FUEGO


Ya es mañana y ¡llegas tarde, Kakashi! No me creo tu excusa:

— Estaba persiguiendo a los malos, ya sabes, cosas de shinobi.

Ni tampoco me trago eso de que te alegras de verme. Es temprano y tienes ojeras como yo. Estás hasta las narices de todo, como yo. No quieres estar aquí: ¡anda! Exactamente igual que yo.

— ¿Has desayunado ya? — dices, dándome una palmada en el hombro— ¿No? Pues te invito a un bol de arroz.

— A mí me basta con saber lo que tengo que hacer, hacerlo, e irme a casa.

— Si quieres que te lo cuente — respondes en tono indiferente — tendrás que acabarte el bol.

Te sigo a través de un par de callejones hasta un puesto de comida, «Ichiraku Ramen», y aunque es temprano, ya hay clientes dentro. Cuatro, para ser exactos.

— Oh, no — murmuras por algún motivo.

Haces ademán de irte, pero, ¡demasiado tarde! El tipo tras la barra te ha visto, y ahora te saluda con una mano de dedos gruesos y morenos. Es un hombre ya casi en la madurez y viste blanquísimas ropas de chef. Tras él humean los burbujeantes calderos donde el ramen se cocina, lenta y deliciosamente.

— ¡Bienvenidos, bienvenidos! — truena la voz del cocinero— ¡Hombre, pero si es Kakashi-san, el héroe de Konoha!

— Las bromitas para más tarde, Teuchi-san — dices con un suspiro. Te sientas, y yo hago lo mismo. En el grupo de cuatro, alguien levanta la cabeza y nos hace un gesto, pero tú te haces el ciego —. Un bol de arroz para cada uno, por favor.

— Marchando — el chef tiene una sonrisa sorprendemente blanca—. ¿Quién es tu joven acompañante? ¿Un nuevo alumno?

— Dios — se me escapa un quejido— no.

El tal Teuchi se carcajea, de espaldas a nosotros. Mete un buen montón de arroz en dos boles sencillos, pero limpios, y nos los sirve en un momento.

— Pues que siga siendo así, chico — me dice— o estarías repitiendo curso hasta los cincuenta.

— Aquí donde lo ves (y pese a no respetar a nadie) — comentas en tono cansado—, Teuchi-san se las ha arreglado para tener su clientela. Y eso es porque a diferencia del chef que la hace, esta comida vale la pena.

— Y por eso vienes siempre que puedes — ríe Teuchi—, a lo mejor si sigues haciéndolo, dejarías de estar tan esmirriado.

— Puedo tumbarte de espaldas con la punta de mi dedo meñique...

— No lo dudo, Kakashi-san, pero una cosa no quita la otra.

La conversación sigue durante un rato más, pero a estas alturas yo ya he desconectado. El arroz resulta estar muy bueno y mientras más lo como, más hambre me entra. Este hecho me arroja en un bucle que dura hasta que el bol está vacío. Entonces levanto la cabeza, volviendo al mundo real, y me encuentro con la mirada divertida de Teuchi.

— Cualquiera diría que no has comido arroz en tu vida. ¿Es que los Hyūga no dan de comer a sus juventudes? — alguien protesta en la otra esquina de la barra, y el chef se ríe— Pero si tú eres igual, Neji-kun, ¡no sé de qué te quejas!

Es oír el nombre y atragantarme. Me pongo a toser. Tengo un grano de arroz en algún lugar de mi garganta y no logro expulsarlo hasta que una mano, una fortísima mano de shinobi, se estrella contra el centro de mi espalda con tal contundencia que no sólo desatasca mi garganta, sino que también está a punto de hacerme añicos.

— ¡Dadle un vaso de agua al pobre, que se nos muere! — grita la jovial voz de un hombre al que no he sentido acercarse— ¡Ja, ja, ja! ¿Qué, Kakashi, alumno nuevo?

— No sólo me relaciono con mis alumnos, ¿sabes? Tengo vida más allá del trabajo.

— ¡Seguro que sí! — el hombre vuelve a darme otro manotazo, esta vez en el hombro, que me sacude todo el cuerpo— ¿Y tú como te llamas, amiguito?

— Jun — digo, sin aliento—. Jun Hyūga.

— ¡Otro Hyūga! ¡Mira tú por dónde! Uno de mis alumnos de ahí es de tu clan, a lo mejor os conocéis. O no. La verdad es que sois un montón — vuelve a reírse—. Yo soy Gai, el Poderoso, o como algunos me llaman...

— Se llama Maito Gai — le cortas—, tú puedes llamarle Gai-sensei, le encanta.

— Como te habrás dado cuenta, Kakashi es un aguafiestas — bromea Gai, dándote un manotazo en la espalda que te estremece incluso a ti —, ¡pero también es un gran shinobi! No tan bueno como yo, claro, pero es que eso es complicado. Seguro que aprendes mucho de él.

— Que no es mi alumno, Gai.

— Oh, ya veo, ya veo — no parece que Gai preste mucha atención a lo que dicen los demás, pues un instante después dice:— No puede ser que nuestros pupilos no se conozcan, deja que se los presente un momento. ¡Neji, Lee, Tenten! ¡Venid aquí!

— Gai-sensei — protesta una voz femenina—, ya estamos aquí.

Están sentados sólo unos asientos más allá. Miro de reojo a la chica, que debe de ser Tenten: ya me había fijado en ella antes. Es la misma chica que me crucé en el mercado, la de los moños altos, pero creo que ella no me ha reconocido a mí.

A su izquierda hay un chico vestido con un mono verde que guarda un enorme parecido con Gai, quien de hecho lleva puesta la misma ropa. Se parecen tanto que asusta: el chico, que por descarte debe de ser Lee, parece una versión en miniatura de su sensei.

— Me llamo Rock Lee — me dice, levántadome el pulgar—, ¡tienes buena pinta, luchemos algún día!

— No soy un ninja — le respondo—, pero gracias, ¿supongo?

— Ya nos veremos por el campo de entrenamiento, ¡pero te aviso: soy duro de pelar! — Ni siquiera me ha escuchado. Parece ser que Lee, al igual que su maestro, vive en su propia dimensión.

Un poco más a la izquierda, y lejos de mí, está Neji, quien mastica su arroz lentamente sin mirarnos siquiera. Ante la invitación de su maestro sólo tuvo dos palabras que decir:

— Yo paso.

De modo que para mi alivio, la conversación continúa sin él. No sé si Neji me ha reconocido o no, pero si lo ha hecho, no ha dado señales de ello. Claro que él rara vez da señales de algo. Ahí está, comiéndose el arroz como si no existiéramos. Los demás le dejan en paz. La verdad es que me da un poco de envidia ahora mismo.

Vuelvo a desconectar. No sé cuánto tiempo ha pasado, ¿media hora? ¿Una hora entera? La terrible certeza de que he madrugado para nada me invade y me agobia. Si no fuese porque tú también estás atrapado por la situación — haces amago de levantarte un par de veces, pero Gai no pilla la indirecta— te culparía de esto por el resto de tus días. Al menos tienes la decencia de parecer irritado. Me entretengo pensando que me levanto y te digo a gritos lo que pienso, algo así como: «¡todos vosotros me importáis un pimiento! ¡vuestras bromas no tienen gracia, vuestras batallitas son ridículas, y si os digo la verdad, me caéis mal!», aunque sé que jamás me atrevería a algo así en la vida real. Lo que hago en realidad es guardar silencio y esquivar las preguntas que me hace Teuchi, y a veces Gai, hasta que logramos largarnos de Ichiraku.

— ¿Siempre es así? — te digo a medio camino, pero estás distraído, ausente, y tengo que explicarte que:— Así de, eh, energético. Me refiero a Gai-san.

— Lo que has visto — me dices con un suspiro— no es más que un pequeño porcentaje de su capacidad.

No hablamos apenas hasta que llegamos al parque. Es el mismo donde comenzó todo: de hecho, el banco que eliges es el mismo donde nos sentábamos Hinata y yo aquel día. Me pregunto si habrá sido aposta. Nos sentamos muy separados el uno del otro, viendo cómo el sol enciende el campo de césped que tenemos en frente con tonos más cálidos y más claros. Al cabo de un rato sacas un libro y te pones a leerlo con mucha atención.

— ¿Qué estamos haciendo aquí? — pregunto, ya bastante molesto.

— Yo estoy leyendo — pasas una página con tranquilidad— tú puedes hacer lo que quieras.

— Pensaba que habíamos venido a trabajar.

— ¿Y?

— Y todo lo que hemos hecho ha sido perder el tiempo.

Me dedicas un desinteresado «oh...» y sigues a lo tuyo. Te veo pasar otra página y leerla despacio, riéndote para ti mismo al llegar al final. ¡Kakashi, serás...! Cada minuto que paso contigo estoy más seguro de que te divierte tomarme el pelo. Quisiera estirar la mano, cerrarte ese maldito libro y dárselo de comer a las palomas del parque... si no fuera porque alguien acaba de espantarlas, y porque ese alguien (ese chaval que corre como el viento, que aúlla como animal) acaba de abalanzarse contra un chico adolescente al grito de:

— ¡Me las vas a pagar...!

En lo que me lleva tragar saliva, Naruto ya se está liando a puñetazos con un grupo de cuatro chicos que parecen más confusos que yo, y lo peor es que el mocoso va ganando, pese a que allí todos son más grandes y más anchos que él; al primero lo derriba de un puñetazo, y al segundo le sacude una patada que lo dobla por la mitad. Quedan dos y ambos se llevan sendos golpes que los tiran al suelo. Ahora Naruto es el único que queda en pie, victorioso, pero más que satisfecho, parece enfadado. No, no está enfadado: está furioso.

— ¡Sé que fuiste tú! ¡Tú! ¡Te voy a dar una paliza!

El libro se cierra de golpe entre tus manos.

— Ahí tienes tu trabajo — dices—, joven de poca fe.

Me pongo en pie de un salto.

— ¿Pero qué demonios le pasa? ¡Se ha vuelto loco!

— Tiene todas las razones para estar así: anoche prendieron fuego a su casa — dices, y tu tono de voz es demasiado casual para tus palabras. Tardo un momento en procesarlas.

— Cómo que fuego — acabo diciendo—, cómo que a su casa. Qué me estás contando, Kakashi...

— El problema es que se ha equivocado de culpables — te pones en pie y me observas desde ahí arriba con ojo cansado—: trata de que no les mate, ¿de acuerdo? Me causaría un montón de problemas. Mejor date prisa; si sucede algo, te haré responsable a ti.

Dices esto antes de esfumarte. De dejarme solo con un problema que en realidad es suyo, o tuyo; en cualquier caso, mío no es. Los cuatro chavales se han recuperado y ahora plantan resistencia a un Naruto con las mejillas rojas como tomates, que grita, y golpea, y patalea, y recibe golpes que encaja como si no los sintiera. No sé si es muy resistente o si ya está acostumbrado a ellos. Tanto da. Uno de los chicos le alcanza en toda la nariz, pero él aprieta su pequeño puño, y lo estrella como un martillo contra la tripa de su oponente. Naruto es un niño, sí, pero un niño ninja. Es sólo una palabra pero hace toda la diferencia del mundo. Y esa diferencia es la que hace que el chico que acaba de llevarse el golpe esté fuera de combate, hecho un ovillo sobre el césped del parque, allí con el rocío y las hormigas y las arañas, a punto de vomitar.

— ¡Ay! ¡Ay, ay, ay! — llora el chico. Uno menos: quedan tres, y a uno de ellos le falta un diente.

La cosa pinta mal. Decido ponerme a trabajar.

Uno de los adolescentes atrapa a Naruto por la espalda y lo inmoviliza (malamente) mientras los otros dos le dan puñetazos, puntapiés, más puñetazos... una paliza en toda regla. Un niño normal estaría hecho polvo. Naruto, en cambio, sólo parece irritado.

— ¡Suéltame! ¡Cobarde! ¡Te voy a pegar una...!

— ¿Una qué, eh? ¿Qué me vas a hacer, canijo, qué?

— ¡Esto! — grita Naruto, antes de pegar un salto que incrusta su coronilla contra la mandíbula del chico que le sujetaba...

Otro diente cae sobre el césped. Otro chico al banquillo. Ahora sólo quedan dos, y la cosa ya no pinta mal, sino fatal. Esto ya no es una pelea entre chavales, de esas he visto muchas, y ninguna me había dado esta sensación. Esta corriente helada que me sube por los brazos y el cuello y me dice, sin palabras pero con seguridad, que aquí alguien morirá.

— ¡Mi casa! ¡Era mi casa! ¿Por qué lo habéis hecho? — Naruto está desolado. El aire parece espesarse a su alrededor, dejando escapar tonos rojizos que no deberían estar ahí.

— No sé de qué me hablas — le responde uno de los adolescentes, que tiene la cara magullada— pero sí sé lo que te voy a hacer. ¡Te voy a partir en dos!

— Estás como una cabra, ¡rarito! — el otro escupe sangre al suelo— Normal que nadie te quiera cerca.

— Sé que fuisteis vosotros — dice Naruto, por lo bajo, con los puños bien apretados— ¡me lo han dicho! Os odio, ¡os odio a todos!

— Eh — dice un chico al otro—, ¿qué le pasa en la cara? — pero antes de que su compañero responda, Naruto ya se ha lanzado contra ellos...

— Ya está bien.

Logro atraparle la muñeca a tiempo. El puñetazo es tan fuerte que casi no puedo contenerlo y me pregunto qué habría pasado si hubiera conectado... nada bueno, seguro. No lo habrían podido resistir, pienso. Ninguno de ellos. Los dos chicos me evalúan cautelosamente, tratando de adivinar si soy amigo, enemigo, o algo más. Naruto me dedica una mirada fiera por encima del hombro que se apacigua al reconocerme, pero sólo un poco. Trata de liberar su brazo de mi presa. No le dejaré hacerlo.

— Esta será la segunda vez que te salve el culo — le digo, tratando de aparentar tranquilidad. Pero me preocupa su mirada desenfocada, su exagerada fuerza, y el hecho de que las marcas en sus mejillas, normalmente finas, parezcan ahora arañazos cruzándole la cara—. Deberías empezar a pensar en agradecérmelo.

— ¡Déjame! ¡Que me dejes, maldita sea!

— ¡Eso! — me grita uno de los chicos— ¡No te metas en esto, ojosblancos!

Noto una vena latiendo en mi sien. ¿Conque esas tenemos...?

— Oh — digo— entonces, discúlpame — y suelto el brazo de Naruto.

Al instante, el chico está volando de espaldas. El golpe le alcanza en el pecho, por suerte, y aunque es un alivio que no le haya dado en la cara, estoy más centrado en la satisfacción que me causa verle retorcerse por el suelo. Te lo tienes merecido, por payaso, ¡encima que vengo a ayudaros! Si fuera por mí dejaría que Naruto acabase la faena, pero la poca responsabilidad que me queda me obliga a intervenir. Me planto entre él y el chico restante y le digo:

— Venga, ya, déjalo, Naruto...

Antes de que pase zumbando como una avispa a mi lado. Ignorándome por completo. Y dándose de morros contra el suelo, claro, porque le he puesto la zancadilla, y eso no se lo esperaba.

— Me vas a acabar haciendo enfadar — le digo, andando hacia él— y no te lo recomiendo. — Luego, mirando al chico que queda en pie:— Tú, recoge lo que quede de tus amigos y lárgate. Llévatelos al dentista o algo. ¡Pero largo!

— ¡Tú no me dices lo que tengo que hacer!

— Puedes hacerte el chulo o ahorrarte una paliza. Tú sabrás.

— Cierra el pico, Hyūga de mierda.

— Al final la paliza te la voy a dar yo — digo, colocándome entre Naruto (a mis espaldas) y él—. Al final te vas a ir a tu casa calentito. ¡Naruto! — le grito— Sé lo que ha pasado. Pero tu casa no la han quemado estos cuatro.

— ¡Han sido ellos! ¡Lo sé!

— No fuimos nosotros — dice uno de los chicos, el primero en caer, que ha logrado sentarse en el suelo—, ¡lo juro!

— ¡Siempre os metéis conmigo! ¡Siempre...!

— Todo el mundo se mete contigo — le dice otro chico.

— No estamos locos — dice el de antes—, ¡no le haríamos eso a nadie, ni siquiera a un... monstruo!

— ¡Mentirosos! ¡Me intentáis engañar!

Pero Naruto ya no suena furioso como antes. Más bien está desesperado. Sus mejillas han vuelto a la normalidad (signifique lo que signifique eso) y se queda sentado sobre el césped, con las piernas cruzadas y los brazos vueltos hacia arriba. Luce triste. Triste y cansado.

— No sé quién ha sido — le digo con cautela— pero vamos a descubrirlo juntos, ¿de acuerdo? Vamos a encontrar al culpable, y cuando lo hagamos, le daremos de golpes hasta en el carné ninja, ¿vale?

— ¿Lo dices... de verdad?

— Te lo prometo — le digo, pero sin creérmelo.

Él me mira sin decir nada. Está cabizbajo. Me alarma que parezca a punto de echarse a llorar. ¿Qué hago yo ahora? No se me da bien consolar a la gente. Y dudo que te puedan consolar si te han quemado la maldita casa. Así que le miro desinflarse durante unos momentos, yo bloqueado, él miserable, mientras los falsos culpables — que aunque hoy sean inocentes, tienen pinta de matones— se van poniendo en pie, a cada cual más magullado, y siempre a una distancia prudencial de nosotros.

No tengo ni idea de cómo voy a cumplir mi promesa. Ni siquiera creo que vaya a cumplirla. Pero creo que sé cómo animarte, Naruto.

— Eh, vosotros.

La imagen de Isamu llevándose a un chico a su callejón sigue molestándome. Y estos tipos me han cabreado de verdad. Que deteste a la mayor parte de mi clan no significa que vaya a dejar que lo insulten delante de mi cara (me digo, pese a que en el fondo sé que simplemente estoy harto de abusones, mentecatos, nobles mandones, y de la gente en general).

Los cuatro chicos se giran hacia mí.

— ¿Qué? — dice uno de ellos. Es el que me llamó «Hyūga de mierda».

— Repite lo que me dijiste — le digo—, dímelo de cerca.

— Eres un Hyūga de mierda.

— Eso me pareció oír — le sonrío. Y me lanzo contra ellos.

Los golpes vuelan más rápido de lo que sus ojos negros pueden ver. Y ninguno hace ruido. Ninguno deja marca. Es lo que tiene, pienso, ser un ojosblancos.