Capítulo 6

El Mandarín Oriental era un hotel de lujo de cinco estrellas situado en el paseo de Gracia, en pleno centro de Barcelona. El impresionante edificio de mediados del siglo XX encerraba un interior todavía más espectacular, diseñado por Patricia Urquiola, una arquitecta e interiorista de mucho prestigio.

Cuando el botones vio aproximarse la limusina se acercó servicial a recibirnos. En cuanto el señor Sen le anunció que era el señor Itachi Uchiha y que tenía reservada la suite principal, solo le faltó echar pétalos de rosa sobre la alfombra roja.

Don Perfecto entró en el hotel como si fuera el propietario, ajeno a las miradas curiosas que despertaba con su físico y su atuendo informal.

«Seguro que más de uno piensa que es una estrella de cine o un jugador de futbol», pensé divertida. Y es que, con un abrigo de ante marrón, vaqueros y unas botas cochambrosas, estaba lejos de la imagen que se tenía de un exitoso hombre de negocios.

Fue recibido por un hombre elegante que se identificó como el director de hotel y se ofreció a enseñarle personalmente la suite en la que se iba a alojar. Por un momento volví a pensar en lo diferentes que parecían nuestras vidas. Yo ni siquiera podría plantearme pagar una noche en una habitación sencilla en ese hotel, y don Perfecto se iba a alojar en la suite del ático.

Los dos hombres se dirigieron hacia los ascensores, hablando entre ellos, con el señor Sen en la retaguardia, en actitud de alerta. Supuse que ya podría irme a mi hotel. Después de todo, don Perfecto todavía me miraba con el ceño fruncido por el comentario sobre su edad y no había abierto prácticamente la boca desde entonces, así que imaginé que estaría más que encantado de librarse de mí.

—Perdone, señor Uchiha —les interrumpí con educación—. Si no va a necesitar de mis servicios por el momento…

—Señorita Shion, por supuesto que voy a seguir necesitando sus servicios — replicó él con una mirada divertida, consciente de mi intento de escabullirme de allí—. Empezando por acompañarnos a la suite. Hay algunos detalles sobre esta noche que me gustaría tratar con usted.

Compuse una sonrisa educada mientras mis ojos lo apuñalaban lentamente.

Cuando llegamos a la suite del ático solo me vino una cosa a la mente: «¿Qué hace una chica como yo en un sitio como este?».

Era una suite de doscientos treinta y seis metros cuadrados —tres veces el piso de mi abuela dónde vivíamos— con vistas panorámicas al paseo de Gracia. La suite contaba con un salón comedor con una gran terraza, una cocina, una habitación de invitados con baño propio y una habitación principal con salón, baño con bañera doble de hidromasaje y terraza. Todo decorado en tonos neutros, creando una atmósfera moderna y elegante.

Mientras yo observaba los detalles totalmente embobada fui consciente de que don Perfecto me miraba a mí, de esa forma pensativa que estaba siendo habitual en él, como si yo le supusiera alguna clase de adivinanza a la que no encontraba la respuesta.

—¿Te gusta?

—Me encanta —declaré, sincera—. Es magnífica.

Mientras el botones traía las maletas y el director explicaba al señor Sen y a don Perfecto los pormenores de la suite, yo salí a la terraza a disfrutar de unos segundos de soledad. Desde el octavo piso donde estábamos las vistas de la ciudad eran imponentes. Estaba atardeciendo en el centro de Barcelona y los últimos rayos de sol cubrían de un cálido tono anaranjado las fachadas de los edificios, como un velo de suaves llamas que van consumiéndose hasta ser engullidas por la oscuridad.

Me encantaba aquella ciudad. Solo había estado una vez antes de aquel día, cuando tenía diez años, y era el único recuerdo de una escapada familiar que había tenido con mis padres.

Mi historia familiar no era lo que se dice de lo más convencional. Así como mi abuela Tsunade era una mujer fuerte y sensata, su hija Mebuki, mi madre, había sido todo lo contrario: una cabeza hueca egoísta, alocada y superficial que solo pensaba en disfrutar del presente. Se marchó de casa de sus padres, en Valencia, con dieciocho años, harta de las normas y los principios que intentaban inculcarle sus padres, y acabó en Andalucía, donde conoció a mi padre, Kizashi Sinclair.

Él era un oficial de Texas, destinado en la base naval de Rota. Entre ellos la atracción fue inmediata y muy intensa. Mi padre tenía un bonito piso alquilado en Rota y mi madre pronto se fue a vivir con él. Al año de conocerse nací yo. Yo creo que mi madre se quedó embarazada adrede, para intentar cazar a mi padre, pero la jugada no le salió como esperaba… Mi padre le había ocultado que estaba casado. Tenía una familia en Estados Unidos: una mujer y una hija. Así que mi madre tuvo que conformarse siendo la amante.

Me pusieron de nombre Sakura Sinclair Haruno. Sinclair por el apellido de mi padre, que al no reconocerme legalmente, al menos me dio su apellido como nombre. Y Haruno por el apellido de mi madre.

Ella siempre me intentaba herir diciendo que mi padre no me quería lo suficiente como para darme su apellido, hasta que mi padre me explicó que no era por mí, el problema era que si me hubiese reconocido legalmente, su familia en Estados Unidos hubiese sufrido mucho, así que lo mejor había sido mantener mi existencia en secreto para ellos.

La verdad es que yo siempre sospeché que, en vista de lo mucho que a mi madre le gustaban los hombres, la verdadera razón de que no me reconociera de forma legal era que él no terminaba de confiar en que yo fuera realmente su hija. Creo que en el fondo siempre tuvo una duda.

Mis primeros catorce años de vida se puede decir que fueron bastante estables emocionalmente, obviando que mis padres no estaban casados y que mi padre se ausentaba varias veces al año durante largos periodos de tiempo para visitar a su otra familia. Pero mis abuelos me visitaban con mucha frecuencia y mi madre estaba tan contenta con el dinero que mi padre le dejaba para nuestra manutención, que casi me trataba como una madre normal. Y cuando mi padre estaba en casa, yo era la niña más feliz del mundo. Lo adoraba.

Pero un día mi padre no regresó, y al poco nos llegó una carta anunciándonos que había fallecido y que yo recibiría en herencia un sustancial fideicomiso, que hasta que no cumpliese la mayoría de edad quedaba bajo la custodia de mi madre.

Cuando mi padre murió yo acababa de cumplir quince años, y toda mi estabilidad familiar murió con él. Mi madre dejó de fingir su verdadera naturaleza y continuamente traía hombres a casa. También comenzó a beber. Ni que decir tiene que se gastó toda mi herencia en un año. Se desentendió de mí por completo en el momento en que más necesitaba su cariño, así que, en un intento por llamar su atención, comencé a imitarla. Durante un par de años tonteé con las drogas, consumí mucho alcohol y me acosté con un montón de hombres, sin rostro ni nombre para mí, tratando de llenar la falta de cariño.

Mientras mi vida se desmoronaba en Rota, mi abuela estaba en Valencia velando a mi abuelo, acuciado de una enfermedad degenerativa que le consumía lentamente. Estaba tan absorbida por él que se desvinculó un poco del resto del mundo, algo que siempre la hizo sentir culpable. Hasta que mi abuelo no falleció, mi abuela no volvió a ver la luz, y por aquel entonces las cosas ya se habían complicado mucho para mí.

Cuando mi abuela solicitó a mi madre que le cediera mi custodia, cosa que hizo encantada, yo tenía diecisiete años, apenas iba al instituto y acababa de quedarme embarazada, no sabía de quién. Y la verdad es que por aquel entonces me daba lo mismo. Durante el embarazo en lo único que pensaba era en deshacerme de la criatura. Y luego… desde el momento en el que di a luz y me pusieron en brazos a mi pequeño, aquel retaquito llorón se convirtió en el centro de mi universo. Supe que haría cualquier cosa por él.

Y lo primero fue cambiar el rumbo de mi vida.

La fría brisa invernal me acarició las mejillas sacándome de mis pensamientos. Me abracé a mí misma en un intento de preservar un poco de calor, mientras disfrutaba de los últimos minutos de luz. Siempre me habían gustado los áticos. Bueno, en concreto las terrazas de los áticos. Era como estar dentro de una burbuja suspendida por encima del bullicio de la ciudad, el poder observar toda aquella energía infinita desde la tranquilidad de tu hogar.

Un bienvenido calor me envolvió de repente y me vi sumergida por el delicioso olor de Itachi Uchiha. Me acababa de poner su abrigo sobre los hombros.

Lo miré sorprendida, sin ser consciente del tiempo que había pasado en aquella terraza. Vaya, me estaba luciendo en aquel trabajo.

—Perdón, me despisté —reconocí con una mueca—. Las vistas desde aquí son maravillosas.

—Realmente preciosas —coincidió él, pero mirándome a mí.

Nos quedamos mirando el uno al otro en silencio, conscientes de la atracción que nos unía. Me devoraba con los ojos, seduciéndome solo con una mirada, hasta el punto que sentí mis rodillas temblorosas.

Algo tenía que hacer, no me podía quedar ahí mirándole como una lela.

—Señor Uchiha, yo…

—Por favor, llámame Itachi. Cada vez que me llamas señor Uchiha haces que piense en mi padre —añadió con una mueca.

—Itachi —musité, y en un gesto inconsciente mi lengua lamió mis labios justo después de pronunciar su nombre.

La mirada de él se clavó en mi boca, y pese a la tenue luz que nos iluminaba, observé maravillada cómo sus pupilas se dilataban. Él levantó la mano lentamente y posó la palma en mi mejilla. La calidez de su tacto hizo que mi cabeza se inclinara ligeramente, buscando maximizar la sensación, mientras su dedo pulgar se deslizaba muy despacio por mi labio inferior, en una caricia tierna de una comisura a otra, hasta volver al centro, tentador.

Él me tentó y yo caí. Sentí el impulso irrefrenable de saborearlo, aunque fuera un segundo. Mis labios se entreabrieron y mi lengua le rozó la punta del pulgar en una sutil caricia. Itachi reaccionó con un gruñido casi animal, alejando su mano de mí como si le hubiera quemado.

Había metido la pata y lo sabía. Acababa de traspasar el límite entre lo profesional y lo personal. Debí de haberle apartado la mano de mi cara y echarle la bronca por tocarme sin permiso y en lugar de eso voy y le chupo el dedo.

«Bravo, Sin. Muy profesional. Bonita forma tienes de guardar las distancias».

—Yo… lo siento. No quise… bueno sí, pero no… no debí. —Estaba allí parada, balbuceando como una tonta.

—Mierda, no eres como esperaba —musitó él de pronto, cortando mi torpe intento de disculpa; y sin tocarme, tan solo cogiendo las solapas del abrigo que me envolvía, me atrajo hacia él.

«¿Es que esperabas que fuera de alguna forma?», conseguí pensar, sin entender sus palabras, antes de que sus labios me robaran todo pensamiento racional.

En mi vida había recibido muchos besos de muchos hombres, pero ninguno como aquel. Poseyó mi boca, mi cuerpo, mi razón y mi alma solo con sus labios. Gemí suavemente cuando su lengua acarició con destreza el interior de mi boca, y sentí cómo su cuerpo temblaba en respuesta. Con un gruñido sordo, me rodeó con sus brazos, apretándome con fuerza contra su cuerpo y alzándome ligeramente para que encajáramos a la perfección.

Y vaya si encajamos.

—Que Dios me perdone, pero te deseo —musitó él contra mi boca.

«Entonces que me perdonase a mí también», pensé, porque lo desee más de lo que había deseado a ningún hombre en toda mi vida.

Mi cuerpo tomó el control de mi mente, rodeando su cuello con los brazos y devolviéndole el beso con ardor. No fui consciente de que le estiraba del pelo ni de que le estaba besando con toda mi alma, solo escuché un gemido ahogado, esta vez de su garganta.

Sus manos se posaron en mi culo. Eran unas manos grandes y fuertes, que apretaron la tierna carne de mis nalgas de forma posesiva, alzándome más alto, frotándome contra él, al mismo tiempo que mis piernas se enroscaban en su cintura por voluntad propia, apresándolo con fuerza, como si nuestros cuerpos estuvieran sincronizados con un único objetivo: meterse cada uno en la piel del otro.

El abrigo de Itachi que antes me envolvía cayó al suelo, olvidado.

Sentí que todo lo que me rodeaba giraba a mi alrededor, hasta que me di cuenta de que éramos nosotros los que nos movíamos. Estábamos entrando en el interior de la suite.

Mi abrigo, aquel precioso abrigo de Carolina Herrera que me había prestado Ino, terminó sobre la mullida alfombra que cubría el suelo del dormitorio, seguido muy de cerca por la chaqueta de mi traje de Ferragamo.

Para cuando mi espalda se posó sobre la cama, las manos de don Perfecto se afanaban en desabrochar mi blusa al mismo tiempo que mis manos saciaban su curiosidad por el cuerpo que se escondía debajo del suéter. Bajo las capas de tela encontré un tesoro de cálida piel y músculos de acero, la fantasía de cualquier mujer hecha realidad.

Su lengua ahondaba en mi boca con una mezcla de ternura y agresividad que me estaba haciendo enloquecer de deseo, con lametones diestros y tentadores que me robaban la razón.

Cuando su boca abandonó la mía tuve un segundo de lucidez. Aquello era una locura. Aquel hombre era un completo desconocido y debía de detenerlo antes de que fuera demasiado tarde. Pero entonces sentí un tirón en la espalda y la calidez de su boca cayó sobre mi pecho. Me había arrancado el sujetador y estaba devorando mis pechos con la misma maestría que antes había devorado mi boca. Succionó con fuerza el pezón, lamiéndolo luego con delicadeza para después mordisquearlo juguetón.

Y yo, en lugar de alejarlo de mí como debía haber hecho, arqueé el cuerpo para acercarlo más. Al mismo tiempo que mis manos le estiraban del pelo para guiarlo al otro pezón, mis piernas se enroscaban con más fuerza a su cuerpo y de mi garganta escapó un gemido desesperado.

—Preciosa, eres como fuego en mis brazos —gruñó él, volviendo a mi boca.

Esta vez me besó con más firmeza, con un punto más de agresividad, señal de que estaba perdiendo el control. Todo estaba yendo demasiado rápido, pero no podía detenerlo, consumida por un deseo de sentir su cuerpo desnudo contra el mío.

Justo cuando su boca se separó de la mía para poder sacarse el suéter por la cabeza la melodía Para Elisa llenó la habitación. El móvil de Ino estaba sonando, y fue como un llamamiento a la realidad.

«Salvada por la campana», pensé.

Antes de que Itachi pudiera reaccionar me escabullí de debajo de él y corrí hacia mi bolso, que había dejado encima de la mesita auxiliar que había en la sala de estar de la habitación, desde donde procedía la suave melodía.

—Shion al habla —contesté al móvil, y no me sorprendió que mi voz saliera jadeante.

—No, Shion al habla —replicó la voz de mi amiga—. Se te oye alterada, Sin. No me digas que al final has tenido que salir huyendo del viejo verde —añadió en tono de broma.

Por el rabillo del ojo vi cómo el viejo verde en cuestión se acercaba a mí, despacio, con la mirada de un depredador a punto de lanzarse sobre una presa indefensa, sin saber que la presa en cuestión estaba deseando devorarlo de arriba abajo.

Se había quitado el suéter que llevaba y se había quedado solo con los vaqueros, tal cual estaba la primera vez que lo vi en el aeropuerto. Estaba tan embobada mirándolo que, sin darme cuenta, el teléfono se me resbaló de las manos y tuve que hacer malabarismos para evitar que cayera al suelo.

Una sonrisa socarrona sesgó sus labios, pero me dio igual. Tenía todo el derecho del mundo a sentirse orgulloso de tener un cuerpo así. Era magnífico, sin un volumen demasiado abultado pero con cada músculo bien definido. Justo como a mí me gustaba. Mi mirada descendió en una caricia lenta por su rostro, bajando por sus pectorales de acero, siguiendo luego por unas abdominales tan exquisitas como una tableta de chocolate, y descendiendo hasta la formidable erección que amenazaba la costura delantera de los pantalones.

Y en aquel punto el móvil se me volvió a resbalar de las manos.

—¿Sin? Sakura, ¿estás ahí?

—Sí, sí, aquí estoy —balbucí, haciéndole un gesto a don Perfecto para que no se acercara más. Él se encogió de hombros y volvió a la cama, recostándose en la cabecera y mirándome expectante—. El señor Uchiha no ha resultado ser el anciano que yo esperaba —murmuré en voz baja, para que él no me oyera—. Mira, Ino. Me pillas en mal momento —musité, queriendo volver a la cama y terminar lo que habíamos empezado—. Luego te llamo y…

—¿Has dicho Uchiha?

—Sí, Itachi Uchiha, ¿por?

Me dirigí al baño que había en la habitación y me quedé paralizada ante mi imagen en el espejo. Con solo un beso tenía todo el aspecto de una mujer que hubiera pasado horas interminables de pasión en una cama. Mi elegante recogido estaba completamente deshecho y el cabello me caía en ondas por los hombros. Tenía la mirada un poco perdida y el pintalabios rojo que antes delineaba mis labios a la perfección no era más que un borrón desdibujado. Llevaba la blusa completamente desabotonada, enmarcando de forma sensual la línea central de mi torso desnudo.

—No sé, ese nombre me suena. Luego, cuando tenga un hueco, me meteré en Internet y buscaré información sobre él —oí que me decía Ino.

—Bueno, vale. Como quieras —balbucí—. Te tengo que colgar.

Mirando mi reflejo bajo la fría luz del cuarto de baño, no pude evitar que me viniera a la memoria una imagen del pasado. La de la noche que me quedé embarazada de mi hijo. Esa noche toqué fondo. Me habían invitado a una fiesta en el chalé de un conocido. Bailé, bebí, fumé porros y, para mi vergüenza, me acosté con tres chicos, uno detrás de otro. Lo peor de todo es que no tenía recuerdo alguno de sus caras ni de sus nombres. Eran unos chicos que no conocía de nada, por los que no había sentido nada y con los que no me había vuelto a cruzar, o eso creía.

Que me quedara embarazada de uno de ellos fue lo menos que me podría haber pasado, teniendo en cuenta la cantidad de enfermedades de transmisión sexual que hay por ahí.

Recuerdo haber despertado al día siguiente en una cama, desnuda y con resto de semen todavía húmedo entre mis muslos. Me había arrastrado al baño con las piernas temblorosas y el paso inestable, sintiendo el estómago revuelto y un dolor de cabeza terrible por la resaca. Y me había mirado en el espejo como lo estaba haciendo en esos momentos. Aquella mañana había sentido vergüenza de mí misma por primera vez en mi vida. Una vergüenza que se había acrecentado con los años, cada vez que mi hijo me preguntaba quién era su padre y yo no podía contestarle. Porque no sabía qué contestarle.

Hace tiempo me prometí a mí misma que no me volvería a acostar con un hombre por el que no sintiera algo más que mera atracción física. Y mirándome en el espejo del baño de aquella maravillosa suite, supe que no estaba preparada para irme a la cama con Itachi Uchiha… al menos, no en ese momento.