Todos los personajes pertenecen a Stephenie Meyer. La historia es completamente de la maravillosa Judy Christenberry, yo solo hago la adaptación. Pueden encontrar disponible todos los libros de Judy en línea (Amazon principalmente) o librerías. ¡Es autora de historias maravillosas! Todos mis medios de contacto (Facebook y antigua cuenta de Wattpad) se encuentran en mi perfil.


De nuevo en la carretera, Isabella parecía encontrarse mejor después de la comida. Sin embargo, se había vuelto a negar a que él le relevase al volante.

Qué mujer tan obstinada. Pero, al menos, le había perdonado lo del beso. Su mirada se clavó en los labios de ella, especialmente en el generoso labio inferior que había saboreado hacía unas horas. Era maravillosamente suave, incitante. En realidad, le había sorprendido que Isabella no hubiera hecho una escena.

Debía ser demasiado educada para montar un es cándalo en público. En eso, también, se diferenciaba mucho de Jessica. A su ex esposa le encantaba llamar la atención, aunque fuera con una discusión. Se consideraba una diva.

—¿Crías ganado vacuno en el rancho?

Edward la miró con sorpresa. No habían hablado de cosas personales en todo el viaje.

—Sí, tengo una manada de Charoláis.

—Ah. Creía que quizá criaras caballos. Hay algunos ranchos de cría de caballos en los alrededores de Apache.

—Sí, también crío caballos. En realidad, lo que más me interesa son los caballos, pero como tenemos mucho terreno, me daba pena desperdiciarlo.

Y a Carlisle le encantaba el vacuno. Como bonificación, el año anterior le había regalado a Carlisle unos cuantos sementales para que criara su propio ganado. Con la marca de Carlisle, las dos manadas pastaban jun tas.

—¿Qué clase de caballos?

—De carga.

No le interesaban los caballos de muestra. Le gustaban los de carga, indispensables para las operaciones de rancho. Carlisle y él los entrenaban y ya se estaban dando a conocer.

Isabella le hizo unas preguntas más, demostrándole sus conocimientos en aquel campo. Edward, por su par te, empezó a relajarse y a hablarle de sus planes para el futuro.

—Eh, me parece que te estoy aburriendo —dijo Edward después de unos minutos.

—No, en absoluto. Me recuerdas mucho a mi padre y a mis hermanos. Ellos solo piensan en el rancho.

—Y en dar órdenes a su hermana pequeña, ¿no?

—Sí, eso también —Isabella sonrió—. Ahora que llevo un año y medio fuera, supongo que tienen más tiempo para trabajar.

—Apuesto a que ya han perdido la costumbre de mangonearte y que vas a sentirte muy libre cuando llegues.

Isabella suspiró.

—Ojalá. Pero me temo que son mandones de nacimiento; eso, o lo han aprendido de mi padre.

—¿Están todos solteros?

—Todos excepto Mike. Mike se marchó a Texas hace dos años y se casó con su jefa. Lauren es maravillosa. Fue ella quien me animó a independizarme.

—¿Dices que se casó con su jefa? ¿No lo encontró un poco... incómodo? —Edward no podía imaginar ser empleado de una mujer y casarse con ella.

Isabella sonrió traviesamente.

—Eso es lo que decían mis otros hermanos. Pero Mike se asoció con ella. Son muy felices.

A Edward le sonó el nombre del hermano de Isabella.

—¿En qué parte de Texas vive?

—Cerca de las cataratas de Wichita. A solo un par de horas en coche de nuestro rancho.

—He estado en un rancho de esa zona. En el rancho de Jed Davis. Fui a hablar con él sobre el entrena miento de caballos.

Isabella esbozó una radiante sonrisa, y Edward contuvo la respiración. La sonrisa le dejó sin habla.

—¡Ese es el cuñado de Lauren! El marido de su hermana menor, Beth. Qué pequeño es el mundo, ¿ver dad? Mike y Lauren viven prácticamente al lado.

—Sí, el mundo es un pañuelo —dijo él, incapaz de pensar en algo más original cuando todavía estaba bajo la influencia de esa sonrisa.

—Beth y Jed tienen un niño de tres años, y Lauren me ha dicho que Beth está otra vez embarazada. Y la otra hermana de Lauren, Melissa, y su marido, Rob, también tienen un niño, un poco más pequeño. Y Lauren y Mike tienen una niña. Deberías ver a Mike con su hija, le tiene tonto, igual que Lauren.

Isabella lanzó un suspiro de satisfacción.

—Cuando fui allí, el hijo de Jed casi no andaba.

—Ha crecido bastante. Y tiene muchos niños con los que jugar, incluidos los siete de Rob y Melissa.

—¿Siete? ¿Los ha tenido de tres en tres?

Edward conocía a Beth, y era bastante joven. Isabella se echó a reír, el canto de aquella risa le calentó la sangre.

—No, no se trata de eso. Rob ya tenía una hija, Terri, que ahora tiene quince años. Melissa, antes de casarse, tenía recogidas en su casa a dos niñas abandonadas por sus padres. Deberías verlas, Edward, son una preciosidad. No comprendo cómo sus padres pudieron abandonarlas. ¿Cómo se puede ser tan cruel?

—No lo sé, cielo —dijo él; pero, rápidamente, se corrigió—. Perdona, Isabella.

Isabella fingió no haberle oído, pero Edward la vio mirarlo de reojo.

—En fin, son un encanto de niñas. Y luego, sus vecinos murieron en un accidente de coche y Melissa recogió a los tres hijos huérfanos que habían dejado con el fin de evitar que los dieran en adopción por se parado. Y ahora, ella y Rob han tenido uno juntos.

—Son un montón de niños.

—Sí, es verdad.

Pero Edward notó la expresión de placer en el rostro de Isabella. Era evidente que quería ser madre. Otras mujeres, como Jessica, que solo pensaban en sí mismas, no deberían tener hijos.

Edward se aclaró la garganta.

—¿Tú quieres tener una familia numerosa?

Isabella le lanzó otra mirada de soslayo.

—Sí. —respondió ella alzando la barbilla, como si temiera que él fuera a objetar.

—¿En Chicago?

Transcurrieron unos minutos y Edward se preguntó si había vuelto a equivocarse con la pregunta. Por fin, Isabella respondió:

—Eso depende de con quién me case y... adonde me lleve mi trabajo.

—¿De qué clase de trabajo estás hablando? ¿En qué trabajas en Chicago?

—Soy ayudante de compras en Bloomingdale, en el departamento de artículos para el hogar.

—¿No te han puesto en el departamento de ropa? Tienes el aspecto perfecto para ello.

O quizá no. Aunque Isabella tenía un cuerpo precioso, desde el punto de vista de un hombre, con mu chas curvas, Isabella carecía de la excesiva delgadez de las modelos.

A él le encantaban esas curvas, le volvían loco... De repente, interceptó la mirada furiosa que Isabella le lanzó.

—¿Qué?

—¿Crees que una mujer no puede cuidar de su as pecto y de una casa al mismo tiempo?

—¡Eh, yo no he dicho eso! —protestó Edward al instante—. Lo que he querido decir es... que pareces saber mucho de la moda.

—¿Y eso cómo lo sabes?

Edward encogió los hombros.

—Te he visto ayer.

—Tengo un diploma en moda, cierto; sin embargo, en el sitio en el que trabajo, solo había una vacante en el departamento de artículos del hogar. Y necesitaba desesperadamente salir de casa.

Edward no necesitaba preguntar por qué, Isabella había dejado muy claro que su familia trataba de protegerla en exceso. Por lo tanto, a pesar de haberse criado en un rancho, era una mujer de ciudad por elección propia. Igual que Jessica, que era de un pueblo de Indiana y se fue a Nueva York en la primera oportunidad que se le presentó.

Y Isabella seguiría siendo una mujer de ciudad. Una ayudante de compras en Bloomingdale no encontraría nada que hacer en un rancho de Oklahoma.

De repente, hizo la pregunta que había querido hacer el día anterior.

—¿Quién te ha regalado ese anillo?

Ella lo miró con sorpresa.

—Me lo regalaron mis padres cuando cumplí los veintiún años. ¿Por qué?

—Por nada, simple curiosidad.

Curiosidad por saber si había un hombre en su vida. Curiosidad por saber si Isabella dejaba que los hombres le hicieran regalos caros. Curiosidad por saber más sobre la vida de Isabella Swan. Por ningún motivo en especial.

Edward se recostó en el respaldo del asiento y le dijo que iba a dormirse un rato. Antes de volver a decir algo que no debiera.

Isabella se miró el reloj. Pasaban unos minutos de las seis de la tarde. Solo les quedaban un par de horas de viaje, pero no estaba segura de poder seguir conduciendo.

Miró al hombre que estaba sentado a su lado. Con la cabeza apoyada en la ventanilla, se había dormido. Volvió a mirar hacia delante.

Moviéndose en su asiento, él levantó la cabeza y se frotó el rostro.

—Vaya, me he quedado dormido. ¿Qué tal tú?

—Sintiendo envidia de ti.

—Para el coche cuando puedas y me pondré al volante.

Isabella no quería dejarle conducir, no quería darle el control. Pero, después de más de veinticuatro horas en compañía de Edward, ahora sentía que podía confiar en él.

Por lo tanto, se echó hacia la cuneta y paró el coche.

Él la miró con incredulidad.

—¿En serio vas a dejarme conducir?

—¿No has dicho que quieres?

—Sí, pero no creía que te ibas a fiar de mí.

Isabella se encogió de hombros y asintió.

Cuando abrió la puerta del coche y salió, se dio cuenta de que hacía menos frío que en la última para da que habían hecho. Aún se necesitaba abrigo, pero no helaba como en Chicago.

Ella y Edward se cruzaron fuera, detrás del coche.

—¿Estás despierto? ¿No necesitas algún tiempo para despejarte?

—No, estoy bien. No puedo creer que me haya dormido. No he dormido durante el día desde hace años.

Cuando volvieron al interior del coche, Isabella sintió caliente el asiento que él había dejado vacante. Tembló al pensar en ello.

—¿Tienes frío? —le preguntó él—. ¿Por qué no te echas por encima mi abrigo? Está en el asiento de atrás.

Isabella se mostró indecisa.

—No creo que me duerma.

—Puede que no, pero te sentirás más a gusto. O, si quieres, puedes utilizarlo como almohada.

Isabella agarró el abrigo y luego se abrochó el cinturón de seguridad. Después, Edward puso en marcha el coche y reemprendieron el camino.

Edward conducía bien. Parecía hacerlo todo bien. De bajo del abrigo, caliente, Isabella cerró los ojos. Solo quería descansar unos minutos.

Edward lanzó una mirada a Isabella. Estaba dormida. Su hermoso rostro tenía un aspecto angelical. Entonces, recordó aquella mañana, cuando se despertó. Le habría gustado ser el primero en despertar.

Pasó una señal que indicaba que faltaban treinta kilómetros para la ciudad de Oklahoma. Desde allí, solo una hora más de viaje. Sabía llegar a casa de Isabella. Hacía un rato, mientras descansaba, recordó que había visto a algunos de sus hermanos en rodeos de la zona.

Incluso, en una ocasión, había ido a su rancho a ver un caballo que estaba en venta. Lo compró. Y ahora ese caballo era uno de sus preferidos. Ese día conoció a Charlie Swan, el padre de Isabella. Era un hombre alto, fuerte y jovial; le recibió cordialmente y, como vecino, se ofreció para lo que necesitara.

Carlisle conocía a toda la familia de Isabella, decía que era buena gente.

Edward era consciente de que tenía que socializar más, Carlisle no cesaba de decirle que era demasiado joven para pasarse todo el tiempo en el rancho,

Volvió a mirar a Isabella, era una pena que fuera a volver a Chicago tan pronto. De no ser así, la invitaría a cenar, también le enseñaría su rancho. Estaba seguro de que Isabella apreciaría todo el trabajo que había realizado y que le haría preguntas pertinentes. Isabella era la mujer perfecta para un ranchero.

Pero no, Isabella se había convertido en una mujer de ciudad.

Edward tomó la carretera de tierra que conducía al rancho Swan. Ahora que habían dejado la autopista con sus luces brillantes, el interior del coche estaba a oscuras, tenía un ambiente más íntimo.

Isabella, dormida, había cambiado de postura varias veces. La última vez, se había vuelto hacia él y había apoyado la cabeza en su estómago. El contacto lo quemó y le hizo temer en el caso de que ella bajara la cabeza unos centímetros más.

Su deseo aumentaba por momentos. Durante una hora, la había tenido apoyada en su cuerpo, con una mano en el volante y la otra encima de ella.

Por fin, divisó la casa del rancho. Una luz iluminaba el terreno inmediato. La intimidad del interior del coche iba a ser vigiada. Iba a entregar a Isabella a su familia y nunca más la vería.

Sintió un profundo dolor. Bien, no le quedaba más remedio que reconocer que esa mujer lo atraía.

Pero la olvidaría.

Paró el coche delante de la puerta delantera y, antes de apagar el motor, decidió que se merecía un premio... y un adiós.

Atrayendo a Isabella hacia sí, le levantó la cabeza y le cubrió los labios con los suyos. Un beso de despedida. La sintió despertar en sus brazos, pero ella no se apartó. Por el contrario, Isabella alzó los brazos y le rodeó el cuello.

Se besaron... apasionadamente.

De repente, la puerta del coche se abrió y unas fuertes manos tiraron de él.

—¡Eh! — protestó Edward.

Al volverse, lo primero que sintió fue un puñetazo en la barbilla.

—¡Papá! —gritó Isabella, su voz penetrando el dolor de Edward.

Maravilloso. El padre de Isabella le había atacado. A pesar de querer vengarse, no podía hacerlo.

Edward sacudió la cabeza, para aclarársela, y fue cuando vio a cuatro hombres más. El de edad más avanzada, Charlie Swan, se estaba preparando para volverle a pegar.

—Papá, tú ya le has pegado, ahora déjanos a nosotros. —dijo uno de los jóvenes.

Pero Edward no estaba dispuesto a servirles de entretenimiento. Agarró la mano de Charlie, que aún le tiraba de la camisa, y se la apartó de un manotazo.

—Yo...

Iba a empezar a confesarles su intención de responder cuando Isabella lo interrumpió:

—¡Como lo toquéis, vas a tener que véroslas con migo! —gritó ella furiosa.

Isabella salió del coche y se plantó delante de él.

Edward le puso las manos en los hombros con el fin de apartarla de la zona de peligro; sin embargo, ella se volvió y se enfrentó a él también.

—¿Qué haces?

—Estoy intentando que estos maníacos no te peguen. —contestó Edward.

Edward giró media vuelta.

—Estos maníacos son mi familia. A mí no van a pegarme.

—Puede que no te demos un puñetazo, señorita —declaró Charlie—, pero puede que te caliente el trasero.

Edward la sintió ponerse tensa al oír las palabras de su padre.

—Señor Swan... —empezó a decir él, sin saber cómo continuar.

Había supuesto que Isabella exageraba al hablar del comportamiento de sus hermanos y su padre, pero ahora ya no estaba tan seguro.

—Ahora mismo nos encargaremos de usted —le espetó Charlie—. Isabella, entra en casa.

Ese hombre esperaba obediencia inmediata. Sin embargo, Isabella no se movió.

—No. —respondió ella con firmeza.

—Jovencita, ¿no me has oído? Entra en casa ahora mismo. No quiero que presencies lo que va a ocurrir aquí.

—Lo que va a ocurrir, papá, es que voy a meterme en el coche y voy a volver a Chicago ahora mismo. Y me voy a llevar a Edward.

—¡Pero si acabas de llegar!

—Sí, pero no tiene sentido que me quede después de este recibimiento.

Edward notó tristeza en su voz. Al momento, se vio sobrecogido por un indescriptible deseo de tomarla en sus brazos y decirle... ¿qué? No sabía qué decirle.

—¿Acaso esperas que felicite a este sinvergüenza por seducir a mi pequeña, por aprovecharse de ti? Te dije que tuvieras cuidado en Chicago. ¡Uno no puede fiarse de estos hombres de ciudad!

Isabella demostró que no necesitaba el consuelo de Edward. Se plantó las manos en las caderas y le ladró a su padre:

—¡Este hombre de ciudad vive en Apache! ¡Y lo único que ha hecho es besarme! ¿Desde cuándo es eso un delito? ¿Vas a decirme que has atacado a todas las mujeres a las que tus hijos han besado? Porque, en ese caso, no quedaría ni una mujer sana en este condado.

—Isabella, vamos, no me grites. —le ordenó su padre.

Pero Edward notó vacilación en su voz.

—Solo estoy gritando porque tú lo estás haciendo. Cuando estés dispuesto a hablar en tono razonable, lo haré yo también. Pero no voy a permitir que me faltes al respetó y tampoco voy a permitir que golpees al pobre de Edward.

¿Al pobre de Edward? Eso no le gustó.

—Eh, Isabella, gracias, pero sé defenderme yo solo. No necesito que me protejas.

Isabella volvió a darse la vuelta.

—No te pongas gallito conmigo, Edward Masen. ¡Esto es ridículo!

—¿Edward? ¿Edward Masen? —preguntó uno de los hermanos.

Los otros se hicieron eco de sus palabras, incluso Charlie se lo quedó mirando.

—¿El Edward Masen que nos compró el caballo?

—Sí, soy yo. —respondió Edward.

—¿Qué estás haciendo con Bella? —preguntó Emmett Swan.

—¿Les importaría esperar a que me ponga la chaqueta antes de seguir con esta conversación? —preguntó Edward.

Se había levantado viento y había notado que Isabella estaba temblando.

—Vamos adentro, Edward —dijo Isabella—. Pero no es necesario que les des ninguna explicación a estos animales.

Isabella agarró su abrigó de las manos de Edward y se lo puso.

—Eh, pequeña, no creas que te vamos a permitir esos aires de ciudad en la casa —dijo Charlie aún irrita do—. No sé qué es lo que haces en Chicago; pero aquí, en casa, las reglas son distintas.

—¿Y besarse va en contra de las reglas? —le dijo Isabella a su padre en tono desafiante.

Edward no pudo evitar una sonrisa, Isabella era una luchadora.

—No. —le espetó su padre—. ¡Pero acostarse con un hombre sin estar casada sí lo es!


¿WHATTTTTTTT? Hahahaha estos sí que son cavernícolas y ahora entiendo porque Bella no se acerca a casa. ¿Qué clase de acusación es esa? Pffffff, de rancho tenían que ser. Espero que entre Bella y Edward los pongan en su lugar. Y miren a este Edward tan listillo, tomo su pago mientras ella dormía. Llevo la cuenta: segundo beso. Y Bella también le correspondió.

Por cierto, gracias a todas las chicas que me han dejado su review: Car Cullen Stewart Pattinson, Lu40, Twilight all my love 4 ever, Maryluna, Jade HSos, LUZ. C.C, Adriana Molina, saraipineda44, Liz Barraza, piligm, solecitonublado, Teresa vlz, Mar91, NaNYs SANZ, saraipineda44, TaTa XOXO, kasslpz, Franciscab25, Lidia Withlock, Mapi, tulgarita, Wenday, Cary, Melany, Smedina, Lore562, MajoRed, angryc, Dani Valencia, Monica, Suiza19.

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Ariam. R.


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