LA ROSA DEL VIKINGO
4 Hagalaz
[La Historia, imágenes y personajes NO me pertenecen, los tome para entretenimiento, SIN ánimo de LUCRO]
Aunque el rey se hallaba ausente de Wareham, sus hombres se preparaban en la pradera para la guerra. Durante todo el día se oían los ruidos del entrenamiento, los gritos, las órdenes y el continuo entrechocar de los aceros.
Hinata creía que jamás sería capaz de oír esos ruidos sin revivir el horror de lo que había sucedido en la costa, sin recordar la sangre y la muerte. Con cada golpe de las armas, con cada clamor, volvía a sobrecogerse, viendo en su mente los mazos, las hachas y las espadas.
En la casa del rey pasaba el tiempo con los niños. Iroha demostraba un verdadero interés por el mundo de la cultura. Ella sabía cuánto lamentaba la interrupción de su aprendizaje, que anhelaba reanudar, y que estaba decidido a que sus hijos e hijas recibieran una buena educación.
Muchas veces Iroha comentaba con tristeza la penosa situación a que habían llegado, porque el siglo anterior Inglaterra había vivido una edad de oro. En aquel tiempo los monjes habían creado los más hermosos manuscritos, y las palabras de los poetas eran regalos para los hombres menos elocuentes.
Iroha había contratado maestros para que enseñaran a sus hijos latín, ciencias y matemáticas. Hinata hablaba galés, idioma que Iroha consideraba importante para sus hijos, dado que él y los reyes galeses o bien se aliaban para luchar contra los daneses, su enemigo común, o peleaban entre sí.
Tres días después de la batalla, Hinata estaba sentada en una sala con los niños más pequeños, hablándoles en su idioma, pero su mente vagaba, porque el interminable entrechocar de aceros le impedía concentrarse en la lección. Decidió llevar a los niños a la pradera situada en la parte posterior de la casa, dentro de los muros de la fortaleza.
La tarea que se había encomendado a los niños era alimentar a los gansos, porque en la casa del rey todo el mundo trabajaba. Edmund, el mayor de los niños a su cargo, echó a correr con su puñado de cebada, y los demás lo imitaron, alegres. Hinata los dejó jugar y se sentó en el suelo, entre los narcisos, masticando ociosamente una hoja de hierba.
Le costaba creer que Iroha hubiera solicitado ayuda a unos extranjeros para luchar contra los daneses. ¡Vikingos contra vikingos! Inconcebible. Además, en esos momentos, cuando se hallaba a salvo en la casa del rey, le resultaba imposible aceptar que aquellos bárbaros hubieran invadido su hogar, el lugar donde había nacido y sus padres habían vivido.
Se tranquilizó pensando que Iroha los expulsaría de inmediato. Pero un presentimiento se instaló en su corazón, y se estremeció a su pesar. Jamás nada había enfurecido tanto al rey como aquella batalla. Seguro que creía que ella nada sabía de la invitación. Dios santo, su gente había muerto allí, había entregado su vida y yacía en charcos de sangre.
Ni siquiera habían tenido la posibilidad de ganar, porque la mayoría de los hombres entrenados para la lucha estaban a disposición del rey. Él no permitiría que los vikingos se instalaran en su hogar; no podía consentirlo. Era su primo y protector. Sin duda se encargaría de que se hiciera justicia.
No le resultó difícil convencerse de ello en ese momento. Iroha decía que había reclamado la ayuda de un príncipe irlandés, pero ella solo había visto una banda de nórdicos sanguinarios y brutales. Comenzó a orar, rogando que el rey no tuviera que lamentar esa impía alianza. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
¡Iroha no necesitaba a aquellos hombres! Toda Inglaterra lo amaba y respetaba. Había vencido a los enemigos una y otra vez, y los guerreros no dudaban en apoyarlo. Se dirigiría hacia Rochester y liberaría la ciudad sitiada, de eso estaba segura.
Pero de nuevo la invadió el desánimo; había creído que su padre era inmortal. Sí, había sido hermoso, valiente y amable, pero de carne y sangre, y había muerto como cualquier otro hombre.
Los niños reían. Ya había llegado la primavera, y los pequeños se alegraban al sentir la renovación de la vida. Los observó correr por entre las hierbas, dejó que se disipara la tempestad de su alma y consiguió sonreír. Amaba al pequeño Edmund.
Tenía los ojos como su padre y el cabello como él, pero también había heredado algunos rasgos de su madre; era un niño hermoso. Empezó a pensar en a quién se parecerían sus hijos, si a Kiba o a ella. Su amado tenía el cabello castaño, muy semejante al del rey, y los ojos, muy expresivos, de color castaño claro. Era más alto que el monarca, delgado pero fuerte. Para ella Kiba era maravilloso.
Se recostó un momento sobre la hierba y cerró los ojos. Kiba se encontraba con Iroha en esos momentos; rogó que regresara pronto. Cuando él la abrazara, Hinata se sentiría mejor, lograría olvidar sus pesadillas y dejaría de temer al desconocido de ojos glaciales.
Y cuando el rey hubiera expulsado a los daneses de Rochester, ella se casaría con Kiba. Iroha había estado demasiado ocupado en la guerra para autorizar su unión. En cuanto volviera le suplicaría que hiciera leer las amonestaciones en la iglesia. Sabía que su primo apreciaba a Kiba, que no pondría objeciones. Siempre había sonreído benévolamente al verlos tan enamorados.
Era un sueño encantador. El rey la entregaría a su novio, y Shiho reiría con ella y le daría consejos para la noche de bodas. En cualquier caso, estaba enamorada y no le intimidaba el lecho nupcial. Le habían gustado los besos lentos y apasionados que había intercambiado con Kiba, y estaba dulcemente entusiasmada por saber más.
Entregarse a su amado le parecía un hecho natural y hermoso. Le encantaba imaginar que pasaba con él la noche. Se sobresaltó cuando un temblor en el suelo la sacó de su sueño. Edmund gritaba, exaltado, y guiaba a sus hermanas por entre las altas hierbas. Hinata se levantó y vio que las puertas se abrían; el rey había regresado.
Mirando hacia la casa vio que Shiho salía y, en lugar de correr a recibir a su marido, se detenía para esperarlo en la entrada. Iroha anunció a sus hombres que tenían el día libre antes de conducir su cabalgadura hacia la casa. Desmontó y, mientras un mozo de cuadra cogía su caballo, saludó a su esposa.
Hinata los observó un instante, contenta por el amor que se profesaban, y después recorrió con la mirada la multitud de hombres que habían regresado hasta que vio a Kiba. Su corazón dio un vuelco, porque lo vio cansado y muy triste.
La rabia se apoderó de ella, y se preguntó qué habría ocurrido en la costa para que se mostrara tan apenado. Al igual que Iroha y sus nobles importantes, Momoshiki de Kent, Udon de Sussex, Toneri Ōtsutsuki y Utakata de Wincester, Kiba se dirigía hacia la casa, detrás del rey.
Iba a celebrarse una especie de reunión de consejo, pensó Hinata. Pero tal vez Iroha le concedería un momento con Kiba antes de que se iniciara.
—¡Chicos, venid! —llamó a los niños—. Ha llegado vuestro padre.
En realidad no necesitaba avisarlos, porque los pequeños ya corrían hacia la casa señorial. Ella los siguió, primero corriendo y después caminando con más discreción, más de acuerdo a su edad. Pero cuando alcanzó la casa se precipitó por la puerta con la misma rapidez que los niños.
Los siervos se habían apresurado a servir cerveza al rey y sus hombres. Shiho los saludaba con cordialidad. Los niños se acercaron a toda prisa a su padre, reclamando su atención. La mirada de Iroha se posó en Hinata para desviarse al instante.
Esto sorprendió a la joven, porque el rey siempre miraba a los ojos a todas las personas, hombres y mujeres. Edmund ya estaba a su lado. Él abrazó a su hijo y volvió la espalda a Hinata, que de inmediato se puso rígida. De modo que todavía estaba enfadado con ella, aunque lo sucedido no había sido culpa suya.
No le importaba, pensó. Pero sí le importaba en realidad. No lo quería porque fuera el rey, sino porque lo valoraba como hombre. Apreciaba su ingenio rápido y su intuición, y disfrutaba cuando él se explayaba hablando de sus sueños sobre una Inglaterra donde de nuevo floreciera la cultura.
Hinata saludó a Momoshiki, Udon, Toneri y Utakata con una inclinación de cabeza. Estimaba a Utakata y Edward; ambos eran de aproximadamente su edad, risueños, ingeniosos y siempre sus defensores.
Momoshiki se le antojaba demasiado ceñudo, pero se lo perdonaba porque era fácil comprender su naturaleza siempre grave. Toneri la asustaba a veces, cuando la observaba y estudiaba; entonces ella se preguntaba qué astucias estaba tramando.
La actitud de aquel hombre la incomodaba, pero lo saludó de todas maneras. Entonces se dio cuenta de que todos ellos la miraban con expresión seria, grave y triste. No lo comprendió.
Todos habían regresado, de modo que el príncipe irlandés debía haber negociado. No era posible que se hubiera librado otra batalla. El rey continuaba abrazando al pequeño Edmund, de manera que ella se sintió libre para sonreír a los demás, pasó a toda prisa entre ellos para acercarse a Kiba y se arrojó a sus brazos.
—¡Hinata! —susurró él con voz apagada.
Supo al instante que algo iba mal. Miró a Kiba a los ojos y observó que los tenía empañados de lágrimas. Además, él no la abrazó, sino que, cogiéndole los brazos, la mantuvo apartada. Hinata apenas podía soportar la decepción que sintió.
—Kiba, ¿qué ocurre?
—Ya no tengo derecho a abrazarte —murmuró él.
Solo en ese instante la joven se percató de que todos los presentes la miraban: el rey con dureza y frialdad, Shiho confusa, y los demás hombres con pena y mucha incomodidad. Todos sabían algo que ella ignoraba.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó.
Fuera lo que fuese, debía ser terrible. Volvió a mirar a Kiba, quien, con las facciones tensas por el dolor, la sujetó con firmeza, lejos de él. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Hinata.
—Kiba…
—El rey te lo explicará —dijo él. La apartó de él y se dirigió rápidamente a Iroha con voz apagada—: Yo prefiero retirarme, señor.
El monarca asintió. Hinata lo miró, exigiéndole una respuesta con los ojos.
—¿Qué pasa? —preguntó finalmente.
Entonces lo comprendió. No habían logrado expulsar a los vikingos de su tierra. ¿Los vikingos?, pensó amargamente. No, los irlandeses. El rey insistía en que los invasores eran irlandeses.
—He perdido mi casa —dijo ella.
—Dejadnos solos —ordenó Iroha.
—Iroha… —comenzó a decir Shiho.
—¡Dejadnos solos! —repitió el rey.
Hinata oyó cómo los hombres salían de la sala. No los vio, pues tenía la mirada clavada en los ojos del rey. Shiho llamó a los niños, e Iroha y su prima quedaron solos. Un espantoso terror se apoderó de la joven.
—¡Iroha, dímelo! —exclamó con voz ronca.
Por un instante pensó que él no abordaría la cuestión directamente, que hablaría con dulzura para suavizar lo que se disponía a contarle. Sin embargo, Iroha habló sin ambages, con un tono de voz que jamás antes había empleado con ella.
—Vas a casarte.
Casarse. Precisamente había estado soñando con eso. Pero si fuera con Kiba con quien debía desposarse, no se respiraría aquella horrible tensión en la sala.
—¿Casarme? —preguntó con voz tan glacial como la de él.
—De inmediato.
—¿Con quién, si me permites preguntar, mi noble rey?
La inflexión de su voz contenía un sutil sarcasmo, que no pasó inadvertido a Iroha.
—Lamento herirte de esta forma, Hinata, pero cumplo con mi deber. He concedido tu mano a Naruto de Uzushiogakure. La boda se celebrará aquí dentro de dos semanas.
Hinata no podía creerlo. Las palabras parecieron resbalar por encima de ella y después caer a sus pies como frías gotas de lluvia.
—No. Esto es una broma —dijo, moviendo la cabeza.
—No, Hinata, no se trata de una broma.
Se quedó helada. Él pretendía entregarla a un príncipe desconocido, un irlandés, un extranjero con sangre nórdica. La había utilizado como una pieza en un tablero de juego, una pieza para enmendar lo ocurrido.
—Iroha, no hablas en serio. No puedes hacerme esto. Kiba y yo estamos enamorados.
—Hinata, el amor es un lujo que no puedo permitirte en estos momentos. Kiba ha comprendido que no tengo otra alternativa. Tú debes hacer lo mismo.
Transcurrieron unos segundos. Ella lo miró dolida. Por primera vez en su vida no sabía cómo hablar al rey. Súplicas, pensó rápidamente. Ella siempre había sido una de sus favoritas. Lograría disuadirlo.
—¡No, por favor! —susurró, hincándose de rodillas a sus pies—. Iroha, sea como sea que te haya ofendido, te ruego que me perdones. Te pido misericordia. Por favor…
—¡Basta! ¡Basta! —rugió él—. Levántate. No me has ofendido. Esto no es un castigo. Obedecerás porque yo lo ordeno. No te he hecho ningún daño. Te entrego al hijo de un rey y nieto del gran rey de toda Irlanda. No vas a avergonzarme oponiéndote a este acuerdo. —Hizo un gesto con la mano y se volvió—. Levántate.
Ella lo miró sorprendida, atónita. No podía creer que él le diera la espalda con tanta crueldad. Se puso en pie lentamente y con voz trémula dijo:—No lo haré; no puedo. Tal vez tu príncipe irlandés no desembarcó, pero sus secuaces nórdicos destruyeron mi ciudad y asesinaron a mi gente. No me casaré con ese hombre.
—¡Te casarás! —replicó él volviéndose, furioso.
—No —insistió ella con voz suave.
Se sentía muy fría, casi insensible. El rey no estaba enojado, no buscaba venganza, y ella no podía defenderse ante él. Era un hombre obsesionado que había adoptado una decisión y dado la orden. Era el rey.
—No tienes elección —dijo él—. Si continúas discutiendo conmigo, te tendré prisionera hasta el día de la boda.
—¡Haz lo que quieras! ¡Repito que no me casaré con ese hombre! —juró.
—No me obligues a tomar ciertas medidas, Hinata. Ella guardó silencio.
—¡Momoshiki! —exclamó él.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó ella, desesperada.
No quería perder el dominio, su dignidad. Sin embargo, al ver que llamaba a uno de los hombres que a ella menos le agradaban, perdió el control.
Él era su primo, su protector. Las lágrimas asomaron a sus ojos. Abandonada ya su dignidad, Hinata corrió hacia él y le golpeó el pecho con furia. Cogiéndola por los brazos, Iroha la detuvo. Ella lo miró a los ojos y creyó percibir en ellos cierta satisfacción por su ira, como si el rey se alegrara de aquel arrebato de cólera, que en cierto modo lo absolvía.
—Iroha, a quien los ingleses aclaman como al grande —susurró mordazmente—, jamás te perdonaré esto. Ni contraeré matrimonio con ese hombre.
Por un instante él pareció ablandarse. Abrió los labios como si quisiera hablar, hizo ademán de acariciarle el cabello. Sin embargo, la empujó, apartándola de sí.
—¡Momoshiki! —repitió.
Momoshiki acudió por fin y tocó el brazo de la joven, quien se acercó acaloradamente al rey.
—¡Me niego! ¡No puedes obligarme! Recurriré a las hermanas santas, buscaré refugio en París. ¡Acudiré a los daneses!
Eso último sorprendió al rey.
—¡No, señora, no lo harás! Permanecerás encerrada con llave hasta el día de la boda. Y si persistes en esta infamia, oraré para que tu prometido sea más vikingo que irlandés y adopte todas las medidas necesarias para silenciarte. ¡Momoshiki! —bramó—. ¡Llévatela!
Momoshiki le agarró el brazo con firmeza. Ella se volvió hacia él y percibió en sus ojos un destello malicioso, como si disfrutara con su sufrimiento.
—Suéltame, Momoshiki —ordenó—. Iré a donde quieras, pero quítame las manos de encima.
Él esbozó una sonrisa, y su mirada se oscureció.
—Señora, vigila tu noble lengua —le advirtió.
—¡No vigilaré nada! —exclamó ella. Se liberó, pasó como una exhalación junto a él y salió de la sala. En pocos segundos Momoshiki caminaba ya tras ella. Volvió a cogerla por el brazo en el momento en que Udon los alcanzaba.
—Por favor, permite que la acompañe yo —rogó Udon.
Ella no miró a Momoshiki, pues estaba a punto de echarse a llorar. De pronto se encontró con Udon a su lado. Tropezó, sorprendida de que el sol continuara brillando a pesar de su desgracia y de oír todavía el entrechocar de las espadas de los hombres que, en la pradera, se ejercitaban en el arte de la guerra. Ya no quedaba nadie cerca de la casa del rey.
—Lo siento, Hinata —dijo Udon —. Lo siento muchísimo.
—¿Adónde me llevas?
—Al depósito de provisiones.
Se trataba de un recinto pequeño y desamueblado situado en la ladera del valle, donde se almacenaban alimentos que se conservaban frescos gracias al agua del arroyo. En esos momentos estaba vacío. Solo había una ventana alta.
—No me encierres. Déjame escapar —suplicó.
—Sabes que no puedo —dijo Udon con tristeza.
Ella consiguió erguir los hombros y entró en el pequeño edificio. Cerró de un portazo y se dejó caer en el suelo de tierra.
Por fin rompió a llorar, procurando ahogar los sollozos para evitar que el guardián que hubieran apostado la oyera. Lloró en silencio hasta que anocheció. Nadie la visitó. Nadie le llevó siquiera una gota de agua.
Permaneció sentada en la oscura y silenciosa estancia sintiéndose absolutamente desgraciada. Reafirmó su resolución.
Durmió, y sus sueños estuvieron plagados de terror. El príncipe irlandés la cedía a su rubio secuaz nórdico. Con el muslo atravesado por la flecha que ella le había lanzado y la pierna ensangrentada, exclamaba: «Ruega, señora, ruega que nunca volvamos a encontrarnos».
A la mañana siguiente la visitó la reina. Hinata, pálida, agotada y abatida, dijo a Shiho que deseaba ver al rey.
Iroha la había traicionado, la había entregado al enemigo, pero ella no acataría sus órdenes. De alguna manera burlaría a todos, y ellos jamás sospecharían.
Shiho la llevó a la casa del rey. Hinata se arrodilló ante Iroha y le susurró que se sometía a su voluntad. No se atrevió a mirarlo a la cara mientras decía la mentira, que era el único camino hacia la libertad.
Él la abrazó estrechamente y dijo que estaba contento y agradecido; que la quería y siempre la protegería.
«¡Te odio!», exclamó ella para sus adentros.
En realidad no lo odiaba. Recordó a su padre y comprendió que Iroha podía morir en cualquier momento. Lo abrazó también. Lo amaba. Sencillamente no podía perdonarle lo que había hecho.
No podía aceptarlo. Él se mostraba inflexible, y ella también podía serlo. Pero si no fingía aceptar su voluntad, tendría muy pocas posibilidades de cambiar su destino.
Al menos ya había conseguido ser liberada del depósito de provisiones.
A la mañana siguiente se encaminó hacia los establos. Ansiaba montar el caballo roano que la había llevado hasta allí y huir, volar con el viento hacia el norte, el sur, el olvido.
Sin embargo, debía tener paciencia, actuar con astucia. Lamentaba haber discutido tan acaloradamente con el rey cuando le comunicó la noticia, porque ahora se veía obligada a ganarse de nuevo su confianza. Se quedaría un rato en el establo para observar a los animales.
Les hablaría y elegiría la mejor montura. Necesitaba el caballo más fuerte y rápido. No resultaba fácil juzgarlo allí, pero estaba familiarizada con los caballos y sus razas y sabría escoger una buena cabalgadura cuando se le presentara la oportunidad de escapar.
Sonrió al acercarse al caballo roano. No era el más fino de los animales, pero la había salvado una vez de peligro inminente. Se detuvo para acariciarle el hocico y en ese momento oyó su nombre susurrado con voz rota y apenada: —¡Hinata!
Se volvió; reconocía esa voz. Allí estaba Kiba, alto y guapo con la camisa de hilo, la túnica de cuero corta, las calzas de tela resistente y la espada envainada en un costado. Sus ojos traslucían sufrimiento, y su rostro estaba pálido. Ella pensó que había necesitado mucho valor para ir hasta allí después de que el rey hablara sobre su destino.
Musitó su nombre y corrió hacia él. Kiba la abrazó, la levantó del suelo y la llevó hasta un montón de heno, donde cayeron juntos. Él la estrechó como si fuera un preciado tesoro. Ella jugueteó con los rizos que le cubrían la nuca y le acarició el barbudo mentón.
—¡Kiba! —murmuró y comenzó a sollozar.
El joven deslizó la yema de los dedos por los labios de Hinata. De pronto ella recordó por qué lo amaba. Él había formado parte del grupo que había escoltado el cadáver de Hiashi hasta la costa; cuando ella se precipitó sobre su padre muerto llorando, con una pena insoportable, Kiba la levantó en sus brazos.
Y durante los días siguientes le habló de la valentía y determinación de su padre. Solo por eso podría haberlo adorado. Él la apartó y le acarició las mejillas, contemplando su rostro como si pretendiera grabarlo para siempre en su memoria. Ella sintió miedo de nuevo, porque en ese momento comprendió en toda su magnitud el hecho de que él había aceptado totalmente la voluntad del rey.
—Deberíamos habernos casado antes —dijo él—. Si estuviéramos casados, el rey no podría hacernos esto.
—Aún no está hecho —murmuró ella.
—Hinata…
La tendió sobre el heno y se colocó encima de ella. Repentinamente ella fue consciente de cuanto la rodeaba; percibía el aroma del heno, oía el piafar de los caballos, sentía la textura de la piel de las palmas de Kiba.
El día era absurdamente hermoso al otro lado de las paredes del establo, pensó. Era primavera en Wessex; la hierba estaba verde, y los arroyos y los riachuelos burbujeaban y reían. Y ella amaba al hombre que se hallaba a su lado.
Si los sorprendían juntos ambos serían condenados por desafiar la voluntad del rey. No, era mucho más grave, porque no solo estaba en juego la voluntad del rey, sino también su honor; el honor de Iroha, y tal vez la vida de Kiba.
—¡Kiba! —exclamó, incorporándose—. Si alguien te hubiera visto venir… Tengo miedo.
—Chist. Nadie me ha visto. Nunca pondría en peligro tu futuro.
—¡Mi futuro!
De nuevo tendió la mano; necesitaba acariciarlo. Él la había besado y abrazado alguna vez antes. Conocía sus caricias y las amaba. Tal vez no experimentaba una emoción portentosa, pero sí se sentía amada y segura en sus brazos.
De pronto, lamentó con amargura no haberse entregado a él antes. Después de haber sido vendida a un pagano, el honor poco importaba. Podría haber seguido Suzumente si al menos hubiera tenido el dulce recuerdo de haber sido amada. Le sonrió tiernamente.
—No pienses en mi honor, amor mío, porque ya no es una cuestión que me ataña. Temo por ti, querido Kiba. El rey ha hablado.
—Sí, el rey ha hablado —dijo él con voz inexpresiva—. Y yo quedo como un tonto, despojado.
—No me casaré con él —juró ella.
Se arrodilló y él apretó el rostro de su amada contra su pecho.
—Dios mío, y pensar que podría haber sido tu esposo —suspiró.
—No me casaré con él. Conseguiré escapar. Mi querido Kiba… — murmuró.
No sentía su pasión, pero sí su dolor y su emoción, y no le hubiese importado yacer con él sobre el heno, desafiando al mundo. De pronto oyó risas, y comprendió que los hombres se acercaban al establo en busca de sus monturas.
—¡Kiba! —exclamó.
—No voy a dejarte como si nos avergonzáramos de este amor…
—Debes hacerlo. —Lo apartó de un empujón—. ¡Por el amor de Dios, Kiba! No permitas que tu vida sea el precio de nuestro amor.
Él se negaba a marcharse. Hinata se puso en pie de un salto, resuelta a salir del establo. Al ver la desesperada mirada que Kiba le dirigía, corrió hacia él.
—Estaremos juntos —murmuró—. Nunca me casaré con el invasor que destruyó mi ciudad.
Después echó a correr, saliendo rápidamente del establo hacia la pradera. El sol estaba alto. Corderillos recién nacidos balaban en los campos.
Todo Wessex olía a primavera. Escaparía de allí, se prometió. Cuando se hallara cerca el grupo irlandés y el rey, su familia y la servidumbre estuvieran más ocupados, huiría.
Los días transcurrieron en una guerra fría y silenciosa entre Iroha y Hinata. Ella permanecía quieta mientras le probaban las espléndidas galas que luciría en la boda: una túnica larga de hilo, blanca por la pureza, orlada con armiño oscuro, sobre un vestido confeccionado con una seda excepcionalmente fina, exquisita y cara, porque había sido adquirida en Persia.
El corpiño estaría guarnecido con joyas, y el rey le había regalado una diadema de amatistas. Ella no le agradeció el obsequio. Tampoco dejó de soñar con su partida.
Cuando solo faltaban tres días para la boda, Iroha apareció en la puerta del solar de las mujeres, donde las damas trabajaban diligentemente cosiendo las joyas al vestido y terminando las calzas de suave lana que la novia usaría.
El rey posó la mirada en ella, que la sostuvo con frialdad. A Hinata le martilleó el corazón, y odió el muro que se había interpuesto entre ellos. Al entrar Iroha en la habitación, las mujeres retrocedieron. Él levantó una mano para indicar que deseaba estar a solas con Hinata. Las damas se inclinaron en una reverencia y se retiraron. La joven permaneció de pie allí, erguida y orgullosa, aunque frágil bajo su vestido blanco.
—¿Lo has aceptado realmente? —preguntó él.
Tampoco en esta ocasión pudo mirarlo a la cara. Paseó la vista por la sala y luego la bajó. Alzó la mano en un gesto vago.
—Tú lo has ordenado.
—Me obedecerás.
—Siempre te he obedecido.
—Eso no es del todo cierto. Además, no me has perdonado. Ella le dirigió una mirada vehemente.
—¡No! ¡No puedo perdonarte!
Él cerró las manos y emitió un gruñido de ira e impaciencia.
—Hinata, esto no resulta fácil para mí.
—Ah, señor, amas más a la tierra que a las personas.
—¡Sí! —replicó él furioso—. Sí, amo esta tierra, amo Inglaterra. — Cogiéndole las manos, la condujo hasta la ventana que daba al este, donde se extendían las colinas cubiertas de narcisos amarillos y suaves violetas púrpuras—. Sí, señora, amo esta tierra, tanto como tú. Tu padre luchó y murió por ella, y lo admitas o no, tú también la amas. Has compartido conmigo el sueño de un tiempo en que reine la paz, la música flote por los bosques, los hombres sepan leer y el arte florezca. Pero para hacer realidad ese sueño debo expulsar a los daneses de esta tierra. ¡Por nuestro amado Señor, Hinata! —exclamó, impaciente—. Has sido criada en una casa noble y sabes muy bien que los matrimonios suelen ser contratos; rara vez son asuntos de amor. Fuiste educada para cumplir tu deber y honrar a tu rey. Debes comprender que de este enlace depende una alianza, que está en juego el futuro de Inglaterra.
Ella permaneció inmóvil y lo observó con semblante sombrío antes de hablar:—Y tú debes comprender que en la tierra habitan personas. He compartido tus sueños, sí, y he tenido los míos. Ahora tú, mi rey, has truncado mis esperanzas, mis ilusiones y mi felicidad con toda despreocupación y crueldad.
—No te he ofrecido a un hombre viejo, sino a un príncipe viril perteneciente a una casa noble.
—Un vikingo.
El rey se quedó callado y muy quieto durante un rato. Ella vio que apretaba los puños y después los aflojaba.
—Te repito que es irlandés. Pero te habría entregado al mismo Satán, Hinata, si hubiera sido preciso. Lo siento por ti y Kiba. Desgraciadamente una mujer forma parte de su tierra, y tú, señora, eres parte de la tuya. Se me ha considerado un traidor porque tu gente atacó a los huéspedes invitados.
—¡Iroha! Ya te dije que… —Se interrumpió cuando el rey alzó la mano.
—Y yo te he creído. Sin embargo, yo en tu lugar actuaría con mucha cautela, porque el hombre con quien vas a casarte sabe que tú instigaste el ataque.
—¡Creí que se disponían a invadirnos! Las proas dragones…
—No volvamos a hablar de eso. No empeores la situación ni arrojes más oprobio sobre nosotros. He concedido tu mano a ese hombre, y tú cumplirás mi promesa. No me fío de ti, Hinata. Temo que te niegues cuando estés en el altar. Te he querido y te quiero como a mis hijos, pero si me avergüenzas ahora, si me deshonras y provocas un nuevo derramamiento de sangre en tu pueblo, te volveré la espalda y te maldeciré. —Guardó silencio un momento para observar el efecto de sus palabras—. Buenos días, Hinata. —Y dicho esto inclinó la cabeza y salió de la habitación.
A Hinata se le llenaron los ojos de lágrimas y a punto estuvo de correr tras él. No podía soportar la frialdad que existía entre ellos; había perdido todo, y de pronto también lo perdía a él.
Esa noche apenas durmió. Estuvo despierta reflexionando sobre las palabras del rey. Después la asaltaron horribles visiones de proas dragones que surcaban el mar y reptaban por la tierra. Los dragones se acercaban a ella, arrojando fuego por las fauces y, como serpientes, se enroscaban a su cuerpo y la ahogaban. Despertó temblando y juró que no se casaría con el vikingo.
Pero tampoco deseaba provocar que murieran más hombres. Ya no era capaz ni de pensar ni de sentir.
Por la mañana Shiho la acompañó a la capilla para que se confesara. Trató de susurrar que no podía obedecer al rey. El padre Geoffrey la animó a hablar, pero ella no se atrevió y salió corriendo sin esperar la absolución.
Necesitaba ver a Kiba a solas; solo una vez más. Deseaba saborear el amor de que podría haber disfrutado toda su vida. Aunque no había perdonado al rey, se preguntaba si debía escapar. Si lo hacía, los hombres se verían obligados a combatir; el irlandés para vengar su honor, y el rey porque no le quedaría otra alternativa.
Pensaba con frecuencia en su padre, que había amado a su madre más allá de la vida y la razón, había luchado por conseguirla y la había exigido para sí. Kiba no podía rebelarse contra Iroha. Y su sufrimiento aumentaba a medida que el día de la boda se acercaba. Todas las noches Kiba y Hinata se veían durante la cena.
Sus miradas se encontraban a través de la mesa de banquete de la sala, y ella intuía que el rey los observaba. Kiba bajaba la cabeza apesadumbrado.
«Ráptame —deseaba decir ella—. Sácame de aquí en el caballo más rápido del rey y viviremos para siempre en las montañas de Gales.»
No escuchaba a los músicos que tocaban el laúd y la gaita durante la velada, ni oía las historias de valor y grandeza que relataban los senescales. Miraba a Kiba y soñaba con un caballo alado. Kiba no acudió a rescatarla.
Sin embargo, aunque normalmente la evitaba, una noche se acercó a ella, cuando solo faltaban dos días para la boda. Se agachó, simulando coger el delicado cuchillo para cortar la carne que se le había caído, y le susurró:
—¡Necesito verte! —El corazón de Hinata dio un vuelco—. Nos encontraremos al amanecer en el roble partido, junto al arroyo —añadió Kiba.
Ella asintió. Se retiró a su habitación temblando, alterada. Le costó conciliar el sueño, y permaneció tendida en la cama, atormentada. Podía salvar su corazón y deshonrar al rey; o bien ceder ante el honor y la obligación y torturar su alma.
Cuando por fin se durmió, volvieron a cobrar vida las proas dragones. Cayó en un profundo pozo plagado de dragones y gritó tratando de ahuyentarlos. Alrededor la rodeaban el rey y sus señores feudales: Momoshiki, Toneri, Utakata… incluso Kiba.
Observaban sus esfuerzos por escapar de los dragones y oían sus gritos. De pronto una mano fuerte y poderosa tomó la suya. Hinata vio sus dedos entrelazados con otros más largos, ásperos, encallecidos.
Una fulminante mirada azul se clavó en sus ojos. Ella abrió la boca y volvió a chillar. Oyó risas alrededor, y envuelta en una neblina fue alzada por los brazos del vikingo de cabellos dorados, musculoso pecho broncíneo y gigantesca estatura. «Ruega, señora…», susurró.
Ella comenzó a gritar; y entonces despertó. Estuvo temblando hasta que amaneció y se levantó todavía agitada. Quienquiera que fuese ese príncipe irlandés debía de ser medio pagano.
Iroha le pedía demasiado. Ella no lograba distinguir entre la amenaza noruega y el terror danés; todos eran vikingos.
Además, el bárbaro de ojos de hielo y fuego tenía que ser uno de los capitanes más cercanos al príncipe. Casi lo había matado. Y estaba a punto de ser arrojada a la merced de un príncipe bárbaro. No, tenía demasiado orgullo para poder soportarlo.
Miró la habitación donde había estado con tanta frecuencia, donde había reído con Shiho y los niños, y donde su amor y su cariño la habían abrigado.
El calor y el cariño habían desaparecido. Hasta el calor de la vida se le negaba.
Hagalaz
La runa Hagalaz indica sucesos descontrolados, que pueden ser perjudiciales de algún modo.
