Capítulo 6

El Vals de los Nórdicos

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La risa era exuberante en toda la sala. Los cuernos de cabra, los tambores y los jouhikko emitían el fragoroso tema musical, deleitando a los invitados, que acompañaban la canción castiza con sus cuernos llenos de cerveza e hidromiel.

Las sillas y mesas adoptaron una forma de redondel, formando un aro y dejando un espacio grande en el medio, en la que tres parejas danzaban al son de la música, con una silente exigua que revoloteaba al público espectador en una agonía de regocijo.

Los aplausos se unieron a la danza, con una simetría entusiasmada. Las zanfonas aumentaron su melodía, estirando el júbilo a un nivel más alto; causando que más parejas, tanto añejas como jóvenes, salieran a bailar. El zapateo iracundo, las palmas y las miradas lascivas hacían que la sala entera estallara en un goce de algarabía.

En la mesa principal, los recién casados miraban expectantes aquel espectáculo. Varios vikingos osados ya habían silbado a la pareja por su ausencia en el baile. Astrid ni siquiera se había molestado en responder a sus vestigios, pero Hipo les respondió con un tímido: lo siento, más tarde tal vez.

Astrid escuchó aquella respuesta, deliberando si Hipo la invitaría a bailar más tarde. Siendo sincera consigo misma, no le veía nada de malo bailar. No era la más sagaz y habilidosa, pero se movía bien. Por inercia comenzó a galopar su pierna derecha, siguiendo el ritmo alborozo de la música, prosiguiendo a menear su cabeza de lado a lado, mientras veía a las parejas bailarinas con tanta alegría.

Hipo siguió las expresiones de Astrid como un animal persiguiendo a su presa. Por supuesto estaba muy nervioso e incómodo. Tenía a los líderes de los pueblos aliados tan cerca que podía oír la craso voz de uno de ellos alegando sandezas y boberías producto del copioso alcohol en la mesa.

Sin embargo, su atención principal la tenía Astrid. Desde el comienzo de la fiesta buscaba una forma de poder cruzar al menos un saludo. No se habían dirigido las miradas desde el beso indolente que se habían dado.

Ahora era su esposa, sí. Pero nunca contrajo amistad siquiera con la que ahora era su compañera eterna. Y eso lo estaba haciendo muy incómodo. Vio su salida en una alternativa algo intrépida y muy atrevida para los estándares de un "Hipo": invitarla a bailar.

Tragó saliva de solo pensar en esa disyuntiva tan osada. Por supuesto que le diría que no, pensó. Pero volvió a meditar en una forma suspicaz para convencerla.

Sus labios se estaban comenzando a secar. Su frente sudaba sin mesura, y sus manos no dejaban de palpitar. ¡Tenía que hacerlo ya! Solo tenía que invitarla y ya. Nada más, pensaba irritado por su cobardía.

No obstante, Astrid suspiró del cansancio y con un voy a tomar aire, se retiró de la mesa para ir por un bocado.

Hipo la miró mientras se iba. Notó una inocente molestia en el semblante de su esposa. Se maldijo a sí mismo mientras se golpeaba la cabeza por la oportunidad precaria que acababa de desperdiciar. Se preguntó el porqué de su incomodidad, presagiando que tal vez tenía un túmulo de culpa.

De golpe, se puso de pie. Iría en busca de ella y la invitaría de una buena vez.

Se excusó con la misma frase de Astrid.

—Voy por un poco de aire.

Nadie le respondió. Su padre ya estaba muy ebrio junto a los progenitores de Astrid, que tenían el mismo aspecto merluzo que su padre. El trío de vikingos reía y reía, chocando sus cuernos una y otra vez para después llevárselos a la boca.

Hipo se abrió paso y se fue en busca de su esposa. La sala estaba muy llena y el hedor a sudor ya se estaba sintiendo en gran abundancia. La empezó buscando por el comedor, donde una fila de cerveza y pescado era vorazmente consumido por los ávidos y hambrientos vikingos.

Miró hacia varias direcciones y no había señales de Astrid.

Los dioses me odian. Se dijo. Sería una noche larga.

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Movió de lado a lado su cuerno; el hidromiel giraba y giraba dentro del envase haciendo un remolino pusilánime.

Todavía sin creer que Hipo se casó con Astrid, golpeó nuevamente el banco en el que estaba sentando. Sintió un dolor somnífero y tibio, pero existente en sus nudillos; pues había golpeado desmedidamente el mueble de roble. Le ardió y, por fin, levantó su puño para apreciarlo. Su mano entera estaba enrojecida, como una candela congoja esperando estallar.

Ardía mucho. Pero nada le ardió y afligió más que ver a la Hofferson ser casada con Hipo.

Se metió un sorbo grande de cerveza a su boca. Cargó una vez más su puño para volver a arremeter contra el asiento, pero fue detenido por el contacto risueño de su compañero.

—Hey, Patán, tranquilo amigo. —interrumpió Brutacio, posando su antebrazo encima del hombro del vikingo iracundo.

—Ahora no fastidies. No estoy de humor. —escupió grosero.

—Pero si fastidiar es mi especialidad. Además, mi hermana está muy ebria, y me preguntaba si querías ser mi nuevo gemelo. Sé que no tienes el cabello rubio y tienes la cara muy ovalada, pero eso no será un problema.

Patán se limitó a gruñir. Notó el aliento repelente de alcohol en su aliento, por lo que concluyó que estaba tan ebrio como Brutilda. Se preguntó si él también tenía ese mismo aspecto tan desagradable y si diría cosas tan absurdas si conversara con alguien. Necesitaba comprobarlo. Además, quería desquitar su ira en alguien.

Ignoró al gemelo y se dirigió a la otra mesa donde estaba Heather. La pelinegra parecía estar pasiva, calmada pero a la vez perdida en un mundo remoto.

Sin previo aviso, tiró del asiento con brusquedad deliberadamente tratando de verse imponente ante la ojiverde, para luego sentarse con presteza. Su relación con Heather no era de las mejores y sinceramente no le agradaba mucho. Era muy extraña y poco amigable.

Heather levantó la comisura de sus labios casi desapercibidamente. Luego estalló en un júbilo intenso de risa.

—El gran Patán. ¿En qué puedo ayudarte? ¿Qué no es ya hora de que los nenes estén en cama? —dijo risueña.

—No me digas. ¿Y qué no la gran sub capitana debería estar con Astrid? Ah no, déjame pensar… ella te dejó, ¿verdad? Te dejó por un hipo. Qué denigrante para la gran sub capitana. —contestó, percibiendo la mirada despectiva de Heather.

Gruñó por dentro. Iba a destrozarlo si la molestaba una vez más.

—Eso no te incumbe. —dijo despectiva.

—Te ves ridícula, Heather. Tan patética como el día en que llegaste. Así que dime, ya que ambos estamos borrachos, ¿por qué no ayudaste a Astrid a salir de esta mierda?

—Vuelve a insultarme una vez más y juro que te romperé el brazo. Creo que no te bastó con la nariz, ¿verdad?. —contestó desdeñosa.

Patán se calmó un instante. Sabía que no podía jugar con la tenue paciencia de la sub capitana. Pero quería hacerlo. Ese era su objetivo. Quería hacerla ver patética y desquitar esa ira que guardaba dentro viendo cómo la mirada de Heather se retorcía de dolor pidiendo auxilio. Sólo así calmaría su ira.

—Heather, dime, ¿por qué no ayudaste a Astrid a escapar? No creas que no lo sé. Toda esta semana en el pueblo han susurrado rumores de que Astrid te pidió ayuda para huir, pero tú no se la diste. ¿Debo sentirme sorprendido? Digo, para tratarse de alguien tan tonta como tú no debería ser novedad.

—¡Qué quieres, Patán! Ya déjame sola. Solo quiero estar sola.

—Heather, Heather, Heather… la noble Heather no puede responder a una simple pregunta. Como dije, eres patética. Ahora sé porqué tu pueblo fue asesinado. Con vikingos como tú, algunos pueblos están de sobra.

—¡¡Suficiente!! —clamó. Se abalanzó contra el vikingo encimándose sobre él para golpearlo.

Algunos vikingos se acercaron y no solicitaron su ayuda al mísero Jorgenson. En vez, pidieron a la vikinga que lo siguiera torturando.

¿Cómo se había atrevido? Pensaba Heather. Cómo diablos se atrevió a hablar así de su familia y de su tribu. Los golpes no cesaban. Lo destrozaría y lo masacraría hasta que el maldito pida perdón.

—Heather, basta. —le pidió Patapez, quien se acercó apenas oyó la ovación del público cerca.

No se detendría. Jamás lo haría. No hasta que el infeliz pidiera disculpas.

—Por favor, Heather. Lo vas a matar. No puedes hacer eso.

Patapez recurrió a tomarla por los brazos pero inmediatamente dos codazos estrepitaron sus costillas, haciéndolo tambalear e inestabilizar su agarre.

Volvió a intentar pero fue inútil, la vikinga era muy fuerte. Solo los berserkers se ponían así de iracundos, rozando la demencia y pérdida de control. Pero Heather no era una, ¿verdad?.

Dos vikingos más se unieron al auxilio al ver a Patán ya muy herido. Ambos sostuvieron a Heather de ambos brazos para hacerla entrar en razón. Y funcionó.

—Ya estoy tranquila. ¡Suéltenme, es una orden! —ambos obedecieron.

Heather respiró y se marchó. Había perdido el control pero no se arrepentía. Y lo volvería a hacer si aquel atrevido volvía a ultrajar con agravios a su familia ya difunta.

Patapez la siguió hasta otro banco. Heather alzó otro cuerno y siguió bebiendo. Era lo único que la mantenía fuera de esa realidad tan absurda que parecía una pesadilla.

—¿Qué quieres, Patapez? —le preguntó al verlo sentando frente a ella.

—No crees… ¿que ya has bebido demasiado?

—Eso no te incumbe. Solo quiero beber tranquila, así que déjame en paz. Es una orden, vete.

—Si sabes que no estoy en la guardia de Berk, ¿no?. —refutó Patapez.

—¿Ah no? —dijo algo sorprendida.

—Así que básicamente tu rango no tiene jerarquía sobre mí.

—¿Entonces a qué te dedicas, a cazar ratones? —alegó con gracia.

—No exactamente. Más bien a un ámbito más forestal. Aunque también ayudo a Hipo en la herrería. Claro, de vez en cuando.

—Así que Hipo… —suspiró, tomando otro sorbo.

Patapez sintió el recelo que Heather desprendía.

—¿Odias a Hipo? —se le escapó de su boca.

—Por supuesto que no. Digo, ni siquiera lo conozco. No podría odiarlo. Es solo que… siento que es muy responsable de todo esto.

—Lo entiendo. Me alegro saber que no lo odias. Es mi mejor amigo y de verdad deseo que sea feliz con Astrid, aunque su matrimonio haya sido forzado.

—Deseo lo mismo para Astrid —respondió cansada—. Patapez, dime algo.

—¿Si…?

—¿Qué pasaría si Hipo pierde la confianza en ti? Si… algún día, él deja de hablarte por un error que cometiste.

Patapez abrió los ojos, tan expectante como un hombre anonado. Parpadeó un par de veces, titilando sus pestañas en medio de la cerveza que se derramaba sobre la mesa de al lado. Pero la verdad era que jamás pensó en aquella conjetura. Jamás. Hipo y él eran buenos amigos gracias a sus diferencias, no a su uniformidad o cosas en común que tenían.

Ambos compartían puntos de vista distintos, separados y hasta opuestos. Pero gracias a ello, se entendían.

—No tengo la menor idea. Hipo y yo no somos tan diferentes de los demás. Tenemos nuestras diferencias pero los momentos buenos llegan pronto. —dijo sonriente, aunque insatisfecho al ver que su respuesta no había aplacado la duda de Heather.

—Entiendo…

—Pero sé una cosa. Si Hipo y yo llegáramos a enojarnos, él sería el primero en tratar de arreglar las cosa.

—¿Por qué lo dices?

—Porque… porque creció así. Es una persona con un corazón frágil, pero con una voluntad muy grande. —sonrió, recordando las veces en las que Hipo trataba de aportar a su pueblo.

—Sigo sin entender. Dices que es voluntarioso, pero gracias a él estamos en este evento tan desagradable. —se llevó un sorbo a la boca. Tragó duro, esperando oír una respuesta paradójica del nervioso vikingo.

—No lo conoces… Él se esfuerza más que todos.

—¡Respuesta equivocada, amigo mío! —señaló Heather, apuntándolo con su cuerno abundante de nueva bebida—. Él no conoce a su propio pueblo. Parece ridículo, ¿no?, pero es así.

—¿De qué hablas? ¡Si cada día se esfuerza más y más…!

—¿Y a dónde lo llevó ese esfuerzo? —preguntó complacida al ver la cara mezquina de Patapez—. ¡Así es! Justo aquí. Entre la mierda.

—¿Y no es igual para Astrid? Dices que Hipo no comprende a su pueblo, pero ¿y Astrid?. —cuestionó algo cohibido, esperando alguna objeción impúdica de la ojiverde.

—Tal vez tengas razón —susurró, dejando escapar un suspiro. Tomó otro sorbo más, sintiendo el furgor de una caldera hirviendo en su estómago, acompañada del atenuante mareo de ebriedad—. ¡Pero a nosotros qué nos importa! —exclamó en júbilo, soltando carcajadas muy ruidosas, que llamaron la atención de los demás.

Patapez comenzó a pensar que sería buena idea llevarla a casa. Aunque temía que ella lo golpeara.

—Digo, estamos aquí, tú y yo, discutiendo como niños sobre quién de nuestros mejores amigos es más falso con su deber de ser jefes y con su pueblo. Creo que sería buena idea esperar. Ver qué pasa y cómo podemos ayudarlos.

Esa era la Heather que conocía. Algo que le extrañó mucho, fue justamente el vehemente estado de la vikinga. Jamás se había embriagado así. Algo tenía que haber pasado para que eso se suscitara con tanta ímpetu. Y quería ayudarla. De cualquier forma, quería hacerlo. Le gustaba mucho y por supuesto, le importaba mucho.

La miró de reojo, alzando los iris, chocando con la pared superior de sus párpados, pero esa vista era perfecta. Podía apreciarla desde ahí. Estaba jugando con su cuerno, esperando terminarlo para seguramente proceder a aumentarse más hidromiel. Sin embargo, se veía triste. Tras esa sonrisa, tras esa Heather ebria, había una chica muy herida.

—Tienes razón. Ellos son los culpables de esto. ¿Quisieras… dar una vuelta por el comedor?, debes tener hambre. Bebiste mucho y seguro te vendría bien un poco de carne. —ofreció entre titubeos, creyendo que aquellas palabras. No. Que aquella charla había sido tan inverosímil.

—Me gustaría.

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Hipo pasó el pasillo, abundante de gente tácitamente risueña, molestándolo por infame al casarse con una mujer como Astrid. No podía contrarrestar aquella refriega. Él probablemente no la merecía; más que eso, no estaba a su altura y no era un baluarte como ella. Así que entendía porqué los demás decían que no era digno.

Les sonrió sin recelo, con gentileza, como pidiendo perdón, y tartamudeó ante las murmuraciones contundentes. Siguió su paso hacia la mesa de comida, donde tragó dos porciones de pescado. Tomó un poco de agua, pues no estaba familiarizado con el alcohol. Sus pies comenzaron a menguar, llevándolo al asiento más cercano para serenarse. Tomó otro tarro de agua; se sentía algo asfixiado.

Cuando alzó la vista hacia la mesa principal no pudo evitar mirar el sitio de Astrid, vacío. Se preguntó dónde estaba, para después encarnar un deseo de bailar con ella. Quería hacerlo. La idea era muy descabellada, y aunque Astrid llegara a aceptar su ingenua petición, él no sabía bailar. Era pésimo con los pies y, sus brazos poco y nada podían coordinar ante la resonancia musical.

Suspiró por el cansancio. Quería irse ya a su hogar. Pero cuando aquella palabra se implantó ante sus pensamientos, una preocupación abundante lo atenazó.

Su hogar ya no era la casa situada en la punta de la colina. Ahora ocuparía una nueva, junto con "ella". Y no sólo eso. La cama también la compartirían y la vería todos los días en cada alba y en cada ocaso, en cada verano y en cada invierno, y cuando las hojas de otoño se tiñeran de un color cálido, ella seguiría ahí; a su lado.

Y cuando por fin la encontró entre la multitud de gente, sentada sobre una silla, apreció su rostro, tan pálido como el frívolo chispazo de la época de nevada. Además… estaba sonriendo. Ella estaba feliz. Estaba viendo el baile de los ortodoxos vikingos. Percibió entonces, que tal vez quería bailar.

Tomó un sorbo de agua más y se levantó abruptamente. Esta vez no lo pensaría. Iría hacia ella y la invitaría a bailar.

Movió sus pies hacia su dirección. Entre suspiros nerviosos, no se dio cuenta de que ya estaba frente a ella, obstruyendo su vista hacia la pista de baile. De un respingo, se apartó a un costado y se sentó a su lado. Ella lo miró con ojos expectantes, parpadeando en un bucle nebuloso de idiotez.

—Hola Astrid. Que… buena música, ¿no crees?. —dijo con nerviosismo.

—Ahh… sí, lo creo. Es muy bonita la música. —respondió con inquietud, preguntándose con qué objetivo se había acercado aquel muchacho. Por supuesto, era su esposo ahora, pero no le había dirigido ni una sola palabra desde aquel beso.

—Y… cómo estás. Digo, supongo que estás bien, eres, bueno eres Astrid. Solo que… hmm… —solo dilo y ya. Pídeselo. Se repetía en su cabeza.

—Hipo, ¿estás bien?. Suenas muy raro, más de lo normal. —citó con tranquilidad.

Hipo suspiró dejando escapar aquellos deseos tan inverosímiles. Se rindió. No tenía el valor para pedírselo. Y aún no conocía el porqué. Podía ser cobarde y débil, pero jamás dimitía de sus decisiones. Eso lo había llevado a ser Hipo el causa problemas.

—Tienes razón, estoy algo raro. Muy raro. Demasiado. Es solo que…

—Lo entiendo —cortó Astrid—. También me siento así. —dijo con pesadez, viendo el regocijo con el que bailaban las parejas.

—¿También? —inquirió Hipo.

—Sí. Supongo es normal. —respondió sin mirarlo y cortante. No quería estar ahí con él.

—Entonces… veo que te gusta la música. Es muy bueno. Somos vikingos, ¿no? Bailamos y bebemos.

Astrid empezó a perder la paciencia. Si se había alejado de la mesa era para no tener que estar cerca de él.

—Supongo. —respondió Astrid tajante, esperando que se fuera de una vez.

—Otra vez soné raro, ¿verdad?. Empecemos de nuevo, hola Astrid, quiero…

—Hipo… por favor aléjate. —le pidió, sosegada, pero con una voz ahogada—. Por favor.

El castaño oyó bien. Vacilante ante las palabras tan repentinas, no hizo caso. Se quedó allí, aguardando alguna otra palabra de Astrid. ¿Qué había hecho mal ahora? No lo sabía pero seguramente tenía la culpa. Siempre la tenía. Ni siquiera lo miraba; era como si ella se ocultara de él y mirara hacia otro lado apropósito, como ocultando su mirada.

—Duele. Me lastimas con solo tenerte cerca —mencionó Astrid, apretando los rótulos de sus pies con una fuerza inhumana—. Sé que no es tu culpa, pero ahora eres… eres mi esposo. Creí que después de decir el "sí" ante los dioses, mejoraría, que al menos te podría ver a los ojos. Pero no puedo. No por ahora. —le comentó Astrid, desenfocada del panorama de Hipo.

Hipo logró ver, exiguamente, cómo unas ligeras lágrimas se acumulaban en los ojos azules de su esposa. Estaba llorando. Astrid Hofferson estaba llorando. La capitana de la guardia de Berk estaba llorando.

No respondió más. Se levantó de la silla y se retiró, no sin antes escuchar un débil susurro de la voz cándida de Astrid.

—Gracias…

Salió del lugar hacia uno de los bordes del salón. En solitario, se sentó ahí meditando las palabras palpitantes de su esposa. Las lágrimas… y el dolor que había sentido emanar de ella; todo en un conexo mar de emociones afligidas. Y por más que ella se lo había pedido, no quería alejarse de ella ahora.

Por primera vez después de cinco años, aquella rebeldía de desobediencia, volvió.

¿Por qué? Porque quería ayudarla. Porque se sentía culpable aunque ella misma le había dicho que no lo era. Porque era su deber cuidarla desde ahora a pesar del tenue e inanimado sentimiento que había entre ambos. Porque sabía lo que se sentía, sabía del dolor suplicante que estaba guardando Astrid y que no expondría por miedo a ser juzgada. Lo sabía perfectamente.

Él era ingenioso e innovador. Asimiló aquellas cualidades desde que se dedicó netamente a la forja. Debía orquestar alguna idea para poder ayudarla. Deseaba que no se sintiera miserable y atrapada solo porque estaban casados. Quería decirle que nada tenía que cambiar, que todo seguiría igual y que él jamás le exigiría nada.

Entre el efímero tarro de agua que sostenía, ideó un plan muy atrevido. Pero que podía funcionar para transmitirle a Astrid aquel sentimiento aprovechando la delicada y menguante alegría que mostraba su esposa ante la danza.

Nuevamente suspiró. Se puso de pie, y fue hacia ella.

Seguía ahí, sentada y mirando el baile revoltoso de los protagonistas. Frenó su paso al menos unas cinco veces repitiéndose su plan una y otra vez para evitar confusiones en el momento solemne.

Llegó nuevamente a su lado. Y sin previo aviso, se sentó a su lado nuevamente. Astrid giró su cabeza al sentir su presencia, y un bufido ambiguo salió de ella. Pasó un segundo mirándolo para después azotar el viento con un brusco movimiento para no mirarlo más. Lo había ignorado.

No me esperaba eso, se dijo Hipo. Se suponía que esperaba una refutación de su esposa exigiendo que se fuera para iniciar la conversación. Y lamentablemente no tenía un plan B. Pero no había llegado tan lejos para dimitir ahora, se dijo.

—Astrid —la llamó—. Quieres… quieres bailar conmigo. —preguntó. Ella ni siquiera respingó ante la pregunta y tampoco lo miró.

Otro bufido de parte de ella salió.

—Hipo, ya te dije que no quiero estar cerca de ti. No lo tomes como algo personal. Siéndote sincera, si las circunstancias fueran distintas, aceptaría bailar contigo. Pero ahora… solo no puedo. —respondió con serenidad, dejando a Hipo anonado.

Hipo no se rindió. Seguiría insistiendo. Y más cuando ella le dijo que si todo fuera distinto, aceptaría. El cristal de hielo que tenía Hipo sobre cómo era Astrid, se rompió. Siempre creyó que ella era prejuiciosa, agresiva y bulgar con los que eran inferiores a ella, pero no era así. Estaba conociendo la parte más sensible de ella, y era precioso. Con más ganas, aceptando las consecuencias de lo que ocasionarían sus siguientes palabras, dijo:

—Lo entiendo, Astrid. Y por eso te tengo una propuesta. Acepta bailar conmigo y te prometo que esta noche, en la que se supone es nuestra noche nupcial, evitaré que suceda… ya sabes. Eso. —lo había dicho. Y esta vez sí vio a Astrid dar un ligero brinco.

Astrid se dio vuelta, mirándolo al fin. La propuesta era interesante, pero una parte de ella quería golpearlo ahora mismo. ¡Cómo se atrevía a proponerle tal cosa, evocando la injuria de la noche de bodas! Podía esperarlo de otros vikingos, pero por lo poco que conocía a Hipo, pensaba que él jamás la tocaría sin su consentimiento. Al parecer se había equivocado, pues pensó que él había tenido la idea de aprovecharse de ella esa noche.

No tenía opción. La consumación del matrimonio era imprescindible y si él la delataba ante los demás de no haberlo realizado, podían castigar a su familia por una supuesta impureza. No quería eso. Pero tampoco quería perder su pureza de esa forma y menos esa noche.

—¿Cómo sé que no me estás mintiendo? —dijo Astrid retorciendo los dientes de la ira.

—Solo confía en…

—¡No confío en ti, Hipo!

Eso dolió, pensó Hipo. Tragó saliva ante la agresiva actitud que había tomado ella. Y ahora se odiaba a sí mismo, diciéndose que cometió una bajeza al usar esas palabras para convencerla. Pero él sabía que esa noche, incluso si ella decía ahora mismo que no, jamás la tocaría.

—¿Lo prometes? —musitó Astrid, apretando su puño para calmar su rabia.

Hipo sintió el aura estremecedora de su esposa. Tal y como había presagiado, ahora ella lo odiaba y seguramente lo consideraba un pervertido que iba a aprovecharse de la situación en su noche nupcial. Pero necesitaba hacerlo para poder hablarle.

—Lo prometo, Astrid.

Astrid volvió a desviar la mirada de los ojos de Hipo. Ahora más que nunca no quería verlo. No sólo la había sobornado para obligarla a bailar, sino que aún aquel dolor tan intenso seguía perforando su corazón.

El castaño se puso de pie y ofreció su mano a su esposa, la cual aceptó dubitativa. Hipo no podía creer lo que estaba haciendo. Sin embargo, apreció la mirada gacha de Astrid, perdida en algún punto indolente del vacío. Su expresión completa denotaba tristeza. Entre suposiciones transitorias, teorizó que ella no quería verlo porque el solo hecho la hería más. De inmediato, Hipo agarró un cuchillo de la mesa y cortó parte de su manga. La tela blanca relució ante el esplendor luminoso que cubría el salón,translúcido.

Astrid lo miró confundida, hasta que Hipo le ofreció ponérselo en los ojos para evitar mirarlo.

—¿Qué intenciones tienes ahora? —preguntó Astrid.

—La de evitar que me mates a medio baile. —dijo sarcástico—. Sé que no confías en mí, Astrid. Y lo entiendo.

—No lo haré. No creas que soy tan débil como tú, Hipo. Puedo aguantar un baile. No te creas tan importante. —respondió con recelo.

—Lo sé. Eres Astrid, pero lo que menos quiero es incomodarte con solo mirarme.

—Ya me estás incomodando.

Hipo no respondió. Mantuvo su mano, ofreciendo el trozo de tela, firme.

Ella lo miró. Y con algo de timidez, tomó el vendaje y se lo amarró, preguntándose por qué Hipo había hecho algo así. No tuvo tiempo de teorizar en alguna razón porque de inmediato fue tomada por la cálida mano de Hipo. Ahora que no lo veía, una porción de aquella pesadumbre se esfumó; pero no lo admitió. Desde ahora no admitiría las cosas buenas de Hipo por las tonterías con las que la trajo hasta ahí. Dejando de lado aquel pesar, pudo olvidarse del rostro de Hipo y sintió la suave textura de la mano de su esposo. Estaba tibia y siendo sincera consigo, era acogedora.

—¿Lista? —preguntó Hipo.

Ella solo asintió con rabia.

Hipo la tomó más fuerte de la mano y comenzó el baile. Ambos se unieron al mismo ritmo que los demás, siguiendo sus pasos al ras del intermitente ritmo apresurado de la melodía.

Astrid se chocó un par de veces debido al translúcido cuerpo que tenía sobre sus ojos, pero no le importó. De alguna manera, entendió la premisa de júbilo por la cual todos los danzantes disfrutaban bailar; se olvidó de sus problemas.

La musical se inmiscuyó en su pecho ferviente haciéndola palpitar con cada paso que daba. Derecha, izquierda, adelante, atrás, salto. Cada vez que cambiaba el ritmo, sentía la comisura de sus labios estirarse, formando una sonrisa. Sus pupilas pronto se tornaron carmesí, y sus mechones sueltos aumentaron debido al gemido del vals fulgurante.

Su cabeza empezó a agitarse como un péndulo extrovertido, con suspiros discretos y cansinos, pero alegres. Estaba realmente feliz. Después de toda la semana de porquería que había tenido, estaba feliz. Todavía podía sonreír. Incluso después de haber dicho "sí" ante el altar y haber aceptado a Hipo como su esposo, todavía podía ser feliz. Aún podía sonreír y… ¿tal vez seguir adelante?. Lo que consideraba imposible desde aquella cena, ahora era realidad.

Hipo vio la oportunidad. Ver bailar a Astrid era una completa maravilla. Era muy buena y se veía hermosa en cada paso anhelante que daba. Él, por otra parte, trataba de seguir su ritmo, pero era imposible. Lo hacía pésimo. Se prometió que la próxima vez mejoraría y entonces sería digno de bailar con ella.

Acercó más su cabeza al oído derecho de Astrid. Y le habló rezando que no lo matara en el intento. Tragó saliva unas dos veces y le habló.

—Astrid…

Astrid despertó del ensueño. Escuchó el llamado suplicante en la voz balbuceante del castaño. Siguió bailando, tratando de regular su respiración que ya exigía aire por el cansancio. Sin embargo siguió.

—Yo nunca quise esto, Astrid. Y solo quiero que sepas, que nada va a cambiar.

Primero la manipuló para bailar ¡y ahora esto!. Quería matarlo.

—… Supongo que estaba asustado. Supongo que… que fui mentiroso conmigo mismo al creer que podría manejar esto como un héroe o un salvador. Pero no fue así. Ahora me siento más asustado que antes y más cobarde que antes.

Astrid siguió sin responder.

—Eres la capitana, Astrid, y yo solo soy un simple herrero. Y eso hizo que cuando mi padre me informara que nos casaríamos, me sintiera atrapado contra la espada y la pared. Porque le debía al pueblo, porque fue mi culpa que aquel desastre ocurriera, pero a la vez no me sentía digno de ti. Aún no me siento digno.

Inconscientemente, lo escuchaba en silencio.

—Pero ahora… dices que no soy culpable, y eres amable conmigo, tratando de calmar mi angustia. Lo hiciste en ella altar cuando me tomaste de la mano y lo haces ahora. Por eso quiero que sepas que nada va a cambiar. El que estemos casados no tiene porque obligarte a hacer cosas que uno quieres. No te obligaré, no te delataré y jamás te tocaré. Lo prometo.

Mientras aquellas palabras brotaron, el respeto que Astrid había sentido ese día, justo ese fatídico momento donde lo vio firmar el contrato, la reanimó a volver a verlo con la misma peripecia para quebrar la sequía de diálogos.

—No eres un cobarde, Hipo. Cualquiera en tu lugar hubiera sentido miedo. —le respondió Astrid, áspera, pero sincera.

—Creí que el miedo no era permitido entre los vikingos.

—Pues quien sea que te haya dicho esas tonterías, estaba equivocado. —señaló Astrid más tranquila y con un aire relajante de paciencia.

—Supongo que si la capitana me lo dice, es verdad. —sonrió con sarcasmo.

Ambos, agitados, decidieron salir del sitio. Hipo le ofreció entre balbuceos y tartamudeos salir afuera, mientras veía a una Astrid más relajada y con más paciencia que antes.

Astrid meditó su invitación, apunto de decirle que no. Todavía dolía verlo y tenerlo cerca. Pero para agradecerle por las palabras y el momento de alegría que le dio, aceptó.

Cuando recorrieron el pasillo magno para llegar al umbral, vieron a varias parejas, ya bajo los efectos fúnebres del líquido alcohólico, que se besuqueaban con lascivia en los rincones del gran salón. Era realmente incómodo para Hipo.

Hipo se arrepintió de haberle ofrecido salir. Pues pronto un sonrojo marchitado por las circunstancias pero genuino por estar al lado de quien había sido su amor juvenil, subió hasta sus mejillas. Se tuvo que tapar fingiendo que se limpiaba el sudor.

Por otro lado, Astrid se notaba casi normal. Ella había visto peores situaciones y escenarios más inusuales para su gusto en las incursiones largas. Gracias a las semanas calmosas y a la falta de alimento en algunas exploraciones, había presenciado cómo ciertos miembros de su tribu saciaban su ímpetu con encuentros sexuales en la noche en medio de la proa. Realmente había sido asqueroso ver eso para ella.

Cruzaron la puerta y se sentaron en los escalones de afuera. El viento sopló vigoroso golpeando el lábil ropaje de Hipo, que comenzó a temblar por el frío. Se envolvió a sí mismo tratando de verse más audaz. Pero no lo consiguió, y se dio cuenta de ello cuando su esposa se quitó su capa y se la dio sin preguntar.

—Eres como un cordero, Hipo. Sí, eres muy blanducho. —se rió a carcajadas.

—¡Hey! Si sí tengo músculo, solo que aún no se desarrollan. —refutó enfadado.

—Si si claro. Te haría bien venir a las incursiones. Ganarías al menos resistencia al frío. —dijo Astrid, apaciguando su júbilo de risa.

—Creo que prefiero quedarme aquí.

—Vamos, no seas medroso. Yo iré contigo, digo, como tu esposa es mi deber cuidarte, ¿no? —volvió a reírse.

—Astrid, dime algo.

—¿Hm?

—Me preguntaba si… si es posible volverme un guerrero. Quiero decir, no soy alguien fuerte y valiente. Me pregunto si algún día podré matar a un dragón.

—Lo harás —indicó Astrid, con determinación, mirando hacia el firmamento—. Ahora que somos esposos, tengo el deber de ayudarte. Es lo que hacen los esposos, ¿no? Ayudarse. Aunque nos hayan obligado, es nuestro deber.

—Yo diría destino.

—Me gusta creer que el destino no existe. Como las estrellas: inmutadas ahí en el cielo, sin moverse, sin poder decidir en qué momento apagarse. Saliendo solo de noche sin poder invadir el día. No quiero esa vida. Por eso no creo en el destino. —expresó Astrid, oscilando su paciencia en una cuerda floja.

—Yo siempre creí que los dioses me habían castigado, por no darme los rasgos de un vikingo.

—Pues eso no es decisión de los dioses. Simplemente fue mala suerte y ya. Ya es tarde, deberíamos volver —dijo Astrid, poniéndose de pie—. Ah, Hipo, por qué cierto, no eres un cobarde. Eres muy valiente, créelo. —dijo antes de retirarse, dejando a Hipo pensado.

Aunque pronto, se dio cuenta que ella todavía no se atrevía a mirarlo a los ojos desde el altar. Algo había quebrado a Astrid después del evento en el que se prometieron amor eterno. Y quería saberlo. No podía preguntar porque de seguro lo mataría, así que debía ganarse su amistad…

Inmediatamente, sus ojos se abrieron al darse cuenta que había logrado hablar y bailar con ella. Dio un grito por dentro y un temblor intenso se apoderó de él, preguntándose ¿Qué hice y cómo lo hice?

Sin poder creerlo aún, se sintió victorioso y se animó a decirse a sí mismo que podía ser amigo de la capitana más hermosa del archipiélago. Tal vez con tiempo.

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Notas del autor: Espero les haya gustado, trabajé mucho en los diálogos para que los personajes no perdieran su esencia. Espero no haberla regado xD.

También mencionar que desde el siguiente capítulo la historia no será tan lineal. Puede que agregue flashbacks aunque no estoy muy familiarizado con esa matiz.

Y creo no es necesario mencionar que la noche de bodas no la voy a escribir porque obviamente no sucederá nada. Así que si esperaban que Hipo y Astrid se entregaran así de rápido, tendrán que esperar muchísimo, pero muchísimo porque hay mucho que desarrollar. Un saludo.