CAPÍTULO V.

Primer levantamiento vikingo.


El fuego bailaba frente a él en su diminuta extensión en el poco espacio que el universo le había otorgado, pero a pesar de sus hipnóticos movimientos, el muchacho ni siquiera se percataba de ellos, tan solo se fijaba en aquellas hojas que obtenían un tono anaranjado por la luz de la vela.

Los otros herederos le arrebataron el libro bruscamente, sin si quiera darle tiempo a darse cuenta de ellos estaban allí. Cuando extendió torpemente sus brazos ya era muy tarde, Viggo alejaba de él el libro, lo lanzaba hacia Brenda, quien lo atrapaba a la perfección y Dagur retenía al niño, de ya siete años, sujetándolo de los brazos.

A mis oídos llego la nueva tragedia a la humanidad y su sabiduría –comenzó a leer Brenda, Viggo se sentó en la mesa, dispuesto a oírla, Dagur no aflojó el agarre, Hiccup se avergonzó–, aquellos que visten, se ven y actúan diferentes a nosotros, aquellos que no son capaces de progresar, aquellos que tienen más de un dios se han atrevido a asegurar su humanidad. Carecen de alma y emociones, no conocen el honor de un caballero ni la doncellez de una respetuosa dama, no comprenden la diferencia de hombres y mujeres, además de prescindir de cualquier tipo de etiqueta o protocolo que el más bruto de nosotros sigue, pero aún así se llaman humanos. Este pensamiento, sin lugar a duda, viene por una de sus faltas.

Su falta de cadenas, se creen que por no ser tratados como los negros son superiores a ellos, cuando lo cierto es que aquí hay solo una raza superior.

Viggo, espantado arrancó el libro de las manos de Brenda, leyó, entonces, el nombre del autor de palabras tan racistas y asquerosas, encontrándose con el nombre más extraño que jamás hubiese imaginado, miró nuevamente las palabras recientemente leídas, solo para confirmar que lo que había oído era cierto. Miró acusatoriamente a Hiccup, sintió entonces la ira más profunda y autentica. Dagur entonces apretó el agarre, arrancándole un quejido.

–¿Qué haces leyendo estas porquerías? –preguntó con la voz apuntó de estallarle. Hiccup bajó la cabeza, avergonzado, Viggo procedió a arremeter el grueso tomo contra su nuca, con tanta fuerza que Dagur se vio obligado a soltarlo para no caer al suelo junto al hijo de Estoico, a quien la vista se le puso negra por un instante.

La cabeza empezó a palpitarle, la habitación oscura empezó a dar vueltas tan lentas que le hicieron incluso desear otro golpe, por si así se apresuraban los movimientos. El estomago se le revolvió y la saliva se le escapaba de entre los dientes. Quiso levantarse, mantener una pisca de su orgullo, pero sus brazos perdieron la ya de por si poca fuerza que tenía. Miró, entonces, a los ojos de Mala, la única que tendía a tenerle piedad, rogándole por algo de clemencia, pero ella se veía tan enojada como el resto.

–¡RESPONDE IMBÉCIL! –gruñó Viggo amenazándolo con un nuevo golpe en la cabeza. Las lágrimas se le escaparon y temió por su vida. Se hizo un lastimero ovillo en el suelo, con las rodillas en la cara y el corazón en la garganta. Hipaba bruscamente y el aire sencillamente no le llegaba.

Realmente parecía que iba a morir.

Mala suspiró pesadamente, relajando sus músculos y estirando su cuello. Sujetó la mano amenazante de Viggo y dijo –Si lo matas no te podrá responder.

Viggo apretó los dientes y dejó caer el libro cerca de las piernas de Hiccup. Mala se arrodilló y preguntó –¿Por qué leías eso Hiccup? –preguntó más suavemente.

Con mocos obstaculizando su nariz, lágrimas ardientes quemando su piel y la cabeza dando vueltas, Hiccup intentó responder, procuró elegir las palabras correctas que aplacasen la rabia de sus compañeros, pero todo lo que se escuchó fueron murmullos patéticos y quejidos.

El último de esos quejidos fue secundado por el chirrido de uno de los grandes portones abriéndose lentamente. Los hijos de los jefes se levantaron y alzaron rápidamente, exceptuando a Hiccup, quien seguía sufriendo en el suelo, tembloroso y lloroso. Asustados, entonces, los futuros jefes vieron a un furioso Estoico El Vasto dirigiéndose a pisotones hacia ellos.

Dieron pasos atrás, sin saber como fue capaz, Viggo vio al jefe de la unión vikinga tomar el libro con el que su hijo fue golpeando y le asestó un golpe mucho más potente. Le arrebató el oxigeno en un instante, lo tumbó de lado contra Niels quien estaba a su derecha, y este último se arrepintió de no haberse alejado con mayor velocidad. Con el corazón amenazando con salir catapultado desde el pecho hacia el exterior mediante la garganta y la boca, Viggo aún así intentó levantarse. Los puños los tenía blancos de lo apretaron que estaban y su cuerpo entero luchaba ferozmente contra las lágrimas.

Rabioso, giró hacia el rostro de Estoico, pero la rabia y la respiración se le fueron en cuanto Estoico lo amenazó con un nuevo golpe. Ryker corrió hacia su hermano y, cargándolo como un costal de papas, se lo llevó lejos de él. Los demás los imitaron, dejando solos a Estoico y a Hiccup, quien a penas se enteraba de lo que pasaba y se mantenía llorando y temblando en el suelo.

Apretó los labios por la furia y la impotencia, tomó a su hijo delicadamente y lo llevó tiernamente hacia su casa luego de ordenar al primer hombre que vio que llamase de inmediato a Gothi, para que revisará al pobre Hiccup.

Al poco tiempo se recuperó de aquel susto, pues su cuerpo no tenía daño ninguno, fue su cerebro quien le convenció de que esa noche la dinastía Haddock acababa patéticamente. Por ello, luego de que Hiccup terminase aquel libro decidió jamás volver a acercarse a ninguno de los futuros jefes y empezar a profundizar su relación con los pocos chicos de su edad que quedaban en su tribu. Luego de unos meses de experiencia, con la víspera del siguiente baile de la Angelical Primavera tocando a su puerta, Hiccup empezó su escritura.

El libro de sus pensamientos empezaba así:

[Eran cuatro las primaveras que había visto cuando descubrí que no era humano según las ideologías de todos los sabios de este mundo, había visto cuatro primaveras cuando, a su vez, descubrí que mis compatriotas más eruditos no eran considerados sabios bajo los estándares continentales, y pregunté, como cualquier infante que hace preguntas, por qué era eso.

Desde que descubrí tal cosa ya no vivo primaveras, ni veranos ni otoños, tan solo un eterno invierno, el invierno en el que viven los lobos de los bosques solitarios. Hace ya un tiempo que el tiempo dejo de tener un sentido para este pobre niño soldado, pero, si me aferró a la realidad, han pasado tres primaveras desde eso, aunque yo no las he visto, pero seguro que ustedes, nobles eruditos continentales, sí que las habéis sentido.

Porque hace tres primaveras un puñado de desconocidos llegaron con armas y barcos para matarnos con la excusa de que no éramos humanos, pero ninguno de ellos nos explicó por qué. Me alivia el alma haber encontrado a seres tan honorables dispuestos a explicar. Con sus elaborados argumentos y sus lógicas irrefutables.

Ah, perdóneme sus mercedes, había olvidado que yo no tengo alma, pues no soy humano. Aunque, eso es lo que decís vosotros, pero un hombre al que todos consideramos sabio dice que incluso si fuese cierto que este, su servidor, no es más que una bestia, seguiría teniendo alma, no la misma a la ustedes, grandes sabios, por supuesto. Esto que digo no es tan impensable, pues lo mismo se cree de las mujeres.

Sí, creo que aquella es la forma correcta de vernos, a nosotros, los horribles y brutales vikingos, nada más que mujeres fuertes y vellosas.

Supongo que eso también me consigue un mal lugar en vuestras creencias, pues, sí soy lo mismo que una mujer, habría de vestirme como tal, comportarme como tal, admitir el puesto inferior que tengo en vuestra sociedad… Cuanto más lo pienso más parezco una mujer, pues me he privado de las ropas cómodas que me gustan para disfrazarme de lo que los hombres poderosos quieren ver, he aprendido a callar cuando un hombre blanco me habla y mi cuello no deja de quejarse por los dolores que mi cabeza agachada le causan. Sí, eso es lo que somos todos los vikingos, algo demasiado similar a las mujeres que no soy capaz de marcar la diferencia…]

Él mismo tuvo que dejar de escribir por las ideas que por su cabeza rondaban. A cada idea que plasmaba en el papel una nueva señora burguesa se escandalizaba por las palabras escritas en ese libro. Con la mano tapando su dolorosa sonrisa releyó lo escrito, orgulloso de su creación, hasta que una duda se ensartó en su cabeza.

¿Cómo se suponía que podría publicar un libro como ese? Las damas enloquecerían y pedirían a los nobles caballeros que reclamasen por ellas, que su libro se quemase y censurase, sería juzgado por todos los autoproclamados intelectuales de la época. Aparte, las mejores imprentas se hallaban en Reino Unido, ellos preferirían rajarle la yugular antes de publicarle un misero panfleto.

Arrugó el papel y lo lanzó iracundo al fuego, se desplomó contra el escritorio y suspiró pesadamente.

Eso de ser revolucionario era complicado.

Si tan solo hubiese una forma sencilla de mandar su mensaje al resto de mundo sin necesidad de insultarlo… aunque se lo merecieran.

La primera revuelta vikinga comenzó luego de una de sus largas e irritantes sesiones de limpieza, el muchacho de ojos verdes procedió a colocarse todas las prendas que arrebatan sus rasgos vikingos y lo dotaban de apariencia digna del palacio real de Noruega. Se colocaba una planchada y pulcra camiseta, un chaleco de rojo brillante que realmente no resaltaba su verdadera aura, tenía que ponerse un apretado pantalón blanco que iba decorado con hilos de oro, se perfumaba con carísimas colonias extranjeras, humedecía cuanto podía sus labios para que el clima frío de su tierra no se percibiese tanto, peinaba a la perfección cada uno de sus mechones salvajes, deshacía las trenzas típicas de su cultura, y, en vez de armas más dignas de un vikingo, colocaba una fina espada de esgrima en la vaina de cuero negro que le habían concedido años atrás para que se viera como un hombre decente y capaz de proteger a su futura mujer. Se miraba en el espejo y no se reconocía, solo sabía que sus ojos transmitían sus emociones. Se preguntó porque se preocupaba tanto, le dolía la conciencia cuando, al hacerse esa pregunta en voz alta frente al espejo, lo primero en llegar a su cabeza no era otra cosa que la promesa que le hizo a la bella princesa recién nacida, actualmente de cuatro años, en vez de su gente.

Se había obligado tanto a amarla que ahora eran reales todos esos sentimientos. O tal vez no, pues ni siquiera se había formado un mínimo atisbo de personalidad en aquella criatura, no había experimentado nada, lo único que de ella se pudiese amar era su belleza, pero su belleza era tal que lo hacía sentir enfermo, porque un hombre de verdad –lo cual, definitivamente, él era– jamás se sentiría atraído por una criatura tan joven, angelical e inocente.

Recordó entonces lo poco que conocía de la religión católica y comprendió. Ella no era ningún ángel ni ninguna señal divina, era la llegada del anticristo, pues los antiguos escritos de aquellos reyes pequeños y débiles afirmaban que, cuando llegase la representación de todo mal, lo haría en forma de alguien bello y que todos amarían. Fingiría traer la alegría, pero solo arrastraría a los pecadores al infierno dantesco.

Sacudió la cabeza, él ni siquiera era cristiano, pensar en el anticristo es como si ellos temieran a las trampas de Loki.

Pero continuó pensando en todo eso aún en el barco que lo llevaría hacia el castillo de futura mujer. Al llegar, la actitud de todos los monarcas y soldados presentes fue la gota que colmó el vaso, fue la última burla que los reyes continentales lanzaban hacia los suyos que los jefes estaban dispuestos a permitir. Es allí donde el drama envolvió sus vidas e Hiccup se cuestionó que clase de psicópata era el que escribía tal tragicomedia.

Cuando llegaron los vikingos, a parte de haber sido obligados a abandonar sus armas, se les prohibió ver a la princesa Elsa y a la recién nacida infanta Anna, alegando que, evidentemente, la pequeña infanta necesitaba cuidados muy intensivos por las complicaciones que hubo en el parto, además de que la futura mujer del "príncipe vikingo" se sentía aterrada por la presencia de aquellas bestias disfrazadas de humanos.

Nadie tuvo la decencia de decírselos en privado, en favor de su orgullo ya más que pisoteado, se les comunicó tal burla frente a todos los intelectuales, líderes y herederos. Pero sirvió para algo, pues tanto se rio y palmeó sus propios muslos que a Hiccup se le hizo fácil la tarea de encontrar a Klaus Bru, el escritor de aquel asqueroso libro.

Ignorando a los espantados sirvientes, burgueses, nobles, políticos y monarcas, Hiccup se hizo camino hacia él, con las manos tras la espalda y una picara sonrisa. Al verlo tan pequeño y prepotente, Bru alzó una ceja, y poco le faltó para darle una palmada en la espalda y dedicarle una sonrisa, casi confundió al retoño de una bestia con un niño humano por esas prendas robadas y esa educación falsa.

–He leído tu libro –Hiccup saltó toda presentación o saludo, rompiendo todo protocolo básico. Klaus miró a sus acompañantes, buscando una respuesta, al no encontrar nada, redirigió su mirara al niño, con una sonrisa divertida asomándose tras su bien peinado y recortado mostacho.

–¿Cuál de todos, niño? –se escucharon las primeras risillas, los vikingos se retorcieron en sus lugares, Niels maldijo Hiccup en voz alta, ganándose un golpe en la nuca de su padre.

–El único que no da ganas de vomitar, Klaus –el niño pequeño habló como si el adulto fuese el infante confundido, Astrid Hofferson sabía lo mucho que le costó no apoyarse en sus rodillas como si en verdad hablase con un niño. Los ojos del escritor y filósofo se agrandaron y buscó los rostros de monarcas o políticos, exigiendo que alejaran a aquel maleducado de su vista–. En comparación, obviamente –escuchó al niño proseguir, con una sonrisa aún más burlesca–, todas tus obras compiten por el puesto de papel higiénico real, Klaus.

Se escucharon las risillas y murmullos. ¿El niño vikingo ridiculizando a uno de los más respetados intelectuales de la época? Comedia pura. Esos vikingos sí que sabían dar buenos espectáculos. Klaus Bru se sintió más que ofendido, los vikingos también empezaban a maravillarse por la escena de Hiccup. Los niños berkianos tapaban sus bocas con sus manitas, intentando que sus toscas sonrisas no se vieran, Estoico estaba demasiado conmocionado como para actuar.

–Antes de os enseñe educación verdadera, bruto vikingo, iros. Iros y no incordiéis más –farfulló acomodando su chaleco.

Hiccup rio por la torpeza de su habla –¡Anda! Pero si hablas igual de mal que escribes.

Las risillas se convirtieron en carcajadas no disimuladas. La mirada de Bru volvió a buscar a cualquier monarca que estuviese dispuesto a salvarlo de aquella vergonzosa situación, pero todos los que consiguió encontrar estaban disfrutando descaradamente toda aquella escena. Hiccup notó su nerviosismo y decidió seguir jugando –¿A quién buscas, Klaus? ¿A sus majestades? –Hiccup también empezó a mover su cabeza en busca de la realeza, encontrando a una gran cantidad distribuida muy cerca de él–. Por lo que parece, no quieren ayudarle, Bru. Tal como a mí –colocó sus callosas manos en su pecho, ensombreciendo su mirada, llamando la atención del escritor, quien notó su sonrisa bruta y cruel–, ellos solo te ven como un entretenimiento más. Pobre escritor mediocre, degrado al mismo nivel que el asqueroso vikingo…

–Ya es suficiente, ¿no os parece? –una voz tras él lo alarmó y relajó a Klaus Bru. El cuerpo entero de Hiccup se volteó hacia el desconocido, encontrándose con el delgado y elegante cuerpo de aquel hombre bien vestido, con una corona en la cabeza y una sonrisa descarada dibujada a detalle en la boca–. Es de todo menos adecuado que le hables así a un intelectual del calibre del señor Bru –la mano delgada y firme de Agnarr se posó en el hombro derecho de Hiccup, provocándole un doloroso escalofrío. El rey de Noruega sonreía sombríamente al pequeño infante, el menor apretó los puños y los labios, sabiendo que la función había acabado, pero se negó a bajar la cabeza ante el monarca. Una segunda mano se colocó en el hombro desocupado de Hiccup, Agnarr procedió a hablar con el escritor–. Lamento mucho el comportamiento de mi futuro yerno, señor Bru, espero que pueda perdonarlo –las manos enguantadas de Agnarr apretaron los hombros de Hiccup–, me encargare yo mismo de que…

–¿De qué os encargareis, Agnarr?

Los jadeos de sorpresa invadieron a todos los espectadores, la música se apagó, los enamorados dejaron de mirarse, los más jóvenes se escondieron entre faldas y manteles, los sirvientes detuvieron sus caminatas, los monarcas dejaron de sonreír. Aquello ya no era un sencillo espectáculo para el divertimento de la realeza europea, aquella escenita montada por un filosofo y un niño vikingo se había transformado en el primer enfrentamiento justo entre un monarca y un jefe. El primer levantamiento vikingo de la historia, el primero de muchos.

Estoico se había acercado veloz y silenciosamente, con todas las miradas clavadas en su hijo, el monarca y el filósofo, ni tan si quiera los guardias se habían percatado de como rompía las líneas invisibles de su trampa psicológica, tampoco habían notado como el desenfundaba su enorme hacha, tan solo reaccionaron, cuando, por la sorpresa y el instinto de supervivencia, hacia al monarca soltar al muchacho dar traspiés lejos del vikingo armado.

Hiccup rápidamente se ocultó tras el muro de grasa y músculos cansados que era su padre, rezándole a Odín y a Thor para no recibir una reprimenda una vez las aguas se calmasen, incluso miró a su padre, esperando enojo o decepción en una rápida mirada hacia él, pero no, Estoico estaba recto, hacha en mano, con los ojos clavados en los dos noruegos, ardiendo con las llamas malditas de la furia. Hiccup tragó con dificultad.

Antes de que un levantamiento sanguinario empezase de parte de las vengativas mentes del resto de jefes vikingos, ya tenían hombres armados con esas ballestas extrañas del demonio apuntándoles a la cabeza. Los vikingos gruñeron en sus lugares, esperando que su líder armado, quien también estaba siendo apuntado dijera algo.

–Nosotros, los vikingos, hemos jurado lealtad absoluta a la corona noruega –la voz de Estoico resonó por todo el salón de fiestas, haciendo temblar a los más jóvenes, asombrados por su facilidad al hablar la lengua mundial–. Hemos admitido nuestra nueva posición en la sociedad actual, en nombre de nuestros hijos, de nuestros ancianos –un nudo se formó en las gargantas de los más sentimentales–, en nombre de los que hemos perdido. Hemos aceptado todo lo que se nos ha ordenado y exigido –la pesada hacha fue levantada lentamente y apuntó al cuello delgado del monarca, quien miró impaciente a sus guardas–. Pero hay líneas que tienes prohibido traspasar, Agnarr –los dientes del monarca se apretaron, entonces las palabras de su querida esposa fueron tomadas en consideración. Aquel salvaje no respetaba nada–. Y la más importante es esta: No toques a ni un solo niño vikingo, no los mires, no les grites, ni tan si quiera les hables.

Estoico dio unos cuantos pasos más, el rey retrocedió, olvidando la seña para ordenar abrir fuego.

–Yo mismo os matare a usted y a su familia si este error se repite –gruñó con las llamas de la ira corriendo, saltando y danzando en sus ojos. Le dio la espalda al monarca y, con su hijo recto y detrás de él, anunció–. Nos vamos, ahora.

Los vikingos, con una sonrisa en la cara, se despidieron burlescamente de los guardas que les apuntaban con esas brutales armas, olvidando que eran las mismas armas que habían acabado con la vida de sus compatriotas. Todos ellos esperaron gustosos a que los representantes de la familia Haddock se colocaran delante de ellos, esperando a los que nombraron líderes de la, ahora, pequeña población. Como si dirigieran los andares al campo de batalla, los Haddock alzaron sus mentones e inflaron sus pechos, pavoneándose del poco poder que había saboreado por unos instantes, compartiendo los mismos pensamientos silenciosamente.

Una vez fuera del gran palacio de Arendelle, las risas e insultos no faltaron. Los más jóvenes, quienes querían insultar de forma correcta, lo primero que aprendieron de la gente del continente fue como ofender, así que, olvidando la rectitud antes tomada, alzaron sus dedos medios hacia cualquiera que vieran, sin importarles que fueran burgueses, pueblerinos o niños inocentes.

Los amigos de Hiccup, los pocos jóvenes berkianos que quedaban de su edad, fueron corriendo a abrazarlo y felicitarlo, le preguntaron con qué había planeado seguir antes de que el monarca metiera su enorme nariz donde no le habían llamado, qué demonios ponía en ese libro que tanto había estado leyendo o qué otras cosas tenía en mente. Hiccup respondió gustoso todas sus preguntas, riendo con ellos y presumiendo sus nuevos conocimientos.

Hasta que Astrid dijo –No puedo esperar a la revuelta de verdad –suspiró contenta, aferrándose al cuello de él–, cuando acabemos con todos ellos.

Hiccup frunció un poco el cejo, y habló tan alto que todos le escucharon –A todos no.

–¿De qué hablas ahora, pequeño genio? –preguntó Gobber apuntándole con su mano postiza.

–¿Cómo se supone que demostraríamos nuestra superioridad si tan solo repetimos lo que ellos nos han hecho? –el resto de los vikingos lo miraron asombrados por su madurez. Eso era lo dictado por los líderes, por mucho que los guerreros más fuertes quisieran venganza pura–. Aquí hay niños, ancianos –Hiccup señalaba las casas y a las gentes que seguían bailando y festejando, ignorando lo que acaba de pasar en el palacio–, personas que, a diferencia de nosotros, no están entrenados para el combate. Además, atacaremos con dragones –volvió su mirada al palacio–, con un arma contra la que no podrán hacer nada. ¿Qué culpa tiene el proletariado? ¿Qué culpa tienen la realeza recién nacida, o los más jóvenes, que no conocen otra cosa que el pensamiento denigrante y racista de los intelectuales? Ni siquiera todos los soldados son completamente culpables, eran tan solo pueblerinos sin nombres o tierras que seguían las normas de los verdaderos villanos.

El pequeño niño removió sus cabellos mientras cerraba los ojos y sentía las miradas estupefactas de aquellos que le rodeaban. Una pequeña culpa empezaba a acariciar delicadamente su corazón, ¿cómo era capaz de sentirse superior si él mismo estaba planeando el asesinato de tantos hombres, la utilización de animales que nada tenían que ver con la contienda humana?

Era él quien estaba utilizando a la preciosa princesa a su favor, contra su voluntad, tomando ventaja de su edad, sabiduría y experiencia.

Tomó aire, sintió como el oxígeno le oprimía el corazón, le temblaban las manos por el nerviosismo, volvió a cerrar los ojos, buscando algo de calma en esa gran batalla de emociones. Sintió, al poco tiempo, las robustas manos de su padre, que lo calmaron casi instantáneamente, Estoico le recordó que tenían que irse de una vez, y así lo hicieron.


21 de abril de 1835. El primer levantamiento vikingo.


Mentiría si dijera que me siento completamente segura de este capítulo, sobre todo por la personalidad de los personajes. A pesar de que considero correcto hacer a la mayoría de los hijos de los jefes un pequeños sádicos, la actitud de Hiccup no me convence del todo, es decir, claro, Hiccup es mucho de sarcasmo e ironías, pero no sé si lo exagere. También lo siento algo apresurado, sobre todo teniendo en cuenta el capítulo que viene, pero estoy intento centrarme más en el romance de nuestros protagonistas y dejar de lado lo político... por ahora...

Así que... como adelanto digo que los siguientes capítulos trataran más sobre la relación entre Hiccup y Elsa.

REVIEWS.

Blue bird. Muchas gracias por la review, me alegra de que te guste las ideas bases de la historia. El tema de los padres de Elsa y Anna será muy explorado y esta levemente inspirado en la relación de Morticia y Homero de La Familia Adams, honestamente me apetecía brindar un poco de variedad en relación con las personalidades típicas de estos personajes, siempre los vemos como encantadores o malvados, quise combinar eso.