Rob, Jesse y Tress Marsh estuvieron a punto de unirse al campamento de verano local ya que sus padres tenían que trabajar durante todo el período vacacional, pero al final se quedaron en casa solos. Habían demostrado a sus padres que eran responsables, podían quedarse en casa sin supervisión de un adulto mientras ellos estaban fuera. Rob tenía trece años, así que ya era lo bastante mayor como para echarle un ojo a sus hermanos pequeños y cuidar de la casa. Ya era hora de que fuera asumiendo responsabilidades, argumentaba el señor Marsh. Dieron a su primogénito tareas e instrucciones muy simples: mantener la puerta cerrada, no dejar entrar bajo ningún concepto a desconocidos, no tocar el horno y vigilar a Jesse y Tress. Si algo ocurría, la señora McKillop, la vecina, les echaría una mano.
Pasaron varias semanas y la casa seguía en pie y los niños ilesos. Todo parecía ir bien. Los niños se portaban bien.
De ahí la sorpresa que sintieron el señor y la señora Marsh cuando recibieron una llamada de la policía local. Salieron corriendo del trabajo para encontrarse el piano de la salita de estar en el césped, la ventana por la que había salido despedido hecha añicos, y los tres niños de pie junto a los agentes, contemplando el desastre que habían causado como si no supieran por qué habían pensado siquiera en hacer cosa semejante.
— D-Dios bendito...—murmuró Joey.
En el asfalto había un hoyo enorme justo en el lugar donde la ambulancia había explotado. Aún había gente alrededor, con la tecnología más variada, la cual debía darles una pista sobre qué había causado la explosión.
— ¿Quién es la víctima?—preguntó el alcalde a Warren.
— Su nombre es Cian Kenneth Andrews. Biólogo, o algo por el estilo. Ha publicado montañas de libros sobre el ecosistema del planeta. Un científico loco, si quiere mi opinión. Es muy conocido en el pueblo porque insistía todo el tiempo en que venía de Marte, ponía nerviosa a la gente con sus teorías y su vida de ermitaño. Se coló a la fuerza en casa de su primo y lo atacó, así que decidimos que era hora de que un médico le echara un vistazo. Iba de camino al Hospital Selzer para que le hicieran un chequeo.
— ¿Qué hay del conductor?
— Eso es lo que me gustaría saber. Sólo encontraron a Andrews.
— Pero alguien debía estar conduciendo la ambulancia.
— Cierto, y yo mismo vi a alguien vestido de uniforme en el asiento del conductor cuando Andrews se subió a ella; le dije hola y todo, pero sólo sacaron a Andrews del vehículo y encontramos a dos testigos que aseguran que no vieron a nadie conduciendo la ambulancia segundos antes de que explotara.
— ¿Quizás volara en pe-pedazos?
Joey se mordió el labio inferior. Vaya manera más bonita de empezar el día, con un tartamudeo incontrolable. Qué bien quedaba en un alcalde que se suponía que debía permanecer firme ante calamidades como ésa.
— Eso pensé yo—Warren no pareció notar o prestar atención a su habla, y simplemente posó sus manos en sus caderas, hinchando el pecho de manera que parecía un enorme gallo—. Pero habrá que ver qué dicen los forenses.
Luc se encontraba a unos pocos pasos de ellos, hablando con un compañero. Le dio las gracias y caminó al encuentro del sheriff y el alcalde.
— Y el hedor...Es horrible...—Joey arrugó la nariz.
— Han encontrado algunos restos de los explosivos—anunció Luc—. Creen que puede ser dinamita.
— Hay una mina a tan sólo unos pocos kilómetros de aquí, de modo que...—murmuró Warren.
— ¿Es posible que esto sea un suicidio?—preguntó Joey, hablando lentamente a partir de entonces para asegurarse de que pronunciaba las palabras correctamente.
— Un poco pronto para hablar de eso—apuntó Luc—. El tipo ha sobrevivido. A duras penas, pero se encuentra entre los vivos. Está crítico en el hospital, me han dicho. Luchando por su vida como un tigre. Pero al final, si sobrevive, quizás desee no haber luchado tanto. La parte inferior de su cuerpo se ha volatilizado, las cicatrices son terribles, al parecer.
— Si creía que venía de otro planeta, quizás intentó...librarse de su cuerpo humano...—dijo Joey.
— O quizás alguien lo hizo por él—Warren frunció el ceño—. Eso es lo que creo yo, porque hay miles de formas baratas, gratuitas, rápidas, elegantes y discretas de quitarse de en medio, y también otros momentos...Pero lo que me tiene intrigado es el conductor...Si los pedacitos son todos de Andrews, tendrá que explicar por qué se salió de la ambulancia casualmente antes de que explotara..., ¡y cómo!
—Bueno, sheriff, estoy seguro de que hará un buen trabajo...Seguiré este asunto muy de cerca—dijo Joey.
— En mis treinta y cinco años de trabajo jamás había visto una cosa así—dijo Warren.
Él y el alcalde intercambiaron unas pocas palabras antes de que Joey abandonara la escena, marcando un número en su teléfono. Nadie había visto nada semejante en Warner Falls y por alguna razón la oposición pensaba que era culpa suya; algunos estaban extendiendo rumores de que era un ataque terrorista, así que tenía un buen lío que solucionar. Los ciudadanos estaban asustados, confusos, atónitos, y él tenía que hacer algo al respecto.
— ¿Un café, Warren?—preguntó Luc al sheriff.
— No diré que no; de verdad que necesito un descanso. Vamos, mi coche está justo ahí...—Warren hizo una mueca—. Dios santo, el olor que ha dejado esa maldita cosa es nauseabundo...
Pero curiosamente Luc no olía nada.
— Uh...Sí, respecto a tu coche...
Warren sacó la llave del coche de su bolsillo y miró a su compañero inquisitivamente. Al acercarse al coche, aminoró sus pasos hasta detenerse frente a él. Ahora veía qué quería decirle. Alguien había usado evidentemente una llave, un destornillados, o alguna clase de objeto punzante no sólo para rayar su espléndida pintura roja, sino también dejar una nota muy elocuente: «BASURA REDNECK».
Warren se quedó mirándolo durante largo rato con las llaves aún en la mano. Su expresión no era de enfado; en realidad...no se sintió furioso. Era un tanto sorprendente que no sintiera nada en absoluto. Toda su reacción fue rascarse su perilla pelirroja y luego mirar a su alrededor, aunque él ya sabía que no tenía sentido. Luego abrió la puerta y se sentó tranquilamente en el asiento del conductor.
— Deja que adivine. ¿Jones?—sonrió Luc.
— Seguramente.
— Si fuera tú, agarraría a ese tío y le haría comerse la acera.
Warren se encogió de hombros.
— Tengo cosas más importantes en que pensar que ese granuja. Como la ambulancia que ha volado por los aires. O Billy. Ése sigue igual. Me da miedo que se haga daño a sí mismo. No come, no duerme...
— Todo lo que hace es rugir. Ah, ouais. Julie casi me suplicó de rodillas que no la dejara sola con él esta mañana—Luc recordó cómo los ojos de la muchachita brillaron como los de una niñita y sonrió.
— Se está poniendo muy interesante la semana, ¿verdad?
— ¡Y que lo digas! Todo a la vez...
Warren arrancó el coche y su compañero dedicó un minuto a mirar su teléfono y mandar un mensaje.
Hablando de pivones...
TE AMO, PRINCESA
Sylvia respondió al cabo de unos pocos minutos.
He parado el coche en la autopista porque creía que era algo importante, idiota
La sonrisa de Luc se desvaneció mientras guardaba el móvil de nuevo en su bolsillo. Nunca parecía el momento de decir 'te amo'. En casa, tenía que cocinar, bañar a los niños, hacer miles de cosas; estaba demasiado ocupada para unas carantoñas. En el trabajo o de camino a él, no quería que la molestara con esas 'naderías'...Warren no se percató. Casi se llevó por delante a un estúpido corredor, pero aparte de eso se sentía increíblemente sereno. Feliz, incluso. No podía evitar preguntarse cuánto tiempo le iba a durar.
Casi lo atropellaron, pero Treg no pareció darse cuenta. No tenía puestos los auriculares, así que debió haber visto toda la policía en la calle, el coche que se le echó encima. Ya había corrido sus diecinueve kilómetros de rutina, pero se forzó a seguir. Quería saber de qué era capaz.
Pronto cruzó el centro del pueblo y se encontró en las afueras. Luego, en la carretera.
El sudor bañaba su cuerpo, sus mejillas estaban rojas, pero continuó. Parar no parecía una opción. Sólo había una palabra en su cabeza: "Corre".
¡Corre, corre, corre!
Más rápido. Ahora corría tan rápido como podía, sus zancadas lo más rápidas que podía. Sí, lo estaba dando todo. Se preguntaba dónde estaba su límite.
Ahí no, al parecer. Se movía rápido como una bala, todo a su alrededor parecía envuelto en una neblina, excepto la carretera. Parecía no tener fin, continuar hasta el fin del mundo, para siempre. Su corazón latía tan deprisa que podría haber asustado a cualquiera..., pero no a él. La adrenalina corría por sus venas. No le importaba nada en absoluto. Excepto correr, como si correr lo fuera todo.
¡Corre, corre, corre!
Treg se detuvo de repente. Se sintió tan mareado que tuvo que sentarse sobre el asfalto para recobrar el aliento. Le llevó un buen rato y beber lo que quedaba de la bebida isotónica que llevaba consigo. Sí, había perdido la cabeza y ahora pagaba las consecuencias. Treg leyó el letrero que se encontraba a unos pocos metros de él: «Warner Falls, 12». Aquello le hizo reír. Cuando se puso en pie y emprendió el camino de vuelta a casa, esta vez despacio, seguía riéndose.
Era hora de tomarse un descanso en el taller. Los cinco hombres se sentaron todos juntos a llenar el buche antes de volver al trabajo. Pero prácticamente todos miraban a Martin. El filete que se estaba comiendo (no, la palabra más acertada era 'devorando') estaba tan lleno de sangre y crudo que hizo que Hal se pusiera enfermo sólo con mirarlo.
— ¿Y por qué no te vas al campo y le pegas un mordisco a una vaca, chico?—dijo al fin con una sonrisa ladeada, agitando su cuchara en el aire como si fuera una especie de varita mágica.
La única respuesta de Martin fue un mero encogimiento de hombros, sin alzar la vista del plato.
— Al menos no parece alpiste, como eso que te estás comiendo tú—comentó Randy, señalando lo que estaba comiendo Hal.
— La médico me dijo que tenía que comer lo mismo que las vacas, y mi mujer me matará si no lo hago. Es un demonio, te lo aseguro: se enterará si lo tiro...
El resto seguía comiendo cuando Martin terminó. Se levantó, caminó hacia el frigorífico y sacó un yogur. Estaba a punto de sentarse cuando cambió de opinión y añadió al postre un plátano y un par de galletas.
— Guao, tío—Harry alzó las cejas.
— ¿Qué?—Martin frunció el entrecejo.
— Nada. Nada. Tú sólo avísanos cuando sientas que vas a explotar, para que nos apartemos.
— Tengo mucha hambre estos días.
— Entonces come cuanto quieras, que puedo ver tus costillas. Eso no puede ser bueno—apuntó Ian mientras mordía su ensalada.
— Es como un espantapájaros...—murmuró Vásquez, cigarrillo en mano, tan lentamente que casi parecía que se iba a quedar dormido mientras hablaba.
Sí, llevaba oyendo eso mismo toda su vida, así que a Martin no le importó. Dejó que sus compañeros hablaran mientras él seguía comiendo. Era como si tuviera un agujero en el estómago y nada sirviera para taparlo...
El niño vivía a tan sólo un par de casas de ellos. Los Murphy tenían un jardín repleto de hermosas flores aromáticas, e incluso los ladrillos de la casa estaban impolutos. Cuando Isadore llegó allí vio a una mujer rubia con un vestido azul cuidando del césped, la señora Murphy, la madre de Pip. Una mujer muy atractiva, aún bastante joven, de quien Pip había heredado sus enormes ojos azules. Ella no vio a Isadore, y él pronto se apartó de su campo de visión para fumarse un cigarro y esperar. Y tendría que esperar un buen rato antes de oír decir a otra voz:
— ¡Adiós, mamá!
— ¡Adiós, Pip, cielo! ¡Ten cuidado!
— ¡Sí!
El cigarrillo casi se había consumido; Isadore le dio una última calada antes de tirarlo, exhalando el humo y acudiendo al encuentro del chiquillo con la delicadeza de un jugador de rugby. Pip frenó en seco, pero recobró su porte alegre casi de inmediato.
— ¡Buenos días, Izzy! ¿Qué hay? ¿Cómo anda tu abuela?
— De eso precisamente quería hablarte.
Isadore se acercó, se acercó tanto que Pip retrocedió y su sonrisa se borró.
— No sé qué quieres de ella. Su dinero, acumular buen karma, que la gente diga que eres un buen chico que cuida de los viejos, una medalla. Lo que sea. Me da igual. Pero aléjate de ella. Te lo advierto, más te vale que no tenga que decírtelo dos veces. No quiero verte en mi casa o hablando con mi abuelita nunca más. Nunca, ¿me has oído?
Y antes de que alguien los viera o de que Pip tuviera la oportunidad de decir algo, se largó con viento fresco. El niño se quedó muy quieto y rígido, mirando en la dirección por la que Isadore había desaparecido.
¿A qué había venido eso?
