CAPÍTULO 6

SIÉNTEME

Todo había acabado. Así, sin más. Había lapidado su brillante futuro en un suspiro y por culpa de sus instintos más primarios. Emily ya no sería una persona conocida; sus poemas jamás verían la luz y todo por su soberana estupidez. ¿Quién demonios se creía que era para haber enviado aquella carta a Mary? ¿Por qué había tenido que tomar a Sam de la mano en la ópera?

Refunfuñó para sus adentros mientras rodaba de lado a lado en el colchón de su cama. Desde hacía semanas que no encontraba motivos para salir de su habitación. No quería vestirse, no le apetecía entablar conversación con nadie, comer o incluso escribir. Lo único que deseaba era desaparecer, fundirse con las sábanas hasta no dejar ni rastro de su ser. Al fin y al cabo, eso era en lo que se convertiría tras su catastrófico desenlace con Sam: en nadie. Una persona a la que ni una sola alma recordaría en el futuro.

Y es que lo que más le dolía del rechazo del reportero era precisamente eso, la revocación de cualquier posibilidad de publicar sus poemas. Casi ni se había parado a pensar en si también estaba triste o conmocionada por no ser correspondida. Probablemente lo estaba, ¿verdad? La conversación que mantuvo aquella noche con Adelaide flotó en su cabeza, así como la imagen que ella misma había proyectado de Sue. «Ansías el amor», recordó, y un pellizco le cruzó el estómago. ¿Qué había querido decirle Sue con eso? ¿Qué amor ansiaba ella? ¿El de Sam…?

Hundió la cara en la almohada y bufó.

—¡Levántate, Emily! —gritó su madre, tirando de las sábanas hasta dejarla completamente expuesta. Ella frunció el ceño al notar la quemazón de los rayos de luz sobre sus párpados.

—No —gruñó.

—Vamos, levántate —insistió la mujer.

—¡No me harás ir! —replicó ella, volviendo a taparse hasta las cejas.

—Hoy te va a venir muy bien.

—Pero odio mi vida y quiero morir, de verdad —siseó Emily.

—Y precisamente por eso necesitamos un día de balneario —afirmó su madre.

· · ·

El vapor inundaba toda la sala, abriendo cada poro de su piel. Sue había aceptado la invitación de su suegra para asistir al balneario, más por cortesía que por necesidad. Al fin y al cabo, que su relación con Austin estuviera en un punto muerto no quería decir que ella no debiera seguir interpretando el papel de la esposa perfecta. Aquello era lo correcto y el protocolo dictaba que no debía rechazar una oferta así. «O puede que sólo buscara una excusa para ver a Emily...», pensó y acto seguido cerró los ojos, descartando la idea. La tía Lavinia echó más agua y una nueva andanada vaporosa flotó en la sala.

Sue se dio algo de aire con la mano derecha, jadeante. No soportaba el calor en demasía, así que aquella sesión de hidroterapia se le antojaba de lo más asfixiante. No sólo por el hecho de que a duras penas podía respirar, sino por tener a Emily justo enfrente cubierta únicamente por una toalla y con el cuerpo empapado en sudor.

Había intentado evitar su mirada todo lo posible, pero de tanto en tanto sus ojos se deslizaban por el cuello de su amiga, bajando por el contorno de sus clavículas e imaginando lo que la esperaría más allá, con un simple tirón de toalla. Tragó saliva. Tenía la boca seca.

—¡Sue! —susurró a gritos Emily. Ella miró hacia otro lado—. ¡Sue!

—Emily, presta atención a tu tía Lavinia —la reprendió su madre—. Ha viajado por todo el mundo y siempre viene con secretos espirituales.

—Sí, así es, chicas —dijo la aludida—. Estáis a punto de sumiros en algo a lo que recurrieron todas las civilizaciones antiguas. Egipto, Grecia, Roma…

Sue vio a Emily por el rabillo del ojo, estaba haciéndole señales con la cabeza. Cerró los párpados e inspiró profundamente en un intento de ignorarla. Sabía desde que la había visto esa mañana que su amiga quería hablar con ella, pero no se sentía mentalmente preparada para escucharla. Probablemente intentaría pedirle consejo sobre cómo proceder con Sam. A ella, ni más ni menos. ¿Y cómo culparla? Era imposible. No cuando había sido la propia Sue quien había actuado de falsa Celestina y había mediado para que su amiga quedara prendada del reportero.

Sin embargo, ya no podía soportarlo, ni podía seguir mintiéndose. No desde aquel día en la ópera. Durante un tiempo quiso creer que sería capaz de aguantarlo, de reprimir sus sentimientos por el bien de su nueva vida, pero aquello era demasiado. No se veía capaz de seguir alentando el amor de Emily por otra persona.

—Veréis, la gente lo llama «alternativo» —continuó explicando la mujer—, pero yo estoy abierta a todo lo alternativo si da buen resultado.

—Estoy completamente de acuerdo —convino la madre de Emily.

Ambas entablaron una conversación sobre lo terapéutico que era ese tipo de medicina en la que, de vez en cuando, intervenían tanto su amiga como su hermana. No obstante, Sue decidió no prestar demasiada atención e intentó evadirse. Al menos hasta que oyó cómo alguien se sentaba a su lado.

—Sue… —susurró Emily.

Ella abrió los ojos a tiempo de ver cómo su amiga señalaba el espacio vacío del banco a su derecha. Respiró hondo, acercándose. Tenerla tan cerca, en aquel estado, no era bueno.

—¿Qué? —le preguntó.

—Vamos a escaparnos y a hablar un rato —respondió Emily.

—Creía que íbamos a relajarnos —intentó excusarse. Cada vez le costaba más mantener la mirada en sus ojos. Su cuerpo era como la gravedad, tirando de ella para que bajara la vista.

—Pues nos relajamos charlando —repuso su amiga.

—No sé por qué, pero creo que no vas a dejar que me relaje —confesó en un suspiro.

—Venga, vamos —insistió Emily, sujetándola de la mano mientras se incorporaba. Sue se levantó tras ella.

—¿A dónde vais? —preguntó su suegra—. Hemos pagado para estar 17 minutos más aquí dentro.

—Oh, es que he pensado que estaría bien que probáramos la sanadora corporal —resolvió Emily con avidez. Sus manos seguían entrelazadas.

—He oído maravillas de ella. Está muy orientada a la luna —comentó la tía Lavinia.

—Exacto. Soy muy fan de eso —mintió Emily.

—Está bien. A ver, he pasado mucho tiempo elaborando un horario muy estricto, pero da igual —musitó la mujer, encogiéndose de hombros—. Podéis ir a vuestro aire, supongo.

—¡Genial! Nos vemos en la pileta de agua fría —se despidió su amiga, con el rostro radiante.

Sue exhaló una bocanada de aire, dándose por vencida y camino a la puerta. Agradeció estar de espaldas al resto, ya que de ese modo nadie de los presentes pudo advertir la pequeña sonrisa que asomaba por sus labios.

· · ·

El estómago le dolía de lo mucho que estaba riendo. Tanto Emily como su madre estaban envueltas y atadas en sábanas, acurrucadas sobre una tarima de madera. Era un tipo de terapia a la que llamaban «crisálida renacida» y que, al igual que el resto de terapias, tenía un nombre mucho más placentero de lo que en realidad era.

Después de la conversación con Sue y de su encuentro con George, Emily sentía que aún estaba perdida e incapaz de encontrar una salida. Por más que su amiga le asegurara que Sam publicaría su poema y por muy feliz que le hubiera hecho volver a encontrarse con el que fuera su mejor amigo, seguía sintiéndose terriblemente mal. Había algo por dentro, oculto en lo más profundo de su pecho, que la arrastraba a un abismo. Y por mucho que riera, el dolor y la inquietud asomaban, al acecho y a la espera de cualquier momento de flaqueza. De ese modo, casi sin buscarlo, su risa se transformó en llanto.

—Emily… ¿qué te pasa? —le preguntó su madre, ladeando la cabeza para mirarla.

—Creo que me he enamorado —respondió.

—¿Estás enamorada? —cuestionó ella, perpleja.

—Hay una persona que me tiene completamente abrumada —sollozó Emily—. Estoy contagiada, ¡enferma por él! No sé qué puede ser sino, mamá. Debe ser que me he enamorado.

La mujer sacudió los brazos hasta que logró sacarlos de entre las sábanas y se volvió hacia ella, inquieta.

—¿Quién es esa persona?

—¿Qué más da? De todos modos no te parecería bien —musitó Emily. Su madre frunció los labios mientras la liberaba también de las ataduras de la tela.

—Sea quien sea esa persona, no debería hacer que te sintieras así —le dijo, ayudándola a incorporarse. Ambas se quedaron sentadas sobre la tarima, mirándose fijamente—. Alguien que te quiere, alguien que te merece, no debería hacerte sentir enferma. Eso no es amor, cariño. Mira, sé que mi matrimonio con tu padre no es perfecto, ni de lejos, pero hasta cuando me enfado tanto con él que incluso podría… ¡qué se yo! Limpiarle el estudio; aún y así sé que él quiere lo mejor para mí. Sé que él estaría junto a mi lecho si lo necesitara, cuidando de mí. ¿Puedes decir lo mismo de esa persona?

—No sé…

—A ver, sé que siempre he sido muy insistente con que te casaras, pero no mereces sentirte mal —insistió su madre. Tenía la mirada casi tan acuosa como ella—. Yo no te traje a este mundo para eso —subrayó, acariciándole las mejillas y besándole la frente—. No para eso.

—Mamá… —balbuceó Emily, ahogando el nudo de su garganta—. Nada de este balneario ha hecho que me sintiera mejor, salvo lo que acabas de decir. Me siento casi curada, de momento —añadió con un atisbo de sonrisa.

—Pues supongo que por ahora debemos conformarnos con eso.

· · ·

Sue se revolvió entre las sábanas. Tenía el cuerpo empapado en sudor y sentía el pulso galopar por sus venas. Había soñado algo horrible, una pesadilla que le había robado hasta el aliento. En ella, perdía a Emily para siempre tras una cruda discusión en su cuarto. La mirada de dolor que había en los ojos de su amiga no se le desprendía de las retinas, haciéndola estremecer.

Abrió los párpados, incorporándose con lentitud hasta apoyar la espalda en el cabezal de su cama, y respiró hondo. Las manos le temblaban y cierto hormigueo se había adueñado de la yema de sus dedos. Al voltear la cabeza en busca del consuelo de su marido, se encontró con el vacío que este había dejado a su lado. Como de costumbre en las últimas semanas, estaba sola.

«Estás muy alterada, ¿quieres que hablemos?», oyó la voz de Emily como un ronroneo en su mente. Sue se frotó las sienes.

—No es un buen momento. Si estoy así es por tu culpa —resopló.

¿Mi culpa? —replicó su amiga. La imagen de Emily se materializó en el espejo de su cuarto.

Hacía mucho que no la veía de ese modo. O más bien que no la imaginaba así. El cabello de Emily era una cascada bañada por la noche, cuyas ondas cubrían buena parte de su pecho. Su piel parecía hecha de seda y estaba segura de que podría rivalizar con la suavidad de la tela de su camisón, aquel que con suerte tapaba lo justo y suficiente de su cuerpo. Si se fijaba, podía llegar a entrever qué ocultaba en su interior. Apartó la mirada, consciente del rubor que empezaba a adueñarse de sus mejillas.

De verdad que intento pensar en qué he podido hacer yo para que creas que es mi culpa y no se me ocurre nada. Corrígeme si me equivoco, pero… ¿quién está mintiendo a quién? —canturreó Emily. Sue puso los ojos en blanco.

—Yo.

Eso creía —respondió su amiga—. Por cierto, ¿en el fondo no crees que quizás hacer realidad tu sueño fuera lo mejor? Hacer que te odie y separarnos del todo. Tú podrías mantener tu estilo de vida y yo al fin podría olvidarme de Sam, de ti, y continuar con la mía —expuso, el rostro sereno.

Ella sintió un escalofrío y el recuerdo de la pesadilla le sacudió la cabeza. Las imágenes se sucedían una y otra vez y en ellas no veía más que la decepción y la tristeza en los ojos de Emily. Todo se repetía, embotando sus sentidos hasta que sólo quedaba el vacío. Aquel que siempre había estado a su lado y que con tanto empeño intentaba ignorar. «¿Qué es lo que has hecho, Sue?», se reprochó.

Cada vez era más consciente de que lo único que la separaba de caer en él y sucumbir a la desesperación, era Emily. Cerró los párpados para esconder las lágrimas y encogió las piernas hacia su pecho, haciéndose un ovillo. Los pulmones le dolían tanto que no podía ni respirar. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? ¿Cómo había estado tan ciega? Si en algún momento llegara a faltarle Emily de verdad, sabía a ciencia cierta que moriría.

Eh, eh… Ni se te ocurra pensar eso. No lo decía en serio. Vamos, mírame —le pidió Emily—. Mírame, por favor.

Alzó la vista con el cuerpo temblando bajo las sábanas y sus ojos formando ríos sobre sus mejillas. Aún con la mirada borrosa, pudo ver la inquietud y el malestar de Emily.

Sue, no voy a dejarte —dijo su amiga—. No lo haré nunca, ¿me oyes?

—Si supieras la verdad, si te dijera lo que he hecho… Lo que te he hecho —sollozó ella, las palabras quebrándose en sus labios—. Me odiarías, Emily. Ambas lo sabemos. No querrías tener a tu lado a un monstruo como yo…. Y yo no puedo vivir en un mundo en el que tú me odies.

Entonces para esto, Sue —le sugirió—. Deja de mentir, deja de apartarme de ti. Comparte tus miedos y tus inquietudes conmigo, no los guardes ni los escondas. ¿Crees que yo no estoy asustada? ¿De verdad piensas que mis sentimientos por ti no me causaron pavor en algún momento? Jamás podré darte la vida que quieres, no puedo ser tu «marido», ni ofrecerte las comodidades que tienes con Austin. Por el amor de dios, ¡ni siquiera puedo besarte en público! —exclamó con hastío. Suspiró y tras calmarse, le dedicó una sonrisa—. Pero aún así, al igual que eras la única con la que compartía mis poemas, también eras la única con la que quería compartir mi vida.

—Lo era. Hasta que yo me interpuse… —masculló Sue, la voz rota.

Nada es irreparable —expuso Emily, ampliando su sonrisa y Sue sintió un pellizco en el estómago. Dolía admitir lo preciosa que estaba—. Probemos algo, ¿te parece? Cierra los ojos.

—¿Que los cierre? ¿Por qué? —le preguntó, secándose las lágrimas con la palma de las manos.

Tú hazlo —insistió ella. Sue frunció el ceño, pero terminó por obedecer—. Bien. Ahora quiero que te centres en mi voz, ¿de acuerdo?

—Está bien.

Visualizáme a tu lado. Nota el colchón hundirse ligeramente conforme me acerco a ti. Percibe mi aroma, mi calidez y el peso de mi cuerpo envolviendo el tuyo mientras te abrazo —susurró. Las palabras de Emily eran todo lo que podía oír en esos momentos y cuando la imaginó abrazándola, cierto hormigueo le corrió por el abdomen—. ¿Puedes sentirme?

—Te… siento —musitó Sue. La piel se le había erizado.

Siente entonces mis manos subir por tu cuello hasta alcanzarte las mejillas y la ligera humedad de mis labios al besarte la frente —continuó Emily—. Estoy contigo, Sue. Sólo contigo.

Ella ahogó un jadeo y se forzó a respirar hondo ante la cercanía con la que percibía a Emily. El dolor y el miedo habían dado paso a algo mucho más primario y tanto su corazón como su centro palpitaban, anhelantes.

Lo que pase ahora está en tus manos —le dijo ella y pudo sentir su aliento chocando con su cuello, haciéndola estremecer. Estaba al borde de perder el juicio—. No necesitas que yo te lo diga, ya sabes cómo hacerlo… —añadió en un susurro.

La cabeza le daba vueltas y el cuerpo le ardía. Con los ojos cerrados, podía ver con más claridad que nunca la silueta de Emily. Ella tenía las pupilas dilatadas y estaba cubierta únicamente por aquel camisón que tanto le estorbaba a la vista. La tenía al alcance de su mano, tan cerca que quemaba. Se humedeció los labios, tragando saliva, y tanteo el contorno de sus hombros con la yema de los dedos. La piel de su amiga se erizaba a su paso.

Sue se inclinó hacia ella, sosteniéndola por la barbilla mientras su mirada bajaba a sus labios. Jamás había contemplado nada más apetecible y jamás se había sentido así de hambrienta por nadie. Redujo la distancia que las separaba con un beso escueto, apenas un leve roce entre sus labios, que ya las hizo jadear. Emily tensó los carrillos con el pecho sacudiendo la tela de su camisón y boqueó en busca de un nuevo contacto. Esa vez se besaron con frenesí, hundiéndose en la boca de la otra y entrelazando sus lenguas.

Emlily se aferró a ella, las manos clavándose en su espalda, mientras Sue hundía los dedos en su cabello. Con cada beso sentía que su juicio se nublaba un poco más y a cada respiración se quedaba huérfana, perdida sin tener los labios de Emily sobre su cuerpo. La sangre se había convertido en fuego y su deseo era ya incontrolable. Sue quería sentirlo todo, quería volver a observar la expresión de su rostro al llegar al clímax y quería desesperadamente que Emily la tocara. Ella le recorrió el cuello con la lengua mientras sus manos jugueteaban con sus pechos. En cuanto la boca le rodó hasta paladearle el pezón izquierdo, Sue ahogó un gemido mordiéndose el labio.

—Emily… —jadeó.

La muchacha alzó la vista, mirándola fijamente, y le lamió el pecho de abajo a arriba. «Mierda, sólo con eso yo ya...», un nuevo gemido ahogó sus pensamientos. Su amiga había bajado ya por su abdomen y los dedos le rozaban las caderas, tanteando el terreno. Se movía de una forma tan deliberadamente esquiva que era exasperante. No podía soportarlo más.

—Tócame, por favor —le pidió, la voz ronca.

Cuando imaginó a Emily adentrarse en ella, Sue deslizó su mano por debajo de las sábanas y arqueó el cuerpo hacia atrás, cayendo sobre la almohada.

· · ·

El día estaba siendo, cuanto menos, raro. Al fin se había publicado su poema en el Springfield Republican y la noche anterior Emily había entregado toda su obra a Sam en agradecimiento, pero eso no había hecho que su inquietud menguara. Y había algo más que le preocupaba, algo que llevaba consumiendo sus pensamientos desde que se despertó esa mañana: Se había vuelto invisible.

Emily había vagado por todo Amherst sin que una sola alma pudiera verla, ni notar su presencia. Era como un espectro, oculta a la vista de todos. Al principio le resultó extraño, pero pronto supo sacarle partido y aprovechó su recién obtenida invisibilidad para vagabundear por el pueblo y oír qué opiniones había suscitado su poema. Para su desgracia, no todos los comentarios que escuchó fueron positivos.

«No puedes gustarle a todo el mundo, es normal», se repetía como un mantra, pero la sensación de estar expuesta y de ser vapuleada por aquellos a los que tenía aprecio no se le quitaba de encima. «Es ofensivo, aburrido, pueril, poco original…», todos se creían con el derecho de juzgarla y señalarla, de asomarse a su alma y escupir en ella. Si aquello era la fama, se sentía como llevar una capa de alquitrán, pegajosa e imposible de quitarse de encima.

Lo peor de todo es que había intentado encontrarle el sentido a las apariciones del sujeto apodado como «Nadie» o a su propia invisibilidad, pero no le hallaba explicación alguna. ¿Se habría vuelto loca? Se quedó de rodillas frente a varias de las lápidas del cementerio cercano a su domicilio y suspiró. No sabía por qué sus pasos la habían llevado allí, pero sí que creía que había cierto simbolismo o parecido con su situación actual. Al fin y al cabo, su inexistencia no distaba mucho de la propia muerte.

· · ·

Sue había esperado por Emily todo el día, ansiosa por verla, pero su amiga no se había presentado. Era como si hubiera desaparecido de la faz de la Tierra y nadie pudiera encontrarla. La velada en la que iban a celebrar la publicación de su poema acabó convirtiéndose en un aburrido recital de violín de las dos primas de Austin a las que habían adoptado y, por ende, terminó siendo todo un fiasco. Ni siquiera la aparición del carismático Sam Bowles había logrado salvar la noche.

No obstante, aquello no era lo que más la inquietaba. Sue no lograba olvidar su despertar de esa mañana. No conseguía desprenderse de la sensación de los dedos de Emily corriéndole por el cuerpo, de su aliento erizándole la piel y de la calidez de sus labios. En el fondo sabía que estaba tan desesperada por tenerla delante porque quería confirmar que todas aquellas emociones no hubieran sido sólo producto de su imaginación. Por primera vez sentía que quería dar un paso al frente, aunque eso significara caer en algo que llevaba demasiado tiempo evitando.

Y con ese fin, uno de sus muchos cometidos aquella noche sería el de despedirse de Sam, para siempre.

El reportero había tenido una breve conversación con su marido tras la que él había salido huyendo de la casa, histérico y asegurando que iría en busca de Emily. Al principio, Sue se sintió abandonada por Austin en mitad de aquella fiesta sin sentido, pero pronto supo que debía aprovechar el momento para dejarle las cosas claras a Sam. Después de varias conversaciones banales con sus invitados, risas enlatadas y sonrisas forzadas, Sue se acercó a él.

—Querida Suzie —la saludó Sam al tenerla al lado, inclinando levemente la cabeza.

—Sam —respondió ella, el tono firme—. Creo que deberíamos hablar.

—Si es por lo que ha pasado con Austin… Tranquila, no le he contado nada de lo nuestro. Sólo he señalado lo obvio, que el cuadro que tenía enfrente no era más que una imitación del original, una copia —explicó el hombre, encogiéndose de hombros.

—Precisamente quería hablar sobre lo nuestro —dijo Sue, bajando la voz.

—¿Quieres que tengamos sexo ahora? —preguntó él, ladeando una sonrisilla maliciosa.

—No, Sam. Quiero que dejemos de acostarnos, de vernos —aclaró Sue, despidiéndose con la mano de un par de invitados que ya abandonaban la velada. El reportero la miró, alzando una ceja.

—Me sorprende tu decisión, Suzie… Pensé que tú y yo nos entendíamos. La conexión que ambos tenemos en la cam-...

—Tiene que acabar —le interrumpió Sue, tajante.

Puede que para Sam hubiera sido una experiencia agradable, pero a ella no le había proporcionado ningún tipo de satisfacción. Le utilizó, sí, pero sólo para evadirse y para evitar que se acercara a Emily, no porque sintiera algún tipo de deseo por él. Al contrario, cuanto más le conocía, más animadversión le creaba.

—Está bien. Entonces esta será nuestra última noche juntos —siseó él, llevándose las manos a los bolsillos de su chaquetilla.

—Sam, no habrá una «última noche». Te estoy diciendo que se acabó —reiteró Sue.

—Creo que no me estás entendiendo. No he venido hasta esta velada insulsa sólo por oír a tus hijas adoptivas tocar el violín, Suzie. Esta será nuestra última noche, tanto si quieres como si no. De lo contrario, tal vez comente algo de nuestros escarceos con Austin… o con tu querida amiga, Emily —le espetó, el tono viperino. Ella tensó los carrillos, apretando los puños.

No le importaba lo más mínimo que Austin descubriera la verdad. Es más, una parte de ella tenía la impresión de que parte del distanciamiento de su marido se debía precisamente a que era conocedor de sus aventuras. Sin embargo, el mero hecho de pensar en que Emily averiguara el engaño al que la había sometido… Sintió un escalofrío.

Sin duda, la pesadilla que había tenido se convertiría en realidad. La odiaría para siempre. «Después de hoy, no volverás a pasar por esto de nuevo, Sue», se dijo. Respiró hondo, atemperando los nervios y se dirigió al reportero.

—Te veré en la librería al terminar la fiesta

· · ·

Tenía la mente embotada y el pasillo de casa de Austin daba vueltas a su alrededor. Aún se sentía un poco mareada por el alcohol, pero podía tenerse en pie sin dificultad. Su hermano había sido el único en verla aquel día, así que dentro de su corazón albergaba la esperanza de que Sue también pudiera hacerlo. De hecho, si se paraba a pensarlo, ella era la persona por la que más anhelaba ser vista.

Con ese deseo, fue directa al domicilio de ambos a buscarla, pero no logró dar con ella. Emily se había paseado ya por casi todos los cuartos del lugar sin éxito alguno. Finalmente, había llegado a la librería. Le gustaba ese lugar y el aroma a las páginas de libro le resultaba reconfortante. Se cerró la bata a cuadros que cubría su camisón y alargó la mano hasta llegar a uno de los estantes, repasando con los dedos los tomos de los libros.

—Aquí estaré yo. Mis palabras —balbuceó. Al segundo, un sonido hizo que se sobresaltara y se ladeó hacia la puerta—. ¡Sue! —exclamó con una sonrisa.

Su amiga acababa de cruzar el umbral de la librería. Llevaba un exquisito vestido en tonos borgoña y el cabello suelto, pero con un semi-recogido que le despejaba el rostro. El corazón empezó a bombearle, apresurado. Se sentía inmensamente feliz de haberla encontrado.

—Tenías razón. Tenías razón en todo. Yo quiero que la gente me vea. Quiero que me veas —le comentó, pero Sue se limitó a pasar por su lado como si nada. Emily frunció el ceño—. ¿Sue...?

—Está bien. No hay nadie —dijo ella, mirando hacia la entrada.

En el momento en el que Emily se volteó, se quedó sin aliento. Sam Bowles estaba allí de pie, con la chaquetilla desabrochada y la camisa ligeramente desabotonada. ¿Por qué estaba a solas con Sue en un lugar así? ¿Por qué parecía que estaba viendo algo que no debería estar viendo? Las náuseas empezaron a borbotar, trepando por su tráquea. El reportero también pasó junto a ella, obviando por completo su presencia, y acudió al encuentro de Sue. Ambos se besaron mientras Emily se debatía entre el horror y el asco.

Caminó hacia la salida de la librería, confusa, mientras les observaba de reojo. Sam sujetaba a Sue con fervor, aferrándose a su cuerpo, y ella le devolvía casa beso con la misma pasión. Emily apretó los puños. Tenía el ceño aún más fruncido que antes y la boca entreabierta, incapaz de salir de su asombro. Aquello era indignante. La persona que tanto la había empujado a acercarse al reportero, aquella que consideraba su amiga, era la misma que estaba dejando que él campara a sus anchas por su cuerpo.

¿Cómo se atrevía? ¿Cómo había podido mentirle? ¿Por qué le había hecho algo así? La rabia empezó a palpitar en su interior, bullendo y haciendo que su sangre ardiera. Echó un vistazo a la puerta del cuarto y volvió a mirarles a ellos. No, no les iba a dar la satisfacción de salir huyendo como si quien hubiera hecho algo mal hubiera sido ella. No cuando ambos la habían tratado como a una estúpida y habían hecho algo así a sus espaldas. «Se acabó mirar para otro lado», pensó mientras cargaba con una silla de madera y la plantaba en mitad de la librería.

Jamás había deseado con tanto ahínco ser vista. Esperaba que ambos se sintieran abochornados y que la culpa les trastornara del mismo modo que a ella la ira estaba a punto de hacerle perder el juicio. «Vamos, al menos siénteme, Sue», pensó al sentarse, dejando las manos sobre sus rodillas y contemplando el grotesco espectáculo.

Sam se había abierto paso por los bajos del vestido de Sue, desprendiéndose con facilidad de la tela y ganándose un lugar entre sus piernas. Ella le observaba, pero cuando alzó la vista, Emily notó un pellizco en el estómago. Por un momento, parecía que de verdad podía verla.

La respiración de Emily se entrecortó, el aire no le llegaba a los pulmones. Por unos instantes, no había otra presencia en el mundo salvo la de Sue. Y es que sólo en el momento en que sus miradas se cruzaron, ella empezó a gemir. Emily tensó los carrillos al oírla, con una corriente eléctrica vibrándole en la espalda. El sonido ronco de la voz de Sue, el vaivén agitado de su pecho y la forma en la que la miraba. ¿Acaso estaba pensando en ella? Tragó saliva.

Había dejado a un lado la rabia y el dolor que asolaban su corazón y lo único que quería era seguir ahí, observándola. Se había dado cuenta de la peor forma posible al verles, pero en ese momento lo tenía todo tan claro y cristalino como el agua: deseaba a Sue, quería a Sue, amaba a Sue. Nada, ni nadie, más importaba.