There's a million reasons why I should give you up,

But the heart wants what it wants

Selena Gómez


— Thorin — escuchó el rey la voz de su esposa, como si proviniera de un lugar muy lejano en el exterior. El enano alzó la cabeza, aturdido, y observó el rostro de la reina que lo observaba desde el otro lado de la mesa con expresión entre confusa y preocupada.

— ¿Qué te ocurre esta noche? — inquirió la consorte, alzando una ceja. — Y no me digas que estás bien. No has tocado la cena.

El aludido volcó su mirada sobre el contenido de los platos que quedaban a su vera, la mayoría de ellos aún con sobras de comida ni siquiera a medio ingerir. Aunque normalmente los reyes cenaban en compañía de sus hijos en la sala común, aquella noche el matrimonio había decidido tener un momento de intimidad para hablar de temas privados; principalmente, de la comitiva que partiría al día siguiente para cruzar las montañas.

— No tengo mucho apetito — confirmó el rey, alzando los hombros.

Sin embargo, aquella excusa no fue suficiente para su esposa, quien volvió a preguntar, esta vez en un tono más demandante: — Thorin, ¿qué te ocurre? Sabes que preocupándote antes de tiempo no conseguirás solucionar nada. Mañana Glóin y su hijo partirán y ellos deberán contarnos a su vuelta los temas tratados y la decisión tomada.

El monarca dejó escapar un largo suspiro de sus labios, y Graella enarcó aún más el ceño.

— Se trata de los mensajes del sur, ¿no es así? Los que llegaron preguntando por Bilbo.

Thorin alzó entonces la mirada de nuevo, y los ojos de la reina ahora se mostraban ligeramente dolidos.

— ¿Por qué no me lo contaste, Thorin? Sabes que puedes confiar en mí.

— Y confío en ti, Graella; pero no quería preocuparte sin motivo.

— ¿Sin motivo? — inquirió la reina abriendo mucho los ojos. — Bueno, creo que era un motivo más que suficiente.

— Lo sé — se llevó el monarca una mano a la cabeza. — Es sólo que... esperaba que no fuera nada, la verdad. Simplemente esperé que las cosas se solucionaran por sí solas.

— ¿Que las cosas se solucionaran... por sí solas? Thorin, ¿me estás hablando en serio? ¿Desde cuándo piensas tú así?

El rey volvió a alzarse de hombros en una actitud muy poco común en él, y se levantó de la mesa para aproximarse al fuego que crepitaba en el hogar. Se quedó mirando las llamas con expresión ausente, como si en ellas pudiera hallar la solución a los problemas que aquejaban su mente.

— No es fácil la situación a la que nos enfrentamos, Graella.

Transcurrieron unos minutos en silencio, tras los cuales la reina se levantó a su vez y se dirigió al lado de su esposo, posando una mano sobre su brazo de forma gentil.

— Sabes que estoy aquí — le dijo, sonriendo. — Estamos juntos.

Y el rey le devolvió la sonrisa, y acogió la mano de ella entre las suyas para llevársela a los labios. — Lo sé; y doy gracias a Durin por ello.

— Bueno — musitó la consorte, con un gesto algo pícaro en el rostro, — y supongo que ahora podrás decirme qué más es lo que atormenta tu mente.

Thorin la observó con expresión confusa, pero Graella amplió su sonrisa hacia un lado: — Venga, querido — lo llamó de la forma en que solía hacerlo a veces en sorna, — últimamente siento que tengo que ir desvelando los secretos de todos los miembros de esta familia. ¿Qué es lo que ocurre?

El rey suspiró de nuevo, y, sin mirar directamente a su esposa, reveló: — Herena ha venido a hablar conmigo hoy.

— ¿Cómo? — inquirió Graella. — ¿De qué tema?

— Me ha pedido permiso para acudir a Rivendel.

La reina permaneció un largo momento en silencio, con el rostro macilento, hasta que finalmente preguntó: — ¿Y tú qué le has dicho?

— Que no, naturalmente — se apresuró a contestar Thorin.

— Gracias a Aulë — musitó su esposa, llevándose una mano al pecho. — Esta niña...

Dichas aquellas palabras, permaneció otro momento en silencio, y su rostro se fue acongojando a medida que los segundos transcurrían.

— ¿Qué ocurre? — quiso saber Thorin.

— Ayer también estuvo hablando conmigo — reveló Graella. — En el mirador, de noche.

El rey alzó las cejas en expresión atónita, y dijo: — ¿Aún sigue acudiendo al mirador?

— Cada vez más a menudo, Thorin. Me está empezando a preocupar, la verdad.

El monarca frunció el ceño, y finalmente se decidió a pronunciar aquellas palabras que tanto se resistían a abandonar su garganta:

— Me ha preguntado por la corona.

— ¿Cómo? — volvió a preguntar Graella, ahora verdaderamente perdida. — ¿Cómo que por la corona?

— Me ha preguntado sobre qué planes tengo para ella. Si quiero que sea mi heredera o no.

Graella comprendió al fin, y dejó escapar un largo suspiro de sus labios.

— Claro — musitó; y unos segundos después, añadió: — Herena ya es adulta, Thorin. Si yo fuera ella, también querría conocer tus intenciones.

— Y ¿qué quieres que haga? — exclamó el monarca. — Me siento entre la espada y la pared, Graella.

La reina permanció en silencio durante unos segundos, pues en el rostro de su esposo podía entrever la batalla que éste libraba en su corazón. Thorin amaba y respetaba a su hija, pero no podía pensar solo en ella; de hecho, ni siquiera podía pensar solo en sí mismo.

— Somos un Khaham (clan), Graella; todos los Khazâd lo somos. No puedo tomar una decisión de tal calibre sin tener en cuenta las opiniones de mis hermanos.

Graella asintió. Aquello era cierto: aunque Thorin fuera el más importante y poderoso de los Señores, entre los Enanos existía un pacto de hermandad y de lealtad mutua tan antiguo como su propia historia. Se regían por su propio código, y jamás tomaban una elección de manera aislada, pues creían que con ello ponían en peligro su fraternidad y la seguridad que los albergaba como pueblo. Los Khazâd guardaban muchos secretos ocultos a los oídos de los Khalam (elfos) y de los Buram (humanos), pero esos secretos no debían jamás ser ocultados entre los de su propia raza.

Y había entre los Enanos un detalle de mayor importancia aún que los misterios que escondían aquellas puertas de acero cerradas a cal y canto: las tradiciones. Y según las tradiciones de los Khazâd, las mujeres no solían tomar puestos de importancia ni de regencia fuera del hogar. No existía ninguna ley que lo prohibiera, pero siempre había sido así, desde que el mundo era mundo. Las féminas eran escasas y valiosas, y era por eso que solían permanecer bajo los muros de las cavernas, esquivando los riesgos del mundo exterior y evitando mezclarse con otras razas.

— Temes que los Señores no vean con buenos ojos que una enana sea reina.

Thorin asintió lentamente, confirmando las palabras de su esposa. — Me gustaría que Herena fuera mi heredera. Se lo ha ganado a pulso. Durante todos estos años ha sido mi sombra y mi mejor aprendiz, pero...

Dejó las palabras en el aire, pues no era necesario añadir nada más. Graella suspiró para sí.

— Ay, Thorin — murmuró, — algún día deberás tomar una decisión, no obstante. Deberás elegir entre la opinión de los Señores y el futuro de tus hijos.

— Lo sé — asintió el rey. — Y dicho así parece una elección sencilla, pero para mí no lo es en absoluto. — Y, tras un momento en silencio, añadió: — Herena me ha aconsejado que espere a que Frerin sea algo mayor, y que entonces elija entre ellos según sus habilidades y su carácter propios.

— Un consejo sabio — asintió Graella, — tanto para ti como para ella.

Ante la confusa mirada de su esposo, especificó: — Tu hija te está pidiendo tiempo, Thorin; tiempo para ella. Con sólo sesenta y siete años, ya ha conseguido que el grueso de la población de Erebor, incluso los más arraigados a las tradiciones, la tome como una opción válida al trono. Supongo que espera conseguir la misma impresión en los Señores extranjeros.

— Ojalá — asintió Thorin, que no había caído en el juego de su hija. — Agilizaría mucho las cosas, la verdad.

— Y si no fuera así...

El rey alzó una ceja en actitud escéptica. — Habla; deseo saber tu opinión.

— ... y si no fuera así, creo que los Señores deberán aguantarse. Llegan nuevas generaciones, Thorin, nos guste o no; y, como te he dicho antes, en todo caso deberás elegir entre tus parientes y tus hijos. La decisión debes tomarla tú, pero yo sé bien cuál elegiría.

— Bueno, tú no eres la que debes tomarla, no obstante — se molestó un tanto Thorin. — Tal vez si estuvieras en mi lugar no te resultaría tan sencillo.

— No digo que sea sencillo, Thorin; ni tampoco te estoy diciendo que debas elegir a Herena. Haz como ella te ha dicho: espera a que Frerin crezca y elige entre ambos, pero hazlo por ti. No puedes estar toda la vida entre la espada y la pared, como bien dices; y creo que la evidencia está ahí. Herena es una muchacha fuerte, inteligente e íntegra, y sería una reina magnífica: tú lo sabes. Y probablemente Frerin llegue a ser una opción igual de válida. En eso es en lo que debes fijarte, no es las opiniones de unos viejos barbudos que hace mucho que dejaron de sacar la cabeza de sus cavernas.

»Y no me mires con esa cara de malas pulgas — añadió — como si estuviera diciendo algo que tú no piensas por ti mismo. Deseas que Herena sea reina porque tu corazón y tu mente así lo dictan, pero sabes de sobra que también es así porque deseas mandar a tomar por el culo a esas gárgolas que aún siguen existiendo como si viviéramos en la Primera Edad, ajenos a los cambios del mundo.

— ¡Graella! — exclamó Thorin, pues aún le seguía costando adaptarse a aquellos voluntos de su esposa, propios de cuando vivía en el campo.

— Sabes que es así — sentenció la reina. — Los soportas cada vez menos, Thorin. Da igual cómo pretendas ocultarlo, pero no aguantas la idea de que quieran imponerte sus ideas, ni de que quieran controlar tu reinado desde la sombra con palabras ceremoniosas y discursos de honor que solo sirven para sus propios intereses; ni tampoco toleras que no se tomen ni un mínimo de esfuerzo en respetar a tu descendencia: a Herena por mujer decidida, y a Frerin por ser un niño sensible.

Thorin permaneció un largo rato en silencio, sopesando las palabras de su esposa, hasta que finalmente soltó un secreto que llevaba mucho tiempo carcomiéndolo por dentro, pero que aquella tarde había terminado por agotar su paciencia: — No soporto a Dáin. Cada vez se me hace más complicado tolerar y perdonar su airada lengua.

Graella frunció el ceño, pues su marido de sobra conocía sus propia opinión del Señor de las Colinas de Hierro, y comentó: — A eso me refiero, Thorin. ¿Vale la pena intentar agradar constantemente a gente que no comparte ni respeta tus opiniones, ni tu posición? Serán tus parientes, pero a veces no te tratan como a un rey, sino como a un sobrino pequeño y huérfano al que quieren moldear a su antojo. Y lamento mucho decírtelo de esta forma, pero alguien ha de hacerlo. Me duele ver lo que hacen contigo.

Thorin tomó entonces asiento sobre una silla que quedaba cerca del hogar, y permaneció largo rato postrado, meditando sobre las duras palabras de su esposa.

— ¿Qué hacía Herena anoche, en el mirador? — inquirió de repente.

— Lo de siempre — se encogió de hombros Graella. — Mirar más allá, y preguntarse qué habrá fuera.

Thorin dejó escapar un suspiro, y colocó una mano sobre su frente en actitud cansada. — Es que, cuando le he dicho que aún no podía tomar una decisión sobre quién heredaría la corona... no ha parecido mucho más decepcionada que cuando le he prohibido acudir a Rivendel.

Y Graella frunció ligeramente el ceño antes de contestar: — Puede que tu hija tome su propia decisión antes de que tú lo hagas por ella, Thorin. Algo me dice que el destino de nuestra niña no está bajo los muros de esta montaña.


Y efectivamente, cuando Herena llegó aquella noche a su habitación tras haber cenado, se cercioró de que la puerta estaba bien cerrada, se cambió de ropa para ponerse el camisón de algodón blanco con el que solía dormir, y, girándose una última vez para confirmar que la puerta estaba cerrada y que no se escuchaban ruidos en el pasillo, sacó un baúl de debajo de su cama. Agarró su almohada y metió la mano por un pequeño agujero que tenía abierto en el flanco derecho y tanteó entre las plumas del interior hasta que sus dedos dieron con un objeto frío y metálico. Con rapidez y precisión, Herena extrajo la llave de la almohada y la metió en la cerradura del baúl. Allí dentro guardaba muchas cosas, la mayoría de ellas nimias y carentes de ninguna importancia más allá de la sentimental: cartas compartidas con su primo Náin, algunas muñecas de cuando era niña, y pequeños recuerdos de sus excursiones fuera de Erebor, como unos pequeños guijarros redondeados y blancos del Río Rápido, que nacía en la montaña misma, o unas pequeñas libretas de piel adquiridas en la ciudad de Valle hacía tiempo.

La joven agarró con una mano una de estas libretas y apartó con la otra el resto de posesiones del baúl, pues al fondo de todas ellas se encontraba la más preciada de todas: un enorme tomo con inscripciones escritas en Quenya en el lomo. La princesa tomó su habitual asiento sobre la cama, cruzando la piernas y colocando el libro entre ellas y la libreta apoyada sobre su rodilla derecha. Aquel era un libro muy antiguo e increíblemente valioso, mucho más de lo que ella misma creía: le había sido dado por Gandalf hacía ya siete años, cuando cumplió la mayoría de edad, aunque la joven ignoraba por qué el mago había decidido otorgarle tal presente en secreto. El Istari siempre había amado a Herena como a una ahijada, y sus ojos mostraban una luz especial al dirigirse hacia la hija de Thorin, pero la princesa sabía que aquel regalo era demasiado grande incluso proviniendo de él.

«Cuídalo bien» — se había limitado a contestarle el mago al regreso de uno de sus múltiples viajes, visiblemente más airado de lo habitual en él y con un temple preocupado; — «algún día te será de utilidad». Y así lo había hecho.

Herena abrió la página por la que se había quedado pendiente al última noche. Aunque era un tomo muy pesado, lo había leído e inspeccionado muchísimas veces durante aquellos siete años, aunque las lecciones de Sindarin aún le quedaban bastante grandes sin la ayuda de un tutor que la instruyera. Aquel tomo era tan importante porque, a pesar de estar escrito en su mayoría en Quenya (el idioma antiguo de los Eldar que se usaba para transcribir documentos e historias antiguas, como bien había aprendido por su cuenta) contaba con traducciones en los márgenes en el idioma común de los Hombres, pues aquel libro provenía (aunque ella no lo sabía) del mismísimo archivo de Minas Tirith.

El tomo estaba dividido en dos secciones principales: una en la que se transcribían algunos vocablos del antiguo Quenya y del Sindarin a la lengua común, junto con algunas lecciones bastas de gramática y pronunciación, y otra segunda en la que se contaba la historia de las principales casas de los Eldar de la Primera Edad; historias que estaban más que prohibidas en Erebor, estaba claro. Herena había abierto el libro por una página de aquella primera parte, y en la libreta anotaba e intentaba copiar con la mayor precisión posible los caracteres élficos. Pero aquella noche sentía la cabeza muy embotada, y simplemente intentó repasar algunas pronunciaciones en voz alta; una tarea difícil para ella, pues la sonoridad distaba mucho del Khuzdûl propio de su gente.

"Gi nathlof hí", leyó la oración escrita en el extremo superior de la página, junto con su traducción al margen derecho: "eres bienvenido aquí".

Gí natlof jí — pronunció ella arqueando el ceño; pero, como solía ocurrirle, supo que se había equivocado. Repasando las anotaciones a pie de página, volvió a intentarlo: — Gí nathlov hi.

Con una sacudida de cabeza, la joven descendió hacia la siguiente línea, donde lucían estas palabras escritas en tinta deslucida: "Le nathlof hí".

— ¿Cómo? — inquirió la joven para sí misma, volviendo a la oración anterior. Buscando de nuevo el margen de la página, descubrió que ambas expresiones significaban lo mismo, solo que con dos anotaciones respectivas:

La princesa cerró entonces el tomo dejando soltar un gemido de exasperación, a la vez que decía para sí: — Sí que son complicados.
Siempre olvidaba el significado del artículo "le".

Decidiendo que aquella noche no sería la indicada para continuar con sus lecciones particulares, volvió a abrir el libro por la mitad y fue pasando página por página, hasta que se topó con uno de los árboles genealógicos de la Primera Edad.

Herena paseó el dedo por aquellos nombres, deteniéndose especialmente sobre dos de ellos: Galadriel y Elrond. La joven echó la cabeza hacia atrás con un suspiro resignado y continuó pasando páginas en adelante, hasta que se topó con un mapa de la Tierra Media que ocupaba dos páginas.

La muchacha posó su yema entonces sobre la Montaña Solitaria, y comenzó a trasladarla hacia el oeste y hacia el sur, pasando por el Lago Largo y continuando por el Bosque Negro, atravesando las Montañas Nubladas y llegando a la amplia extensión de Eriador. Era un mapa algo antiguo, elaborado probablemente a principios de la Tercera Edad por algún amigo de los Elfos o alguien relacionado con su parentela (de ahí la escritura en Quenya), y muchos de los reinos existentes en la actualidad no figuraban en el mismo, pero sí que se leían nombres como Arnor y Gondor. Pero los ojos de Herena continuaron más hacia el oeste, llegando a las Montañas Azules, el hogar de la familia de su madre; y, entre ellas, el Golfo de Lhûn, donde se encontraban los Puertos Grises. Y más allá, el Gran Mar.

Los dedos de Herena se detuvieron al margen de la página como si hubieran llegado al fin del mundo. Cerrando los ojos, intentó sentir sobre su rostro el olor a salitre, la brisa marina acariciando su cabello negro y sus mejillas blancas; pero, cuando los volvió a abrir, solo tenía frente a sí las cuatro paredes de su habitación, que cada vez la asfixiaban y la empequeñecían más y más.

Con un suspiro, la joven apoyó los codos sobre sus rodillas, y dejó que su mente divagara sobre los recuerdos de aquel día. Muy en el fondo de su corazón, había esperado que su padre le diera permiso para acudir a Rivendel; aunque no podía evitar sentir cierto alivio al escuchar la negativa de su progenitor.

Ella había sido algo implícita en la conversación con su padre: no deseaba reinar. Creía que lo merecía y por supuesto tomaría el título con orgullo y responsabilidad dado el caso, pero la sola idea de quedarse para siempre atada a Erebor hacía que se le revolviera el estómago. Volviendo a alzar su mirada, contempló los muebles de su alcoba, y recordó cómo cuando era niña solía imaginar que las mesas, las sillas y los armarios eran montañas, cordilleras y valles que debía surcar por su propio pie; pero lo cierto era que ya era una adulta, y la imaginación le iba escaseando.

Ella nunca había ido más allá de la ciudad de Valle, y allí solamente había acudido en contadas ocasiones, en algún viaje oficial en compañía de sus padres y alguna que otra vez acompañando a las enanas a vender telas cuando era más joven. Lo cierto era que siempre había estado muy protegida bajo los muros de la montaña, pues había sido la única hija del rey durante gran parte de su vida, con lo que ello conllevaba. Y, a lo sumo, las historias que había escuchado del exterior tampoco eran de las que animaran a una a salir a explorar.

De los Hombres había escuchado que eran seres débiles, inútiles y que no sabían forjar una espada con sus propias manos; y de los Elfos, que eran altivos, orgullosos y que sólo pensaban en sí mismos. Y, aunque no lo deseara, esas habladurías le habían calado muy hondo en el espíritu.

Y algunas historias eran más oscuras que otras.

La joven volvió a dirigir su mirada hacia el libro, posándola esta vez sobre los oscuros árboles del Bosque Negro. Muchas eran las leyendas que había oído desde que era pequeña sobre aquellas tierras, y la mayoría de ellas parecían más bien las típicas historias que las viejas contaban a los niños para advertirlos del mundo exterior: se hablaba de sórdidas y temibles criaturas que trepaban por las negras ramas, de serpientes capaces de engullir a un enano adulto de un bocado, de buitres enormes que devoraban a los animales sin matarlos siquiera...

Pero aquellas historias no se referían solo a la fauna de aquella selva, sino también a sus habitantes. Los Elfos del Bosque: seres crueles, insensibles y peligrosos. Herena incluso recordaba vívidamente haber escuchado decir que aquellos Gundu Khalamdul (Elfos de las cavernas) raptaban a los niños enanos y se los llevaban a sus cuevas para triturarlos y comérselos en guiso.

No obstante, la princesa ya no creía aquellas historias. Aunque los Elfos del Bosque fueran más oscuros y enigmáticos que sus parientes del oeste, no podían ser asesinos; o, al menos, no debían tener tan mal gusto como para comerse a un niño enano. Ella sólo había visto al Rey del Bosque una vez, durante el entierro del antiguo y venerado rey Bardo; y ni siquiera se acordaba de él, pues probablemente lo hubiera visto de lejos. Y es que, ahora que lo pensaba, ella nunca había observado a un elfo de cerca. Conocía sus historias ancestrales gracias a aquel libro, pero nunca se había topado con uno cara a cara, a pesar de tenerlos tan cerca. Y en el fondo maldecía las rencillas existentes entre sus razas por no poder permitirle conocer un mundo tan distinto al suyo y por el que sentía una extraña fascinación desde siempre.

Con un suspiro de resignación, cerró el libro y lo volvió a guardar en el baúl, encajó bien la llave del mismo y volvió a esconderlo debajo del canapé. Y mientras volvía a meterse en la cama, pensó de nuevo en Rivendel y en Glóin y su hijo. Sí, tenía miedo de ir más allá, pues no sabía lo que el mundo podía depararle; pero la curiosidad y las ansias de libertad cada vez eran más y más fuertes en su corazón, y supo que algún día vencería sus temores y sus inhibiciones y partiría hacia otras tierras.

— Algún día — se prometió mientras soplaba la vela que descansaba sobre su mesilla y se tapaba bien con las sábanas de su cama. Sí, tal vez era una idea necia e incluso insensata, y probablemente existírian miles de razones por las que debería dejarlas de lado. Pero lo que el corazón anhela no se puede controlar.


Llegada la mañana, la Familia Real descendió al completo hacia las Puertas del Río para despedir a los viajeros que partían al oeste.

Thorin permaneció delante de Glóin y de su hijo Gimli durante unos largos minutos deseándoles suerte.

— Esperemos que vuestro viaje transcurra sin complicaciones — inclinó la cabeza el rey, — y que la ventura os sea buena en el Valle Escondido. Glóin, recuerda que los Elfos de Rivendel se portaron bien con nosotros en su día. Por favor, da las gracias a Elrond en mi nombre.

— Así lo haré, Majestad — asintió el anciano aludido; y, tras un instante de silencio, preguntó: — ¿Y qué hay de los Elfos del Bosque? ¿Qué les diremos si nos apresan?

— No creo que sea el caso — negó Thorin con gesto grave. — Thranduil debe estar enterado al igual que nosotros de las nuevas del oeste. En el caso de que os paren (que es lo más seguro), dadles las señas secretas. Os dejarán continuar.

— Esperemos.

— Además — continuó el rey, — tengo entendido que la gente de Beorn se ha multiplicado desde nuestro último viaje, y ahora cuidan los caminos del Bosque. No creo que tengáis problema hasta llegar a las Montañas Nubladas.

— Haremos lo posible, Majestad — inclinó Gimli la cabeza.

— Y, Mi Señor... me gustaría solicitaros algo en confianza, si se me permite — comentó Glóin en tono algo reservado.

— Por supuesto, viejo amigo — asintió el monarca. — ¿De qué se trata?

— Sabéis bien que maese Balin no fue el único de nuestra antigua compañía que acudió a Moria hace ya algunos años, pues mi propio hermano lo acompañó en la misión. Por favor, os ruego que a nuestra vuelta reconsideréis la opción de volver al reino de la mina para buscar noticias de nuestra gente.

— Así lo haré — colocó el rey una mano en el hombro de su viejo amigo, — pero eso dependerá de las nuevas que nos traigáis tu hijo y tú. Son tiempos peligrosos, Glóin. No debemos olvidarlo.

El aludido asintió con lentitud, y se alejó del lado del rey para despedirse como era debido de su esposa, Khâla, quien debía ver partir a su marido y a su hijo.

Gimli, mientras tanto, se aproximó a la princesa Herena, por quien sentía una profunda reverencia y una tímida amistad.

— Bueno, Alteza — le comunicó con una reservada sonrisa. — Hemos de partir ya.

La joven sonrió a su vez y miró desde lo alto al enano, bastante más bajito que ella. — Os deseo toda la suerte de este mundo, maese Gimli.

— La suerte es para los débiles — bufó el aludido. — Confiad en mi fuerza y mi maña.

— Eso siempre — rió la princesa, y se inclinó en un gesto tierno para posar un casto beso sobre la frente del enano a modo de despedida. La tez de Gimli, no obstante, se tiñó de un rojo similar al de su barba, y, musitando algunas palabras para sí, se alejó del lugar y volvió a la vera de su padre.

— Confiamos en vosotros, amigos — los despidió entonces, del todo, Thorin. — Contáis con la venia de nuestro pueblo. Id con el corazón valeroso.

Y los dos enanos, padre e hijo, acompañados de una pequeña hueste, se alejaron entonces hacia el sur, siguiendo el camino que conducía a Valle. El sol ya había salido desde detrás de las montañas del este, y las sombras se proyectaban largas en el suelo.

La suerte estaba echada. Ya sólo tocaba esperar.


¡Hola!

Aquí queda el quinto capítulo de la historia, y, como ya avisé, este será el último introductorio, pues a partir de ahora comienza la historia en sí.

En el siguiente capítulo tendremos una muy breve pasada por Rivendel, y conoceremos a una familia que tengo muchas ganas de presentaros: la Familia Real de Valle. Quienes hayáis leído la historia original encontraréis en esta nueva versión algunas diferencias con respecto a la original, sobre todo en lo que se refiere al personaje de Ella, sobre el que quiero profundizar bastante más. Y también conoceremos un poco la historia de los Hombres del Bosque, aquellos que tras la Guerra del Anillo se quedaron con las tierras medias del Gran Bosque.

Y en cuanto a este capítulo, nos hemos encontrado con algunas sorpresas: como, por ejemplo, el libro que Gandalf le entregó a Herena cuando cumplió la mayoría de edad. No debemos olvidar que para esa época el mago estaba yendo y viniendo como loco de un lado a otro intentando hallar información sobre el Anillo. ¿Qué lo llevó entonces a acudir a Herena para entregarle ese libro?

Y una cosita más: la canción que he elegido para este capítulo tiene un doble sentido. Por un lado, refleja las ansias de Herena por conocer mundo y por mezclarse con una cultura distinta a la suya, a pesar de todas las razones que tiene en contra; pero también posee un significado más oscuro y doloroso que se irá reflejando próximamente y que tiene que ver con su relación con su primo Náin.

Todas estas cuestiones se irán desarrollando a medida que la historia avance. Por ahora, sólo me queda agradeceros de nuevo a quienes os paséis a leer, votar y sobre todo comentar.

¡Nos leemos pronto!

P.D.: Algunas aclaraciones con respecto a los cambios de escena:

❋❋❋: significa que comienza/termina el capítulo, o bien que pasamos de una escena a otra en un contexto totalmente distinto (por ejemplo, de Erebor al Bosque).

✱✱✱: significa que se pasa a otra escena en un mismo contexto (por ejemplo, pasamos de una escena protagonizada por Graella a otra protagonizada por Herena, pero ambas se encuentran en Erebor).