Capítulo 6.

—¡No! ¡No…! Elsa y yo no podemos ser hermanas, vamos a casarnos. Convertirme en su esposa es todo lo que deseo desde que la conocí, Hans. Yo no puedo… Yo no puedo pretender que no es otra cosa que el amor de mi vida… no...

—Lo siento mucho.

—Hans... Yo… Yo me acosté con ella, Hans, con mi hermana... ¿Estás diciéndome que me cogí a mi propia hermana... una y otra vez…?

Hans Westergaard no era conocido por ser una persona sensible. Era simpático y amigable, pero alejado de cualquier rasgo de sentimentalismo, a pesar de que sabía querer. Anna era una de sus personas favoritas en el mundo, ella lo entendía, en sus momentos más crudos estuvo con él. Ambos fueron cómplices en sus travesuras de niños y hasta sus primeras borracheras, y a pesar de que Anna no tenía permitido salir con Hans, ella adoraba al muchacho. La complicidad era mutua, Anna defendía su nombre ante su familia, y Hans cuidaba de ella. Él jamás había visto a su prima tan enamorada como lo estaba ahora por la rubia, y verla así, pagando por los pecados de otros, al muchacho se le estrujaba el corazón.

—Sé que es algo muy difícil para ti, habría preferido no saberlo, al igual que tú, sería más sencillo, ¿no? Pero las cosas son así y no serás la única que sufra. Ella también lo pasará mal.

Anna sintió cómo su cuerpo desfallecía ante la presión, la cara le ardía y un sudor frío comenzó a recorrerla; se desplomó sobre el sofá, como si toda la energía hubiera sido repentinamente expulsada de ella. Cubriéndose el pecoso rostro con ambas manos, zapateó contra el suelo en un desesperado afán por ahogar su tristeza, y el llanto que le impedía expresar cualquier cosa que no sonara a un lamento.

»Y sé que es demasiado, pero también están tus padres y la cruel mentira que les fue contada; devotamente llevan cada año flores a una tumba vacía, y no sé si esta verdad llegue alguna vez a reparar el daño que les hicieron, a todos.

Y es que esa mentira no solo implicaba la afectación emocional de dos padres a quienes les arrebataron una hija, a Agnarr e Iduna les llevó meses de terapia superar esa pérdida, sanar las heridas y reconciliar su relación; ahora no solo tendrían qué lidiar con el desengaño y el reencuentro con Elsa, sino con el hecho de que las condiciones en las que esa joven regresaba a sus vidas no eran las ideales, sino lo peor que podían esperar.

En la cabeza de Anna rondaban aquellas ideas. ¿Cómo verían sus padres a cada una siendo plenamente conscientes de que la mujer que se sentaba en su sala a conversar con su hija, también se metía en su cama para hacerle el amor?

"¿Y Elsa? ¿Qué pensaría Elsa?". Anna trataba de imaginarse. ¿Qué hará ella cuando se entere que todo este tiempo tuvo como enemiga a su propia madre? Sin saber que el lazo que la une a Iduna es más delgado que lo que Anna representa.

Hans la rodeó con un abrazo y la besó en la frente, en esos momentos Anna era la niña perdida.

—Lamento mucho esto. Créeme que si pudiera cambiar las cosas, lo haría, jamás habría deseado verte sufrir.

Anna esperó un momento para hablar, los labios le temblaban y se aferró a los brazos de su mejor amigo, como cuando él la consolaba por haber roto su muñeca.

Las imágenes en la cabeza de la pelirroja daban vueltas como escenas grotescas, y gritos de angustia y desesperación, como si quisieran decirle que estarían ahí para avivar sus miedos, para hacerla infeliz cada instante de su vida.

Y luego vinieron las preguntas, cada una de ellas peleando por cuál debería pronunciarse primero. Así, en medio de un espeso silencio, finalmente preguntó:

—¿Él lo sabe? —Su voz sonaba lejana, como si estuviera cayendo en un precipicio —¿Él sabe que Elsa es su nieta?

—Sí, lo sabe —respondió Hans —. ¿Cómo no va a saberlo, el desgraciado? El viejo debe estarse retorciendo por dentro desde que las vio juntas. Ha permanecido detrás de ella todos estos años como su perro guardián. La ha protegido, la ha cuidado. No le construye un castillo solo porque debe temer que ella lo malinterprete. Pero ha estado ahí, tal vez buscando la manera de quitarse la culpa de encima.

—¿Por qué? Si fue él quien la alejó.

—Porque Elsa tiene carácter, ella no espera migajas como acostumbra nuestra familia. A Elsa le costó sudor y esfuerzo ganarse cada maldita cosa de su vida. Toda la experiencia que ha adquirido la obtuvo bajo sus propios medios y le ha sido útil para valerse por sí misma y no necesitar de nadie, por eso él no la puede controlar; y de alguna forma esto lo hace sentirse orgulloso, porque ella no es débil, es fuerte, capaz e independiente. ¿Y nosotros qué somos, Anna? Quítanos el coche y no nos moveremos a ningún lugar hasta que lo tengamos de nuevo. Al menos esa es mi teoría.

—¿Cómo pudo mantener esto en secreto? —dijo Anna, en apenas un susurro.

—Es Runeard Haraldssen, él puede hacer muchas cosas.

—Entonces tu madre tenía razón, vernos juntas le provocó este colapso, pero no porque ambas somos gays, sino porque somos hermanas y pareja al mismo tiempo, y es el único que lo sabía, hasta entonces —murmuró ella, después de un breve silencio, con la voz más tranquila pero ligeramente grave.

Se negó a creerlo, pero Hans podría jurar que vio una fugaz sonrisa en los labios de Anna.

—Imagínate lo que sintió al verlas juntas.

—Hmm... —sonrió la pelirroja, esta vez sin ninguna vergüenza, como si hubiera cometido un acto vil donde salió victoriosa —, recibió lo que merece, aunque nos arrastrara con ello.

—¿Qué harás? ¿Quieres que te ayude a decírselo a Elsa?

La pregunta sonó como una campanada que alteró el tiempo presente de la pelirroja, un mundo de cosas tropezaron en su mente; todo lo que podía ganar o perder con la revelación de Hans, había qué pensarlo mucho, el cómo, a quién. Ninguna decisión que tomara por el momento sería sencilla.

—No, espera. Yo se lo diré, pero no ahora.

—Como tú digas, solo no permitas que pase mucho tiempo, ella tiene derecho a saber. Ahora mismo piensa que pronto serás su esposa y eso no va a pasar, Anna. No dejes que continúe con esa ilusión.

Como si la misma Anna no la hubiera tenido. ¿Y todas las noches de desvelo que pasó pensando en Elsa? Lo mucho que la soñó después de aquél día en el simposio, lo que sacrificó para tener libres los sábados para reunirse con ella simplemente porque le gustaba escuchar el sonido de su voz y apreciar lo lindo que le lucía su cabello platinado al despeinarse con el viento. Lo que fue enfrentar a su propia madre y resistir a su familia por Elsa. Ella también tenía muchas ilusiones. Ella también estaba sufriendo.

El teléfono de Anna vibró sobre la mesita de centro y el rostro sonriente de su novia apareció en la pantalla.

Anna esperó a que dejara de vibrar, observando los ojos azules que la miraban con precaución, ella misma le había tomado esa foto luego que Elsa la descubriera observándola.

El teléfono volvió a sonar y esta vez, con irremediable dolor, oprimió el botón para colgar la llamada.

—Por ahora no, Elsa. No me llames ahora, mi amor.

xxx

Los días en los que conoció a Elsa se volvieron una constante en su mente, Anna no quería pensar en ellos pero insistían en aparecer, como si buscaran atormentarla.

Mientras conducía, las calles de la ciudad la dirigían a lugares que solía frecuentar la pareja: la cafetería de su primera cita, el salón de eventos donde se encontraron por primera vez, la librería que tanto le gustaba a la pediatra.

Los ojos azules de la rubia se enmarcaban en su memoria como recuerdos vívidos de su primer encuentro. Los dientes perfectos de la chica a su lado, su exquisito perfume y piernas esbeltas. Su voz delicada.

Se limpió una lágrima amarga que arrastró momentos felices por su mejilla. Aquella pequeña en el orfanato que se ofreció a ser su hija, de ella y de Elsa. El primer beso, la primera vez que hicieron el amor.

Ahora no eran más que imágenes que debía arrancarse de la piel, con la misma furia con la que limpiaba las lágrimas que seguían cayendo.

Hans se lo mostró todo, cómo fue que llegó a la verdad, y ahora Anna no sabía si el odio que sentía por Runeard sobrepasaba el amor que sentía por Elsa.

En su habitación, a puertas cerradas y con la seguridad de que nadie la escucharía se sentó en el piso y comenzó a llorar, como nunca antes hizo, con el llanto acumulado que unos padres amorosos buscaron evitarle de cualquier manera. Anna nunca tuvo la necesidad de llorar ni rogar por nada, ella lo tenía todo, siempre fue así. Pero lo único que quería ahora era justamente aquello que de ninguna forma podría tener, lo único que se le negaba.

Un grito ahogado resonó en medio de paredes grises, haciendo eco dentro de ella, recordándole cómo la vida cambió en su contra en un instante.

¿Qué le iba a decir a Elsa? ¿Cómo diablos abordaría las cosas con la que aún era su prometida?

«¿Disculpa, Elsa, pero no puedo casarme contigo porque somos hermanas?»

¿Así nada más? ¿Y a sus padres? ¿De qué manera iba a decirles que Hans encontró a su hija, o que les mintieron? ¿Cómo mirarían a Anna después de saberlo?

Si a cambio de años residiendo en una burbuja de abundancia le estaba pasando factura, cambiaría los lujos, la buena educación, los viajes, su carrera, porque todo aquello fuera mentira. Por abrir los ojos y saber que solo estaba durmiendo y que habría sido obra de una horrible pesadilla y nada más.

Pero la verdad seguía ahí, ella seguía ahí, llorando sobre la alfombra con fotografías regadas que se escaparon de su bolso, donde aparecía su novia en medio de cincuenta niños huérfanos, con el rostro melancólico y la mirada caída. Hans le entregó las evidencias dentro de sobres amarillos que pesaban en sus manos. Entre ellas, figuraba la pequeña rubia en el fondo, siempre en el fondo, como si buscara huir del resto de los niños, buscando invisibilizarse.

En otras circunstancias la pelirroja habría dado todo por su abuelo, pero ahora creía que su convalescencia era el menor de sus castigos, a sabiendas que gracias a él sus nietas se encontraron, y de maneras poco decorosas.

Runeard lo merecía, no solo por el irreparable daño que había causado en su relación, y a su familia, sino por ser el causante principal de aquella mirada triste de la rubia, de aquél temor que probablemente había derivado en los traumas que la aquejaron más tarde. Sabrá Dios todo lo que la muchacha tuvo qué pasar, sin el apoyo de la familia que sí disfrutó Anna.

Era injusto, todo fue tan injusto.

De pronto escuchó pasos cerca de su puerta y decidió guardar silencio, a expensas de ser descubierta.

—Anna, hija, ¿estás ahí?

Tardó unos momentos en responder, pero finalmente se enjugó las lágrimas y se apresuró a recoger las fotografías regadas en la alfombra.

—Sí-sí, mamá, aquí estoy... ¿Te vas?

—Solo vine a darme una ducha —dijo la mujer al otro lado de la puerta—. Tu abuelo está muy mal y me avisaron que quiere hablarme, está haciendo un esfuerzo; regresaré para estar al pendiente por si despierta. Pero te aviso que es posible que lo trasladen a casa.

—Pe-Pero dijeron que era peligroso moverlo.

—Lo és —dijo Iduna —pero él está preparado para esto, tiene la habitación y los aparatos que necesita en su casa, y contrataremos a un par de enfermeras.

—Si te quieres confiar. Está bien —dijo Anna, sin molestarse en abrir. Hizo una breve pausa y agregó —: ¿Qué querrá decirte?

—No lo sé, quizá solo sean asuntos de su testamento. ¿Tú estás bien? —preguntó Iduna —Vi a Elsa y me dijo que no has respondido sus llamadas.

—Estaba con Hans —se apresuró a responder la joven —, me entretuve...

—Anna, sabes que...

—No me importa, madre, te lo he dicho, Hans es mi primo y siempre voy a relacionarme con él. Llamaré de vuelta a Elsa, gracias.

Iduna guardó silencio, a pesar de sus esfuerzos y la presión de su padre, nunca pudo separarla de Hans. Finalmente, con el ánimo apagado, la mujer invitó a la muchacha a visitar a su abuelo.

—Mañana iré —dijo ella —, salúdame a todos.

Por un momento creyó que su madre se había marchado, pero entonces notó su sombra por la rejilla de la puerta.

—Bien —dijo esta —, espero que alcances a despedirte. Te amo, cielo.

—También te amo, mamá.

Cuando corroboró que su madre finalmente se había ido, la médico tomó el teléfono y marcó a su novia. Escuchó un ruido ensordecedor del otro lado, por lo que intuyó que Elsa seguía en el hospital.

Hola —escuchó su voz en la otra línea, esa voz que siempre la había cautivado y que, hablándole al oído, conseguía derretirla —, ¿por qué me abandonaste?

Anna se tomó un momento para responder, el llanto se apoderó nuevamente de ella y tuvo miedo de escucharse rota.

—Lo siento, yo... Estuve ocupada.

Con Hans. —No era una pregunta —¿Lograste hablar con él? ¿Qué te dijo?

—¿Te puedo contar después?

¿Acaso no es importante?

—Tal vez, pero prefiero hablarte en persona.

Bueno, solo porque estoy de guardia. Tu abuelo pregunta por mí cada que despierta. ¿Estará tan enojado conmigo por interesarme en desposar a su nieta favorita?

Anna no pudo evitar reír ante la ironía de aquello, lo que por supuesto Elsa ignoraba.

—Espero que no.

¿Pasas por mí más tarde? Ya que te llevaste mi coche.

—¿Podrías tomar un uber? Es que, creo que no me siento bien, tal vez me alteró la situación con mi abuelo.

¿De verdad? ¿Por qué no me habías contado? Puedo ir a verte en cuanto salga de aquí.

—¡No! —exclamó la pelirroja, casi arrebatándole la palabra a su chica —. No, no es necesario. Te veo mañana, luego que descanses.

¿Segura? Probablemente esté ocupada y no tenga tiempo después.

—Me espero en tu departamento si es así.

Vale. Entonces te veo mañana en la tarde.

—Sí.

Anna esperó a que Elsa terminara la llamada, pero en lugar de eso la rubia volvió a hablarle.

Entonces, hasta mañana, amor. Cuídate mucho. Cualquier cosa, llámame. Te amo.

A Anna nunca le fue difícil responder a la última frase, siempre estuvo segura de su respuesta, pero ahora las cosas eran diferentes.

Aún así, habría tiempo para resolver su situación.

—También te amo, Elsa.

Y colgó.

Pidió permiso especial para faltar al día siguiente a su trabajo, la joven de actitud positiva que todos los días se levantaba con una frase motivadora del calendario quedó atrás, en su lugar, ocupaba su cama una mujer marchita, débil y frustrada.

Tenía dos llamadas perdidas de Elsa y algunos mensajes. A esta hora la rubia habría llegado recién a casa y estaría descansando. Agradeció tener un pretexto para no marcarle.

No es que no deseara hablar con ella, la pelirroja moría de ganas por estar con su novia, por verla siquiera un momento, pero la verdad que llevaba a cuestas le ponía el pie entre sus deseos y la razón, y tal vez era algo que tenía qué dejar de pensar muy pronto. Además, todavía no encontraba la manera de contarle las cosas sin hacerle daño.

Decidió levantarse para ir al hospital, tal vez si Runeard se encontraba lo suficientemente capaz como para hablarle a Iduna, podría hablarle a ella también, necesitaba saber los motivos por los que todo ese tiempo guardó el secreto sobre Elsa, y por qué al mismo tiempo se mantuvo cuidando sus espaldas.

Un par de horas más tarde se encontró caminando por los pasillos del centro médico. Lo conocía muy bien, era el lugar de trabajo de la familia Ekman. Vio a lo lejos a la tía Martha y a su marido. Los ignoró.

Pasó de largo y se asomó a la habitación donde las máquinas rodeaban el cuerpo de su abuelo. Iduna estaba ahí, sosteniendo su mano mientras lloraba cabizbaja.

Anna le echó un vistazo al hombre, estaba pálido, con ojeras pronunciadas además de moretones en el cuerpo, nunca lo había visto así, lucía terriblemente vulnerable, alejado de la figura imponente que siempre proyectó.

El hombre movió ligeramente la cabeza al verla, pero el oxígeno del cual dependía el funcionamiento de su cuerpo le impedía mover nada más. Se notaba que intentaba reponerse de algún esfuerzo; y era casi seguro a qué se debía su débil estado, si la pelirroja tomaba en cuenta el semblante desencajado de Iduna.

La puerta se abrió, y Anna, quien se había quedado parada delante, tuvo qué moverse. Volvió la vista solo para encontrarse con los penetrantes ojos azules de su novia.

—Anna.

—Elsa, ¿qué haces aquí? —preguntó la más joven, sorprendida —Creí que estarías en casa, descansando.

—No he podido moverme del hospital, tu abuelo ha presentado momentos de aparente lucidez, pero solo alcanza a balbucear algunas palabras antes de quedarse sin aliento. Debería evitarlo, dentro de poco el oxígeno que se le está suministrando es lo único que lo mantendrá con vida. Y aún así insiste en llamarme.

Al escucharlas, Iduna giró la cabeza y las miró.

—Anna, creo que debemos hablar —dijo ella.

A Anna entonces se le fue el color. ¿De qué quería hablar su madre? ¿Estaría al tanto de Elsa? ¿Runeard se lo había contado?

Por la manera en que ignoró a la rubia, al parecer no, Runeard no le había contado nada de ella todavía. A menos que, de haberlo hecho, Iduna no lo creyera.

—¿Estás bien? ¿Qué te dijo el abuelo? — preguntó con marcado interés, mientras echaba miradas entre su madre y su hermana. Si algo se hubiera revelado, la tensión entre Elsa e Iduna lo haría evidente. Pero no se sentía de esa manera, así que por el momento lo mejor para Anna era mantenerse tranquila.

Cuando Iduna se puso de pie, la presencia de Elsa se reveló ante el paciente, quien justo abría los ojos. Runeard se movió sobre su cama y comenzó a balbucear. Había escuchado a Anna, pero ahora tenía a ambas jóvenes ante su vista, y para variar, una a cada lado de su madre.

En su impotencia, el anciano hombre comenzó a llorar, apenas ahogando sus sollozos.

—Creo que no es un buen momento para estar aquí —dijo la doctora —. Se está alterando. Llamaré a su médico para que lo revise. Deberíamos salir.

Indicó a las mujeres, pero la pelirroja no se movió, por el contrario, se limitó a preguntar inocentemente.

—¿Por qué? Pensé que él querría hablarte.

—Esperaré, ya habrá otra ocasión. Sugiero que por ahora lo dejemos descansar, sin visitas, aún cuando él nos llame. Una vez instalado en casa, quizá se sienta más cómodo y pueda hablarnos.

—De acuerdo —dijo Anna, tomando a Elsa de la mano.

—Anna, no creo que…

—Solo voy a despedirme de él, no volveré a verlo hasta que esté en casa. Tranquilo. —Se dirigió al hombre, acercándose a su cama —. Todo va a estar bien. Regresarás a casa y vas a recuperarte.

Con mucho esfuerzo Runeard consiguió ofrecerle su mano, la muchacha la tomó y lentamente se acercó hasta llegar a su oreja, entonces, con voz baja para que nadie más que él pudiera oírla, susurró.

—Sé que no te vas a recuperar, estás en tus últimas horas... Lo sé todo, sé quién es Elsa Ekman, ¿o debería decir, Elsa Hansen? Sé lo que hiciste con ella y cómo la apartaste de nosotros. Y quiero que sepas, que a pesar de eso vamos a casarnos, y tú lo llevarás en la consciencia. Vas a morir sabiendo que cada noche le haré el amor a mi hermana, y no lo podrás impedir. Y si ella llegara a saberlo algún día, me encargaré de que te odie tanto como hoy te odio yo.

Se levantó lentamente mientras contemplaba con especial desdén el rostro aterrado de su abuelo.

—Llama a su doctor, Elsa, creo que se está ahogando.

Sollozó la pelirroja, con la falsedad ensombreciendo sus ojos esmeralda.

xxx

Iduna miraba su taza de café con las ideas perdidas divagando en su mente.

Anna la observaba desde la silla de al lado, esperando ansiosa lo que tenía qué contar.

—Amor, no tienes qué decirnos nada si no te sientes bien, deberías ir a casa, estás aquí desde anoche.

—No, estoy bien —negó ella —. Mi padre me ha dicho cosas que son difíciles de asimilar. Y Anna y tú deben saberlo.

Anna giró la cabeza fuera de la vista de Iduna, mordiéndose los labios, sabía a dónde marchaban las cosas. Pero decidió esperar, quizá con un poco de suerte el tema de Elsa no se había tocado entre ellos.

»Nuestra hija no murió, Agnarr —continuó Iduna, con el llanto contenido en la garganta —. Ella no... ella está...

—¿Nuestra hija? ¿De qué hablas, mujer?

—De la hija que nos arrebataron, una que nació de mis entrañas… de ti… y de mí… Papá me mintió, yo no tuve un varón, yo tuve una niña, y no nació muerta.

Agnarr mantuvo la compostura, en su porte regio, sobrado de paciencia, fue el primero en hacerse a la idea de que el primer embarazo de Iduna había sido un caso perdido. No es que en todos esos años le perdonara a Runeard Hareldssen los obstáculos impuestos, pero finalmente, después de tanto tiempo y con la llegada de Anna, tuvo qué hacer a un lado su pesar para poder darle a su hija una calidad de vida soportable. Anna no merecía los rencores que él guardaba.

—¿Él te dijo eso?

—No pudo decirme todo lo que necesito saber, pero lo importante es que fuimos padres de una persona que está en cualquier lugar del mundo ahora.

—Lo siento, Iduna —respondió el hombre, jugueteando con su vaso de café —, pero me niego a creer cualquier cosa que venga de tu padre.

—Él está muriendo, Agnarr, necesita irse con la consciencia tranquila.

—¿Con la conciencia tranquila? ¿Se irá con la conciencia tranquila solo por revelar un supuesto engaño que te ha lastimado todo este tiempo? ¿Eso es todo?

—¿Dónde está ella? —Anna decidió intervenir —¿El abuelo sabe dónde encontrarla? ¿O fue todo lo que te dijo? Porque de ser así estoy de acuerdo con mi padre, no puede irse con la conciencia tranquila tan solo por revelar que vive, pero no lo que hizo con ella.

—No lo sé... creo-creo que sí. Dijo que el investigador me lo dirá todo, pero no sé quién es; él no pudo terminar las frases, va a morir y no tendrá oportunidad de decirme dónde está nuestra hija.

Tan propio de los Hansen, Agnarr se mordió el labio inferior evadiendo a su esposa, mientras se le escapaban un par de lágrimas, conteniendo la ira en sus puños apretados.

Anna, por su parte, se encontraba con el pensamiento revuelto, validando lo que hasta entonces Runeard reveló.

Existía un investigador, alguien más aparte de Hans, Anna y Runeard que sabían sobre Elsa, alguien que seguramente tendría todas las pruebas listas para ser reveladas.

—Creí entenderle que hablara con Matías, él quería verlo, tenía cosas qué decirle; pero no está aquí, apenas vino a dar legalidad a los trámites clínicos y se marchó, volverá cuando tenga listo el testamento de mi padre, ese es su trabajo.

—Entonces espera a que regrese, no te puedes precipitar a una información que viene de parte de un hombre al que le gusta jugar con tus sentimientos.

—Sé que tienes razones para estar molesto, yo también lo estoy, se lo dije claramente, pero nada más me importa ahora que confirmar lo que me ha dicho y encontrar a mi hija. Él sabe dónde está, la conoce, sabe quién es. Estoy segura que no está mintiendo, no tendría caso ahora… Debo encontrar al hombre que él contrató para rastrearla.

El corazón de Anna latía a velocidad extraordinaria, lastimaba en su cabeza la información que llevaba guardada. Sabía que debía decirlo, eso era lo mejor, lo que estaba bien, acabaría con las dudas y el dolor de su madre, y tal vez ablandaría un poco la rudeza de Agnarr ante la noticia. Pero también sabía que al hacerlo, todo para ellas estaría perdido, que no habría más y al revelar lo que Hans había conseguido, tendría qué renunciar para siempre a Elsa.

—¿Por qué no solo le llamas a Matías?

—Porque él está siguiendo el protocolo designado —lloraba Iduna —, él no puede revelar ninguna información hasta que el tiempo establecido por mi padre se cumpla, y mientras no se pueda reunir con él para cambiarlo, no se puede hacer nada, agregando que mi padre no está en condiciones para que cualquier decisión que tome pueda ser tomada en cuenta por ahora.

—Bien, entonces no te queda de otra qué esperar.

Iduna miró a su esposo, quien seguía atento a su vaso de café.

—¿Acaso no te interesa saberlo?

El hombre guardó silencio unos instantes antes de soltar la bebida que tenía entre sus manos para ponerse de pie, dando la espalda a las dos mujeres que lo acompañaban en la mesa. Luego de varios segundos de silencio, sin volver la vista, habló de nuevo a su esposa.

—Lo siento, Iduna, pero tu padre merece sufrir como ahora, y solo deseo que viva el tiempo suficiente para que termine de confesar sus crímenes, y después de eso, por una vez en su puta vida, se muera y nos deje vivir en paz.

Caminó hacia la salida, con el cuerpo pesado y tembloroso, sin decir otra palabra.

Justo a la salida se encontró con Elsa; la muchacha se apartó del camino para que el hombre se alejara lo antes posible, pero él tropezó con su mirada unos instantes, con la aparente intención de detenerla, quizá para ofrecerle otra disculpa por sus avergonzados actos.

Pero Elsa siguió su camino y a Agnarr no le quedó otra que marcharse.

—Deben venir —anunció la doctora —. Van a trasladar al paciente a su casa.

xxx

Los días posteriores al traslado de Runeard, Elsa fue designada, entre otros médicos, a realizar visitas personales al paciente. Sin embargo para la pediatra el acceso a Runerad se tornó complicado, por cada ocasión era una batalla que debía librar contra algunos de los Haraldssen, sobre todo la tía Martha, quien era presta a la oportunidad de cuchichear a espaldas de la doctora, sin inmutarse por la discreción.

En ese tiempo quedó claro que el recelo de la familia hacia la joven se debía a una ligera sospecha de que la mujer no era otra cosa que la amante de Runeard, y estaba ahí con el único propósito de reclamar herencia a la muerte del hombre.

A Elsa no le caían en gracia las habladurías, pero tampoco le importaban, cumplía con su trabajo y ese era su objetivo.

Lo único que le molestaba a Elsa, era el silencio y la lejanía de Anna, quien se aparecía de vez en cuando y solo de entrada por salida para estar con ella, no con Runeard, de manera que la rubia la veía poco y apenas hablaban. Su cercanía se limitó a breves interacciones de la pelirroja mientras la pediatra revisaba los signos vitales del abuelo. A Elsa le parecía extraño y tuvo qué pedirle que parara, lo que derivó en una pelea que terminó con ambas molestas y sin hablarse por días.

Anna justificó su ausencia alegando trabajo y estudios. Elsa no lo discutió, podía entender la situación de su novia y lo que estaba viviendo por la cercana partida de su abuelo, a quien la muchacha adoraba. Así que la joven Ekman se adaptó a no hacer más que su trabajo y permitir que su prometida lidiara con sus emociones sin presionarla.

Runeard no volvió a hablar más, a pesar de que podía encontrársele consciente de vez en vez, su comunicación se limitaba a abrir y cerrar los ojos cuando sentía la presencia de alguien. Se le notaba sensible cuando Anna, Elsa o Iduna acudían a verlo, sin poder hacer más que contemplarlas desde la prisión que representaba estar a merced de los aparatos que lo mantenían con vida.

Fueron cuatro días los que el anciano hombre resistió, aferrándose a la vida para revelar la verdad que ocultó por años, hasta que su cuerpo ya no pudo luchar y entonces fue inducido a un coma en el que permaneció por dos días más, luego de los cuales, durante una madrugada, sujetándose a la mano de su hija, Iduna, y muy cerca de la fecha en la que Anna había fijado su boda, Runeard Haraldssen falleció. Sin poder hablar con Elsa, ni con Matías.

El funeral se realizó en completa privacidad, solo la familia, amigos y socios cercanos a los que Martha creyó conveniente invitar. La única presente de los Hansen en el entierro fue Anna, ya que Agnarr se negó a asistir y Elsa tuvo qué dar asistencia médica a Iduna, quien había sufrido un colapso emocional.

Como Elsa tampoco se sentía cómoda en presencia de la familia de Anna, se limitó a acompañar a Iduna, hasta que esta le pidió que la acercara para despedirse de su padre, mientras el féretro bajaba hacia tierra.

Por lo que fuera, Elsa no era una persona insensible, y tuvo pesar al presenciar el dolor de Iduna, a la par que ella misma tenía un estima por el hombre que estaba siendo enterrado; guardó el respeto debido, ignorando las miradas de desprecio de la familia, de pie a espaldas de Iduna y al lado de su madre adoptiva.

Anna, por su parte, no podía sentir aquella pena que la embargaba cada vez que pensaba en su abuelo y en su pronta partida, las cosas para ella cambiaron en el momento que se enteró de las cosas que hizo. Se quedó en silencio, solo observando a su madre y a su novia, con la verdad en la mano de lo curiosa que resultaba la imagen de las dos mujeres que tenían más en común de lo que imaginarían.

Al final del entierro, la pediatra interactuó brevemente con su prometida, brindándole su pésame mediante un abrazo que la pelirroja estuvo a punto de rechazar, si no fuera por las ganas que tenía de abrazar a Elsa.

Rememoró su perfume, y la calidez que sentía al contacto con su cuerpo, cerró los ojos y finalmente lloró, no por la pérdida de Runeard, sino por lo mucho que extrañaría tocar a Elsa de esa forma, sintiéndola suya.

La familia de Anna miró con desdén a la pareja, propiciado por las constantes habladurías de Martha Haraldssen, culpando a Elsa de todos los males en su familia, desde el principio de su historia.

—¿Qué le hiciste a esta gente, hermanita? —preguntó juguetonamente Kristoff, abriendo la puerta del coche para que su madre y su hermana pudieran entrar.

Posterior a la muerte de Runeard, Anna siguió excusando su ausencia por cuestiones de trabajo y la demanda de descanso. La rubia le envió mensajes que se respondían varias horas más tarde, o hasta otro día, tan solo con monosílabos o los buenos días.

Pero la joven médico entendía la situación de su novia, y por eso se limitó a brindarle su espacio. No obstante dejándole claro que en ella siempre podía confiar.

Los siguientes días no mejoraron la comunicación de Elsa con Anna, ella le llamaba todos los días, brevemente, para no abrumarla. Después fueron solo mensajes que se quedaban en vistos. Anna todavía no encontraba la manera de lidiar con lo que sabía sobre Elsa.

¿Cómo estás? —preguntó un preocupado Hans esa mañana —Hace días que ni tu novia ni yo sabemos de ti. ¿Te encuentras bien? Aunque sé que es absurdo preguntarlo, sabes a qué me refiero.

—Estoy bien. Con asuntos pendientes, nada más.

Mm —dijo él —¿Y por qué no se lo dices a Elsa? Está preocupada por ti. No le has contado nada.

—¿Después de todo lo que ha pasado? Ella lo conocía, eran amigos, perdió mucho sin saber qué.

Hans guardó silencio unos instantes, era claro que entendía, pero si no se lo comentaba a Anna, para cuando decidiera tomar acciones podría ser muy tarde.

No le des largas a esto, Anna, ella lo debe saber. Mientras más pase el tiempo más sufrirá cuando se entere. Y esconderte tampoco es una solución. Yo tengo qué darle respuestas, pero estoy esperando que me digas qué hacer.

Tal vez Anna ya se había escondido lo suficiente, y era hora de enfrentar la situación. No podía continuar hundida en ese hoyo, amaba a Elsa por sobre todas las cosas y una forma de demostrarlo era siendo sincera con ella, y no hacerla sufrir.

Tomó su celular y reprodujo la canción que la rubia le mandara hacía un par de días. Mientras releía su mensaje, las notas de Fix you, de Coldplay sonaban en su habitación.

"... And I will try to fix you...". Se leía en el texto de Elsa. Anna abrazó su teléfono y de nuevo comenzó a llorar, esta vez porque sabía que estaba renunciando a su más grande sueño.

xxx

Elsa escuchó la música provenir de su departamento, mientras tranquilamente metía la llave en la cerradura, además del ruido se percibía un exquisito olor a pasta saliendo del interior.

Cuando estuvo dentro, con la misma tranquilidad que tanto la caracterizaba dejó su mochila sobre el sofá y se acercó hasta la isla de la cocina. Anna sintió su presencia y volvió la vista hacia el semblante cansado de la rubia mujer. Bajó el volumen de la música y la escudriñó con la mirada.

—Feliz cumpleaños —dijo la pelirroja, con tanta suavidad que Elsa arrugó las cejas.

—Gracias —respondió la doctora, halando una silla para sentarse, mientras miraba a Anna terminar la cena —¿A qué hora llegaste?

—No hace mucho… No podía determinar cuál sería tu cena favorita, tienes tantas —Anna volvió a darle la espalda a Elsa para ocuparse de la salsa. La otra joven esperó varios segundos antes de que su acompañante volviera a hablar —. Siento haberme perdido estos días, y estar contigo hasta este momento, no iba a dejar pasar tu cumpleaños.

—Está bien, comprendo.

—No, no lo haces —mencionó la pelirroja, soltando la cuchara, solo para retomar de nuevo su actividad.

—¿Entonces quieres explicarme? ¿Hice algo que te molestó?

Anna cerró los ojos al oírla. "No, Elsa, tú no hiciste nada, nosotros te hicimos a ti", se dijo para sí misma.

Finalmente decidió apagar la flama y tomarse un momento para sentarse frente a ella.

—Lamento que este sea un cumpleaños tan triste, tenía planeada otra cosa.

—Estás conmigo, es todo lo que me hace feliz.

La pelirroja bajó la cabeza, sintiendo un pinchazo en el estómago.

«Si tan solo supieras».

—Sé lo que es perder a alguien que amas —mencionó la rubia desde su lugar, con un aire apagado en su voz —. Cuando perdí a mi padre mi mundo se vino abajo, él me lo enseñó todo, me hizo vivir, me hizo reír. Aunque no llevara su sangre constantemente me decía que tal gesto lo heredé de él, así como los talentos. Era mi padre. Entiendo tu duelo.

Inevitablemente, Anna comenzó a llorar. Lo hacía mucho por aquellos días. Ojalá se tratara del duelo, ojalá fuera eso y no la terrible verdad que la aplastaba a cada palabra de Elsa.

»¿Hiciste la cena para mí? —preguntó la rubia, en evidente condescendencia. La pelirroja asintió en silencio —¿Por mi cumpleaños? —Volvió a asentir.

Elsa sonrió, y se tomó unos momentos antes de levantarse de su lugar y acercarse a ella. Con especial cuidado pasó los labios cerca de su oreja de manera que pudiera susurrarle.

—¿Sabes una cosa? Después de tantos días de lo único que tengo hambre es de hacer el amor contigo. Te he extrañado en mi cama. Acompáñame a la ducha y por esta noche, déjame hacerte de todo.

Los vellos de la piel de Anna se erizaron al menor contacto con Elsa, y entonces vinieron a su mente los momentos en los que intentó olvidarse de la mujer, y mientras eliminaba fotos de su celular, de un momento a otro se encontró tocándose con ellas.

Y es que toda Elsa le gustaba. Al poco tiempo de que comenzaran a salir le resultó imposible resistir la tentación de imaginarse en actos sexuales con ella. Y nada de eso había cambiado una vez convencida de que Elsa no podía ser su amante.

Y por eso no importaba qué tanto se parecieran entre ellas, ni por qué coincidieron aquél día, todo lo que movía a Anna hasta la habitación de la rubia fueron las sensaciones de un viento frío recorrerle la piel, hasta estremecerla.

Ella también lo quería, quería hacer el amor con Elsa, aunque fuera la última vez.

xxx

Un colibrí que mantenía activo su vuelo terminó de alimentarse del néctar de una de las plantas afuera de la ventana del tercer piso. Anna lo vio marcharse mientras bebía su café, abrazada a sí misma y repasando las sensaciones de la reciente velada.

Aún sentía el aliento de Elsa escarbando en su piel, quemando su cuerpo. Se veía a sí misma contra la cama, clavando sus uñas en la espalda de la rubia mientras los dientes de esta mordisqueaban su cuello, su clavícula, sus hombros. El frenesí de la joven doctora se notaba por la forma en que tomaba el cuerpo de su novia, como si el tiempo hubiera sido largo, como si Anna regresara de la misma muerte.

Elsa era una muy buena amante, contrario a la personalidad pacífica y silenciosa que mostraba ante la gente; en la intimidad se convertía en un animal peligroso. Aunque Anna intentara llevar las riendas, al final, siempre terminaba sucumbiendo a los encantos de Elsa, a su voz grave susurrándole palabras que derretían a cualquier persona.

La joven Ekman disfrutaba colocar de espaldas a su amante, tenía un especial afecto hacia el trasero de la pelirroja; y por supuesto Anna lo disfrutaba, lo disfrutaba de veras, como todo lo que ella le hacía.

Hasta ese momento a la chica Hansen se le ocurrió que quizás Elsa tenía miedo, miedo de perderla, y por eso esa noche la amó como nunca, como si a la mañana siguiente Anna ya no existiera. Como si presintiera un mal augurio.

La ginecóloga se recargó contra el borde de la cocina mientras miraba las marcas que Elsa había dejado en sus pechos, le encantaban, la hacían sentirse suya, tan amada, tan mujer.

A mitad de la noche, mientras sentía el líquido del placer corriéndole entre las piernas, Anna recordó quiénes eran, y por qué Elsa se aferraba al cuerpo de la pelirroja como si quisieran arrebatárselo. Cuando ella miró a Anna hacia arriba, con el cabello platinado húmedo por el sudor y los ojos ardientes, la menor quiso decirle lo mucho que lo sentía, que no era su intención hacerle esto, pero que le gustaba, y se negaba a detenerla. Y cuando Elsa la llenó de besos en el cuello, haciéndole enarcar la espalda para después recorrer su cuerpo hasta abrirse camino a su interior, demasiado húmedo para entonces, pensó en decirle que no, que debía parar. Eso es lo que quería su razón.

Para su suerte, las manos de Elsa apretaron sus pechos y su lengua tanteó el punto de placer de la pelirroja, Anna entonces se revolvió contra las sábanas y apretó las piernas, mordiéndose los labios para evitar pedirle más, gritarle que siguiera. Bajó una mano hasta enredar sus dedos con los cabellos de la rubia y la empujó contra su cuerpo.

En su mente mantenía fijas dos ideas: una consciente de que se estaba revolcando con su hermana.

Y la otra que solo el hecho de pensarlo le excitaba sobremanera.

Y mientras más pensaba en Elsa sobre lo que era, más rápido le gustaba a Anna que se moviera sobre ella.

Sintió la presencia de alguien más en la cocina y volvió la cabeza hacia la entrada, Elsa se había despertado y ahora la tenía delante, con toda la belleza que representaba, alta, pálida y exquisita. Y completamente desnuda.

—Oye, te estás tomando mi café —reclamó. A lo que Anna reaccionó pacífica, dejando la taza sobre la isla.

—Tú no tomas café —cruzó los brazos y se dedicó a admirarla —¿Por qué estás desnuda?

—¿No te gusta? La verdad, cuando no estás suelo andar así en el departamento. Sobre todo cuando hace calor. Te prometo que cuidaré mis modales cuando finalmente te mudes aquí, como mi esposa.

Anna sintió uno de esos pinchazos en el estómago, bastante recurrentes y molestos de por sí. Se incorporó en su lugar y bajó la mirada hacia el cesto de frutas, obligándose a desviar la atención que la desnudez de Elsa demandaba, fijando la vista en una tentadora manzana que yacía exquisita en la cima del cesto. Percibiendo el interés de Anna por la fruta, la pediatra se adelantó y tomó la manzana, llevándola lentamente hacia su boca, y dando una pequeña y encantadora mordida sin dejar de observar a Anna, en su afán por seducirla.

Al notar la atención que la inocente muchacha fijó en la actuación de Elsa, apartó la fruta de su boca para dejarla sobre las manos de una acalorada pelirroja, con la invitación implícita a comerla.

Irónico o no, Anna recordó la historia del génesis bíblico, y de cómo Eva hizo pecar a Adán, instándole a comer del fruto prohibido. Cuando Anna levantó la cabeza, Elsa le dio la espalda, su esbelta figura formó un divino contraste con la luz de la mañana, parecía brillar como un ángel. La tentación se había dictado, solo que el fruto prohibido era Elsa, y a Anna le encantaban las manzanas. Le dio una pequeña mordida a la fruta y con pasos lentos, pero seguros, se dejó llevar por el pecado personificado.

Iba a arriesgarlo todo, aún si con eso su expulsión del Edén fuera inminente.

xxx

Tengo el capítulo siete casi terminado, así que no tardo en subirlo, a menos que decida completar el ocho para ir adelantada. Ya veremos.

Muchas gracias por tu lectura y si te gusta esta historia, no olvides dejar algún comentario, por muy pequeño que sea.

Abrazo desde México.