Capítulo 5

Tenía serios problemas de concentración desde hacía ya tres semanas completas; precisamente, cuando Inuyasha y ella coincidían en el despacho. Se ponía tensa a su lado, a la espera de cualquier cosa, pues Inuyasha solía atacarla de la manera más sensual cuando menos lo esperaba. La rodeaba con su halo de sensualidad, la invadía por completo y, cuando quería darse cuenta, estaba desnuda, tendida sobre su escritorio, suplicándole que no se detuviera.

Toda esa pasión se esfumaba a la hora de las comidas, cuando todos se juntaban. Kouga e Inuyasha estaban mucho más que peleados, lo cual resultaba más que evidente para toda la familia. Se lanzaban miradas asesinas, acompañadas de afiladas e hirientes palabras. Le asustaba que algún día cometieran alguna tontería de la que, posteriormente, pudieran arrepentirse. Aunque, en realidad, lo que más temía, era que alguien la acusara con razón de la disputa entre los primos. Estaban peleados por su causa. Sabías muy bien los motivos de Kouga. Estaba furioso porque su primo, al que más que eso había considerado un hermano, no lo hubiera visitado ni en una sola ocasión durante su período de convalecencia, y estaba celoso de que ella pasara tanto tiempo a solas con Inuyasha. Los motivos de Inuyasha eran más difíciles de vislumbrar. Había llegado a pensar que podría estar celoso de que ella estuviera casada con otro hombre con el que dormía todas las noches, pero se inclinaba más a pensar que no le gustaba compartir. Para que a Inuyasha le importara algo como su matrimonio, tendría que amarla y eso estaba totalmente descartado…

Las noches eran un infierno. A medida que Kouga iba recuperando la movilidad, más le insistía para que por fin tuvieran su más que ansiada noche de bodas. No quería esa noche de bodas, y no podría enfrentarse a sus reclamos si tenía que terminar cediendo para descubrir que no era la mujer virgen que esperaba. Una vocecita en su mente clamaba una terrible mentira para salvarse; no obstante, no se sentía dispuesta a inventar que fue violada por algún soldado desertor para salvarse. De modo que cada noche diseñaba una mentira diferente para retrasar lo inevitable. Unas noches estaba cansada, otras sentía dolores, otras simulaba un falso terror y así hasta ese día. ¿Qué mentira inventaría para esa noche?

Era una esposa terrible. Sus padres se sentirían avergonzados de ella si supieran que estaba jugando de esa manera con dos hombres. Quería a Kouga muchísimo. Kouga le salvó la vida, fue amable con ella, intentó ayudarla en todo lo posible y, lo más importante, la amaba. ¿Cómo no iba a quererlo? No se trataba de quererlo o no, se trataba de amarlo, y ella amaba a Inuyasha. Por fin se había rendido y había escuchado los ruegos de su corazón. Amaba a Inuyasha en todas sus facetas, con todos sus defectos y todas sus virtudes. Simplemente, era algo que no pudo decidir racionalmente. Su corazón hablaba por ella y no podía resistirse cuando la miraba, cuando la llamaba o la tocaba. Era superior a sus fuerzas. Ojalá su corazón la hubiera empujado hacia Kouga; todo sería más sencillo de esa manera.

Lo más decente sería hablar con Kouga y confesarle su infidelidad. Habló del asunto con Inuyasha, pero él se negó en rotundo, y tuvieron una discusión como las de antaño en la que él le dijo auténticas crueldades. Después de aquel episodio, no hubo ninguna disculpa, ni ninguna palabra dulce. Al día siguiente, se presentó como si nada hubiera sucedido y, cuando la acarició, estaba tan deseosa de su contacto que no pudo reclamarle ese comportamiento tan odioso. Solo pudo entregarse. Lo odiaba tanto como lo amaba por hacerle sentir de esa manera, por tratarla así.

− Necesito que prepares estas cuentas.

Inuyasha le dejó sobre la mesa un buen montón de facturas del último mes. Cuando descubrió lo hábil que era con las matemáticas, empezó a darle trabajos más importantes y que requerían más confianza. No se le encargaba a cualquiera que se ocupara de cuestiones financieras de la familia Taisho. Le gustaba pensar que confiaba en ella…

− ¿Las necesitas para hoy? − fue ordenando el montón descolocado − ¿O termino primero estas traducciones?

− No puede esperar. Deja las traducciones para mañana.

− También puedo hacer las dos cosas hoy. Las cuentas las haré en seguida, solo tardaré en ponerlo todo en condiciones en el libro de cuentas.

− No quiero que te cargues de trabajo…

− Estoy bien.

Se levantó del asiento y se volvió para buscar en la estantería el pesado tomo que constituía el libro de cuentas. Lo tomó entre sus manos y lo sacó con mucho esfuerzo de la estantería. Pesaba como un muerto.

− Te dije que no volvieras a ponerte esa falda.

Se rio al escucharlo y se volvió para dejar el tomo sobre el escritorio.

− No es la falda marrón.

− ¿Y qué? − se cruzó de brazos − Solo ha cambiado el color.

Cada día iba descubriendo más y más sobre los gustos de Inuyasha y sobre lo que debía hacer para complacerlo. En cuanto a la ropa, Inuyasha odiaba toda prenda que la cubriera más de la cuenta a su juicio. Eso excluía faldas que llegaran más abajo de sus rodillas y le evitaran la visión de sus pantorrillas. Tampoco le gustaba que usara blusas de manga larga que le impidieran tentar la carne de sus brazos cuando revisaba su trabajo sobre su hombro. Otro dato importante era que repudiaba el cuello alto. Cuanto más pronunciado era su escote, más satisfecho quedaba y más fruncía el ceño cuando Kouga se sentaba junto a ella en la mesa. Además, como ya había quedado patente desde el primer día, odiaba cualquier complemento que tratara de recoger su cabello. Era sorprendente que todavía no le hubiera desecho la coleta de ese día.

En las comidas también se había percatado de algunos pequeños detalles. Siempre desayunaba café solo, nunca tomaba el té por la tarde y antes de acostarse bebía una copa de brandy o de whisky si estaba de mal humor. Le gustaba mucho más la carne que el pescado y se mostraba indiferente ante las verduras. Era mucho más goloso de lo que quería mostrar, razón por la cual se contenía ante los postres. No sabía si por vergüenza o para mantener su perfecta musculatura sin un ápice de grasa.

Ella hacía todo lo posible por complacerlo, pero tampoco quería llamar demasiado la atención de su marido, así que no siempre podía tenerlos del todo contentos a los dos. Ese día llevaba blusa de manga corta, por lo que le correspondía llevar una falda hasta los tobillos.

− Me pondré con esto en seguida.

− Primero, tengo una sorpresa para ti.

− ¿Una sorpresa? − no pudo disimular la emoción.

Se le iluminó la mirada de solo pensarlo. Siempre le habían encantado las sorpresas, y nunca habría esperado una de Inuyasha.

− Cierra los ojos.

Los cerró inmediatamente, deseosa de saber qué le había preparado. Lo escuchó moverse, rodear el escritorio y acercarse a ella tanto que su aliento rozaba sus mejillas. En ese momento, deseó echarle los brazos al cuello y besarlo, pero se contuvo y esperó impacientemente. Inuyasha tomó su mano; a continuación, notó algo frío en su muñeca. Se mordió el labio con premeditación y sus rodillas temblaron por los nervios.

− Todavía no abras los ojos…

No lo hizo. Sintió que él se situaba justo detrás de ella. Poco después, sus brazos rodearon su cintura y la acercaron a él para abrazarla desde atrás. Sonrió encantada y se frotó contra él.

− Ya puedes abrirlos.

Cuando los abrió, Inuyasha levantó su brazo izquierdo y le mostró el objeto que anteriormente había sentido frío al tacto. Era una preciosa pulsera de oro con rubíes auténticos incrustados. Esa pulsera debía de ser carísima, aunque eso era lo que menos le importaba. Era preciosa… ¡Le encantaba!

− ¡Oh, Inuyasha! – exclamó − ¡Es muy bonita!

− Pensé lo mismo cuando la vi en el escaparate y me pareció que sería perfecta para ti. − le dio un beso en el cuello − Una mujer bonita necesita joyas que estén a su altura.

Otra vez eso. Ese comentario nubló ligeramente el mágico momento. Inuyasha solo sabía decir que ella era bonita, que era hermosa, preciosa, bellísima. Solo eso. Tenía la sensación de que era incapaz de ver más allá de la superficialidad de su belleza. ¿Acaso no veía que tenía otros talentos? Le estaba confiando cada vez tareas más complejas, que requerían mayor confianza, y ni siquiera le había dicho una sola vez que era inteligente o lista al menos. ¿Por qué no se fijaba en su cerebro también? Quería ser algo más que una mujer bonita para un hombre.

− ¿No vas a darme una recompensa?

Asintió con la cabeza sin poder dejar de lado sus pensamientos y se volvió. Se puso de puntillas para alcanzar su rostro y le dio un beso en la mejilla. Sabía que a Inuyasha eso le sabría a poco mucho antes de que él la estrechara entre sus brazos y le diera un apasionado beso. También sabía muy bien en qué iba a terminar aquello, ya que no era la primera vez que un beso en ese despacho terminaba debajo de un escritorio, sobre una silla o en un sofá haciendo el amor.

Inuyasha la empujó suavemente entre besos hacia su escritorio. Le gustaba más hacerlo en su propio escritorio porque era más grande y más espacioso. Le hizo rodearlo y solo dejó de besarla para apartar con el brazo todo lo que tenía sobre el escritorio. Más tarde, se quejaría y se lamentaría de haberlo tirado todo mientras lo recogía, pero eso no evitaba que siempre lo hiciera cegado por la pasión. La sentó sobre él y le levantó la falda hasta las caderas.

Para ese día había escogido uno de los conjuntos de lencería más exquisitos que le habían confeccionado. Era negro, repleto de encajes y transparencias y diminuto. En cuestiones de lencería al menos, solo tenía que preocuparse por Inuyasha porque era terreno totalmente inexplorado para Kouga. Nunca la había visto con menos ropa que un camisón y ella se aseguraba de que así fuera cambiándose siempre en el cuarto de baño. Iría al infierno por ser tan mala esposa, pero, como ya estaba condenada, ¿por qué privarse de lo único que había deseado en toda su vida?

Su lencería causó el efecto deseado en Inuyasha y sus manos recorrieron con violencia sus muslos desnudos a excepción de la franja de tela que provenía de las ligas. Cuanto mayor era su deseo, más agresivo se volvía. A veces llegaba a hacerle daño con la brusquedad de sus caricias, pero incluso ese dolor lo encontraba placentero. Le gustaba saber que podía hacer que Inuyasha perdiera el control por completo.

− Hoy te voy a enseñar algo nuevo…

A juzgar por cómo sonreía, lo nuevo iba a gustarle. No tuvo miedo cuando él deslizó sus bragas por sus piernas hasta quitárselas y permitió que le abriera las piernas con total confianza. Empezó a dudar cuando él se sentó en su silla en lugar de abrirse los pantalones y deslizarse dentro de ella. Como le estaba enseñando algo nuevo era de esperar que no hiciera lo de siempre, pero no podía ni imaginar cuáles eran sus planes si permanecía allí sentado.

Tiró de ella acomodándola en el borde del escritorio a su gusto y puso una mano en su pecho para instarla a tumbarse. Obedeció, pero alzó la cabeza para intentar averiguar qué se proponía. Su cabeza se estaba inclinando hacia… hacia… Se llevó las manos a los labios y tapó el grito. Nunca imaginó tan siquiera que algo como eso pudiera hacerse y nunca se había sentido tan desnuda, tan expuesta y tan terriblemente excitada. Sentir su lengua húmeda en esa parte tan íntima era mucho más de lo que estaba preparada para soportar, más de lo que nunca creyó posible. Él la devoraba, como si ella fuera su plato favorito, y deseó seguir siéndolo para siempre, que nunca se hartara de ella. No quería ni pensar en el día en que él decidiera terminar con su relación o lo que quiera que fuera lo que ellos dos compartían. Si hacía falta, apretaría los muslos y lo aprisionaría de por vida entre sus piernas. Cualquier cosa con tal de que nunca se fuera.

Se aferró a los bordes de la mesa y se arqueó abriéndose más y más a él para que pudiera alcanzar cada parte de su ser. Le dolían los pechos y le ardía el vientre por lo que él le estaba haciendo en ese momento y esa sensación tan conocida empezaba a embargarla. Faltaba poco para que terminara, pero ella quería disfrutarlo más. Sin embargo, Inuyasha parecía estar cada vez más empeñado en que ella llegara a la cumbre, como si quisiera batir el record de velocidad. Se mostró cada vez más insistente hasta que ella se convulsionó de placer y apretó los muslos entorno a su cabeza en una súplica.

No pudo aflojar los muslos en un rato, pero Inuyasha tampoco se quejó de su permanencia en ese lugar privado. Cuando alzó la cabeza, tenía los labios brillantes como prueba de su pasión y ella lo miró con las pupilas dilatadas por el deseo.

− Ven aquí, preciosa.

Con su ayuda, logró incorporarse y se deslizó a lo largo del escritorio hasta que él la sujetó por su trasero y la alzó para llevarla hasta su regazo. Se sentó a horcajadas sobre él, sintiendo el bulto de su entrepierna, más duro que nunca, restregándose contra ella. Al percatarse de que estaba con esa parte desnuda sobre él, trató de levantarse.

− No, quédate… − le suplicó él.

− Tu pantalón… − musitó sonrojada.

Le daba vergüenza decir que se lo iba a manchar, pero él la entendió a la perfección y, en lugar de apartarla, apretó más el agarre para evitar que se levantara.

− No me importa…

Entonces, se le ocurrió que, si él había podido hacerle eso, ella también podría hacérselo a él. Logró desasirse de su agarre entre besos y tiró de su cinturón y de su bragueta para liberar su atormentado miembro. Se fue deslizando entre sus muslos sin dejar de acariciarlo y, cuando Inuyasha entendió sus intenciones, se movió para darle mejor acceso. Usó su lengua para lamerlo al principio y después lo introdujo en la boca. Inuyasha gimió como nunca antes lo había hecho y se agarró a los reposabrazos de la silla con tanta fuerza que temió que los arrancara.

Adoptó un ritmo que le pareció adecuado y acorde con los movimientos de cadera de Inuyasha, exigiendo más, y lo embistió con la boca y con la lengua. Lo notó nervioso, excitado y deseoso, removiéndose sin parar en la silla. En más de una ocasión tomó su cabello y la obligó a contenerlo más profundamente en su boca. Ella lo hizo sin protestas y se sorprendió de lo mucho que lo estaba disfrutando.

Entonces, justo cuando parecía que no podía mejorar más, tocaron a la puerta. Los dos reaccionaron para vestirse a toda prisa y abrir, pero la persona al otro lado no esperó y entró. Inuyasha hizo lo único que pudo. Aprovechando que su parte superior aún estaba impecable, empujó a Kagome bajo el escritorio y se situó bien en su lugar.

− ¡Hola, hermanito!

Era Rin. Debió saberlo cuando abrió la puerta sin esperar su permiso. La pobre Kaede había intentado en miles de ocasiones educarla como a una dama, pero Rin hacía lo que le venía en gana.

− ¿Dónde está Kagome?

− Ha salido un momento. − Inuyasha intentaba aparentar normalidad − ¿La buscabas?

− No, solo tenía curiosidad.

No supo muy bien por qué lo hizo, pero, en lugar de quedarse quieta y esperar, volvió a tomar el miembro de Inuyasha en su boca. Él dio un respingo en el sitio e intentó apartarla con una mano.

− ¿Te pasa algo, Inu?

− No me llames así.

Rin a veces abreviaba el nombre de Inuyasha a Inu. Él lo odiaba.

− ¿Qué querías, Rin? − la apremió − Estoy muy ocupado.

Ella continuó con su labor sin dejar de escucharlos, logrando noquear la mano de Inuyasha con tanta facilidad que se percató de que él había sucumbido. Si Rin los pillaba, jamás podrían explicarlo.

− Dentro de un mes hay un baile y me han invitado. ¿Puedo ir?

− No.

Frunció el ceño al escucharlo, pero no podía meterse. Inuyasha se mostraba impasible con cualquiera que se metiera en las discusiones con su hermana. Había tomado su tutela y se mostraba muy intolerante con las opiniones de los demás.

− Pe-Pero…

− ¿Algo más, Rin?

No escuchó contestar a Rin, pero escuchó la puerta del despacho cerrarse a los pocos segundos de que Inuyasha pronunciara esas palabras. Después, Inuyasha se movió dejando espacio entre la silla y el escritorio y la arrastró con él para que continuara con su labor.

− ¡Maldita seas!

Le puso una mano sobre la cabeza y la instó a seguir su ritmo mientras movía las caderas contra su boca hasta que él se arqueó tal y como ella solía hacerlo. Notó su miembro sacudirse, hincharse más de lo normal y latir con vida propia. Segundos después, Inuyasha la apartó y derramó su simiente fuera de su boca. Necesitó más de un minuto para recuperar la respiración y el control de su cuerpo.

− Me pareció poco caballeroso hacerlo en tu boca… − le dijo entonces.

En el fondo le aliviaba saberlo. Se había sentido dolida pensando que, a lo mejor, había decidido despreciar sus esfuerzos a última hora. Incluso llegó a pensar que había hecho algo mal a pesar de ser evidente que había conseguido su objetivo.

Los dos se levantaron y se colocaron bien las ropas. Fue en ese momento cuando vio su lazo sobre la moqueta y se percató de que llevaba el cabello suelto. Ya le estaba resultando extraño que Inuyasha tardara tanto en soltarle la melena… Se acuclilló para tomarlo entre sus manos y se fue recogiendo el cabello hacia atrás mientras se levantaba. Peinó con sus dedos los rizos enredados por los manoseos de Inuyasha y compuso una coleta lo mejor que pudo. Inuyasha no dejaba de mirarla mientras se ataba el lazo, en una silenciosa súplica para que no se lo recogiera. Nada la preparó para lo que vino a continuación.

− ¿Te has acostado con Kouga?

La pregunta casi la tumbó. Sabía que algún día iba a tener que llegar, pero le parecía que aún era demasiado pronto. La respuesta era clara y no tenía por qué avergonzarse ante Inuyasha de darla. El único problema era que Inuyasha perfectamente podría tomarla por una mentirosa si no estaba interesado en creerla o podría preguntárselo a Kouga. No sabía en qué contexto, pero podría. Kouga mentiría para ocultar la terrible verdad, y no sabía si tenía alguna posibilidad de que la creyera cuando se trataba de su palabra contra la de Kouga.

La salvó la campana. Llamaron para comer, y salió huyendo como una cobarde. Como Inuyasha tenía que viajar a la ciudad por la tarde, pasó toda la tarde sola haciendo cuentas en su despacho. Arregló el trabajo que le había pedido y continuó con sus traducciones, aunque no pudo terminarlas. Hacia las cinco, no se sentía nada bien. Intentó dar una vuelta por el jardín para despejarse, pero, lejos de sentirse mejor, se sintió más cansada e incluso tuvo nauseas. Inmediatamente fue a buscar a Kaede y le explicó lo que sucedía. La anciana llamó al médico y le dijo que permaneciera a la espera en su dormitorio. Como no querían preocupar a Kouga, Rin se ocupó de distraerlo para que no se acercara al dormitorio.

Mientras esperaba al médico, Kagome se quedó dormida sobre la cama. Soñó con niños. Se vio a sí misma rodeada de niños que la llamaban mamá mientras que frente a ella se alzaban dos sombras que reconoció. Una era la sombra de Kouga y otra era la sombra de Inuyasha. El padre era Inuyasha, pero, legalmente, lo era Kouga. ¿Hacia quién debía correr? ¿A quién de los dos debía llamar y nombrar padre?

Por segunda vez ese día fue salvada por la campana. En esa ocasión, fue Kaede.

− Despierta, muchacha.

Abrió los ojos poco a poco al escuchar la voz de Kaede. Se había quedado dormida sobre la colcha de su cama mientras esperaba. El doctor estaba tras Kaede.

− Lo siento… − se disculpó − Estaba muy cansada…

Cansada y ahora también terriblemente asustada. Se puso a hacer cuentas a gran velocidad mientras Kaede le explicaba al doctor. ¿Cuándo fue la última vez que tuvo el período? Creía recordar que antes de llegar a la casa Taisho, cuando aún viajaba con Inuyasha. Fue en sus últimos días de viaje, además. Eso sumaba algo más de dos meses sin tener el período. Tembló de miedo. Ella era regular, como un reloj. Nunca fallaba.

− ¿Puede decirme sus síntomas, señora Wolf?

Señora Wolf. Esposa de Kouga y madre de los hijos de Inuyasha. Su pesadilla estaba tomando forma en la realidad. Mucho antes de que llegara el médico, su subconsciente había sabido la realidad.

− Yo…

Habló por inercia, porque no le quedaba más remedio que hacerlo después de haber llamado al doctor. Dejó que examinara su vientre y se percató por primera vez de que había adquirido una dureza que antes no tenía. Cuando el médico tuvo sus primeras sospechas, le habló de otro tipo de examen. Ella lo consintió y sus sospechas se confirmaron incluso antes de que el médico hablara. Vio en su mirada lo que ella tanto había temido.

− ¡Felicidades señora Wolf! − volvió a cubrirla con la colcha − Espera un hijo.

Kaede lloró de alegría por la noticia mientras que ella se retorcía las manos sintiéndose más perdida que nunca.

− ¡Un niño! − exclamó Kaede − ¡Un niño nos traerá alegría a la casa!

Y tristeza a su corazón. Inuyasha la odiaría y Kouga más todavía. Cada uno pensaría que era hijo del otro, se distanciarían aún más, y todos sufrirían.

− Según mis cálculos, creo que nacerá para…

− ¡No lo diga! − lo interrumpió.

Tanto Kaede como el médico la miraron sin comprender su reacción. Para ella era muy simple. Quería retrasar lo máximo posible el momento de enfrentarse a su infidelidad. Estaba segura de que la fecha que daría el doctor sería para dentro de unos siete meses más o menos. Eso significaba que se quedó embarazada antes de que Kouga llegara a la casa. No podía permitir que eso se supiera y que fuera Kaede quien… ¡Kaede había sido tan buena con ella! Pensaría que estaba jugando con sus dos nietos en cuanto se supiera la verdad.

− Prefiero el factor sorpresa. − se justificó.

El médico asintió con la cabeza sin estar muy seguro. Debía ser la primera vez que una mujer se negaba a saber cuándo nacería su hijo. Por suerte, Kaede no mostró señales de querer saberlo cuando la futura madre se negó. Dejaría el momento de enfrentarse a sus temores cuando el niño naciera y se percataran de que solo uno podía ser el padre. Los rasgos de Inuyasha y de Kouga eran tan diferentes… Lo sabrían en cuanto vieran al bebé.

Poco después de que el médico se fuera, Rin se unió a ellas. En cuanto Kaede le dio la noticia, se puso a saltar por las paredes. No quería ser una aguafiestas, ni parecer poco ilusionada, pero era la única que no parecía alegrarse por la noticia. ¿Cómo no pensó nunca en tomar precauciones? Bueno, Inuyasha tampoco hizo grandes esfuerzos. ¿Acaso esperaba que no se quedara embarazada por gracia de Dios? Había sido una estúpida y ahora le tocaba enfrentarse a su destino. Si no se lo decía ella a Kouga, otro lo haría.

− ¡Kouga se pondrá muy contento!

Deseó decirle a Rin que eso no sucedería, pero no le salieron las palabras. Se llevó una mano al vientre y lo acarició temerosa. No condenaba a la pobre criatura que iba a nacer, era inocente de todo pecado. Ella era la única culpable de todo. Se suponía que odiaba a Inuyasha. ¿Cuándo se convirtió ese odio en amor? Probablemente, la primera vez que la besó. Por más cruel que él fuera con ella, no podía odiarlo. Era muy superior a sus fuerzas lo que su corazón sentía por él, pese a que sabía que le haría mucho daño. Casi tanto como ella a él…

Inuyasha apareció en ese momento, como si hubiera sido invocado por sus pensamientos. Acababa de llegar de su tarde de reuniones y se debía haber encontrado al médico saliendo del hogar familiar. Tenía el semblante preocupado cuando entró en el dormitorio, y lo notó aún más nervioso cuando la vio tumbada sobre almohadones con la tez pálida como la nieve.

− ¿Qué ha sucedido?

Dejó caer el maletín y se acercó a la cama donde ella reposaba. No se atrevió ni a mirarlo a la cara cuando le puso la mano en la frente, comprobando si tenía fiebre. Quedó satisfecho al comprobar que estaba a temperatura normal e intentó buscar su mirada, pero ella se la negó. Fue Kaede quien terminó interviniendo después de negarle a Rin que lo hiciera.

− No debes preocuparte. Nos han traído una gran noticia.

Inuyasha se irguió sin entender a qué se refería.

− ¿Tú no odiabas a Kagome? − Rin siempre tan oportuna − ¿Por qué ahora te preocupas por ella?

− ¡No seas impertinente, Rin!

La joven se encogió de hombros acongojada ante la reprimenda de su hermano mayor y se apartó como si temiera cometer otra equivocación.

− ¿Por qué tanto secretismo?

− Kouga debería ser el primero en recibir la noticia. − Kaede meditó − Aunque, por otra parte, Rin y yo ya lo sabemos, así que… − sonrió − ¡Kagome espera un hijo!

Inuyasha se quedó tan tieso como una estatua y lo notó tan pálido como ella misma. Alzó la mirada para mirarlo a los ojos, pero no vio nada durante unos segundos. Cuando Inuyasha al fin la miró, no la miró directamente sino que dirigió la mirada hacia su vientre cubierto por la colcha. Deseó gritarle cuando se percató de que dudaba de su paternidad. Por eso le hizo aquella pregunta antes; Inuyasha creía que ella se estaba acostando con los dos. No podría sentirse más furiosa con él y más dolida. ¿Cómo podía dudar de ella?

− Enhorabuena. − dijo al fin.

Su voz sonó fría, más bien helada. Tan helada como la mirada que le dirigió antes de dar media vuelta y marcharse de la habitación. Rin se sentó en la cama junto a ella, justo donde él estuvo.

− No hay quien lo entienda. − se quejó − Ahora vuelve a odiarla.

Sí, Rin − pensó Kagome − Inuyasha vuelve a odiarme tanto o más incluso que cuando llegamos a la casa.

− ¡Rin! − la regañó Kaede − No puedes decir todo lo que piensas. No me extraña que tu hermano te esté gritando siempre. ¡No sabes comportarte! – la aludida agachó la cabeza ante la mirada enfadada de su abuela − Por otra parte… Si es cierto que Inuyasha podría haber mostrado algo más de felicidad. Esa criatura será también su primo cuando nazca.

No, su primo no. Iba a ser su hijo, aunque no legalmente.

− ¡Estoy tan ilusionada! − Rin casi saltaba de la silla − Yo también quiero tener hijos algún día…

− Si Inuyasha sigue encerrándote en casa, serás una solterona en un año.

Escuchó vagamente la conversación que mantenían Kaede y Rin sobre las desgracias de su soltería. Ojalá ella siguiera siendo soltera. Si se hubiera quedado embarazada de ese niño sin estar casada, sería mucho menos grave que quedarse embarazada del primo de su marido. Marido con el que nunca se había acostado además. ¿Por qué todo era tan complicado? Debió limitarse a volver a Francia. ¿Y para qué? ¿Para encontrar su casa destruida y a sus padres muertos? Estaba hecha un lío y cada vez más segura de que la iban a echar a patadas a la calle. No sin antes quitarle al niño, por supuesto. ¡Su hijo!

− ¡Kouga!

El nombre de su esposo la sacó de golpe de sus pensamientos. Lo vio en el umbral de la puerta vestido con unos sencillos pantalones, una camisa blanca y gabardina y una muleta en su mano derecha. Fuera estaba lloviendo a juzgar por su gabardina mojada.

− ¿Estás enferma? − preguntó preocupado − ¿Qué hacéis todas aquí?

− Os dejamos solos. − dijo Kaede − Tenéis mucho de lo que hablar.

Rin tuvo que aguantarse por segunda vez las ganas de gritar la gran noticia y siguió a su abuela fuera del dormitorio. Los dos quedaron solos. ¡Estaba aterrorizada! No quería escuchar la terrible verdad, la discusión y los insultos tan merecidos que recibiría de Kouga. Era evidente que no podía ocultarle de ninguna manera que estaba embarazada. Ya tenía el desprecio de Inuyasha, solo le faltaba el de Kouga. Su sueño premonitorio era totalmente cierto. Los iba a perder a los dos.

Kouga se acercó cojeando con la muleta a la cama y se sentó en el borde, muy cerca de ella. Parecía preocupado, cosa que ella no merecía. Asió la colcha con fuerza y agachó la cabeza avergonzada.

− ¿Kagome?

Él ni siquiera lo sospechaba. ¡Qué gran decepción se llevaría!

− Kouga… verás… − concentró la mirada en las arrugas que sus manos causaban en el tejido − Yo no… es tan complicado… − respiró hondo − Estoy embarazada…

La reacción de Kouga fue muy similar a la de Inuyasha. Se quedó de piedra. La miró sin verla durante largos minutos y, después, se levantó y cojeó por el dormitorio con su muleta sin saber qué hacer o decir. Parecía estar muy confuso y decepcionado con ella. Se odiaría por siempre por haberle causado semejante pesar al hombre que le salvó la vida. Kouga se merecía una mujer mucho mejor que ella.

Al fin se detuvo en mitad del dormitorio y la miró. Tenía los ojos brillantes por unas lágrimas que luchaba por no derramar. Como si quisiera ahorrárselo, fue ella quien derramó sus propias lágrimas.

− Felicidades, Kagome.

Casi las mismas palabras que Inuyasha, pero sonaron más dolidas.

− Debí saber desde el principio que tú y yo… nunca…

El corazón de Kouga se estaba haciendo pedazos ante su mirada y no había nada que pudiera decir para consolarlo.

− Supongo que el padre es quien te ha regalado la pulsera…

La pulsera. Aún llevaba puesta la pulsera que Inuyasha le regaló esa misma mañana, antes de que se dieran placer el uno al otro sin imaginar tan siquiera lo que iba a suceder. No quería que Inuyasha se la pidiera de vuelta. Quería conservar esa pulsera de recuerdo del que era el padre de su hijo porque sabía que nunca más querría volver a verla.

− De haberlo sabido, nunca te habría dejado marchar con Inuyasha.

Kouga tenía muy claro quién era el padre de su hijo.

− Kouga yo… lo siento…

− No digas nada. Está todo muy claro.

No, no estaba nada claro. Lo vio cojear hacia la puerta y salir del dormitorio. Debió dejarlo marchar para que pudiera lamerse las heridas e intentar recuperar su orgullo, pero no pudo. Algo iba mal. Sabía que algo estaba a punto de suceder y no podía simplemente quedarse sentada en la cama y mirar. Se levantó, se puso los zapatos y salió corriendo de la habitación en su busca antes de que hiciera alguna tontería de la que luego se lamentaría.

Corrió por el vestíbulo hasta encontrarse las puertas de la entrada abiertas de par en par. Fuera llovía a cántaros. Corrió hacia el umbral y vio a un Kouga, empapado, subiéndose a su coche azul marino. Iba a marcharse, la iba a abandonar.

− ¡Kouga, no!

Corrió bajó la lluvia intentando detenerlo, pero el coche arrancó y salió por el camino cubierto de barro sin titubear ni un solo instante. Lloró desconsoladamente bajo la fría lluvia que la estaba calando hasta los huesos, sin apenas sentirla en esos angustiosos momentos, y, tras unos minutos de espera, decidió volver a entrar para calentarse y buscar una solución a su problema que pudiera satisfacerlos medianamente a todos. Al girarse, vio a Inuyasha en el lugar que ella había ocupado en el umbral de la puerta antes de salir. Nunca había visto tanto odio reflejado en su mirada.

Continuará…