aquel calor que la en volvía.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba encima del pecho de Edward.

Lanzó un gemido y se apartó del cuerpo que la te nía abrazada.

—¡Edward!

Pero las acusaciones se ahogaron en su garganta cuando él se despenó. ¿Cómo podía acusarlo de nada cuando estaba dormido?

—¿Qué? —murmoró él con los ojos aún cerrados. En realidad, la estrechó contra sí—. No te muevas, está entrando aire frío.

Isabella volvió a apartarse de él, empujándolo con las manos.

—¡Edward! ¡Deberías haberte quedado en tu lado de la cama!

Despacio, Edward abrió sus claros ojos verdes.

—¿En mi lado?

Isabella no dijo nada, esperó a que sus palabras penetraran el adormilado cerebro de aquel hombre.

Edward frunció el ceño. De repente, apartó las manos del cuerpo de ella y Isabella, inmediatamente, sintió frío.

—Yo... no me había dado cuenta. Supongo que... tenía frío.

Isabella tuvo la impresión de haber reaccionado con excesiva violencia, pero ahora no podía echarse atrás.

—He oído cosas parecidas.

—Lo digo en serio, te lo prometo. No he...

—No te preocupes, Edward, no ha pasado nada —dijo ella sintiendo una repentina calma—. ¿Qué hora es?

Al mismo tiempo de hacer la pregunta, Isabella se miró el reloj. ¡Las nueve!

Volvió la cabeza para decirle que era muy tarde y lo encontró mirándola con expresión de perplejidad.

—¿Qué pasa? ¿Tengo los pelos de punta?

Como si no pudiera evitarlo, Edward extendió la mano y le apartó un mechón de cabello del rostro.

—No, tienes un pelo precioso.

Estar en la cama con un hombre que le había toca do el pelo con semejante reverencia le puso nerviosa. Porque quería devolverle el favor, quería alisarle el cobrizo cabello.

—Creo que, si te parece bien, voy a ser la primera en utilizar el baño. ¿De acuerdo?

Él asintió y ella se levantó de la cama, alejándose de Edward.

La cama estaba mucho más fría sin Isabella en ella, acurrucada contra él. Y tampoco era tan interesante.

Mejor dejar de pensar en eso. Iba a abandonar aquel refugio que ocultaba la reacción que su cuerpo había tenido debido a esa mujer.

Edward miró su reloj de pulsera y vio que pasaban unos minutos de las nueve. Hacía años que no se despertaba tan tarde.

Pero no le habría importado pasar el día entero en la cama si Isabella le hubiera hecho compañía.

Sacudió la cabeza, disgustado consigo mismo. Era solo deseo sexual, no había estado con ninguna mujer desde su divorcio.

Tenía que empezar a salir, eso solucionaría el problema.

La puerta del cuarto de baño se abrió y Isabella se adentró en la habitación con la misma ropa con la que había dormido.

—Tu turno. —dijo ella animadamente.

—Gracias. ¿Vas a ir así vestida hoy?

Las mejillas de ella enrojecieron, haciéndola mu cho más tentadora.

—Sí. Es la ropa de más abrigo que tengo.

—Eh, no ha sido una queja —dijo Edward inmediatamente—. Creo que es una decisión muy acertada. Yo voy a hacer lo mismo.

Edward se dirigió al cuarto de baño antes de volver a decir algo inconveniente.

Cuando salió, Isabella estaba hablando por teléfono.

—Perdona el retraso, mamá. Llegaremos al final de la tarde.

Se despidió y colgó.

—¿Estaba tu madre preocupada por ti?

—Supongo que sí, aunque siempre disimula esas cosas. Imagino que es porque tuvo cinco hijos antes de tenerme a mí.

Edward lanzó una queda carcajada.

—Debiste darles la sorpresa del siglo.

Ella le sonrió.

—¿Por qué crees que soy la última? Mis hermanos dicen que mis padres se pararon porque tuvieron mie do de tener otra hija.

Edward sacudió la cabeza.

—Será mejor que yo también llame a Carlisle. Lo llamé desde casa de Alice antes de salir, pero no quiero que se preocupe.

Después de que Edward colgara el teléfono, Isabella le preguntó:

—¿Quién es Carlisle?

—Es el encargado del rancho. Y también es mi maestro. Montar a caballo era lo único que sabía sobre ranchos cuando volví a Oklahoma.

—¿Cuándo volviste desde Nueva York?

—Sí.

—Es un cambio enorme pasar de agente de bolsa a ranchero.

Edward asintió, pero no ofreció ninguna explicación.

—¿Lista? Creo que deberíamos ponernos en marcha; es decir, si la carretera está transitable y no la han cerrado.

—¿Lo sabrá el hombre de la recepción?

—Es lo más probable.

Llevaron el equipaje al coche. Habían caído unos centímetros más de nieve durante la noche, pero Isabella logró poner el coche en marcha y conducir hasta la oficina de recepción.

Cuando ella abrió la puerta del coche al tiempo que lo hacía él, Edward se la quedó mirando.

—¿Vas a entrar tú también?

—Sí. Tengo que pagar.

—Ayer te dije que pagaría los gastos del viaje si me dejabas ir en el coche contigo.

—Pero no sabías que iba a ser un viaje tan largo. No es necesario...

—Quédate en el coche —le ordenó él—. Voy a entrar para ver si me informo del estado de las carrete ras.

Esperando que ella le obedeciera, Edward salió del coche.

Cuando oyó la otra puerta al cerrarse, se dio cuenta de que había cometido un error.

¡Cómo había podido empezar a encontrarle agra dable! Ahora había vuelto a su comportamiento machista típico.

Llegó antes que él a la puerta de la oficina.

—Buenos días, señorita. ¿Desea una habitación? —preguntó el hombre detrás del mostrador con una sonrisa en su rostro.

—No, tengo habitación. La nueve.

—Ah, sí, el señor está con usted. —dijo el hombre asintiendo en dirección a Edward.

—¿Están abiertas las carreteras? —preguntó ella, ignorando a Edward.

—Sí, lo están. Esta mañana, a eso de las siete, he oído la máquina quitanieves. ¿Hacia dónde se dirigen?

—Al sur. —respondió Edward antes de que ella pudiera hacerlo.

—En ese caso, no tienen problema. A partir de setenta u ochenta kilómetros al sur, no hay mucha nieve.

Isabella, aliviada, abrió el bolso para sacar la tarjeta de crédito. No creía poder aguantar una hora más en la pequeña habitación con Edward.

—¿Van a pagar con tarjeta de crédito? —preguntó el hombre.

Edward y ella respondieron al unísono que sí.

—Solo necesito una tarjeta. —dijo el hombre con calma.

Edward agarró a Isabella del brazo.

—Por favor, Isabella, déjalo. Venga, pongámonos en marcha cuanto antes.

Tras lanzarle una furiosa mirada, Isabella se soltó el brazo y salió de la oficina inmediatamente.

—¿Hay por aquí cerca algún sitio donde podamos desayunar? —preguntó Edward antes de salir.

—Hay un café muy bueno siguiendo la carretera a un kilómetro y medio de aquí. El café Roadrunner.

—Gracias.

De vuelta en el coche, aún enfadada con él, Isabella emprendió el camino.

—Si no te importa, me gustaría desayunar antes de viajar.

Ella le lanzó una rápida mirada.

—¿No vas a ordenarme que me pare?

—No. Si quieres morirte de hambre, supongo que tendré que hacerte compañía —Edward se cruzó de brazos y clavó los ojos en la carretera.

Isabella sabía que estaba comportándose de una forma ridícula.

—De acuerdo, pararemos a desayunar. Pero, como tú has pagado la habitación y la cena de anoche, yo pago el desayuno.

—Te vas a arrepentir. Me gustan los desayunos fuertes —comentó él sonriendo.

.

.

—Habitación nueve, por favor.

El encargado se rascó la cabeza.

—Lo siento, pero se han marchado hace diez minutos.

—¿Qué se han marchado? ¿Quiénes?

—Los dos que estaban en la habitación.

—¿Dos mujeres?

—No, un hombre y su mujer. Una castaña muy guapa —el encargado miró el recibo de la tarjeta—. Un tal señor Masen.

—Lo voy a matar —exclamó el hombre que había llamado al motel antes de colgar el teléfono.

.

.

Isabella aún no había hecho las paces con su acompañante cuando acabaron de desayunar. Sin embargo, él, que había tomado un desayuno enorme, es taba animado, a pesar del silencio de ella.

—¿No vas a comerte esa loncha de beicon? —preguntó Edward.

Isabella se lo quedó mirando.

—¿Todavía tienes hambre?

—Bueno, no exactamente —confesó Edward—, pero no me gusta desperdiciar una buena loncha de beicon.

En silencio, Isabella le pasó su plato. Edward volvía a recordarle a sus hermanos; en lo que a comer se referían, eran aspiradoras.

Pero no había pensado en sus hermanos aquella mañana al despertarse en los brazos de Edward. En realidad, si sus hermanos y su padre supieran lo que había estado pensando, se subirían por las paredes. Según ellos, debía llegar a los treinta años sin que nadie la hubiera besado siquiera.

Cuando se dio cuenta de que tenía los ojos fijos en los labios de Edward, desvió rápidamente la mirada. La pareja de la mesa de al lado llamó su atención. El hombre se ocultaba detrás de un periódico. Su esposa, según su suposición, estaba atendiendo a cuatro niños entre las edades de dos y diez años.

Mientras los observaba, el niño de dos años se escurrió de su asiento y echó a correr, acercándose a la mesa que ella y Edward ocupaban. La madre le gritó que se estuviera quieto, cosa que el niño ignoró; sin embargo, el grito también llamó la atención de Edward. Y cuando el niño siguió corriendo, Edward lo agarró y se lo sentó encima.

— ¡Eh, pequeño! ¿A dónde vas con tanta prisa?

El niño trató de soltarse, pero no pudo. La sonrisa de Edward impidió que se asustara; por lo tanto, el pequeño no gritó, como ella había imaginado que haría.

La madre, inmediatamente, se levantó de la silla y fue por su hijo.

—Muchísimas gracias. Buster no puede estarse quieto ni un momento.

El marido, entonces, bajó el periódico que estaba leyendo y protestó.

—Sofía, ¿es que no puedes hacer que estos niños se estén quietos?

—Por supuesto, querido. —murmuró la mujer. Después, volvió a darle las gracias a Edward y, con Buster de la mano, volvió a su mesa.

—Es para matar a ese hombre. —murmuró Isabella. No soportaba a los hombres que no participaban en la crianza de sus hijos.

—Sí.

Isabella lo miró con sorpresa.

—¿Por qué te sorprende que esté de acuerdo contigo?

—No creía que... Pensaba que te molestaba mi actitud feminista.

Edward sonrió traviesamente.

—Solo cuando exageras. Pero, en mi opinión, los hombres también deben educar a sus hijos, no solo las mujeres.

Isabella no podía estar más de acuerdo con él.

—¿Te... gustaría tener hijos?

La mirada de él se endureció.

—No. Es decir, no me importaría tener hijos, pero para eso necesitaría una mujer. No quiero repetir la experiencia.

Ah, sí, su esposa. La mujer que ella le recordaba. Sin saber por qué, le dolió más que la primera vez.

—Es una pena, serías un buen padre. —comentó Isabella.

—¿Era tu padre un buen padre?

—El mejor —le aseguró ella con una sonrisa. Después, su expresión ensombreció—. Es decir, hasta que me hice adolescente. A partir de entonces, mi padre y mis hermanos se han convertido en carceleros.

Edward se limpió los labios con la servilleta.

—¿No estás exagerando?

Antes de que Isabella pudiera responderle, la ca marera se acercó a su mesa.

—¿Algo más? ¿Más café?

—No me importaría otra taza de café antes de ir nos —dijo Edward—. ¿Y tú, Isabella? ¿Otro café?

—Sí, gracias. Ah, y la cuenta, por favor.

Se quedaron sentados, en silencio, hasta que la camarera regresó con dos humeantes tazas de café y la cuenta. A pesar de que era ella quien la había pedido, la camarera, con una sonrisa, se la dio a Edward.

—Démela a mí. —dijo Isabella.

La camarera pareció sorprendida, pero Edward no pro testó.

Isabella dejó su tarjeta de crédito en la pequeña bandeja e ignoró el gesto que hizo la camarera, que murmuró algo mientras se alejaba.

—¿Qué ha dicho?

Edward la miró.

—Creo que no te va a gustar. Olvídalo, ¿te parece?

Cosa que ella ignoró.

—Dímelo.

Edward enderezó los hombros.

—Ha dicho que supone que lo valgo.

Isabella sabía que Edward estaba bromeando al fingir que se enorgullecía de que la camarera le considera se tan valioso como un desayuno. Decidió burlarse de él.

—¿Te ha tomado por un gigoló?

—¿No será que cree que, para conseguir un hombre, tienes que pagar por él? —respondió Edward rápida mente.

—Quizá se haya dado cuenta de que te gusta estar al mando —dijo ella mirándolo por encima del hombro.

La camarera regresó y Isabella, rápidamente, firmó el recibo. Después, se levantó inmediatamente del asiento.

Edward la imitó.

—Estar al mando, ¿eh? —comentó Edward entre dientes.

Entonces, justo después de que la camarera se diera media vuelta, Edward agarró a Isabella, haciéndola de tenerse, y la besó.

El calor de los labios de él la afectó profundamente. Antes de que ella pudiera responder, Edward la soltó.

—Gracias por el desayuno, querida.

Entonces, Edward salió del café.

Seis horas más tarde, solo habían intercambiado unas palabras. Edward la había estado observando mientras conducía y empezó a notar el cansancio de Isabella.

—Te he dicho que, cuando quieras, te relevo al volante. ¿Quieres que conduzca yo ahora? —preguntó Edward por fin, consciente de que Isabella no iba a pedírselo nunca.

—¿Quieres tomar el mando? —dijo ella con irritación en la voz.

—Yo no diría eso —respondió Edward inmediatamente—. Es solo que llevas conduciendo tú todo el tiempo y aún quedan unas cuatro horas para llegar.

—Estoy bien —le aseguró Isabella sin mirarlo—. Estamos cerca de un pueblo, ¿quieres que paremos a almorzar?

—Sí, me parece bien.

Se detuvieron en un pequeño café. Isabella necesitaba reponer fuerzas, pensó él.

—Me sorprende encontrar un establecimiento abierto en el día de Acción de Gracias —comentó ella después de que se hubieran sentado a la mesa.

Una animada camarera los saludó.

—Abrimos todos los días del año. Tenemos clientes que solo comen aquí, que no tienen otro sitio adonde ir. ¿Van ustedes a pasar el día con su familia?

—Sí —respondió Isabella.

—Estupendo. Bueno, ¿qué van a tomar? Tenemos el especial del día de Acción de Gracias: pavo y demás.

—De acuerdo, el especial para mí —dijo Isabella con una cansada sonrisa.

—Para mí también —dijo Edward. Después de que la camarera se hubo marchado, Edward se inclinó hacia delante y preguntó:

—¿Cómo te encuentras?

—Estoy bien —respondió ella sin mirarlo.

—¿Te sentirías mejor si te pido disculpas?

Sus miradas se encontraron.

—¿Disculpas por qué?

—Por besarte. No debería haberlo hecho.

—¿Por qué te he recordado a tu ex? —preguntó ella mordazmente.

Edward notó amargura en su voz, cosa que le extrañó. Pero lo que más le sorprendió fue no haber pensado en su esposa en absoluto.

Durante los dos últimos años, no había habido mujer que se le acercara a la que no comparase con Jessica. Y todas, sistemáticamente, le habían desagradado.

Sin embargo, pensar en Isabella solo despertaba su deseo. Y no, no le recordaba a Jessica.

—No, no por eso. Porque me he aprovechado de ti.

Isabella bajó los ojos.

—No debería haberte llamado gigoló.

Edward sonrió.

—Me han llamado cosas peores.

La camarera volvió a la mesa con dos platos repletos de pavo y guarnición.

—Ahora mismo les traigo el café.

Isabella, sin moverse, se quedó mirando su plato.

—¿Te pasa algo? —le preguntó Edward con preocupación.

Ella lo miró a los ojos brevemente y Edward, con consternación, vio lágrimas en sus ojos. Sacudiendo la cabeza, Isabella agarró el tenedor.

—Isabella, ¿qué te pasa? ¿He dicho algo que no debía?

La camarera les llevó el café.

—¿Necesitan algo más?

Edward, apresuradamente, le dijo que no.

—Dejen sitio para la tarta, está incluida en el menú. Además, Joe hace la mejor tarta de nueces del mundo.

Cuando la camarera se alejó, a Isabella se le escapó un sollozo.

Edward le agarró la muñeca.

—Isabella, por favor, dime qué te pasa.

— ¡Nada! Nada, es una tontería.

—Dímelo. —insistió él, pero con ternura.

Tras un momento de vacilación, Isabella contestó:

—Creía que hoy iba a pasar el día en casa comiendo pavo con mi familia.

Edward sintió un inmenso alivio y le soltó la muñeca.

—¿Es solo eso, que echas de menos tu casa y a tu familia?

Isabella lo miró furiosa.

—No es necesario que hagas que me sienta una idiota. Ya sé que...

—Cielo, no he querido decir eso.

— ¡Y no me llames cielo! —exclamó Isabella se cándose los ojos con la servilleta.

—Isabella, no me pareces una idiota. Lo que pasa es que tenía miedo de que te estuvieras sintiendo físicamente mal o que te ocurriera algo malo.

Isabella, sin mirarlo, se llevó un trozo de pavo a la boca.

—Puede que solo sea que tengo hambre.

—Yo, desde luego, sí que la tengo. —le aseguró él antes de empezar a comer también.

Pero el hambre que sentía no era de comida. Y no creía que pudiera satisfacerla a corto plazo.


Y miren a estos dos, un paso adelante dos atrás. ¡Pero al fin la beso! Siento que Bella extraña muchísimo a su familia y a su tierra natal pero tal vez la aprensión y control que sus hermanos y padre intentan ejercer sobre ella la aleja, ¿han notado lo susceptible que es ante cualquier acción de Edward? Creo que algunas de aquí la podemos entender. Y como vimos, parece ser que están bastante cerca.

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Ariam. R.


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