Capítulo 6: El sofá.

...

—¡No puedo creer que me hayas dejado dormir ahí!
—¿Va en serio? ¡Insistí en que no lo hicieses! ¡Fuiste tú la que me obligó!
—¡Tú habías dormido ahí! ¡Se suponía que yo también podría!
—Y, ¿qué? ¿Has dormido algo?
—Es posible, pero casi nada.
—Está bien. Esta noche dormiré yo ahí.

—¡Es imposible dormir ahí!
—Tú lo has hecho.
—¡Casi nada!
—No tienes buen despertar, ¿no es así?
—¡No! ¡Pero además me duele la espalda, el cuello, las piernas y hasta el culo! ¿De qué está hecho ese sofá? ¿De piedras?
—No te preocupes; me montaré un saco en el suelo.
—¿Como en un camping?
—Lo puedes ver así, sí.
—¡Qué divertido!
—Empiezo a pensar que yo tampoco tengo buen despertar. Vamos a desayunar, anda.
—¿No tienes que sacar a Sven?
—Ya lo he hecho.
—¿De verdad?
—Parece que alguien ha dormido más de lo que cree.
—Me habrás pillado pensando en mi futuro y eso…
—Seguramente.

El día pasó confinadamente tranquilo: cocinamos, comimos, vimos las escalofriantes cifras en la tele y la apagamos para no entrar en pánico, Anna puso su música y bailó por toda la casa con Sven tras de ella, recogimos un poco el destrozo que dejaron a su paso, leímos un rato y, finalmente, llegó la hora de dormir.

Como tenía previsto, cogí unas cuantas mantas y me monté una improvisada cama en el suelo bajo la atenta mirada de Anna que esperaba plantada como un pasmarote justo a mi lado.

—¿Qué pasa?
—No va a ser cómodo.
—No lo sabré hasta que no lo pruebe. Tiene que ser mejor que el sofá de la muerte ése.
—Yo no pondría la mano en el fuego.

Ignoré sus palabras pues tampoco tenía un plan mejor y me enfuchiqué entre las mantas dispuesto a luchar por dormir.

"Así que hay algo peor que el sofá de la muerte".

Me clavaba el suelo, cada arruga de las mantas, y hasta mis propios huesos. Anna me miraba, aún de pie al lado de aquel infierno de tela, con una sonrisa burlona.

—Y, ¿bien? ¿Es cómodo?

No estaba dispuesto a perder aquella batalla así como así.

—Como una nube de algodón de azúcar.
—Oh, qué envidia… —dijo sin perder el tono satírico—. Bueno, yo me voy a sufrir a tu blandita y suave cama.
—Que descanses… —murmuré tristemente divertido ante su cruel actitud mientras ella apagaba la luz y se metía en mi blandita, blandita, blandita, blandita cama.

De nuevo, como dos noches atrás, la incomodidad y los dolores no me permitían conciliar el sueño, y, tal cual ocurrió dos noches atrás, cada vez que cerraba los ojos la veía a ella. En mi cabeza reía, me chuleaba, bailaba como una loca libre y feliz por todas partes, hablaba con la boca llena y se hurgaba entre los dedos de los pies antes de dormir. Cada detalle que veía en ella me parecía único e imperdible y no me gustaba nada aquella sensación.

Di vueltas y más vueltas, y más, y, por supuesto, acabé completamente enredado, por lo que un gruñido de exasperación escapó sin permiso de mi garganta.

—¡Se acabó!

Anna se levantó de la cama como una flecha, me enganchó del brazo y me hizo incorporarme.

—¡Te vas ahora mismo a la cama!

—Ya claro, y ¿dónde duermes tú?
—En la cama también.
—No picaré.

Anna se sentó a mi lado y yo agradecí que la luz siguiese apagada para que no viese reflejado en mi cara el tremendo nudo que se me hizo en el estómago en ese momento.

—No es broma. Quiero dormir, y mientras no tengamos los dos un lugar cómodo no voy a poder. ¿Sabes cuánto te has quejado en este rato?
—¿De verdad? No me he dado cuenta.
—Jovencito, métete en esa cama si no quieres que te arrastre yo.
—Como si pudieses.
—No me pongas a prueba…

Aquello no iba a ningún lado. Respiré hondo y le dirigí la cara con las dos manos hacia la mía para asegurarme de que me prestaba la atención que la situación merecía.

—Anna. Tienes 18 años, has huido de casa, tus padres son abogados y tu hermana me tiene amenazado. No voy a meterme en esa cama contigo.
—¿Qué crees que va a pasar?
—Nada, porque no lo voy a hacer.
—¿Sólo por eso?

Sin duda tenía un don para tergiversar mis palabras y sacarme los colores.

—Esta conversación ha terminado. Buenas noches.

Me tumbé de nuevo en aquella maraña odiosa de mantas dispuesto a probablemente no dormir, pero la voluntad de Anna no era fácil de aplacar. Se sentó sobre mis piernas como efectivamente amenazó con hacer días atrás y me enganchó de la pechera.

—¡¿Qué estás haciendo?!
—Te voy a explicar la situación bien clarita. Voy a dormir contigo duermas donde duermas. Tú decides si quieres que sea en este nido de gorilas que no nos dejaría dormir o en una estupenda cama en la que podremos descansar los dos como los dos adultos con sueño que somos.

Suspiré casi vencido. ¿Cuál era la escapatoria? Sólo me quedaba una baza por jugar.

—Anna. Eso no va a pasar. Si no aceptas, no me quedará más remedio que echarte de mi casa.

Anna me miró desafiante a los ojos y sentí, por primera vez desde que la conocí, que ella era el doble de grande que yo.

—Repite eso si tienes valor, Bjorgman.

Y, por supuesto, aquella noche, Anna y yo dormimos juntos en la cama.