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Quinn se volvió para observar a su flamante esposa, dormida en ese momento. Había apoyado la cabeza en la puerta de la limusina. Se había arrancado el tocado de encaje, que yacía arrugado a sus pies. Los rizos californianos caían alborotados, ocultándole los hombros. Olvidada, la copa de champán descansaba en el portavasos, ya sin burbujas. En el dedo anular llevaba un diamante de dos quilates que relucía bajo los últimos rayos del sol de la tarde. Había separado los labios, voluptuosos y rojos, para respirar… y cada vez que lo hacía, se escuchaba un delicado ronquido.
Rachel Barbra Berry era su mujer.
Quinn tomó su copa de champán y brindó en silencio por el éxito obtenido. Por fin era la dueña absoluta de Dreamscape Enterprises. Estaba a punto de aprovechar la oportunidad del siglo y no necesitaba el permiso de nadie. Todo había salido a pedir de boca.
Bebió un buen sorbo de Dom Pérignon y se preguntó por qué se sentía tan mal. Su mente insistía en rememorar el momento en el que el juez las había proclamado esposas. El momento en el que esos ojos de color chocolate la habían mirado rebosantes de pánico y terror mientras ella se inclinaba para darle el tradicional beso. El momento en el que esos labios, entonces pálidos y temblorosos, le habían devuelto el beso. Sin pasión.
Se recordó que Rachel solo quería el dinero. Su habilidad para fingir que era inocente resultaba peligrosa. Quinn se burló de sus pensamientos y brindó de nuevo antes de apurar el champán.
El conductor de la limusina bajó un poco el cristal tintado.
—Señora, ya hemos llegado.
—Gracias. Aparca en la parte delantera.
Mientras la limusina enfilaba la estrecha avenida de entrada, Quinn despertó a la novia con delicadeza. Rachel se removió, resopló y volvió a quedarse dormida. La rubia contuvo una sonrisa y estuvo a punto de susurrar su nombre. Pero se detuvo. Para retomar con facilidad su viejo papel de torturadora.
Se inclinó hacia delante y gritó su nombre.
Rachel se enderezó el asiento de golpe. Abrió mucho los ojos mientras se apartaba el pelo de las orejas y contemplaba el vestido blanco de encaje que llevaba como si fuera Alicia en el País de las Maravillas al aparecer en la madriguera del conejo.
—¡Ay, Dios mío! Lo hemos hecho.
Quinn le entregó los zapatos y el tocado.
—Todavía no, pero estamos de luna de miel. Si estás de humor, será un placer complacerte.
Rachel la miró echando chispas por los ojos.
—Lo único que has hecho es aparecer el día de la boda. Si hubieras tenido que organizar hasta el último detalle en tan solo siete días, estoy segura de que ahora mismo estarías derrotada.
—Te dije que podía casarnos el juez sin tanta fiesta.
Rachel resopló.
—Típico de un témpano de hielo. No moviste un dedo para ayudar y, cuando se le recrimina, se hacen las inocentes.
—Roncas.
Rachel la miró boquiabierta.
—¡Yo no ronco!
—Sí lo haces.
—No. Alguien me lo habría dicho.
—Estoy segura de que tus amantes no querían que los echaras a patadas de tu cama. Estás muy gruñona.
—No.
—Sí lo haces y punto.
La puerta de la limusina se abrió y el conductor le ofreció el brazo para ayudarla a bajar. Tras sacarle la lengua a Quinn, Rachel bajó del vehículo con la misma altivez con que lo habría hecho la reina Isabel. Quinn contuvo otra carcajada y la siguió. Rachel se detuvo en la acera y la rubia la observó mientras contemplaba las líneas curvas de la mansión, que recordaban a una villa típica de la Toscana. La arenisca y la terracota le otorgaban una discreta elegancia, mientras que los altos muros y las grandes ventanas proyectaban un aura histórica. La avenida de entrada estaba flanqueada por un prado verde que se extendía hasta los pies de la mansión y que la rodeaba por completo. Las jardineras de las ventanas estaban cuajadas de geranios en flor, a fin de completar la apariencia de la vieja Italia. La planta de arriba contaba con una amplia terraza con barandilla de hierro forjado, donde se habían dispuesto mesas, sillas y un jacuzzi semioculto entre frondosas plantas. Rachel abrió la boca como si fuera a comentar algo, pero la cerró de nuevo.
—¿Qué te parece? —le preguntó Quinn.
Rachel ladeó la cabeza.
—Es impresionante —dijo—. La casa más bonita que he visto en la vida.
Su evidente entusiasmo la complació muchísimo.
—Gracias. La he diseñado yo.
—Parece antigua.
—Eso pretendía. Te prometo que tiene agua corriente y todo.
Rachel meneó la cabeza y la siguió al interior. El suelo era de mármol brillante y los techos, altos como los de una catedral, aumentaban la elegancia y la sensación de amplitud. En el centro del vestíbulo estaba la enorme escalinata de caracol, alrededor de la cual se disponían las distintas estancias, todas muy amplias y luminosas. Tras darle una propina al conductor, Quinn cerró la puerta.
—Vamos, te lo enseñaré todo. A menos que antes quieras cambiarte de ropa.
Rachel se agarró la vaporosa falda y se levantó la cola. Por debajo asomaron los pies, cubiertos tan solo con las medias.
—Tú delante.
Quinn la guió en un recorrido completo. La cocina estaba muy bien equipada, y contaba con una encimera de acero inoxidable y cromo, si bien mantenía esa sensación acogedora que habría enorgullecido a cualquier abuela italiana. La isla central era de madera y estaba cargada de cestas con frutas, de ristras de ajos y de hierbas aromáticas maceradas en botes de cristal llenos de aceite de oliva, de pasta deshidratada y de tomates maduros. La mesa era de roble macizo y contaba con unas sillas recias y cómodas. Una selección de botellas de vino descansaba en un botellero de hierro forjado. Una cristalera daba paso al solárium, decorado con muebles de mimbre, estanterías y jarrones rebosantes de margaritas. Los cuadros no eran coloridos, al contrario, las paredes estaban adornadas con fotografías en blanco y negro de distintos edificios de todo el mundo. Quinn disfrutó mucho de las expresiones de Rachel a medida que iba descubriendo su hogar. La llevó escaleras arriba hacia los dormitorios.
—Mi habitación está al fondo del pasillo. Tengo un despacho privado, pero tú puedes usar el ordenador de la biblioteca. Pediré cualquier cosa que necesites. —Abrió una de las puertas—. Tu habitación tiene baño privado. Como no conozco tus gustos, puedes redecorarla si te apetece.
Quinn la observó contemplar la decoración en tonos neutros y suaves, la enorme cama con dosel y los muebles a juego.
—Está muy bien, gracias —replicó la morena.
La miró un instante mientras la tensión palpitaba entre ellas.
—Sabes que debemos quedarnos encerradas aquí durante al menos dos días, ¿verdad? Hemos recurrido al trabajo como excusa para no irnos de luna de miel, pero no puedo aparecer en la oficina hasta el lunes o la gente empezará a especular.
Rachel asintió con la cabeza.
—Usaré el ordenador de la biblioteca para mantenerme al día. Además, Spencer me ha dicho que va a echarme una mano.
Quinn se volvió.
—Ponte cómoda antes de bajar a la cocina. Prepararé algo para cenar.
—¿Sabes cocinar?
—No me gusta que haya desconocidos en la cocina. Bastante tuve cuando era pequeña. Así que, sí, sé cocinar.
—¿Se te da bien?
Quinn resopló.
—Soy la mejor.
Y con eso, cerró la puerta al salir.
¡Qué mujer más arrogante!
Rachel se volvió para contemplar su nuevo dormitorio. Sabía que a Quinn le gustaba vivir entre lujos, pero la visita guiada la había dejado con la sensación que debió de tener como Lady Di. Muy estlizada pero una rebelde vulgar según la Reina Isabel.
Al cuerno con todo. Necesitaba que su vida fuera lo más normal posible, estuviera casada o no. Quinn no era su esposa de verdad y no tenía la intención de dejarse arrastrar por una falsa sensación doméstica que acabara pasándole factura al final del año acordado. Seguramente ni siquiera la viera a menudo. Suponía que ella también trabajaba hasta tarde y que, aparte de las fiestas ocasionales a las que tendrían que asistir juntas, llevarían vidas separadas.
Más segura tras la charla mental consigo misma, se quitó el vestido y se pasó una hora disfrutando de la lujosa bañera de hidromasaje que había en su cuarto de baño. Miró de pasada el camisón transparente de color negro que sus hermanas habían guardado en su bolsa de viaje y después lo metió en un cajón. Acto seguido, se puso unos leggins y una sudadera corta de franela, se recogió el pelo y bajó a la cocina. Mientras escuchaba el chisporroteo de la comida, se sentó en una de las sillas talladas. Levantó los pies, los apoyó en el borde y se abrazó las rodillas, dispuesta a contemplar a su flamante esposa.
Quinn ya se había también cambiado de ropa, con una ropa deportiva y una playera que dejaba ver sus tonificados abdominales. Rachel tuvo que hacer un gran esfuerzo para no mirarle el culo. Porque tenía un culo de infarto. No poder verla desnuda iba a ser una pena. A esas alturas no contaba que la hubiera visto desnuda de adolescente cuando Spencer le bajó el sostén. Además, si no recordaba mal, en aquel entonces no estaba concentrada en la parte delantera de su persona.
—¿Me ayudas?
Rachel se clavó las uñas de una mano en la palma a fin de volver a la realidad.
—Claro. ¿Qué vamos a comer?
—Fettuccini alfredo con gambas, pan de ajo y una ensalada.
Rachel soltó un gemido.
—¡Ay, eres cruel!
—¿No te gusta el menú?
—Me gusta demasiado. Pero me conformaré solo con la ensalada.
Quinn le dirigió una mirada de disgusto por encima del hombro.
—Estoy cansada de las mujeres veganas que piden una ensalada solo para aparentar que están delgadas y después se comportan como si se merecieran una medalla. Una buena comida es un regalo.
Rachel apretó aún más los dedos contra la palma.
—En fin, gracias por compartir conmigo la arrogante visión que tienes de las que nos preocupamos por el medio ambiente y nuestros cuerpos. Para que lo sepas, soy capaz de apreciar la buena comida mejor que tú. ¿No te has fijado en los entremeses que he elegido para la boda? ¿No has visto los que me he comido? Demonios, es típico de una chica con buen cuerpo pedirle a una fea gorda un menú rico en carbohidratos, y después ofenderse si se lo come. ¡Y para colmo se sorprende cuando la ve desnuda en el dormitorio y le pregunta que de dónde han salido esos cinco kilos de más!
—Una mujer con curvas no tiene nada de malo.
Rachel se levantó de un salto de la silla y fue en busca de los ingredientes para la ensalada.
—Eso lo he oído antes. Vamos a ponerte a prueba, ¿te apetece? ¿Cuánto pesa Santana?
Quinn no contestó.
Rachel resopló al tiempo que arrojaba un pimiento rojo a la mesa, que aterrizó junto a la lechuga romana.
—¡Anda! ¿Te ha comido la lengua el gato? ¿Pesa cuarenta y cinco kilos, o eso se considera estar gorda hoy en día?
Cuando habló, el tono de Quinn ya no era tan arrogante.
—Es modelo. Tiene que controlar el peso.
—¿Y pide ensaladas cuando come en algún restaurante?
Quinn guardó silencio de nuevo.
Un pepino rodó por la encimera y se detuvo en el borde.
—Ah, supongo que eso es un sí. Pero estoy segura de que tú admiras mucho su disciplina mientras la desnudas.
Quinn cambió el peso del cuerpo sobre los pies, pero sin apartar la mirada de las gambas que estaba preparando en la sartén.
—Santana es un mal ejemplo.
La verdad, parecía incómoda.
—Pues no lo entiendo. Spencer dice que sueles salir con modelos. Me parece que te gustan las mujeres flacas y que aceptas que sólo coman ensaladas. —Lavó las verduras, tomó un cuchillo y comenzó a trocearlas—. Sin embargo, en el caso de alguien con quien no piensas acostarte, supongo que no te importa lo gorda que se ponga mientras te acompañe durante las comidas.
—Resulta que detesto salir a cenar con mis parejas. Sé que tienen que cuidarse por su trabajo, pero disfruto mucho más con una mujer a la que le guste la buena comida y a la que no le dé miedo comer. Tú no estás gorda. Nunca lo has estado, así que no sé a qué viene esta obsesión.
—Me llamaste gorda en una ocasión.
—No lo hice.
—Sí lo hiciste. Cuando tenía catorce años, me dijiste que estaba engordando donde no debía hacerlo.
—Rayos, me refería a tus pechos. Era una adolescente insoportable que sólo quería torturarte. Siempre has sido muy hermosa, Rach.
En la cocina se hizo un repentino silencio.
Rachel levantó la vista de las verduras con la boca abierta. Durante todos los años que se había relacionado con Quinn Fabray, esta la había atormentado, torturado e insultado Jamás le había dicho que fuera bonita.
Quinn batió la nata y dijo a la ligera.
—Sabes a lo que me refiero. Eres hermosa, pero desde el punto de vista fraternal. Las vi, a Spencer y a ti, dejar de ser niñas y convertirse en mujeres. Ninguna de las dos es fea. Ni gorda. Creo que te juzgas con demasiada dureza.
Rachel comprendió lo que le decía. Quinn no la veía como a una mujer hermosa, sino más bien como a una irritante hermana pequeña que había acabado siendo atractiva. La diferencia era enorme, y tuvo que esforzarse para no sentirse dolida.
—Bueno, pues yo voy a comerme esta ensalada y no quiero escuchar ni un comentario más sobre las mujeres fits.
—De acuerdo. ¿Te importa abrir una botella de vino? Hay una enfriándose en el frigorífico.
Rachel descorchó una cara botella de chardonnay y observó a Quinn mientras ella lo probaba. Percibió el olor amaderado y afrutado del vino. Se debatió durante unos instantes, pero claudicó. Una copa.
Después de todo, se la merecía.
Se sirvió una copa y bebió un sorbo. El líquido se deslizó por su garganta. Era un poco seco, pero suave al gusto. Tuvo que contener un gemido de placer. Se lamió los labios mientras cerraba los ojos y dejaba que el sabor del vino la inundara.
Quinn estaba a punto de decir algo, pero se quedó muda. Verla beberse el vino y disfrutar de su sabor la dejó paralizada. La sangre comenzó a latirle en las venas y se empalmó al instante. Rachel se lamía los labios con tanta delicadeza que deseó verla lamer otra cosa que no fuera vino. Se preguntó si también gemía de esa forma tan ronca cuando tenía a la cabeza de una chica enterrada entre sus muslos, enterrando en su lengua en su húmedo cuerpo. Se preguntó si dicho cuerpo sería tan ardiente como sus labios y si se cerraría en torno a ella como si fuera un puño de seda, exigiéndole que se lo diera todo y obligándole a darle eso y mucho más. Los pantalones que llevaba revelaban todas sus curvas, desde el trasero hasta el delicioso contorno de sus piernas. Se le había subido la sudadera, dejando a la vista un trozo de piel desnuda.
Era evidente que se había quitado el sujetador, ya que no la veía como una chica que la deseaba, sino más bien como a una hermana mayor sin deseos sexuales.
Deseó mandarla al cuerno por su capacidad para complicar las cosas. Tras dejar el cuenco con la pasta sobre la mesa, se dispuso a colocar los cubiertos.
—Deja de beberte el vino así. No estás en una película porno.
Rachel soltó un grito ahogado.
—¡Oye, no la pagues conmigo, gruñóna! Yo no tengo la culpa de que tu empresa sea más importante para ti que un matrimonio de verdad.
—Sí, pero si no recuerdo mal, tú estabas muy dispuesta a aprovechar la oportunidad. Tú y yo estamos empatadas en esto.
Rachel tomó el cuenco de la pasta y se sirvió un plato.
—¿Quién eres tú para criticarme? Siempre te lo han dado todo. Te regalaron un Mitsubishi Eclipse cuando cumpliste los dieciséis años. A mí me regalaron un Chevette.
El recuerdo hizo que Quinn se tensara.
—Tú tenías una familia. Yo tenía una mierda.
Rachel guardó silencio, durante el cual robó un trozo de pan de ajo caliente cubierto por mozzarella derretida.
—Tenías a Spencer.
—Lo sé.
—¿Qué pasó entre ustedes? Antes estaban muy unidas.
Quinn se encogió de hombros.
—Cambió al llegar al instituto. Dejó de hablarme de repente. Ya no me dejaba entrar en su dormitorio para hablar con ella y al final acabó alejándose de mí por completo. Así que yo me concentré en mi vida. En aquella época tú también perdiste el contacto con ella, ¿no?
—Sí. Siempre he pensado que le pasó algo, pero jamás habla del tema. De todas formas, mi familia pasó una mala racha durante un tiempo, así que no fuiste la única.
—Pero ahora son como Los locos Addams.
Rachel se echó a reír antes de llevarse el tenedor a la boca.
—Mi padre tiene que compensarnos por muchas cosas, pero creo que hemos logrado completar bien el ciclo.
—¿Qué ciclo?
—El del karma. Cuando alguien la fastidia y te hace mucho daño. Nuestro primer instinto es devolvérsela o negarnos a perdonar.
—Me parece razonable.
—Ah, pero de esa manera, el ciclo de dolor y de vejaciones continúa. Cuando mi padre volvió, decidí que solo tenía un padre y que debía aceptar lo que él estuviera dispuesto a ofrecerme. Al final, dejó el alcohol e intentó compensarnos por el pasado.
Quinn resopló.
—Se largó cuando eran pequeños y abandonó a su familia para darle a la botella. Abandonó a las gemelas. Y ¿después volvió pidiendo perdón? ¿Por qué volvieron a aceptarlo en sus vidas?
Rachel pinchó una gamba con el tenedor, pero la dejó a medio camino de sus labios.
—Tomé una decisión —contestó ella—. Jamás olvidaré lo que pasó, pero si mi madre aprendió a perdonarlo, ¿cómo iba a negarme yo a hacerlo? Las familias permanecen juntas, pase lo que pase.
Semejante facilidad para perdonar dejó a Quinn asombrada y aturdida. Se sirvió más vino.
—Es mejor marcharse con la cabeza alta y el orgullo intacto. Es mejor dejar que ellos sufran por todo el daño que han causado.
Rachel pareció analizar sus palabras.
—Estuve a punto de hacerlo. Pero me di cuenta de que, además de ser mi padre, es un ser humano que cometió un error. Si hubiera elegido mi orgullo, me habría quedado sin padre. Cuando tomé la decisión, rompí el ciclo. Mi padre acabó rehabilitado y reconstruimos nuestra relación. ¿Has pensado alguna vez en ponerte en contacto con tu madre?
Las emociones la abrumaron de repente. Quinn luchó contra su antigua amargura y consiguió encogerse de hombros.
—Judy Fabray no existe para mí. Esa fue la decisión que yo tomé.
Se preparó para recibir su lástima, pero Rachel se limitó a demostrarle una compasión que la alivió.
¿Cuántas veces había ansiado una paliza o un castigo por parte de su madre en vez de su negligencia?
En cierto modo, el desapego le había provocado una profunda herida que a esas alturas era incurable.
—¿Y tu hermana Frannie?
Quinm clavó la mirada en el plato.
—Está liada con otro actor. Le gustan los hombres que se dedican al mundo del espectáculo. Así se siente importante.
—¿La ves a menudo?
—El hecho de tener hermanas le recuerda su pasado con mi madre. Así que le gusta hacer como que no existimos.
—Lo siento.
Unas palabras sencillas, pero sinceras y procedentes del corazón. Quinn alzó la mirada del plato. Por un segundo el aire entre ellas se cargó de energía, fruto de la comprensión y del deseo, si bien la sensación no tardó en desvanecerse como si jamás se hubiera producido. Quinn esbozó una media sonrisa con la que pretendía ridiculizar la confesión que acababa de hacer.
—Pobre niña rica. Pero tienes razón en una cosa. El Mitsubishi era lo mejor.
Rachel se echó a reír y cambió el tema de conversación.
—Háblame del acuerdo en el que estás trabajando. Debe de ser algo muy gordo para aceptar un año de celibato.
Quinn no mordió el anzuelo, pero sí le lanzó una mirada de advertencia.
—Quiero que Dreamscape participe en una licitación para construir la nueva zona del río.
Rachel enarcó una ceja.
—He oído que quieren construir un spa y unos cuantos restaurantes. Todo el mundo está hablando de ese asunto, y eso que antes la gente no quería ni acercarse al río por la inseguridad de la zona.
Quinn se inclinó hacia delante, ansiosa por hablar del tema.
—Pero ahora está cambiando. Han aumentado la seguridad y los pocos bares y tiendas que ya funcionan van muy bien. Eso hará que la zona resulte atractiva tanto para los residentes como para los turistas. ¿Te imaginas todo aquello con senderos iluminados cerca de la orilla y con zonas de recreo? ¿Qué te parece un spa al aire libre donde puedes contemplar las montañas mientras te hacen un masaje? Ese es el futuro.
—También he oído que solo les interesan que participen en la licitación los grandes estudios de Manhattan.
Quinn se puso tensa como si el tema fuera realmente una necesidad física. Tenía su sueño al alcance de la mano y no permitiría que nada se interpusiera en su camino. Pronunció las siguientes palabras como si fueran un mantra.
—Voy a conseguir el contrato. Pase lo que pase.
Rachel parpadeó y después asintió despacio con la cabeza, como si la convicción de Quinn la hubiera persuadido.
—¿Dreamscape tiene capacidad para afrontar ese tipo de proyecto?
Quinn bebió un sorbo de vino.
—El consejo de administración cree que es demasiado ambicioso, pero voy a demostrarles que se equivocan. Si lo consigo, Dreamscape subirá a lo más alto.
—¿Lo importante es el dinero?
Quinn negó con la cabeza.
—El dinero me da igual. Quiero dejar huella y sé cómo conseguirlo. Mi proyecto no es demasiado urbano, no quiero que compita con las montañas, al contrario. Quiero una estructura que se rinda a la naturaleza y que se integre en ella, no que compita con ella.
—Me da la impresión de que llevas mucho tiempo reflexionando al respecto.
La rubia mojó el último trozo de pan en la salsa y se lo llevó a la boca.
—Sabía que la ciudad no tardaría mucho en tomar la decisión y quería estar preparada. Llevo años pensando en distintos diseños para la zona del río. Estoy lista.
—¿Cómo vas a conseguirlo?
Quinn clavó de nuevo la vista en el plato. Era curioso que Rachel supiera cuándo mentía. Una habilidad que tenía desde pequeña.
—Ya cuento con el apoyo de uno de los miembros implicados en el proyecto. Samuel Evans es el encargado de la construcción del spa y compartimos la misma visión. Celebra una cena el próximo sábado a la que asistirán los otros dos miembros a los que necesito convencer. Así que espero causar buena impresión. —No añadió de qué manera pensaba que Rachel colaborara. Porque su flamante esposa jugaría un papel importante para sellar el acuerdo, aunque prefería explicárselo la noche de la cena. Cuando levantó la mirada, vio que ella había apurado el plato. El cuenco de ensalada seguía en el centro, aunque ninguna lo había tocado. De la pasta, del pan y del vino no quedaba ni rastro. Rachel parecía a punto de explotar—. La ensalada tiene una pinta estupenda —le dijo—. ¿No vas a comértela?
La morena esbozó una sonrisa forzada y tomó el tenedor para pinchar unas hojas de lechuga.
—Claro. Me encantan las ensaladas.
Quinn sonrió.
—¿Vas a comer postre?
Rachel soltó un gemido.
—Qué graciosa.
No tardaron mucho en recogerlo todo y en meter los platos en el lavavajillas, tras lo cual Rachel se acostó en el sofá de color arena del salón. Quinn supuso que buscaba la postura perfecta para hacer la digestión de forma rápida.
—¿Vas a trabajar esta noche? —oyó que le preguntaba.
—No, es tarde. ¿Y tú? —quiso saber Quinn.
—Qué va, estoy cansada. —Se produjo un breve silencio—. Bueno, ¿qué quieres hacer?
Quinn vio que se le había subido la sudadera. La piel morena y tersa de su abdomen hizo trizas su concentración. Se le ocurrieron un par de ideas sobre lo que podían hacer. Algo que implicaba subirle lentamente la sudadera para lamerle despacio los pezones hasta que estuvieran bien duros bajo su lengua. El resto consistía en bajarle los leggins y comprobar en cuánto tiempo era capaz de ponerla a doscientos. Puesto que era imposible, se encogió de hombros.
—No lo sé. ¿Vemos la tele? ¿Alguna película?
Rachel negó con la cabeza.
—Póquer.
—¿Cómo dices?
Los ojos de Rachel se iluminaron.
—Póquer. Tengo una baraja de cartas en la maleta.
—¿Llevas tu propia baraja encima?
—Nunca se sabe cuándo vas a necesitarla.
—¿Qué apostamos?
Rachel se levantó de un brinco del sofá y se encaminó hacia la escalera.
—Dinero, por supuesto. A menos que seas una cobarde.
—De acuerdo. Pero usaremos mis cartas.
Rachel se detuvo en mitad de la escalera y la miró.
—Trato. Genial.
Quinn usó el mando a distancia y los acordes de Madame Butterfly resonaron en el salón. Rellenó las copas y se acomodó frente a la mesa auxiliar. Rachel se sentó a su lado, con las piernas cruzadas. La observó barajar las cartas con destreza, con la rapidez de una experta. De repente, se la imaginó ataviada con un vestido de gran escote mientras repartía las cartas en un salón del oeste, sentada en el regazo de un vaquero. Desterró la imagen y se concentró en las cartas.
—Habla la que reparte. Jugamos a five card stud. Se apuesta primero.
Quinn frunció el ceño.
—¿Qué apostamos? —quiso saber.
—Ya te he dicho que dinero.
—¿Le digo al mayordomo que abra la caja fuerte? ¿O nos apostamos las joyas de la familia?
—Qué graciosa. ¿No tienes dinero suelto por ahí?
Quinn esbozó una sonrisa.
—Lo siento. Solo llevo billetes de cien.
—Ah.
Rachel pareció tan desilusionada que Quinn acabó riéndose.
—¿Qué te parece si nos apostamos algo más interesante?
—No pienso jugar al strip póquer.
—Me refería a favores.
La vio morderse el labio inferior. El gesto le provocó una oleada de placer.
—¿Qué tipo de favores? —le preguntó la morena.
—La primera que gane tres manos seguidas consigue un favor de la otra. Se puede usar en cualquier momento, como si fuera un vale de compra.
Rachel la miró con genuino interés.
—¿Se podrá utilizar para cualquier cosa? ¿No hay restricciones?
—No hay restricciones.
El desafío la conquistó como a cualquier jugador que hubiera olfateado una buena apuesta. Quinn presintió su victoria antes incluso de que Rachel accediera. Cuando asintió con la cabeza, estuvo a punto de relamerse los labios, porque de esa manera por fin lograría hacerse con el control de ese matrimonio durante los próximos meses.
Rachel repartía. Al ver sus cartas, Quinn estuvo a punto de echarse a reír, ya que suponía cuál sería el resultado, pero se negó a ser clemente. Rachel desechó una carta y agarró otra.
Quinn mostró las suyas.
—Full.
—Pareja de jotas. Te toca.
Quinn le reconoció el mérito. Rachel no cedía y mantenía sus emociones bajo llave. Supuso que fue su padre quien la enseñó a jugar y, de no ser por su maestría con las cartas, la morena le habría resultado un rival difícil de vencer. En esa mano Rachel le mostró una pareja de ases, pero se rindió a su trío de cuatros.
—Una mano más —anunció Quinn.
—Sé contar. Me toca repartir. —Sus dedos volaron sobre las cartas—. ¿Dónde aprendiste a jugar al póquer?
Quinn observaba sus cartas con expresión neutra.
—Tenía un colega que organizaba una partida semanal. Era una buena excusa para beber y eso.
—Pues te sale más el ajedrez.
Quinn desechó una carta y agarró otra.
—También se me da bien.
Rachel soltó un resoplido muy poco femenino.
—Enséñamelas.
La morena le mostró su escalera con expresión triunfal.
Quinn casi sintió lástima. Casi.
—Buena mano —comentó con una sonrisa engreída—. Pero no lo bastante. —Le mostró un póquer de ases, tras lo cual estiró las piernas al frente y apoyó la espalda en el sofá—. Eso sí, lo has intentado.
Rachel contempló sus cartas, boquiabierta.
—La probabilidad de conseguir un póquer de ases jugando al five card stud es… ¡Madre mía, has hecho trampas!
Quinn meneó la cabeza al tiempo que chasqueaba la lengua.
—Vamos, Rach, suponía que serías mejor competidora. ¿Sigues siendo una mala perdedora? En cuanto a mi favor…
Quinn se preguntó si le estaría saliendo humo de verdad por las orejas a Rachel.
—Nadie es capaz de conseguir un póquer de ases a menos que dé un cambiazo con las cartas. ¡No me mientas, porque yo había pensado en hacer eso mismo!
—No me acuses de algo que no puedes demostrar.
—Has hecho trampas —insistió, con un deje asombrado y espantado a la vez—. Me mentiste en la noche de bodas.
Quinn resopló.
—Si no quieres pagar la deuda, dilo. Típico de una mujer caprichosa… no sabes perder.
Rachel se retorció, furiosa.
—Eres una tramposa, Quinn Fabray.
—Demuéstralo.
—Lo haré.
Y con esas palabras se lanzó a sus brazos, por encima de la mesa auxiliar.
Quinn se quedó sin aire en los pulmones al sentir el impacto de su cuerpo y acabó tumbada sobre la alfombra, mientras ella introducía una mano en las mangas de su playera en busca de las cartas que sospechaba que había escondido.
Quinn gruñó, asaltada por el roce de ese cuerpo sobre el suyo, si bien lo único que quería Rachel era encontrar la evidencia de que había hecho trampas. Intentó quitársela de encima, pero en ese momento la morena comenzó a rebuscar en el bolsillo de la playera , arrancándole una carcajada. Al escucharse, cayó en la cuenta de que esa mujer la había hecho reír durante la pasada semana más de lo que se había reído desde que era pequeña. Al sentir sus dedos en los bolsillos del pantalón, pensó que, si seguía buscando, acabaría encontrando algo mojado. La carcajada se convirtió en un retortijón en las entrañas y de repente giró sobre el suelo llevándola consigo y la inmovilizó con su cuerpo, atrapándole las manos junto a la cabeza.
Durante la refriega, Rachel había perdido el pasador del pelo. Sus rizos californianos le ocultaban parte de la cara. Esos ojos marrones la contemplaban, furiosos, entre el pelo, destilando un desdén engreído que solo ella era capaz de sentir después de haberla arrojado al suelo en primer lugar para afrontarla.
Sus pechos, libres ya que no llevaba sujetador, subían y bajaban, tensando la sudadera. Tenían las piernas entrelazadas y la morena había separado un poco los muslos.
Quinn descubrió que estaba en un buen lío.
—Sé que tenías las cartas escondidas. Admítelo y ya está, para que podamos olvidar lo que ha pasado.
—Estás loca, ¿lo sabes? —murmuró Quinn—. ¿Es que no sopesas las consecuencias de tus actos? —La vio hacer un mohín con el labio inferior y soltar el aire con fuerza. Los rizos cayeron por fin hacia un lado, despejándole los ojos—. No he hecho trampas. —El mohín siguió en su sitio. Quinn soltó un despesperio y le aferró las muñecas con más fuerza al tiempo que la ponía roja por obligarla a desearla y por no ser consciente del efecto que tenía sobre ella—. Rachel, ya no somos niñas. La próxima vez que tires a una chica al suelo, prepárate para lo que suceda después.
—¿Te crees Clint Eastwood o qué? ¿Ahora vas a decirme algo así como: «Anda, alégrame el día»?
El calor que sentía en la entrepierna se le subió la cabeza, ofuscándola hasta que solo fue capaz de pensar en la cálida humedad de su boca y en la suavidad del cuerpo que tenía debajo. Ansiaba estar desnuda con ella entre las sábanas revueltas; sin embargo, Rachel la trataba como si fuera una irritante hermana mayor. Pero eso no era lo peor. La morena era su mujer. La idea la atormentaba. Algún instinto atávico y troglodita se apoderó de ella, instándola a hacerla suya. Por ley, ya le pertenecía.
Y esa noche era su noche de bodas.
Rachel la retaba a convertir su ira en deseo, a sentir sus labios húmedos y trémulos bajo los suyos, mientras se rendía a la pasión. La lógica que la había llevado a redactar una lista, a trazar un plan y a declarar que sería un matrimonio de conveniencia acabó arrojada por la borda.
Decidió hacer suya a su mujer.
Rachel sintió que la chica que tenía encima estaba totalmente tensa. Hasta ese momento se encontraba tan pendiente de la discusión que mantenían que se le había olvidado que la había inmovilizado contra el suelo. Abrió la boca para soltar una bordería sobre la sumisión, pero se detuvo.
Y la miró a los ojos. En ese momento contuvo el aliento.
«¡Ay, Dios!», pensó.
El deseo sexual fluía entre ellas cual tornado que ganaba velocidad y fuerza a cada segundo que pasaba. Esos ojos avellana la miraban con un brillo ardiente. Con una expresión entre el deseo y la ira. Se percató de que Quinn estaba apoyada entre sus muslos y de que sus labios se encontraban a escasos centímetros de los suyos, si bien tenía el torso elevado para aprisionarle las manos. La situación había perdido el tinte de broma fraternal. Tampoco parecía típica de dos amigas ni de dos socias. Lo que quedaba era el deseo entre doa chicas, y Rachel se sintió arrastrada al torbellino por las necesidades de su cuerpo.
—¿Quinn? —dijo con voz ronca, titubeante.
Sintió los pezones endurecidos, tensando la tela de la sudadera. Los ojos avellana de Quinn recorrieron su cara, sus pechos y la parte de su abdomen que quedaba expuesta. La tensión entre ellas resultaba casi insoportable. La vio inclinar la cabeza. El roce de su aliento le acarició los labios mientras decía.
—Esto no significa nada.
Su cuerpo contradijo dichas palabras en cuanto se apoderó de sus labios con un ansia feroz. Al instante y sin delicadeza, le introdujo la lengua en la boca, dispuesta a explorar su interior. Rachel sintió que se le nublaba la razón, atrapada entre el escozor que le había provocado el comentario y el placer que la recorría en oleadas. Le aferró las manos con fuerza y se dejó llevar, arrastrada por el deseo y el vino. Levantó las caderas para acogerlo entre los muslos y frotó los pechos contra los suyos.
Había perdido el control en apenas unos segundos. El vacío desolador de los últimos años fue sustituido por el sabor, las caricias y el olor de Quinn.
Le devolvió el beso con pasión, introduciéndole también la lengua en la boca, y soltó un gemido ronco. La rubia le soltó las manos para acariciarle el abdomen y ascender en busca de sus pechos. Sintió que los pezones se le endurecían aún más cuando le levantó la sudadera. El fuego que ardía en esos ojos avellana mientras contemplaba sus pechos estuvo a punto de abrasarla. Tras acariciarle un pezón con un pulgar, arrancándole un grito, lo vio inclinar la cabeza. Era el momento de la verdad. Si la besaba de nuevo, se rendiría. Su cuerpo lo deseaba y no encontraba objeción alguna para detener lo que estaba sucediendo.
Alguien llamó al timbre.
El sonido reverberó por las paredes. Quinn se incorporó y se separó de ella al instante, como si fuera un político descubierto con las manos en la masa, murmurando algunas palabrotas que Rachel ni siquiera sabía que existían.
—¿Estás bien? —le preguntó la rubia.
Rachel parpadeó al presenciar el recatado comportamiento de una chica que poco antes había estado a punto de arrancarle la ropa. La observó acomodarse despacio la playera mientras esperaba a que ella le respondiera. Parecía no estar afectada en absoluto por lo sucedido. Tal como ocurrió después de que la besara en casa de sus padres.
La pesada comida le revolvió el estómago, y se vio obligada a luchar contra las náuseas. Respiró hondo, tal como le habían enseñado a hacer en las clases de yoga, y se sentó al tiempo que se bajaba la sudadera.
—Claro. Abre la puerta.
Quinn la observó un instante, como si estuviera decidiendo si se fiaba o no de su fachada, tras lo cual asintió con la cabeza y salió de la estancia.
Rachel se llevó los dedos a los labios y trató de recuperar la compostura. Había cometido un error garrafal. Obviamente, su reciente celibato había hecho estragos en sus hormonas, listas para revolucionarse en cuanto una chica la tocara. El último comentario de Quinn pasó por su cabeza a modo de mordaz colofón.
«Esto no significa nada.»
Escuchó que alguien hablaba en el pasillo. Acto seguido, una latina con unas piernas larguísimas entró en el salón con total confianza, como si conociera bien la casa. Rachel observó en ese momento a una de las mujeres más hermosas que había visto en la vida… y que a todas luces era la ex de Quinn.
Sus interminables piernas, que ascendían desde los altísimos zapatos negros de tacón, estaban enfundadas en unos pantalones de seda. Llevaba un cinturón plateado en torno a sus delgadas caderas y una camisa ceñida a sus grandes pechos con escote de pico que dejaba al descubierto la parte superior de sus hombros. Una larga melena negra perfectamente ondulada le caía por la espalda.
Ni un solo rizo encrespado a la vista. Sus ojos eran de un asombroso negro y estaban rodeados por espesas pestañas negras. Tenía los labios voluptuosos y los pómulos afilados, lo que le confería una elegancia serena. Tras echar un vistazo por el salón, sus ojos se clavaron en Rachel.
En ese momento supo que iba a vomitar.
La diosa se volvió hacia Quinn con expresión arrepentida. Hasta su voz tenía un deje erótico cuando dijo.
—Es que tenía que conocer a ella.
Rachel comprendió con espanto que Santana López no solo se acostaba con Quinn, sino que también sentía algo por ella. La miró de mujer a mujer, y la expresión dolida que rondaba sus ojos le reprochó que le hubiera robado a su chica. En parte, Rachel contemplaba la escena como si estuviera viéndola desde fuera, y le resultó graciosa. Era como ver un episodio de un reality show de televisión. Al menos no se trataba de The L World, pensó aliviada. Al ver que sus pensamientos tomaban un camino desquiciado, se aferró como pudo a la poca cordura que le quedaba.
Se puso en pie y miró fijamente a la escuálida diosa que la observaba desde la ventaja que le otorgaba la diferencia de altura. Tras esforzarse por recuperar la compostura, fingió mentalmente que llevaba ropa de verdad y no un atuendo más apropiado para un gimnasio.
—Lo entiendo —replicó con formalidad.
—Santana, ¿cómo has conseguido burlar las medidas de seguridad?
Las ondas inmaculadas se deslizaron sobre un hombro cuando Santana extendió un brazo para entregarle algo a Quinn.
—Todavía tengo la llave y el código de acceso. Después de que me dijeras que ibas a casarte… bueno, las cosas se pusieron bastante interesantes.
Esas palabras aguijonearon la sensible piel de Rachel. Al cuerno con todo. Se negaba a que Quinn continuara manteniendo una relación en la sombra cuando habían firmado un contrato. Por tanto, necesitaba fingir que era una esposa posesiva. Tragó saliva con fuerza y se obligó a regalarle una sonrisa serena a su adversaria.
—Santana, siento mucho que nuestra decisión te haya hecho daño. La verdad es que todo ha sucedido muy rápido. —Tras esas palabras, soltó una carcajada y se interpuso entre Quinn y la modelo
—. Nos conocemos desde hace años y cuando nos encontramos de nuevo, fue como un vendaval. — Fingió mirar con adoración a su flamante esposa, aunque le picaban los dedos por el deseo de estamparle un puñetazo. Quinn le rodeó la cintura con los brazos y la morena sintió su calor corporal a través de los leggins—. Debo pedirte que te marches. Es nuestra noche de bodas.
Santana las observó con expresión calculadora.
—Es raro que no hayan ido a algún sitio más… romántico.
Quinn salvó a Rachel en esa ocasión.
—El trabajo me reclama, así que hemos pospuesto el viaje.
La latina dijo con voz cortante.
—Vale. Me voy. Necesitaba ver con mis propios ojos por quién me habías dejado. —Su expresión dejó bien claro que no comprendía la decisión de Quinn—. Estaré un tiempo fuera de la ciudad. Me he comprometido a ayudar en un proyecto de reconstrucción en Haití.
«¡Madre del amor hermoso!», pensó Rachel. ¡Participaba en causas humanitarias! Esa mujer era físicamente perfecta, tenía dinero y ayudaba a los demás. Sintió que se le caía el alma a los pies.
Santana se volvió y reparó en la baraja de cartas.
—Mmm… siempre me ha encantado jugar a las cartas. Pero no lo veo muy apropiado para una noche de bodas.
No les dejó opción de replicar. Con la elegancia de una cobra, salió por la puerta sin echar la vista atrás.
Rachel se alejó de Quinn en cuanto escuchó el clic de la puerta de entrada. En la estancia reinaba un silencio tenso, si bien su cabeza era un hervidero de pensamientos.
—Lo siento, Rachel. No la creía capaz de aparecer de repente en mi casa.
La pregunta surgió del fondo de su alma. Aunque se juró que no le preguntaría, la breve y sangrienta batalla acabó antes de empezar siquiera. De modo que le soltó.
—¿Por qué te has casado conmigo y no con ella?
Comparada con Santana, ella salía perdiendo en todas las facetas. La novia de Quinn era hermosa, elegante y escuálida. Su forma de hablar denotaba que era inteligente, colaboraba con causas humanitarias y se había comportado con mucha clase para ser una mujer despechada. Además, era obvio que quería a Quinn. ¿Por qué le había hecho daño de esa forma?
La rubia se alejó de ella.
—Eso da igual —le respondió con frialdad.
—Necesito saberlo.
Rachel sintió un gélido escalofrío por la espalda al ver su expresión decidida. Quinn acababa de alzar sus defensas y de repente ella se encontró con una chica carente de emociones y de sentimientos.
—Porque quería más de lo que yo podía darle. Quería sentar la cabeza y formar una familia.
Rachel retrocedió un paso.
—Y ¿qué tiene eso de malo?
—Se lo dejé muy claro desde el principio. No mantengo relaciones permanentes. Nunca he querido tener hijos y jamás seré el tipo de chica que sienta la cabeza para formar una familia. Me lo prometí hace muchos años. —Hizo una pausa—. Por eso me casé contigo.
Rachel sintió que todo le daba vueltas cuando por fin comprendió el alcance de esas palabras. Su esposa podía experimentar arrebatos de pasión. Sus caricias podían ser ardientes y sus labios, abrasadores, pero su corazón era de piedra. Jamás permitiría que una mujer la conquistara. Estaba demasiado herida como para arriesgarse. De alguna forma, sus padres la habían convencido de que el amor no existía. Aunque vislumbrara un débil rayo de esperanza, Quinn no creía en los finales felices. Sólo veía a los niños como víctimas, y una vida de sufrimiento.
¿Cómo podría una mujer luchar contra semejante convicción con la esperanza de ganar? La necesidad de Quinn de contraer un matrimonio de conveniencia le resultó perfectamente razonable.
—¿Estás bien? —le preguntó la rubia.
Rachel decidió acabar la noche haciendo un mutis espectacular. Quinn Fabray podría romperle el corazón. De nuevo. Necesitaba mantener una actitud fría y práctica para salvaguardar su orgullo. Y debía mantener las distancias en todo momento. Logró componer una expresión serena y ocultó el dolor en lo más hondo de sí misma, hasta que se convirtió en una pequeña bola albergada en su estómago.
—Deja de preguntarme si estoy bien. Por supuesto que estoy bien. Pero ni se te ocurra pensar que puedes ir a echarle un acostón rápido a tu ex. Tenemos un trato.
La expresión de Quinn se volvió tensa.
—Te di mi palabra, ¿recuerdas?
—También haces trampas al póquer.
El recuerdo de la desastrosa partida de póquer hizo que la consumiera la humillación. Quinn cambió el peso del cuerpo de un pie a otro mientras se pasaba las manos por el pelo. Rachel supo que estaba a punto de soltarle el sermón.
—Sobre lo que ha pasado…
En ese momento la interrumpió con una carcajada digna de un premio de la Academia.
—¡Madre mía! No me dirás que vamos a tener una conversación sobre eso, ¿verdad? —Puso los ojos en blanco—. Quinn, escúchame, debo confesar una cosa. Sí, el nuestro es un matrimonio de conveniencia, pero resulta que hasta hace poco iba vestida de novia y es nuestra noche de bodas y…—Levantó las manos en señal de rendición—. Me dejé llevar por todo ese rollo. Y como tú estabas disponible… En fin.
—¿Disponible?
—Bueno, quiero decir que estabas a mano. No ha significado nada, así que vamos a correr un tupido velo, ¿te parece?
Quinn la observó con los ojos entrecerrados, deteniéndose en cada uno de sus rasgos faciales. El tictac del reloj era lo único que se escuchaba mientras la morena esperaba. Atisbó una emoción extraña en esos ojos avellana y juraría que acabó mirándola con arrepentimiento.
Debió de tratarse de un efecto extraño de la luz.
Al cabo de un momento, Quinn asintió con la cabeza.
—Le echaremos la culpa al vino, a la luna llena o a lo que sea.
Rachel se volvió.
—Me voy a la cama. Es tarde.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
Rachel subió la escalinata y, una vez en su dormitorio, se metió bajo las sábanas sin lavarse los dientes ni la cara, y sin ponerse el pijama. Se subió el edredón hasta la barbilla, enterró la cara en la almohada y se rindió al sueño, un lugar donde no tenía que pensar ni sentir, un lugar donde nadie le hacía daño.
Quinn mantuvo la vista clavada en la escalinata. El vacío palpitaba en su interior y no sabía por qué. Se sirvió el resto del vino en la copa, ajustó el volumen de la música y se acomodó en el sofá. La música la envolvió y la relajó.
El error que había estado a punto de cometer la torturaba. De no ser por la aparición de Santana, Rachel estaría en su cama. Y adiós al matrimonio sin complicaciones.
«Imbécil», se dijo.
¿Desde cuándo permitía que el deseo por una mujer trastocara sus planes? Ni siquiera cuando rondaba a Santana antes de que su relación se volviera más íntima le preocupaba el resultado. Su objetivo era claro y necesario. Sin embargo, eso no había bastado para detenerla después de saborear a Rachel Berry. Una mujer que destruía su mente, la hacía reír y la tentaba con las delicias de su cuerpo sin la menor manipulación. Era distinta de todas las mujeres que había conocido a lo largo de su vida y quería seguir manteniéndola en la categoría de amiga. Era la mejor amiga de su hermana.
Quería reírse al recordar su pasado en común y vivir en armonía durante el año estipulado antes de decirle adiós con cordialidad.
Y durante la primera noche había estado a punto de arrancarle la sudadera.
Apuró el vino y apagó la música. Ya lo solucionaría. Rachel había admitido que solo quería un cuerpo dispuesto en la cama. Era obvio que no se sentía atraída por ella. Posiblemente había bebido demasiado vino y había acabado atrapada en la fantasía de la boda. Tal como había admitido. Solo quería el dinero, pero echaba de menos el sexo.
Su testaruda mente insistía en decirle que Rachel no podía reaccionar de esa forma tan apasionada con todas las chicas que la tocaban. Sin embargo, decidió hacer caso omiso de las señales de advertencia, abandonó el sofá y subió para acostarse en su propia cama.
