Al día siguiente, los nuevos alumnos se adaptaban poco a poco a sus nuevas clases. Haru se había integrado con bastante facilidad en la clase B: tras la timidez inicial, se había acabado uniendo de buena gana a las conversaciones a las que le invitaban— y resultó que algunos, como aquel chico de piel negra, Shihai, y el que gritaba tanto, Tetsutetsu, eran mucho más amigables de lo que parecían.
Hanna Flora no había tenido tampoco demasiados problemas: su aura y su carisma le habían ganado rápidamente un puesto en prácticamente todos los grupos de amigos de su clase. Más concretamente, solía revolotear cerca de Hitoshi, que agradecía su compañía e incluso aguantaba de buena gana su constante necesidad de contacto físico mientras charlaban todos juntos.
Enid, por su parte, estaba necesitando algo más de espacio. Desde la reunión con su profesor, Katsuki había dejado de gruñirle, pero por ahora el único que se le podía acercar era Shoto. De hecho, no era porque no lo intentaran: Mashirao y Denki no habían logrado establecer una conversación con ella en la que Enid no pareciera tremendamente intimidada. Así que dejaban que Todoroki, que lograba incluso sacarle aquellas deslumbrantes sonrisas, hablara por ellos.
Por eso, fue él el que la acompañó a su sitio en el aula y la ayudó a preparar su material.
—Gracias por ayudarme, Shoto, tú —le agradeció ella al terminar—. Me gusta tu sonrisa.
Él no pudo evitar esbozar una suave sonrisita.
—Gracias.
—Alumnos, a vuestros asientos.
Enid se crispó entera y se puso recta al ver a Aizawa entrar en la clase. Shoto se mordió el labio al verlo, pero la dejó estar y se fue a sentar en su sitio. El hombre esperaba con su usual expresión abatida a que se acabaran de sentar todos, pero a Izuku no le pasó por alto la rigidez del cuerpo de su profesor. ¿Podía ser… que le asomara una sombra a los ojos negros?
—Por favor, sentaos. Hoy... tenéis una clase especial con vuestros tutores. Os recomiendo que prestéis mucha atención.
Tras sus palabras, la puerta del aula se abrió de nuevo. Por ella entraron tres de los tutores: Percyval, Irwin y Sheziss. La mujer tenía la mirada caída aquel día, y evitaba dirigirla a los alumnos. Llevaba el cabello negro desparramado sobre los hombros y un mechón le iba cayendo sobre el rostro, pero iba levantando la mano para quitárselo de la cara. Darían aquella clase especial varias veces más durante el día, a todos los grupos… aunque ella hubiera preferido hacerlo una sola vez y dejarlo estar. Quitarse la espina rápido. Percyval parecía también tenso; sus músculos bronceados temblaban, pero trataba de no cerrar los puños. Una vena le latía en el cuello y había fruncido el ceño por primera vez en mucho tiempo. A Irwin, por su lado, se le torcía un poco la sonrisa mientras tironeaba de las plumas de sus dilataciones. Su singularidad le hacía percibir la incomodidad de sus compañeros, pero de todas formas abrió los brazos con una enorme sonrisa para saludar a los alumnos.
—¡Hola! No sé si todos me conocéis, así que me presentaré. Soy Irwin Silver, uno de los tutores de nuestro proyecto. Mi singularidad —explicó, llevándose las manos a los cuernos plateados con una palmada— es la empatía. A Percyval y Sheziss ya los conocéis.
—Hasta cierto punto —intervino la tutora. Se metió las manos en los bolsillos, su expresión ensombrecida, e inspiró profundamente—. Hoy, venimos a daros una clase especial… sobre héroes y villanos.
Hizo una pausa y se humedeció los labios carnosos. Se volvió hacia Bakugo, que la miraba con ojos muy abiertos, y se le encallaron las palabras en la garganta. Irwin se acercó a ella, cautelosamente, y entrelazó los dedos de ambos con delicadeza para darle fuerzas para continuar. La apoyó, en silencio, hasta que ella supo retomar su discurso todavía clavada en los ojos rojos de Katsuki.
—A menudo os han dicho que héroes y villanos son dos caras de la misma moneda. Pero… los villanos no lo son solamente por tener poder y mal genio —murmuró. Bakugo frunció el ceño—. De hecho, hay muchos héroes con problemas serios de actitud y convicciones radicales que ejercen su profesión, y lo hacen bien.
Hubo un breve momento de miradas hacia Todoroki. Él se encogió un poco, pero acabó tragando saliva y aceptando su caso de ejemplo con entereza. Asintió. Sheziss inspiró profundamente antes de continuar.
—Pero hay mucho más que diseccionar. No, ser un héroe hoy en día no te hace buena persona. Te hace alguien que ha estudiado algo, y hace su trabajo. Te hace alguien con un privilegio. Por otro lado, hay gente… que no ha tenido tanta suerte.
Miró la mano que se cogía con Irwin y se la levantó ligeramente. Los alumnos mantuvieron un silencio tenso mientras el chico buscaba las palabras adecuadas para hablar, cambiando el peso de pierna.
—Cuando yo era niño, unas personas me secuestraron. Me entrenaron, drogaron y usaron en peleas clandestinas.
Se levantaron murmullos en el aula y algunos suspiros ahogados. Irwin tuvo que aclararse la voz de nuevo antes de levantar la barbilla.
—Tengo cinco asesinatos en mi historial. Después de eso, logré trabajar para algunas bandas hasta que pude escapar de ese tipo de vida.
Se hizo un silencio. Kirishima se levantó lentamente de su asiento, temblando ligeramente. Se llevaba una mano al pecho, con la mirada clavada en el joven tutor con el que había pasado tantas tardes de risas, canciones y peleas. Era un hombre bueno. Era un hombre dulce, risueño, cariñoso, sensible. De hecho, ahora se agarraba con fuerza los cuernos, que le vibraban violentamente, con una mueca. Percyval se encargó de socorrerle.
—Por mi parte… algunos sabréis que tengo limitadas las tutorías con mujeres —empezó. Se pasó una mano por el cabello rubio, tremendamente inquieto. Con la otra mano toqueteaba un juguete antiestrés, que crujía y chirriaba entre sus dedos—. Durante mucho tiempo, fui un maltratador.
Tuvo que detenerse para respirar, porque se dio cuenta de que Momo y Mina se encogían en sus asientos con un grito. Mezo se levantó de su silla por impulso.
—Pero…
—Mi madre —continuó el tutor— me pegaba de pequeño. Con sartenes, cadenas, zapatos, o directamente con los puños. Cuando lo hacía… me decía que era porque me quería. Porque me quería tanto, que tenía miedo de que me alejara de ella. Así que aprendí que la forma de mostrar afecto era haciendo daño. Y, cuando crecí, lo hice demostrando mi amor con violencia. He estado en prisión, en terapia, y llevo años sin ponerle la mano encima a una mujer… pero, aun así, Eleonora creyó que era mejor ser cautelosos.
Hubo otro silencio. Shoji se llevaba las manos a la cara. Entonces toda la atención cayó, como una losa, sobre los hombros de Sheziss, que se miraba las uñas con los ojos rojos ensombrecidos bajo las cejas. Bakugo contenía la respiración.
Así que ella tuvo que decirlo.
—Yo fui una asesina en serie.
Katsuki fue el que se levantó ahora de su asiento, tan violentamente que tiró su silla al suelo con un estruendo. Cuando el chico intentó acercarse a grandes zancadas a los tutores, Irwin reaccionó rápido y se dirigió hacia él para aferrarle los brazos . Al verse atrapado, Bakugo agarró los brazos al tutor, lo empujó, se sacudió y forcejeó contra él. Se retorció contra el torso férreo del chico, se dobló de rabia y gritó.
—¡No!
—¡Espérate! —suplicó Irwin, cuyos cuernos vibraban ahora con un zumbido—. Espérate a que hable. Por favor. Por favor.
—¡Aizawa! —rugió el chico con la voz rota—. ¿¡Lo sabías!? ¿¡Tú sabías esto!?
Izuku y Eijiro se levantaron también y corrieron a detener a su compañero mientras el profesor bajaba la mirada a su mesa. Justo entonces, y con muchas dudas, Irwin abrió los brazos… y Katsuki no dio un solo paso más. Se quedó allí de pie, temblando de rabia, con la mirada taladrada en los ojos almendrados de Sheziss. Había cerrado los puños con tal fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos, y goterones dulzones de sudor helado le bajaban entre las cejas fruncidas mientras el chico resoplaba con los dientes serrados. Sheziss le aguantaba estoicamente la mirada. Indicó, muy lentamente, a los otros dos alumnos que se sentaran.
—Un grupo de radicales mató a mis padres cuando yo era niña. Creían que mi madre era demasiado peligrosa... por su singularidad, que usaba la sangre. Mi padre simplemente trataba de defenderla. Yo… —Percyval le prestó su juguete, que ella por poco no rompió con tan solo agarrarlo, su expresión aun ausente perdida en el rostro de Katsuki—. No hay muchos recursos para una niña huérfana y hematófaga, niños. Los orfanatos trataban de darme comida normal, pero yo no dejaba de vomitarla, y estuve a punto de morir de inanición. Tardé… algunos años en aprender a controlar cómo me alimentaba para evitar muertes.
Una lágrima amenazó con traicionarla, pero ella la retuvo con un gesto rápido de la mano. En aquel silencio absoluto, temía que se oyera el tintineo de su corazón rompiéndose en pedazos delante de aquellos niños. Oh, no. No. Aquello era demasiado para volver a hacerlo aquel mismo día, otra vez. No delante de ellos. No delante de la clase B.
—Un hombre me encontró hambrienta y muy débil en la calle —continuó con un suspiro tembloroso—. Resultó ser otro hematófago, como yo, pero él era rico. Tenía una organización que se encargaba de repartir recursos a gente como nosotros. Decidió patrocinarme... y, desde entonces, no he tenido que hacer daño a nadie para sobrevivir.
Se llevó una mano tremendamente débil al pelo, que se le había puesto de nuevo frente al rostro, para volver a ponérselo tras las orejas puntiagudas.
—Lo que quiero decir… es que os deis cuenta del privilegio que tenéis, criaturas. De las posibilidades que tenéis. Y los tres os diremos, como pasados villanos… que sigáis haciendo lo que hacéis. Que podéis salvar a mucha gente. Nosotros… no pretendemos redimirnos con esto. No se trata de redimirse, porque lo que hemos hecho no tiene perdón. Se trata de, una vez nos han dado la opción... elegir hacer lo correcto.
—
Al otro lado de la ciudad, un grupo de civiles salía despavorido de una tienda devorada por llamas azules. Resonaban gritos, empujones, pánico, y una figura pálida se regocijaba en el caos apoyada en un mueble caja. Contaba el dinero distraídamente, canturreando para sí entre el ensordecedor rugido del fuego.
Dabi se abrió paso entonces entre las llamaradas. Aburrido, miraba con expresión indiferente cómo se consumía la ropa en las perchas, aunque una sonrisa torcida le tiraba de las comisuras de los labios. Llevaba las manos en los bolsillos, y sería el calor abrasador el que le había impedido sentir el reguero de sangre que le bajaba por un brazo.
—¿Tienes el dinero?
Amelia levantó la mirada hacia él. En sus ojos brillaba una diversión enfermiza, febril, de aquella que quemaba las entrañas cuanto más se disfrutaba. La piel sensible se le agrietaba por el calor y daba a sus formas delicadas un aspecto decadente… que Dabi encontró de lo más atractivo. Aquella faceta de Amelia, venenosa y enfermiza, solamente nacía con él: cuando salían a por dinero para que la Liga pudiera subsistir, o cuando iban a asustar a alguien que se lo debía a The Broker. Cuando el fuego los rodeaba, cuando liberaban todo su odio y lo veían arder, y ella se consumía entre los gritos de sus víctimas. A ella no le gustaba dejar muertos, pero ah, cuánto disfrutaba bailando en el caos como una niña malcriada.
—Lo tengo, lo tengo…
Se le escapó una risita traviesa, infantil. Tal vez le faltara oxígeno, se dijo Dabi. Se acercó a ella, mirándola con la curiosidad asomando a sus ojos consumidos por la superioridad, y apoyó una mano en el mueble para mirarla a los ojos. Tal vez… no estuviera tan mal salir a destruir el mundo con ella. Una gota de sangre rezumó desde una de sus cicatrices, punzante y metálica como las grapas que trataron de retenerla, y cayó sobre la mejilla de Amelia. Caliente, ardiente, resbaló por su piel, la acarició y la abrasó a su paso antes de bajarle por el cuello. Ella sonrió. Dabi sintió, entonces, aquella euforia escalarle por las entrañas y torcerle el rostro en una risa silenciosa. Le encantaba ver el mundo arder. Y era aún mejor si ella bailaba en medio.
Entonces, él le rozó la cintura con los dedos. Lo hizo con una caricia áspera, ávida, y recorrió con las uñas las formas de su espalda.
—Vámonos de aquí.
Ella se cargó la bolsa de dinero robado al hombro. Enredó los dedos de la otra mano en el pelo de Dabi, que terminó de pasarle el brazo tras la espalda y tiró de ella hacia sí. Amelia chocó contra su pecho y suspiró, temblorosa, electrificada. Le pasó una mano por la camisa, luego por la clavícula al descubierto, el cuello áspero, el rostro. Le limpió con el pulgar el reguero de sangre del pómulo y, por un breve momento, respiraron el mismo humo abrasador. Dabi creyó poder sentir en los labios maltratados la dulzura de los suaves y rosados de ella, tan cerca, tan magnética, tan salvaje. ¿Se arriesgaría?
—Vámonos —susurró ella. Su aliento besó la boca de Dabi, pero la joven no le dio nada más. Una sonrisa traviesa le asomó al rostro, pero luego se dio media vuelta con un latigazo de la melena blanca e inspiró el aire abrasador. El villano se pasó la lengua por los dientes.
Una cerilla. Por muy cliché que sonara, era lo único con lo que Dabi podía comparar a Amelia. Porque, al principio, él la había detestado. Aquella soberbia, aquella convicción de que ella era mejor que los demás. Mejor que él. Pero, con el tiempo, le había empezado a parecer divertida. Tenía principios, era astuta y poseía un tipo de odio salvaje que había atraído a Dabi como la miel a las moscas. Ella tenía mucho fuego en los ojos, y él estaba más que dispuesto a llevarlo a la realidad. Causar problemas. Así que, cuando ella lo había invitado a una pequeña salida juntos aquel día, él había dejado de lado su odio previo y le había dado la oportunidad.
Y, ah, se habían llevado tan bien en medio del caos. Amelia se movía tan bien en él como en el agua, bailaba en las corrientes como si el mundo solamente existiera para ellos dos.
Fue difícil discernir cuándo pasaron de ser simples cómplices a sentir los dedos de ella enredados en su pelo mientras todo ardía a su alrededor, a rodearla por la cintura cuando atacaban, a desear aquellos labios que lo tentaban como agua de mayo. Labios que tanto lo provocaban, y que él se iba a encargar de conseguir.
Cuando los bomberos y la policía llegaron al lugar del suceso, ya era demasiado tarde: no quedaba otro rastro de los villanos que las cenizas de aquella maldita tienda. Solamente un héroe, que patrullaba la zona, los había visto salir: ella elegante, letal, poderosa, agarrada del brazo del portador de las cenizas. Justo después, sin embargo, el héroe había recibido su castigo por ver lo que no debía, y la calle entera había estallado en llamas.
Era tan, tan hermoso…
Dabi se inclinó un poco. Pegó los labios al oído de Amelia con una caricia soberbia, ceniza, sudor y cuero junto al rostro delicado de la sirena.
—Tengo algo que enseñarte.
—
Una vez más, Bakugo estaba en silencio. Su música sonaba en la radio, distorsionada por la velocidad del coche. Miraba por la ventana, de brazos cruzados, con el pelo al viento y la expresión ausente. Sheziss tenía los ojos hinchados de llorar, pero trataba de llevarlo con entereza: la mirada firme fija en la carretera, los brazos tensos y las pestañas, temblorosas, húmedas de lágrimas.
En realidad, le había sorprendido que Katsuki le pidiera una tutoría después de aquello. Las cancelaciones le habían caído encima como un jarro de agua fría. No se podía decir que no se lo esperase, pero era siempre un crudo recordatorio de la gravedad de las cosas que había hecho. Percyval las había perdido todas. Las de Irwin, en su mayoría, se habían mantenido, pero incluso las de Eleonora se habían reducido considerablemente. Porque, si ellos tres habían hecho aquellas cosas… ¿qué habría hecho aquel lucero?
Finalmente, Katsuki perdió la paciencia.
—Bueno qué, ¿vas a estar así todo el rato? ¡Se supone que es mi tutoría, no la tuya!
La tutora arqueó las cejas y se volvió hacia él tal vez demasiado rápido.
—P-perdón.
Él no se molestó en descalzarse y subió las botas a la guantera con un golpe seco. Se torció en el asiento, aunque se había resbalado tanto que el cinturón le rozaba la mejilla, y frunció el ceño.
—¿No tienes nada que decir? ¿Como, sobre cómo tu singularidad no existe?
A Sheziss le cambió la cara. Aminoró el paso, ceñuda, y apoyó una sola mano sobre el volante.
—¿Qué quieres decir?
—Ah, venga, no engañas a nadie. Tu don no tiene ningún sentido. ¿Todo el rollo de tus padres y sus singularidades? —Chasqueó la lengua —. Eran vampiros. Y tú también.
La taladró con la mirada y, justo entonces, Sheziss se sintió desarmada. Porque Katsuki estaba preocupado por ella. Estaba confundido, y dolido, pero quería entender. Quería poder seguir yendo en coche con ella. Seguir confiando en ella, como iguales. Y, para eso, ella tenía que ser sincera. Así que se pasó la mano libre por la coleta con gesto pensativo y suspiró pesadamente. Las orejas puntiagudas y los ojos rojos no solían ser rasgos demasiado inusuales para gente sobrehumana como aquella… pero Katsuki era un chico listo.
—Mi padre no lo era. Mi madre y yo sí.
Esa fue toda la confirmación que él necesitaba. Bajó los pies para sentarse bien y, con un pisotón, se tiró hacia adelante levantando el labio superior con un gruñido.
—¿Y cuántos años tienes, vieja bruja? Seguro que tienes más de doscientos. ¿Y la chica bombilla y su pájaro? Esos dos tampoco son humanos.
Sheziss logró echarse a reír. Lo logró, a pesar de lo que le dolía el corazón. No, no podría redimirse de sus actos, pero tal vez podría volver a ganarse el cariño de aquellos chicos. Tal vez, con ayuda de gente como Bakugo, como Kirishima y Tetsutetsu, que habían pedido ambos tutorías para ir al gimnasio con Irwin, o como Shoji, que había preguntado por la gravedad de los crímenes de Percyval; tal vez con ayuda de gente como ellos, pudieran lograr integrarse. Con ayuda de gente como Nezu, que les había dado la oportunidad de colaborar con ellos, o de Vlad King, que estaba dispuesto a juzgarla desde cero. O la de Monoma, que al verla entrar en la sala común se había puesto, con un nudo en la garganta, a recitar su estrambótica idea para una obra de teatro para distraer los ánimos; o como la de Kendo, que le había cogido la mano en silencio a pesar de su expresión ofuscada por las dudas. O… como aquel tal Hitoshi Shinso, que la había abrazado una tutoría entera.
Eran buenos chicos.
