Durante esa noche, Francis soñó sin parar y cuando despertó tuvo la sensación de que había estado durmiendo durante años. Bajo la tenue luz de las seis de la mañana, el rubio intentó recordarlos todos. Podía rememorar la sonrisa de Antonio, sus abrazos, su olor, sus carcajadas, la manera en que se quedaba adormilado en el sofá los días que veían la televisión hasta tarde. No podía recordar el amor que sentía hacia ese hombre antes del accidente, pero sí que le desalentaba la sensación de vacío y de tristeza en su interior al verse ahora tan solo.
Incluso en el trabajo, Francis no podía dejar de pensar en el hombre al que había alejado por su propia mano. La obsesión que tenía por él estaba alcanzando cuotas máximas y debía ponerle remedio antes de que se ahogara bajo ese aluvión de información que él solo, en su estado actual, no podía procesar. En cuanto llegó a casa, dejó su chaqueta en una silla, se fue hacia el sofá, se sentó, se descalzó y subió los pies.
El dedo índice de su mano izquierda se deslizó sobre la pantalla táctil hasta abrir la ficha de contacto de Antonio Fernández. El corazón le latió con fuerza en el pecho, acobardado por la duda y el miedo a su respuesta. A pesar de todo ese temor, Francis no pudo echarse atrás. Era muy miedoso pero no podía huir para siempre, aún menos cuando no podía dejar de pensar en él. Pulsó el botón de llamar y se llevó el aparato a la oreja. Los tonos monótonos de la marcación no ayudaban a relajar sus nervios.
Abrió la boca, preparado para hablar en cuanto contestara, pero en vez de la dicharachera voz de Antonio le recibió el pitido corto e intermitente que anunciaba que habían colgado. Lo intentó un total de dos veces más, pero siempre obtuvo el mismo resultado. Cuando estaba a punto de rendirse, escuchó que el sonido del tono de llamada se cortaba y se producía un largo silencio.
— ¿Qué es lo que quieres esta vez, Rose? —preguntó Antonio con voz cansada al otro lado del teléfono—. Estoy harto de que no dejes de molestarme. Como sigas con esto, voy a llamar a la policía y voy a ponerte una denuncia. Créeme, hablaré con quien haga falta para presentar un caso sólido. Ya me he alejado de tu vida y de la suya, ahora déjame en paz.
— Antonio, soy Francis —se atrevió a decir. Durante unos segundos no había sabido cuándo interrumpir: el tono del hispano le había dejado desarmado—. ¿Es que mi madre ha estado molestándote todo este tiempo también por teléfono?
Si el silencio de antes le había puesto nervioso, no podía compararse a éste que se estaba produciendo ahora; mucho más denso y tenso que el anterior. Francis tenía la palma de las manos sudorosas, cosa que no le sucedía muy a menudo. Ni siquiera las sentía calientes, más bien al contrario.
— Voy a colgar.
— ¡No, no! ¡No por favor! —suplicó Francis casi gritando, temiendo que se hubiera apartado el auricular del oído y no pudiera escucharle—. ¿Antonio?
— ¿Qué? —preguntó escueto. No parecía estar muy contento con su propio comportamiento, puesto que no había colgado.
— Gracias por no colgar... —dijo aliviado—. ¿Mi madre ha estado acosándote por teléfono?
Se le hacía más fácil preguntar por una tercera persona, sembrando discordia, que por algo que le incumbiera sólo a ellos. Fernández no contestó, lo cual le hizo preguntarse si es que había dejado el teléfono, le había colgado o la llamada se había cortado. Esperó un par de eternos segundos y, entonces, antes de poderle preguntar si aún seguía allí, escuchó de nuevo su agotada voz.
— ¿Qué quieres, Francis? Hasta el momento no te había preocupado mucho lo que tu madre hubiese hecho, incluso delante de tus narices. ¿Por qué habría de hacerlo ahora? ¿Para qué quieres mi respuesta si no te la vas a creer?
— Hice mal, lo sé. Lo siento, Antonio, pero me importa. Te lo juro.
Otro denso silencio. Las manos impolutas y bien aseadas de Francis asieron el teléfono y el bajo de su camisa con más fuerza, esperando que dijera algo. Comparado con los primeros días en el hospital, en los que los dos habían hablado de manera distendida y sin preocupaciones, ahora ambos se notaban incómodos. Su relación se había hecho añicos. Parecían desconocidos que se encontraban en la calle, que en el fondo no tienen nada de lo que hablar y ni siquiera sabían si tenían algún interés compartido.
— Te he llamado porque me gustaría hablar contigo. Sé que todavía no comprendo la historia que compartimos, pero te necesito a mi lado. Desearía poder charlar, que me contaras todo lo que recuerdas y, sobre todo, debería pedirte perdón, pero no quiero hacerlo por teléfono. Intenté localizarte para eso mismo y Gilbert no me dejó. Estoy seguro de que si quedamos podré recordar cosas, podré recordar lo que sentía por ti.
Por el auricular le llegó un carraspeo nervioso. Después de éste, sólo hubo el silencio fustigante. La sonrisa que se había llegado a dibujar en los labios de Francis, cargada de esperanza, se había ido diluyendo lentamente por la desconcertante falta de respuesta.
— No podemos quedar. Mejor dicho, no quiero quedar contigo, Francis.
— Pero...
— ¿Es que no lo entiendes? —interrumpió el español, antes de que pudiera poner más excusas baratas. Estaba cansado de ellas—. Lo nuestro se ha acabado. Tú aún no recuerdas nada, lo has confirmado antes, y me pides que deje todo, de nuevo, por ti, para ir a tu lado, para ver si consigues recordar que me querías. Durante esos dos años en el hospital, no hice más que aguantar y aguantar. Poco a poco me fui destruyendo hasta que fui incapaz de soportarlo. ¿Y ahora, después de lo que hiciste con tu madre, vienes a pedirme que haga ese esfuerzo de nuevo por ti? Lo siento, pero no puedo.
— Antonio, he leído las cartas, he visto las fotografías, he visto los mil y un recuerdos que hay en esta casa. Mi madre ya no va a interponerse entre nosotros, ¿no crees que eso puede mejorar las cosas? Sé que te he hecho daño, pero por eso mismo necesito recordar, para enmendarlo.
— ¿Y si no lo logras nunca? ¿Tengo que estar para siempre contigo, cargando con el peso de unos recuerdos que jamás van a volver a ti? —preguntó Antonio después de un silencio largo.
— Puede ser que vuelva a enamorarme de ti, eso nunca se sabe —replicó Francis, en un intento a la desesperada. Todos los argumentos que había tenido se habían ido desmoronando como un castillo de arena y no quedaba para él nada tras lo que escudarse.
— ¿Y si no lo haces?
No pudo contestar nada a eso. Sus excusas se habían acabado y ahora Francis no sabía qué más podía decir para intentar convencerle. En algún momento de esa conversación le habían empezado a temblar las manos y no se había dado cuenta hasta ahora. Su figura encorvada en el sofá ahora le parecía rígida e incómoda.
— No tiene por qué ser así... Antonio, por favor, necesito esto. No dejo de pensar en ti, en que tú tienes la clave de todo y en que no quiero perder definitivamente esto. En esas fotos, tanto tú como yo somos felices. Lo puedo ver, lo sé, lo noto. ¿Es que estás dispuesto a abandonar toda esa felicidad?
— Ese ya no eres tú, Fran. Por mucho que lo creas, no eres un asomo de lo que eras antes.
— Por lo que más quieras, si aún te queda un atisbo de amor hacia mí, si aún recuerdas lo que pasamos y en esas memorias encuentras felicidad, entonces te suplico que...
— Ni se te ocurra terminar esa frase —cortó Fernández, en un tono frío que le sorprendió—. ¿Estás intentando chantajearme emocionalmente? Lo he dado TODO por ti. Me he tragado mi orgullo, me he dejado pisotear, me he comido con patatas el dolor que sentía por ver que estabas con otra persona, todo porque tenía confianza en que recordarías y me equivocaba. No me supliques apelando a lo que pueda o no sentir, ni se te ocurra. El Francis que yo quería sería tan egoísta. El Francis que yo quería me hubiera preguntado que cómo estaba, que si podía hacer algo por mí. Él no hubiera venido de nuevo pidiendo y exigiéndome más. ¡No! ¡En serio que no puedo contigo!
Aunque sonaba enfadado, también se podían notar sus nervios, la tristeza, ese aire desquiciado que le hacía perder la compostura por completo. Francis estaba sorprendido y, para qué negarlo, se daba de que tenía razón. ¿No hubiera sido normal preguntarle cómo estaba? ¿No hubiera sido lo más lógico preocuparse por él ya que la última vez le vio hecho pedazos? ¿A qué extremos le llevaba esa desesperación por recuperarse a sí mismo que podía pisotear a otros que habían sacrificado tanto por él?
— No vuelvas a llamarme. Te voy a bloquear, así que ni lo intentes. No quiero hablar contigo, Francis. Lo nuestro se ha terminado y estoy superando la ruptura. Así que, por favor, déjame en paz. Si te mueve otra cosa que no sea el egoísmo, entonces desistirás por mí, porque te lo estoy pidiendo ahora. Buenas noches.
Antes de poder responder o despedirse, la llamada se cortó y el silencio fue su único acompañante. Francis aún tenía el teléfono contra la oreja y miraba ausentemente una de las paredes. Lo había intentado pero se había equivocado otra vez. Con saña, Bonnefoy lanzó el teléfono a la otra punta del sofá y gruñó por lo bajo. Cruzó el brazo izquierdo sobre su pecho, como si estuviera abrazándose a sí mismo y apoyó el otro codo sobre el antebrazo. La mano cubrió su rostro, congestionado por la frustración y la desdicha.
Habían pasado cinco minutos desde que había finalizado la llamada cuando su teléfono empezó a sonar. El tono quedaba ahogado bajo el cojín que había caído sobre él. Levantó la cabeza y entornó el rostro. Se estiró sobre el sofá para poder alcanzarlo, lo tomó y examinó la pantalla. En ésta sólo se podía leer "Número privado". Dudó durante unos segundos y, al final, empujado por la intriga, le dio al botón para descolgar y se lo llevó a la oreja.
— ¿Diga?
— No tengo mucho tiempo para hablar contigo, así que voy a ir directo al grano —dijo una voz profunda y seria. Le recordaba a esas voces que, sin más, parecen estar hechas para el doblaje o la radio—. Seguro que no te acuerdas de mí. Mi nombre es Carlos Fernández Carriedo y soy el hermano mayor de Antonio. Has estado hablando con él hace un rato, ¿verdad?
— Sí, así es —murmuró Francis, desconcertado. ¿Antonio tenía un hermano? No lo sabía, o sería más correcto decir que no lo recordaba. Los vacíos en su memoria le dejaban en su estómago un hueco que no podía llenar.
— Lo suponía. Estábamos comiendo con unos amigos y cuando llamaste se levantó y se fue a hablar fuera. Ha vuelto no sólo descolorido, además sin ánimo ni de hablar ni de comer. Es fácil saber que el único que provoca esas reacciones tan fuertes en él eres tú, por suerte o por desgracia.
— Si has llamado para decirme que nunca más me acerque a él o que soy un horrible ser humano no hace falta. Ya lo sé —apuntó abatido. No tenía ganas de discutir con el hermano de su ¿ex? El pensamiento le dolió.
— Deja de comportarte como la reina del drama, Francis, porque ya sabes que conmigo esa treta de animal lastimero no funciona —respondió contundente Carlos. Cuando escuchó eso fue como si una puñalada se le clavara en la espalda. Este hombre era aún menos delicado que su hermano—. Te he llamado porque voy a ayudarte.
— ¿Ayudarme?
El rumbo inesperado de la conversación le produjo hasta una suave sensación de vértigo. Hasta ahora, todos sus conocidos comunes se habían puesto de parte del Antonio. ¿Por qué su hermano decidiría echarle una mano?
— Eso es. No debería, pero lo haré. Estoy harto de esta situación. Sé que le has hecho mucho daño a mi hermano y no te lo perdono, pero también veo que estar sin ti no le hace bien. Lo peor es que ahora tú quieres intentar arreglar las cosas y él, por miedo a sufrir, no te lo permite. Por eso te voy a dar una, y sólo una, oportunidad. Si la cagas, iré a partirte la cara.
Cuando escuchó esa amenaza, se le pusieron de corbata. ¿Por qué tenía que ser tan agresivo? ¿Es que Antonio era así? No, algo en su interior le decía que, si se lo proponía, Antonio podía ser peor.
— Tengo que regresar a la mesa o pensarán que he muerto en el baño, así que me dejaré de rodeos. Antonio va a estar el sábado de la semana siguiente en la fiesta benéfica de los hermanos Rodríguez. Te enviaré los detalles en un mensaje, para que sepas dónde queda. Tengo una invitación para ir pero, qué casualidad, creo que no me encuentro bien y voy a pasártela para que te dejen entrar.
— ¿Harías eso? ¿De veras? —preguntó el rubio, conmocionado por lo que le acababa de decir. En un sitio público seguramente sería más fácil que Antonio mantuviera la compostura con tal de no avergonzarse delante de todo el mundo. Eso le daba una oportunidad para hablar.
— Os he ido viendo durante estos años que habéis estado juntos, Francis. Por mucho que tú no puedas acordarte de ello, yo lo recuerdo como si fuera ayer. Sé que ambos podríais vivir la vida cada uno por su lado, pero no creo que podáis ser ni la mitad de felices de esa manera. Así que quiero confiar en ti, aunque yo fui el mayor detractor de vuestra relación al inicio, para ver si puedes hacer algo por ayudar a mi hermano. No me traiciones.
Antes de tener la oportunidad de contestarle que no lo haría, la llamada se cortó y Francis se quedó hablando solo. Suspiró, bajó el teléfono y se quedó pensativo. Tendría que darle las gracias a ese hombre si conseguía algo en la fiesta. De lo contrario, le conocería y recibiría un puñetazo. Deseó que no fuera muy grande o fuerte, porque no toleraba muy bien el dolor.
El resto de la semana y toda la siguiente fue como una tortura de la que Francis no parecía ser capaz de escapar. Durante el día, se pasaba las horas pensando en cómo acercarse a Antonio en la fiesta, decidiendo qué debería llevar puesto para causar buena impresión y sopesando todas las posibilidades. Se echaba en la cama cuando regresaba de trabajar, leía las cartas, incluso las olía para ver si eso ayudaba a estimular su memoria.
Agotado, se echaba a dormir y entonces su tormento continuaba. Había empezado a tener sueños confusos en los que no podía escuchar nada, pero lo que veía con nitidez, prácticamente siempre, era a Antonio. Éste le sonreía, le hablaba animado y sus ojos verdes, vivarachos, llenos de jovialidad, se los encontraba fijos en él. Le había visto en flashes hacer de todo: le había visto reír, le había visto dormitar con una expresión inocente, le había visto cantar, le había visto concentrado, le había visto de espaldas a él, totalmente desnudo y sobre una cama. Había presenciado fragmentos de infinidad de momentos de Fernández y ahora nadie le convencería de lo contrario: habían compartido una parte muy grande de su vida y eran irremplazables el uno para el otro.
No obstante, no recordaba lo más importante: el amor. Antonio le era imprescindible y necesitaba tenerlo en su vida para mantenerse a flote en ese mar en el que se estaba ahogando, pero no podía decir que estuviera enamorado de él. Intentaba excusarse, creyendo que sería algo que vendría a él en cuanto estuvieran juntos, cara a cara, pero en realidad no estaba tan seguro.
Después de tortuosos días, llegó la noche esperada. Francis había estado cerca de una hora arreglándose delante de un espejo y había cambiado en una ocasión de atuendo, ya que le parecía pretencioso. Arregló su corbata gris, sobre una camisa negra lisa y se observó. Sobre ésta llevaba una americana de color azul oscuro, que no resaltaba demasiado y en cuyo bolsillo había un elegante pañuelo. En el salón se sentó sobre el sofá, se puso los zapatos de piel negra y se los abrochó con esmero.
Se incorporó, se acomodó la americana y observó el reloj de pulsera que llevaba en la muñeca. Aún tenía tiempo y, por recomendación de Carlos, iría más tarde para pasar desapercibido entre la marea de gente. Si Antonio le veía en cuanto llegara, era capaz de dar media vuelta y marcharse por donde había venido. Si estaba dentro cuando él llegara, sería más complicado que le divisara y aún más que huyera.
Los hermanos Rodríguez eran unos conocidos magnates de la ciudad. Se habían encargado de abrir una de las fábricas de tejidos más productivas de toda la comarca y sus éxitos les habían llevado a diferentes partes de la península española. No sabía por qué Antonio y Carlos habían sido invitados, pero tampoco tenía a quien preguntárselo. El nombre le era familiar, pero no sabía por qué, así que asumió que acostumbraban a estar en la prensa local gratuita que acababa en su buzón.
El salón de fiestas en el que iba a tener lugar el evento se situaba en el hotel más caro de la ciudad, el cual estaba frecuentado de manera constante por hombres de negocio con los mejores esmóquines del país. Los pasillos estaban cubiertos por suntuosas alfombras de colores rojos y por doquier podías encontrar algún camarero con una bandeja llena de copas de champán. En su camino al hall principal, Francis tomó una de éstas y la apuró de casi una sentada. Necesitaba el valor y el alcohol ayudaba a las personas a desinhibirse.
Pecando de inocente, pensó que le encontraría en cuanto pusiera un pie en esa fiesta, pero no fue así. Eran numerosos los asistentes y todos se mezclaban en una espiral de satinados, de americanas, zapatos caros y lujosos de piel y, en el caso de las damas, con brillantes y lazadas imposibles, que constreñían sus tobillos maltratados. Hasta que, entre todo ese caos, Francis vio una cara familiar. Fernández se encontraba sentado a una de las mesas. En sus ojos se podía leer el aburrimiento y una melancolía que entristecía y al mismo tiempo hechizaba. En la mano derecha sujetaba un vaso grande en el que había hielos y un líquido ambarino que se mecía a medida que lo balanceaba.
Llevaba una americana negra, camisa oscura y su corbata verde grisáceo, que no eclipsaba para nada la belleza de sus ojos. Allí estaba, el hombre que le acosaba en sus sueños, que le perseguía y al que no podía dejar marchar sin pelear. Dispuesto a retomar la marcha estaba cuando, entonces, vio que alguien se le adelantaba por otro lado y se le acercaba. Es más, él conocía a ese alguien. Se aproximó a hurtadillas, sin que ninguno se dio cuenta de que él estaba allí porque el visitante estaba de espaldas a Francis y Antonio tenía los ojos clavados en el recién llegado.
Todo el cuerpo de Fernández estaba tenso y demostraba de diversas maneras lo mucho que le repelía tener a Robert Bonnefoy allí delante. ¿Qué hacía en el lugar? Ya era mala suerte encontrárselo en ese sitio. Tenía esa sonrisa horrible que detestaba con toda su alma, esa que parecía querer decir que controlaba la situación y que, por mucho que se negara, él sabría mover los hilos para que todo funcionara a su manera.
— Qué guapo estás esta noche, Antonio. Creo que la soltería te sienta tremendamente~ —murmuró. Hizo un ademán de ir a tocar su mejilla, el cual fue esquivado por el hispano con la habilidad del que ya ha sufrido un ataque similar antes.
— Piérdete, Robert. ¿Se puede saber qué haces aquí? ¿Es que ahora me sigues? —preguntó a disgusto después de apurar lo que le quedaba de whisky.
— No hace falta que te siga, mi querido español. ¿Es que aún no te has dado cuenta? Hagas lo que hagas, aunque te niegues e intentes luchar contra ello, al final el destino siempre quiere que regreses a mí. Deberías resignarte a ello.
— Ni aunque me hiciera tremendamente rico te tocaría —replicó Antonio con desdén—. El que tendría que resignarse a ello eres tú, que no aceptas que no me gustas, que te detesto y que no quiero ni darte los buenos días.
Se levantó después de arrastrar la silla hacia atrás y puso rumbo al exterior. Algo había aprendido de Robert Bonnefoy y eso era que podía ser insistente hasta la extenuación. Cuanto más espacio le dejara para hablar, en peor situación se ponía. Aún así, mientras caminaba, pudo escuchar los pasos tras de él. ¿Por qué no le dejaba en paz? ¿Qué tenía que hacer para que perdiera el interés? A medida que Antonio se perfilaba como alguien inalcanzable, más deseaba Robert tenerle en sus garras. Ni siquiera tenía interés romántico en él, aunque quizás podría llegar a tenerlo, ahora mismo sólo deseaba tumbarlo sobre cualquier superficie sólida y hacérselo hasta dejarle ronco, sucio y extenuado.
Claro que era consciente de que todo el lenguaje corporal del joven le repudiaba y que la gente les estaba mirando raro a medida que le seguía hacia el exterior, pero no le importaba. Sólo quería tenerle para él, aunque fuera unos minutos, lo necesario para descargar todos esos anhelos reprimidos. Así que siguió esa figura que le llamaba, que le parecía decir que la clamara como suya, pasando entre la gente como si ni existieran. Ay, Antonio, tan echado a perder en brazos del hombre incorrecto...
El hispano giró a la izquierda y se encontró de lleno en una calle no muy transitada. A su espalda, Robert sonrió con malicia. Apretó el paso y acortó la distancia que le separaba de Antonio, como el lobo a punto de saltarle encima al carnero. Una vez estuvo dentro de su radio de alcance, estiró la mano, agarró su muñeca y tiró de él para que se diera la vuelta.
Los labios de Fernández se despegaron para quejarse, aunque no llegó a pronunciar un solo sonido. Robert selló su boca con la propia, imponiendo su voluntad. Cuando intentó morderle, el mayor de los Bonnefoy se apartó y le observó con una sonrisa cargada de superioridad mientras se relamía los labios. La expresión de Antonio era iracunda y estaba turbada por ese ataque a traición.
— No te pongas tan a la defensiva, en el fondo te ha gustado —dijo Robert acariciándole el mentón y obligándole a alzarlo, posesivo y manipulador.
— ¡Serás hijo de puta! —exclamó Antonio, fuera de sus cabales.
Echó el puño hacia atrás y lo dirigió con fuerza hacia su cara, pero Bonnefoy supo verle venir y lo esquivó en el momento justo. Entonces, antes de que se apartara, asió su brazo con fuerza. Los ojos verdes de Antonio observaron la sonrisa suficiente del que había sido su acosador durante bastante tiempo, tenso. Cuando llevó la otra mano para intentar soltarse de su agarre, Robert maniobró para agarrar esta vez las dos muñecas con firmeza.
Cada vez se veía más atrapado en la red de ese hombre enfermizo, como si fuera una mariposa intentando luchar contra la tela de una araña. Por más que se retorcía, no hacía más que caer en sus garras. Tenía que poner distancias entre ellos, lo sabía, pero justo entonces sintió una patada por detrás de las rodillas que le hizo caer sobre éstas. Se quejó por lo bajo cuando notó el tirón de pelo y observó sus ojos ambarinos con desdén.
— Vamos, no te resistas tanto. Estoy seguro de que a mi hermano se la chupabas de buen gusto. No creo que con él fingieras que no te gustaba y lo hiciste dócil —apuntó desdeñoso. Soltó los cabellos de Antonio y con una mano empezó a desabrochar su propio cinturón.
— ¡Robert! ¡Para! ¡Te juro que como me la acerques te la voy a morder hasta arrancártela de cuajo! ¡Serás desgraciado! ¡Voy a meterte entre rejas por enfermo mental! —chilló Antonio, que buscaba y deseaba que alguien escuchara su voz y viniera rápido a liberarle. Él seguía revolviéndose sin éxito. Ya desde tiempo atrás ese maldito había sido más fuerte que él y no parecía que eso hubiera cambiado con el tiempo.
— Puedes chillar todo lo que quieras, mi querido Antonio, pero estás solo y nadie va a venir a por ti. Ahora sé un buen chico. Te prometo que haré que lo disfrutes también.
Su corazón bombeaba con fuerza en su pecho, enviando la sangre a unas extremidades que su dueño notaba heladas. Robert ya iba a bajarse la cremallera de los pantalones cuando una mano se posó en su hombro y tiró de él. Tanto le sorprendió la presencia de una tercera persona que soltó las muñecas de Antonio y, al darse la vuelta, vio la expresión de cólera de su hermano.
— Te avisé.
Eso fue lo único que dijo antes de dirigir los nudillos, con toda su fuerza, hacia la cara de Robert. El puñetazo impactó en parte de su mejilla y su nariz, la cual crujió y envió una descarga de dolor por todo su semblante. Retrocedió dos pasos y con las manos cubrió la zona palpitante. Francis se había interpuesto, encarando a su hermano y ofreciendo su espalda a Antonio.
— ¿¡Estás loco!? ¡Creo que me has roto la nariz! —le espetó con voz nasal. Con temor palpaba su piel, en busca de un dolor que hiciera saltar todas las alarmas.
— Si no quieres que te la deje irreparable, ya puedes alejarte de él. Te dije que no le tocaras. Como te vuelvas a atrever no respondo de mis actos, hermanito. Así que lárgate.
— ¡Estás demente! ¡Te voy a denunciar por esto!
Francis hizo ademán de irse hacia él y Robert, quejumbroso y aturdido, se dio la vuelta y emprendió rápidamente la huida. Antonio, de rodillas en el suelo, observaba la figura alta y fornida del que había sido su prometido. ¿Qué hacía él ahí? ¿Por qué hablaba igual que antaño? No quería hacerse ilusiones de ningún tipo, porque estaba cansado de que éstas se hicieran añicos, pero en su pecho notaba una brizna dolorosa de esperanza.
Una vez había asegurado que su hermano no regresaría para atacarle por la espalda, el francés se dio la vuelta y bajó la vista para observar a Antonio. Se agachó y le tomó por los hombros. Estaba mirándole, preocupado, examinando su cuerpo para ver si le había hecho alguna cosa.
— ¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó casi sin aliento. Le daba miedo hablar muy fuerte, no fuera que se desvaneciera esa imagen y de repente se diera cuenta de que quien tenía delante era en realidad otra persona.
— ¿Te ha hecho daño? —inquirió antes de responder. Estaba tan nervioso que las manos le temblaban de manera imperceptible. Cuando vio que Antonio negaba con la cabeza, suspiró aliviado y posó las manos sobre sus mejillas—. Gracias al cielo...
— Te dije que no quería volver a verte —murmuró, aunque era innegable que Antonio no estaba enfadado por tenerle allí y sus ojos verdes no perdían detalle de su rostro angustiado.
— Lo sé, pero no podía rendirme sin más. Me estaba acercando a ti, para intentar hablar, cuando Robert se me adelantó. Mientras te escuchaba hablar con él, me vino a la mente un recuerdo, algo que había olvidado por completo después del accidente.
En ese momento, se quedó ausente mirando la mesa, mientras en la realidad Antonio huía y su hermano le perseguía. Sus ojos veían algo que no ocurría en ese momento, revivía en su cabeza el momento en el que entró en su casa, una tarde de octubre, y en el silencio de un hogar que él pensaba que estaba vacío escuchó gritos. En la penumbra, inquieto, Francis había cruzado el pasillo en dirección a unos gritos cada vez más familiares.
No llamó, no quería alertar a nadie de su presencia, abrió la puerta y se encontró una escena que le había horrorizado. Su en aquel entonces amigo Antonio se encontraba sobre la cama de su hermano, desnudo de cintura para abajo. En su muslo y parte de su nalga había un llamativo arañazo rojizo. Robert le apretaba la cabeza contra el colchón, al igual que sus manos, y el hombre de cabello negro se entretenía mordisqueando y lamiendo su oreja, susurrando palabras lascivas sobre ésta. No podía ver la cara de Fernández ya que estaba echado bocabajo, pero sí percibía la tensión de su cuerpo y un débil temblor.
— Te va a gustar —le decía por lo bajo.
Y Antonio intentó contestar, pero lo que fuera que dijera no se entendió. Francis dio un golpe para llamar la atención de su hermano y cuando sus ojos se encontraron, en los del rubio se podía leer el disgusto y el horror que aquella situación le provocaba. Robert le pidió que hiciera ver que no había visto nada, que se diera la vuelta, que cerrara la puerta y le dejara hacer lo que iba a hacer. Se escudó tras la premisa de que iba a tratarle bien, que le haría gozar, que no sería cruel y eso le revolvió el estómago. ¿Es que acaso creía que no estaba haciendo nada mal?
Escuchaba la respiración acelerada, entrecortada por el miedo, de Antonio y todo se le removió por dentro. En ese momento se fue para su hermano y le arrastró fuera de la cama como pudo, aunque éste gritaba. Encajó un derechazo de Robert y él le dio un par, que le dolieron más, porque Francis era más fuerte. El varón de ojos ambarinos le gritó, le dijo que era un inepto, que no entendía lo que estaba haciendo y Francis le dijo que estaba enfermo, que eso era delito, que esperaba que Antonio le denunciara y que, por mucha familia que fueran, no iba a permitir que violara a su mejor amigo.
Si quería llegar a Antonio, iba a tener que pasar por encima de él. Robert demostró cobardía y huyó. Francis se dio la vuelta y observó el cuerpo tendido de ese buen chico, de esa alma cándida que tanto le gustaba, que tanto le había apoyado durante el breve tiempo que hacía que se conocían. Le tendió la mano y le dijo que le ayudaría a levantarse, pero Antonio le observó con miedo, con vergüenza, con ganas de llorar. Estaba claro que se sentía avergonzado porque a pesar de ser un hombre, casi habían conseguido violarle. Su expresión le partió el alma y le persiguió en pesadillas meses después del suceso.
Con delicadez, tiró de él hasta sentarlo, le cubrió con su chaqueta y le ayudó a quitarse aquel calcetín que Robert le había metido en la boca para ahogar sus gritos. Secó aquel rastro de lágrimas y le dijo que ya estaba a salvo, le prometió que jamás dejaría que su hermano le hiciera daño de nuevo y le abrazó hasta que dejó de temblar.
Después le había insistido más de una vez en que le denunciara; lo que su hermano había hecho era imperdonable. Pero la mano de Rose consiguió mover los hilos y Antonio prefirió dejarlo estar y no remover más las aguas turbias. Esos eran los recuerdos que había revivido cuando había visto la escena con Robert en el salón de fiestas. Había vuelto a sentir esa frustración, ese calor en el pecho, esas ganas de agarrar a su hermano y hacerle pagar por molestar a un hombre tan bondadoso como él.
— Siento no haber llegado antes, Antonio —se disculpó después de sacarse a sí mismo de sus pensamientos—. Sé que no quieres estar conmigo, que te he hecho muchísimo daño desde el accidente y que te he destrozado por completo. A pesar de todo, no puedo abandonar sin intentarlo de nuevo. Aún me faltan muchos recuerdos, muchos, pero tengo bien claro una cosa y es que te quiero. Cuando te he visto así, con Robert, me he sorprendido al ver lo estúpido que he sido. ¿Cómo he podido olvidar lo mucho que te quiero?
El pulgar de la mano derecha acarició suavemente la mejilla que estaba acunando y pudo notar que, bajo este roce, el cuerpo del hispano se tensaba para evitar estremecerse.
— Sé que es difícil vivir cargando tú solo con los recuerdos para ambos, pero quiero estar a tu lado, quiero protegerte, quiero aliviar tu sufrimiento. Déjame quedarme contigo, te lo suplico. No puedo aguantar ver lo infeliz que eres ahora mismo. Quiero estar contigo y quiero hacerte muy feliz. Sé que soy egoísta pero debo cuidar de ti, sé que puedo hacerlo, sé que puedo aliviar parte de tu sufrimiento.
Los ojos de Antonio brillaban y se empezaron a anegar de lágrimas, que desbordaron por sus mejillas. La expresión de Bonnefoy al descubrir aquello se volvió atormentada y con los pulgares las secó antes de que éstas se aventuraran a surcar más ese rostro. Se inclinó y acarició sus labios en un cálido, aunque algo tímido, beso que provocó un estremecimiento en Antonio. Apoyó la frente contra la del hispano, perdiéndose en su cercanía y en el sentimiento íntimo que brotaba de ésta y habló en un susurro.
— No llores, por favor. Me duele el alma cuando te veo desconsolado. Sé que te estoy pidiendo mucho y que has estado dando y dando desde el accidente. No tengo derecho a preguntarte algo así, a ponerte en un compromiso de estas dimensiones, pero quiero cuidarte y darte todo lo que mereces por lo mucho que te has esforzado por mí estos meses. Te lo juro. Aunque si dices que no puede ser, me alejaré y dejaré que seas feliz, aunque no sea a mi lado. ¿Qué es lo que deseas?
El hispano no podía dejar de llorar. Sí, Francis aún no recordaba todo lo que habían vivido juntos, pero había venido a rescatarle, le había dicho que le quería, le había besado y volvía a ser ese hombre que se desvivía por colmarle a cariño, a atenciones, y que cuando le veía triste o atormentado entraba en pánico. Se había alejado de ese individuo al que no conocía, al que no podía amar sin pasar por un insoportable dolor. Apoyó la mejilla sobre el hombro derecho de Francis, necesitado de su calidez y de ese olor tan agradable y familiar. El acto se volvió incluso más reconfortante cuando le abrazó estrechamente y acarició sus cabellos castaños. Asintió con la cabeza.
— Quiero estar contigo, Fran —dijo lloroso y con voz estrangulada—. No me vuelvas a olvidar, por favor.
Notó una punzada en el corazón y la culpa le ahogó durante unas décimas de segundo. Se mordió el labio inferior y le estrechó contra su cuerpo, mientras sus propios ojos se llenaban de lágrimas. La idea de perderle ahora se le hacía insoportable y junto a la evidencia de que había dejado una gran cicatriz en la persona a la que más quería, aquello le destrozaba. Las cosas no serían como antes, no pronto. Había aún mucho por sanar, pero al menos continuarían el uno al lado del otro. Los anillos que llevaba al cuello ya no significarían nada, ni podría plantear una boda que, a estas alturas, no tendría ni tan siquiera sentido y sólo produciría más dolor.
Pero dentro de esa angustia, de ese sentimiento de pérdida, Francis notaba la calidez, la calma y la felicidad que el simple hecho de poder tener a Antonio entre sus brazos le provocaba. Tenía mucho que enmendar y mucho por recordar, pero a su lado se veía capaz de enfrentarse a ese reto las veces que hiciera falta.
— Nunca, amor mío.
FIN.
