Los personajes de Twilight no son míos sino de Stephenie Meyer, yo solo los uso para mis adaptaciones :)
CAPITULO 6
El sol amaneció triste el cuarto día de viaje, y los vientos del este empezaron a arreciar. Los dos primeros días habían sido relativamente agradables y, con cada centímetro de lona desplegado, el Fleetwood había avanzado a buen ritmo sobre un mar ligeramente rizado. Ahora las jarcias vibraban con el viento y el barco crujía mientras cortaba las olas con su casco blanco bañado por la espuma. Pero el Fleetwood se defendía perfectamente y respondía con suavidad a las órdenes del timón.
Edward examinó un banco de nubes bajas que se extendían en el horizonte, guardó su sextante y dobló sus cartas de navegación. El viento soplaba frío aquella mañana y auguraba mal tiempo. Sin embargo, sonrió para él mientras bajaba al camarote, satisfecho de la velocidad que habían alcanzado, recorriendo casi cuarenta leguas diarias. Entró, dejó las cartas de navegación y el sextante sobre el escritorio y se sirvió una taza de café de un recipiente que había junto a una pequeña estufa. Mientras sorbía la infusión, observó a Bella, todavía profundamente dormida en la litera. Su mano, en parte oculta bajo el encaje de la manga del camisón, yacía sobre la almohada de Edward y su suave cabello rizado había quedado atrapado bajo ésta. Pensó en la calidez y suavidad de aquel cuerpo apoyado contra el suyo. Por un instante imaginó la resistencia que opondría si intentaba tomarla en ese momento. Bella se desperezó lentamente bajo el edredón y abrió los ojos, todavía adormilada. Vio a Edward y le dedicó una tímida sonrisa de buenos días.
En ese momento, Seth llamó a la puerta. Bella salió de la cama disparada, echándole un vistazo a Edward, y dejando brevemente al aire uno de sus delgados muslos antes de cubrírselo con el camisón. El criado entró a la llamada de su capitán, portando una bandeja con el desayuno. Se sacó una naranja del bolsillo y se la dio a Bella, quien se lo agradeció amablemente. Edward, al ver el gesto de su criado, arqueó una ceja preguntándose si la mágica inocencia de su esposa ya lo había hechizado.
—Esta noche tendremos invitados para cenar, Seth —anunció ásperamente, y se volvió—. He pedido al señor Uley y al oficial de cubierta, Quil Ateara, que se unan a nosotros. Ocúpate de todo, por favor.
—Sí, capitán —contestó el criado, echando una ojeada a Bella, que se había alejado y parecía estar concentrada en calentar sus manos junto a la estufa. No había duda de que estaba preocupada y Seth sacudió la cabeza consternado por los toscos modales de su amo. El capitán no debía obstinarse en mantener la independencia de su anterior soltería pues ahora era un padre de familia.
La noche se hizo más fría. Bella se puso uno de sus vestidos y permaneció con la espalda pegada a la estufa, esperando a que Edward acabara de vestirse. Había escogido su atuendo pensando en el calor que le pudiera proporcionar más que en cualquier otra cosa. Era de terciopelo color burdeos, con manga larga, cuello alto y ajustado y un corpiño adornado con abundantes azabaches y cuentas centelleantes. Se había recogido el cabello en un moderno peinado y, entre todos aquellos hombres, era un contraste realmente encantador. Una vez finalizada su valoración crítica, Edward decidió que resultaba una atractiva esposa para un capitán de barco. Sonrió divertido al ver cómo se deslizaba con sigilo junto a la estufa y se recogía las faldas para dejar que el calor ascendiera por sus piernas.
—Del modo en que te acercas a esa estufa, dudo mucho que disfrutes del tiempo que se avecina —bromeó.
Edward observó los finos tobillos que asomaban por el dobladillo y pensó en los vientos helados que levantarían sus faldas y provocarían su huida en busca de calor cuando el viento se colara y acariciara su desnudez. La delicada ropa interior le proporcionaría sin duda muy poca protección. Pensó que tenía que hacer algo al respecto.
—¿Tanto frío hará. Edward? —preguntó ella en tono de preocupación. Edward rió suavemente.
—Por supuesto —respondió—. Vamos a tomar la ruta del norte, justo al sur de Newfoundiand, para poder recuperar parte del tiempo que perdimos al dejar Inglaterra. Tal como vamos ahora, no creo que lleguemos a casa antes de año nuevo, aunque tengo razones para pensar que podríamos hacerlo antes.
El oficial de cubierta y el sobrecargo parecieron disfrutar de la velada y, en particular, de la presencia a bordo de la joven. Si realmente estaban al corriente de las circunstancias que la habían llevado hasta allí, no dieron señal alguna. Al entrar en el camarote, le obsequiaron con una pequeña réplica del Fleetwood y agradecieron la invitación con amabilidad. Edward quedó un tanto perplejo al ver que daban por sentado que la invitación había venido por parte de ella. Se alejó burlón al tiempo que ella aceptaba el presente con la promesa de que lo guardaría en un lugar seguro.
La velada transcurrió con tranquilidad, con divertidos relatos sobre la corte inglesa que tanto entretenían a Bella. Los dos hombres parecían ansiosos por amenizar el acontecimiento, y se enzarzaron en una serie de divertidas bufonerías, fingiendo una lucha por recuperar una servilleta que se le había caído a Bella o por colocar su silla en la mesa. Bella rió placenteramente las gracias de los dos miembros de la tripulación. Al hacerlo, sintió que Edward fruncía el entrecejo y ponía de manifiesto su extraño carácter posesivo. Durante la cena, observó en secreto su rostro y ponderó sus estados de humor: el ataque de ira ante el chico de la tienda de la modista, la fría furia con los ladrones que pretendían separarla de él y, con ella misma, cuando había ido en busca de su criado para que le ayudara a abrocharse el vestido. Pero a pesar de ello, siempre que podía, le dejaba bien claro la poca estima que le tenía. Realmente ella constituía una carga para él. Entonces, ¿por qué razón se comportaba de esa manera? ¿Codicia? Lo dudaba. Había probado sobradamente su generosidad. El lujoso guardarropa, la comida que acababan de cenar, los exquisitos vinos que adornaban la mesa o los excelentes puros que esperaban a ser fumados. No. No era avaricia. Pero una extraña ira estallaba cada vez que otro hombre disfrutaba de su compañía alegre y conversación amena. ¿Con qué clase de hombre se había casado? ¿Sería su vida con él alguna vez normal o únicamente un juego de adivinanzas en el que ella siempre saldría perdiendo?
La cena había terminado y la mesa había sido recogida. Encendieron los puros con profusas disculpas hacia ella y la conversación se centró en los negocios. Uley le preguntó a Edward si no sería más segura la ruta del sur. El capitán sorbió un poco de vino, permaneció pensativo durante unos instantes y respondió:
—Hace una semana que levamos anclas —comentó al marinero joven—, y dos buques mercantes partieron hacia Charleston con las bodegas llenas. Ambos tomaron la ruta del sur. Si arriban a puerto antes de que lo hagamos nosotros, nuestro cargamento valdrá la mitad, de modo que debemos adelantarnos. Espero tomar tierra antes que ellos. Este es mi último viaje y tengo previsto sacar grandes beneficios para todos.
—Me parece muy justo, capitán —sonrió Quil Ateara—, para un hombre al que le gusta tanto el dinero.
Sam Uley asintió.
—Jas y yo invertimos mucho en el cargamento —continuó Edward—. Me gustaría que mi dinero se duplicara. Si logramos llegar a tiempo, lo hará.
Ateara se llevó una mano al tupido bigote pelirrojo.
—Sí, capitán. Vale la pena arriesgarse. Si llegamos a tiempo, también mi parte será considerable —afirmó animado.
—Y la mía —intervino el sobrecargo con una sonrisa.
—¿Cree que Jasper se asentará finalmente al ver que usted se ha casado, capitán?
—inquirió Ateara con un vivo brillo en sus ojos azules.
Edward miró rápidamente al otro lado de la mesa, antes de sonreír con malicia y sacudir la cabeza.
—Por lo que sé, Ateara, mi hermano prefiere la soltería, muy a pesar de Sue y de su insistencia para que la abandone —explicó.
—Cuando vea lo bien que le ha ido a usted, capitán —apuntó Ateara, volviéndose hacia Bella y dedicándole una cálida y amistosa sonrisa—, es muy probable que quiera cambiar de opinión.
Bella le devolvió la sonrisa, ahora ruborizada. Notó que Edward ponderaba la afirmación que su oficial de cubierta acababa de formular y luego la examinaba para comprobar si era cierta. Las manos de la joven empezaron a temblar. Al mirarlo, se encontró con sus ojos al otro lado de la mesa.
Uley y Ateara cambiaron una mirada de complicidad. Los dos acordaron en silencio no demorar más su marcha. Cuando la puerta se hubo cerrado tras ellos, Edward regresó una vez más a su escritorio y a sus libros. Bella volvió a su dechado, sentada lo más cerca posible a la estufa. El pequeño artefacto de hierro era insuficiente y Bella cambió de posición varias veces en un intento por mantener todo su cuerpo a una temperatura razonable. Sus movimientos acabaron por distraer a Edward, que dejó su pluma y se volvió hacia ella. Por un instante permaneció sentado mirándola colérico, con un codo apoyado en el escritorio y una mano en la rodilla. Se levantó y se acercó.
Con los brazos detrás de la espalda, se mantuvo erguido frente a ella, mientras ésta se inquietaba cada vez más ante la atención excesiva. Apartó el dechado y lo miró.
—¿Ocurre algo, Edward? —preguntó ella, que ya no aguantaba su escrutinio. Edward pareció no oírla. Dio media vuelta, fue hacia su baúl y levantó la tapa.
Empezó a sacar paquetes, dejándolos descuidadamente sobre el suelo, hasta que encontró uno pequeño. Lo cogió y se dirigió de nuevo hacia Bella.
—Puede que al principio lo encuentres incómodo, pero pronto lo encontrarás útil — afirmó.
Bella abrió con cautela el paquete y se quedó mirando su contenido, confusa.
Riendo ante el asombro de su mujer, Edward se agachó y levantó la prenda ligeramente acolchada, sujetándola para que ella pudiera inspeccionarla.
—¿Dudas de mi castidad? —inquirió Bella, desconcertada—. ¿Pretendes atarme con esto?
Edward soltó una carcajada.
—Son como los pantalones de un hombre, pero tienes que ponértelos debajo del vestido para que te den calor —explicó.
Bella no apartaba la mirada de aquel extraño invento.
—No sabes lo mucho que me ha costado encontrar a alguien que te los quisiera hacer —sonrió—. Todos los sastres pensaron que estaba loco cuando les describí lo que quería, y ninguno de ellos me creyó cuando les dije que eran para una mujer. Tuve que pagar una gran suma de dinero para que finalmente me los hicieran.
—¿Dices que me los tengo que poner debajo del vestido? —inquirió la joven incrédula.
Edward asintió, muy divertido ante la consternación de su esposa.
—A menos que prefieras continuar sintiendo el frío bajo tus faldas. Te aseguro que los mandé hacer con mi mejor intención. No me estoy burlando de ti. Sólo quiero asegurarme de que no pasas frío.
Bella tocó asombrada la prenda, y finalmente esbozó una tímida sonrisa.
—Gracias —murmuró.
Transcurrieron otros cinco días y el frío fue cada vez más insoportable. Bella dejó de dudar del abrigo que le proporcionaba la extraña creación que Edward había encargado para ella. Estaba más que agradecida. El primer día que se los había puesto, se había reído a carcajadas de su aspecto, pues nunca antes había visto nada semejante. Le llegaban hasta los tobillos y se ajustaban a la cintura con una cinta. Su aspecto era ridículo. Todavía seguía riendo cuando Edward bajó para almorzar. Se recogió las faldas, muy divertida, para enseñárselos a su esposo, que la observó atentamente.
Sólo prescindía de ellos a la hora de acostarse, ya que resultaban innecesarios con la presencia de Edward a su lado. El calor de su cuerpo actuaba como un imán, atrayéndola hacia él mientras dormía. A menudo había despertado durante la noche acurrucada contra su espalda y muchas veces, con la cabeza sobre el hombro de Edward o la rodilla entre sus piernas. El hecho de que durante la noche se abandonara tanto le causaba cierto desasosiego. Ahora estaban de espaldas, pero despiertos. La noche anterior se habían acostado muy temprano para combatir el frío que reinaba en el camarote, pudiendo comprobar que la litera era un verdadero paraíso que ambos podían compartir cuando la pequeña estufa no les proporcionaba el calor suficiente. Aquella noche, Bella le había contado cómo había sido su vida antes de conocerle, aunque sospechaba que lord Jenks ya le habría puesto en antecedentes. A pesar de ello, Edward la escuchó con atención y formuló ocasionales preguntas para completar y entender mejor el relato.
—Pero ¿cómo fuiste a parar a Londres la noche en que nos conocimos? —le preguntó cuando Bella concluyó la historia. Se volvió sobre la almohada para mirarla, alzando un lustroso bucle que yacía sobre su hombro y jugando con él.
Bella tragó saliva con dificultad y apartó la mirada.
—Fui con el hermano de mi tía —murmuró—. Iba a ayudarme a encontrar trabajo en una escuela para señoritas, pero me perdí cuando me llevó a una feria la noche misma en que llegamos a Londres.
—¿Qué clase de hombre era tu tío para permitir que te fueras con él? —inquirió él. Bella se encogió de hombros, nerviosa.
—Uno muy rico, Edward —respondió.
—Maldita sea, Bella, no me refiero a eso —dijo él—. ¿Fue tu tío tan estúpido como para dejar que ese hombre te llevara con la única promesa de conseguirte trabajo?
¿No sabes que podría haberte vendido a otros hombres o incluso haberte usado él mismo? Tal vez al final haya sido mejor que te perdieras.
Bella permaneció muy quieta junto a él, sintiendo su rabia. Empezó a preguntarse si sería el momento adecuado para contarle lo ocurrido con Riley Biers y si lo entendería. Ahora estaba a salvo, lejos de Inglaterra y de prisión. Pero ¿encajaría bien que su mujer fuera una asesina?
El miedo ahuyentó la idea de confiar en él y la verdad de lo ocurrido aquella noche continuó siendo un secreto. ¿Qué se podía esperar de una cobarde como ella?
—Acabábamos de tomar tierra esa misma mañana —explicó Edward con ternura, jugando con uno de sus rizos—. Si no hubiese sido así, estoy convencido de que me hubiera comportado de otro modo. Pero estaba inquieto, así que ordené a Seth que me buscara algo de diversión. Su elección no podía depararme más sorpresas: una hermosa virgen, muy fértil y con amigos influyentes.
Bella se volvió, ruborizada. Edward clavó la mirada en la nuca de la joven, donde la blancura de su piel contrastaba con la oscuridad de su cabello. Era un lugar de lo más tentador al que deseaba besar con fervor. Por momentos le resultaba imposible pensar con frialdad y olvidar que era suya. Poseía aquel suave y delicado lugar al que tanto deseaba acariciar y besar.
—Ahora tendré que darle una explicación a mi hermano —dijo.
Bella se volvió hacia él, muy sorprendida al enterarse de que tenía un cuñado.
—No sabía que tuvieses un hermano.
Edward enarcó una ceja y la miró sin inmutarse.
—Soy bastante consciente de ello, señora mía —replicó—. Todavía hay muchas cosas que tienes que aprender de mí. Yo no voy por ahí contando la historia de mi vida.
Bella, ofendida ante tal insulto, se volvió furiosa, y se alejó de él todo lo que la litera le permitió. Yació furiosa mientras él reía, y se le llenaron los ojos de lágrimas mientras lo maldecía en silencio.
Edward despertó lentamente, como si estuviera bajo el agua y nadara hacia la superficie. Podía sentir la suavidad y calidez del cuerpo de Bella junto al suyo. Los voluptuosos senos de la muchacha parecían querer penetrar su espalda, y los muslos estaban apoyados contra sus glúteos, al tiempo que sus brazos sedosos permanecían sobre su cuerpo. Su virilidad despertó ante el pensamiento de poseerla, esta vez con ternura. La visión de Bella se tornó en una fantasía en la que su delicada lengua penetraba los húmedos labios de Edward. Todo en el cuerpo de la joven le animaba a que consumara sus más profundos deseos hacia ella. Su cabello cobraba vida para gritarle que la poseyera. Sus brazos extendidos le daban la bienvenida y sus manos la acariciaban con pasión. Edward la besó una y otra vez, excitando sus sinuosos senos y erizando las rosadas cimas que los coronaban. Finalmente penetró en ella. Bella arqueó la espalda y se retorció en éxtasis mientras el fervor de ambos aumentaba.
Su virilidad y su mente se unieron para traicionarlo. Honor, orgullo y venganza se convirtieron en humo ante el torbellino de sus pasiones. Se encaramó sobre ella, decidido a saciar su masculinidad; presionó su pequeño y redondo vientre con sus caderas y, al hacerlo, un ligero movimiento distrajo su atención. Deslizó su mano sobre el pequeño abdomen y volvió a sentirlo, esta vez mucho más fuerte. Su hijo estaba dando patadas, protestando por los pensamientos de su progenitor. Una conciencia fría se apoderó de él, consciente de su cercana pérdida de control.
Se levantó de la litera en silencio para no despertarla y se vistió. La luna brillaba con intensidad, mostrándole el camino sin necesidad de prender una vela. Se sirvió una copa de coñac y empezó a caminar por el camarote, completamente despierto y enormemente preocupado. Su cuerpo le conducía a lugares a los que su mente no quería llegar y, últimamente, esos sueños eran cada vez más frecuentes. Si no tenía cuidado, se levantaría un día habiendo consumado el acto.
Se detuvo frente a la litera, apoyó un brazo sobre la viga que se extendía por encima de su cabeza y la contempló, inocente y tierna, profundamente dormida. Pensó en la violencia y crueldad que semejante ternura había desencadenado. Bella había soportado su furia y el abuso de tía Didyme, aunque la inocencia era una cualidad innata en ella.
De pronto Tanya acudió a sus pensamientos. Se trataba de la mujer que, en la cumbre de la madurez, lo esperaba a su regreso. Era completamente diferente de la delicada joven que yacía en su litera, y no sólo físicamente. Tanya jamás había conocido lo que era la crueldad o la violencia. Sus padres se lo habían concedido prácticamente todo. Su carácter era abierto. No existía casi nada que la ofendiera. En cuestión de hombres era muy atrevida y sabía disfrutar de los placeres del amor.
Bella, por el contrario, había mostrado su satisfacción al no tener que desempeñar los deberes propios de una esposa. Y, ahora que Edward pensaba en ello, le parecía extraño que, a pesar de las veces que se había acostado con Tanya, nunca se hubiera quedado encinta. Con Bella había ocurrido todo lo contrario. Su semilla había prendido en tierra fértil la primera vez que la había tocado.
Y ahora él se encontraba allí, de pie, totalmente inerme y atrapado por aquella cándida virgen, con su amor propio por los suelos, igual que un joven granjero incapaz de recorrer solo el camino del establo al almacén. Y esa imprevista influencia que la joven ejercía sobre él se intensificaba cada día, siéndole sumamente difícil poder contener sus inclinaciones amorosas.
Bella se revolvió en la litera y empezó a temblar de frío. La proximidad de su esposo ya no la mantenía cálida. Cruzó los brazos alrededor de su delicado cuerpo y se arrebujó bajo el edredón.
Edward esbozó una sonrisa irónica y se despojó de su bata. Se deslizó junto a ella, intentando no despertarla, y la estrechó entre sus brazos para darle calor. Durante esos breves instantes, se olvidó de sus pasiones y de su venganza. Sencillamente la contempló como una chiquilla con la necesidad de que cuidaran de ella.
Cuando Bella despertó por la mañana. Edward ya se había marchado. Tenía otro edredón sobre ella y, al darse cuenta, sonrió pensando en lo atento que a veces podía llegar a ser su esposo. Bajaron al comedor sin apenas cruzar palabra y se dispusieron a comer. Edward estaba tranquilo y pensativo. Tenía el semblante enrojecido por los vientos gélidos y llevaba un voluminoso jersey de cuello alto, pantalones oscuros y botas lustrosas. Al llegar al camarote se había quitado el gorro de punto y un pesado abrigo de lana. Su vestimenta era un tanto tosca, pero Bella decidió al instante que no deslucía su encanto. Estaba atractivo con cualquier cosa que se pusiera, ya fuera esto o sus ricos trajes. Además, esos rudos ropajes acentuaban su hombría.
Esa tarde Bella se aventuró a salir del camarote y, cubierta con una gruesa capa, ascendió al alcázar. Al no ver a Edward por ninguna parte, se dirigió hacia la popa cruzando el pasamanos junto a la borda, hasta llegar junto al timonel, un robusto joven con el rostro cubierto por una fina barba. El marinero hizo ver que no se había percatado de su presencia y, tímidamente, siguió estudiando la brújula. La joven tuvo que gritarle por encima del fuerte viento para que pudiera oír su voz.
—Pensaba que el capitán estaba de guardia —exclamó.
El timonel alzó el brazo y señaló hacia arriba. Siguiendo su indicación, Bella vio a Edward en lo alto del palo mayor, inspeccionando detenidamente los cabos y colocándolos en su sitio. La joven, mareada por la altura en la que se encontraba su esposo, gimió y retrocedió un paso. El mástil le parecía demasiado frágil para aguantar su peso. Notó cómo su corazón latía con fuerza, paralizada por el miedo. No podía apartar la vista de él. De repente, una ráfaga de viento batió fuertemente las velas. El barco escoró ligeramente y Edward, cogido por sorpresa, tuvo que agarrarse firmemente para no caer. Bella se llevó la mano a la boca para ahogar un grito y empezó a morderse los nudillos.
Edward miró abajo, hacia el timonel. Al divisar a Bella, interrumpió su trabajo inmediatamente. Se deslizó por el mástil hasta las crucetas, asió dos cabos de retén y con las piernas alrededor de ellos, se deslizó lentamente hasta el pasamanos, saltando sobre la cubierta principal. Ascendió hasta el alcázar, en la popa, y se dirigió bruscamente al joven marinero que estaba al timón.
—Vigile esas ráfagas, marinero —gruñó—. Muy pronto tendremos que poner este barco a prueba y es mejor que no lo fuerce tanto ahora.
—Sí, mi capitán —farfulló el marinero, avergonzado ante la reprimenda. Edward cogió el abrigo que colgaba del pasamano junto a la borda y se lo puso.
Bella se sintió más tranquila.
—Oh, Edward, ¿qué estabas haciendo allí arriba? —preguntó enfadada. El miedo casi la había hecho llorar.
Algo sorprendido por el tono de su voz, Edward la miró y descubrió una expresión de angustia en el rostro de su esposa. La observó por unos instantes, maravillado ante la emoción que la embargaba, y se encogió de hombros.
—Tranquilízate. No corría peligro. Sencillamente inspeccionaba las jarcias. Bella frunció el ceño, confusa.
—¿Inspeccionabas las jarcias? —repitió.
—Sí, mi señora —dijo él, alzando la cabeza y escrutando el horizonte con los ojos entornados—. Antes de tres días tendremos una tormenta sobre nosotros y preferiría no verme sorprendido por un cabo roto.
—Pero ¿no puede hacer eso otro hombre? —preguntó preocupada. Edward bajó los ojos hacia ella y sonrió mientras le colocaba la capa.
—Es responsabilidad del capitán y, por lo tanto, trabajo del capitán —explicó.
Bella no estaba segura de que la respuesta le hubiera satisfecho. Sin embargo, no seguiría suplicando.
—Tendrás cuidado, ¿verdad, Edward? Los ojos de él brillaron al mirarla.
—Lo intentaré. Eres una joven demasiado bella para dejarte viuda.
El día siguiente amaneció con un impresionante sol de color rojo y un inquietante augurio de tormenta. El viento soplaba con brío pero inestable, así que los hombres fueron enviados una y otra vez a orientar las jarcias, a arriar una vela o a soltar otra. El mar empezó a rizarse y a serles desfavorable y el navío, cargado hasta los topes, empezó a tambalearse y a cabecear. Nubes bajas corrían y tapaban el cielo, permitiendo que el sol se asomara intermitentemente tiñendo las brumosas aguas grises de un verde cristalino. La noche se hizo negra y un farol situado encima del timonel procuraba la única luz.
Bella se aventuró a ascender a cubierta. Estaba totalmente oscuro y era casi imposible distinguir algo. Se tambaleó hasta alcanzar el mástil y se colgó de él. Miró hacia el alcázar y allí vio una escena escalofriante: el oficial de cubierta y el timonel, bajo el farol y junto al timón, parecían flotar inmersos en la oscuridad y separados del agitado Fleetwood. Tragó saliva con dificultad y se apresuró a regresar al camarote decidida a no aventurarse a salir hasta que la tormenta hubiera amainado.
Los vientos cedieron antes del alba y una tenue luz anunció el nuevo día. El intenso negro dio paso a un juego de sombras grisáceas. Las velas se agitaban sueltas mecidas apenas por la suave brisa, y el mar subía y bajaba apaciblemente, brillando como si una gruesa capa de grasa cubriera su superficie. No había horizonte, pues el mar se fundía con las nubes, y una baja neblina ocultaba ocasionalmente las gavias. El Fleetwood apenas avanzaba y surcaba el oleaje con irritante lentitud. Se adentró poco a poco en la noche, con un dominante aire de tensión, mientras los hombres descansaban recuperando las fuerzas que necesitarían para librar la batalla que se avecinaba.
El viento fue ganando en fuerza a medida que la noche avanzaba. Ésta fue larga e inquieta. La tripulación tuvo que levantarse varias veces y salir a recoger las velas cada vez que el viento arreciaba. El navío fue atendido cuidadosamente. Tenía que estar en la mejor forma posible para soportar la tormenta que se estaba formando a su alrededor.
Cuando el vigía de la mañana llegó a cubierta, había un gran oleaje y el barco surcaba las aguas empujado por las cada vez más fuertes ráfagas de aire, rompiendo las olas, subiendo y bajando una y otra vez. El Fleetwood se convirtió para Bella en todo un mundo. Un pequeño puesto de avanzada parecía ir a la deriva inmerso en el devastador caos. Las últimas velas fueron izadas y firmemente amarradas al igual que los cabos de cubierta, proporcionando sujeción a las manos de los que se aventuraban a cruzarla. Las únicas velas que fueron desplegadas completamente fueron las gavias, las vergas y una vela en la botavara para escorar el barco y poder capear el temporal. Desde entonces, y hasta que la tormenta pasó, ningún hombre se atrevió a subir a las jarcias.
El día transcurrió, las olas se hicieron más altas y el viento barrió con crueldad todo cuanto se interpuso en su camino. En el interior del Fleetwood, que se tambaleaba en medio de una masa turbulenta de agua y nubes, las vigas crujían.
Bella ya no conseguía distinguir el día de la noche. Cada centímetro de tejido a bordo estaba empapado y helado. Nunca veía a Edward, excepto cuando bajaba al camarote calado hasta los huesos. Al entrar en él, Bella le ayudaba a deshacerse de las ropas mojadas y lo envolvía en una manta que previamente había calentado frente a la estufa. Tenía los ojos enrojecidos y estaba exhausto. Ella intentaba aliviar sus penalidades y, cuando caía dormido, velaba su sueño intentando que nada ni nadie lo perturbara. Solía levantarse solo, se vestía y volvía a salir a cubierta decidido a guiar su barco entre las brutales embestidas de las furiosas aguas.
Varios días habían transcurrido de aquel modo cuando despertó al amanecer y encontró la cubierta con una capa resbaladiza de aguanieve. El viento soplaba fuerte sobre el barco y enormes y largos festones adornaban las jarcias. Edward, con las cejas congeladas, descendió al camarote. Sus mejillas estaban blancas y rígidas. Se sentó junto a la estufa, arrebujado en una manta y con las manos alrededor de una taza de café con ron. Acabó la bebida antes de que sus músculos empezaran a relajarse. Bella estaba extendiendo la ropa delante de la estufa para que se secara cuando, de repente, se sobresaltó al oír un golpe sordo. Se volvió y vio cómo la taza, en el suelo, iba de un lado a otro del camarote. Edward se había quedado profundamente dormido. Con sumo cuidado, le tapó con otro edredón. Cuando Ateara entró para hablar con su capitán, Bella le ordenó que callara y saliese del compartimento. Sólo se oía el crujir del barco. Ella permanecía sentada en silencio, guardando celosamente el sueño de su esposo. Pasaron varias horas antes de que Edward se revolviera en la litera y abriese los ojos. Totalmente despierto y repuesto en parte del cansancio, se marchó dejando a Bella satisfecha por saberse en gran parte responsable de la recuperación de su marido.
Ya era de noche cuando Seth bajó al camarote a informar a Bella de que la tormenta al fin había empezado a amainar y que lo peor ya había pasado. Edward regresó pasada la medianoche tras un largo día cargado de tensiones. Bella despertó e hizo ademán de levantarse de la litera para ayudarle a desvestirse, pero él le dijo ásperamente que se quedara donde estaba. Un instante después, se deslizó a su lado bajo los edredones. Su esposa se arrebujó contra él para darle calor. Tiritando de frío, él aceptó sus esfuerzos agradecido, atrayéndola todavía más. Sus temblores fueron calmándose poco a poco hasta quedarse profundamente dormido, demasiado cansado incluso para darse la vuelta y separarse de ella.
Abrió los ojos al alba, se vistió y regresó a cumplir con sus obligaciones. Bella continuaba durmiendo. A pesar de que la tormenta todavía bramaba con furia, Edward regresó temprano aquella tarde y se sentó frente a la estufa con las piernas extendidas y el abrigo abierto para disfrutar del calor. Bella se había acercado sigilosamente a la estufa y ahora estaba en su postura favorita: sentada con las faldas recogidas y los extraños pantalones expuestos al calor. Él la observaba tranquilamente con los ojos entornados, ligeramente enfadado consigo mismo por haberle comprado aquella horrible prenda. Al oír la puerta, Bella se tapó las piernas y se volvió hacia la estufa. Edward hizo pasar a Seth, quien se apresuró a entrar portando una bandeja con una cafetera y varias tazas. Le llenó una a su capitán y se volvió hacia Bella.
—Dentro de un momento le traeré un poco de té, señora —comentó el criado.
Edward miró a su sirviente con cara de pocos amigos, pensando en lo mucho que la mimaba. Luego se volvió hacia ella con la misma expresión en su semblante. Bella pudo sentir su tácita desaprobación y se apresuró a calmar sus ánimos.
—Esta vez tomaré café, Seth —anunció la joven. El criado le sirvió una taza, mirándola con poca convicción. Sabía que aborrecía el café.
Advirtiendo que ambos hombres la observaban, Bella echó azúcar en su taza, removió el contenido, dio un sorbo valientemente e intentó reprimir el escalofrío que, acto seguido, recorrió su cuerpo. Miró a Seth con expresión de angustia y, sin pensarlo, preguntó:
—¿Podrías traerme un poco de leche, Seth?
Edward soltó una carcajada, escupió el sorbo de café en la taza y se puso de pie.
—¿Cómo dice, mi señora? —inquirió entre risas—. ¿Acaso cree que vamos a encontrar una vaca en medio del Atlántico Norte?
Bella se sobresaltó ante la rudeza de sus modales y agachó la cabeza para que la taza ocultara las lágrimas que acudían a sus ojos. Aquel hombre no tenía ningún derecho a hablarle de esa forma, y menos delante de su sirviente.
Edward apuró la taza de un trago. Seth miró a uno y a otro, confuso. Quería consolar a la dama, pero no se atrevía y decidió que era el momento de batirse en una discreta retirada. Recogió la bandeja y se marchó. Edward se levantó, depositó la taza sobre la mesa de un golpe y siguió a su hombre, abrochándose el abrigo y murmurando algo acerca de las mujeres.
Cuando Bella oyó el portazo tras él, se sonó y se quedó mirando la puerta ofensiva. Luego, cogió bruscamente la aguja y empezó a coser, desahogándose en el pobre dechado.
—Me trata como si fuera una niña —afirmó enfadada—. ¡Ese estúpido espera que lo sepa todo acerca de su barco y sus mares! Despotrica contra mí delante de todo el mundo como si sus burlas no me hirieran.
Apartó el dechado al ver que lo estaba estropeando y se levantó muy enfadada. Las lágrimas casi le cegaban. Luchó para controlarse, pues no quería que cuando Edward regresara la encontrara en ese estado. Debía aprender a pensar sólo en su hijo y a aguantar las penalidades que se interpusieran en su camino.
Pero no era fácil jugar a ser la esposa dócil cuando sus emociones estallaban con la misma turbulencia con que lo hacía la tormenta que los envolvía. Cuando Edward volvió al camarote, Bella todavía estaba dolida por sus palabras. Se deshizo de las ropas empapadas, relajándose en una silla delante de la estufa. A sus espaldas, ella lo miraba encolerizada. Se comportaba con frialdad y le hablaba muy poco, únicamente para responder a las preguntas que le formulaba directamente.
Llegó la hora de cenar y la velada transcurrió sin que Bella abriera la boca.
Seth, al observar que la joven no había tocado el plato, dudó por vez primera de la inteligencia del hombre a quien había servido con tanta lealtad y recogió la mesa. Bella se sentó junto a la estufa y empezó a deshacer el embrollo que había causado en el dechado. Edward observó con el rabillo del ojo que sacaba los hilos de la pieza con los finos dedos. Se preguntó qué había causado el mal humor de su esposa.
Al comprobar que Edward no se vestía y se marchaba de nuevo a cubierta, sino que, por el contrario, se acomodaba tranquilamente en su silla a leer un libro, Bella se levantó y se dirigió hacia su baúl. Se alejó y se quitó el vestido y la camisola. Al hacerlo, su esposo desvió su atención de las páginas del libro y la observó lenta y pausadamente. Pudo ver su delicada espalda desnuda y, cuando se inclinó a recoger su camisón, parte de su seno también. Una llama ardió en sus ojos ante la visión. Bella se puso la prenda rápidamente y dejó caer los pantalones al suelo. Edward volvió a concentrarse en el libro.
Una vez hubo colocado la colcha sobre la litera, Bella se acercó de nuevo a la estufa para cepillarse el cabello. Edward perdió de nuevo el interés por el libro, lo cerró y lo apartó. La miró abiertamente, disfrutando de este momento en el que Bella se soltaba el cabello y permitía que sus rizos cayeran libres sobre sus hombros y su espalda. El resplandor de las velas que estaban detrás de ella perfiló su figura, dirigiendo la atención de Edward hacia su vientre. Por primera vez se dio cuenta de su embarazo. Cuando llegaran a casa, su maternidad no pasaría inadvertida y todo el mundo se haría preguntas al verla en tan avanzado estado de gestación. Muy pronto entenderían que Edward no había tardado nada en poseerla tras arribar al puerto de Londres. Podía imaginarse los rostros llenos de estupefacción al presentarla. Pero los que eran amigos o le conocían no se atreverían a preguntarle por miedo a provocar su ira. Sólo su familia y su prometida le interrogarían y ¿qué les iba a decir, teniendo en cuenta que Bella se había quedado en estado a las veinticuatro horas de tomar tierra?
Riéndose de sus pensamientos, se levantó y se dirigió hacia ella. Bella dio un respingo, dejó de cepillarse el cabello y lo miró con los ojos muy abiertos. Edward le sonrió y apoyó una mano sobre su vientre.
—Se está usted abombando muy bien, señora mía —bromeó—. Todo Charleston sabrá que no esperé ni un solo minuto en poseerte. Lo más difícil será explicarle a mi prometida por qué estás a mi lado.
Bella soltó un grito, enfurecida, evidentemente ofendida por sus palabras y le apartó la mano de su barriga muy enfadada.
—¡Eres una bestia! —rugió—. ¡Cómo te atreves a decir que tendrás que darle explicaciones a tu prometida respecto de mí! ¡Si tuvieras corazón me darías a mí esas explicaciones! Yo soy tu esposa, la madre de tu hijo, ¡y me tratas peor que a un despojo que hubieras pisado en la calle! —Se encaró con él, fulminándole con sus ojos azules—. Me importa realmente muy poco lo que le digas. Estoy segura de que tus palabras serán suaves y dulces cuando le cuentes que yo te forcé a casarte con una mujer que ya estaba embarazada. Te harás el inocente, aprovechándote de mí ante esa maquinadora, sin importarte el niño en absoluto. No te olvides de contarle también, mi amor, que me sacaste de la miseria en la que vivía y me diste tu nombre forzado por un chantaje. ¡Tus palabras serán de lo más convincente, no me cabe la menor duda, y antes de que acabes, te habrás ganado también su virginidad!
Edward la miró enfadado y dio un paso hacia ella. Bella retrocedió de un salto y colocó una silla entre los dos.
—¡No te atrevas a ponerme una mano encima! —gritó—. Si lo haces, te juro que me tiraré por la borda.
Edward la alcanzó, apartó la silla y siguió avanzando hacia ella. La joven fue retrocediendo temerosa hasta que su espalda topó con la pared.
—Por favor —suplicó sollozando mientras Edward la agarraba por los brazos—. Por favor, no me hagas daño, Edward. Piensa en el bebé.
—No tengo ninguna intención de hacerte daño —gruñó él—, pero tu hiriente lengua despierta mi rabia. Ve con cuidado, mujer. Tengo muchas otras formas de hacer que tu vida sea una desgracia.
Bella tragó saliva. Sus ojos estaban bien abiertos, su mirada insegura y sus labios temblaban. Al ver el terror en la joven, Edward blasfemó y se dirigió a la litera.
—Ahora ven a la cama. He estado demasiado tiempo sin dormir y tengo la intención de recuperarme esta noche.
Bella levantó bruscamente la cabeza mientras el miedo daba paso a la ira. ¿Cómo se atrevía a sugerirle que se echara junto a él, después de todo lo que le había dicho?
Tenía su orgullo.
Aunque tenía los ojos arrasados en lágrimas, levantó desafiante la barbilla, se acercó a la litera, cogió su almohada y el edredón y se los llevó a la galería de popa. Edward se volvió con una ceja arqueada y observó por encima del hombro cómo extendía la colcha en el alféizar de la ventana.
—¿Pretendes dormir ahí? —inquirió, incrédulo.
—Sí —repuso ella en un murmullo, sacándose la bata. Se acomodó sobre los cojines y se tapó con el edredón.
—No es un buen lugar para que pases la noche —dijo él—. Todavía no ha pasado la tormenta. La ventana está húmeda y hace frío. No estarás cómoda ahí.
—Me las arreglaré —contestó Bella.
Edward blasfemó en voz baja, se quitó la bata y la tiró sobre la silla. Se sentó en el borde de la litera y se quedó mirándola fijamente. Bella se revolvió intentando encontrar una postura en la que poder dormir. De repente, el barco dio una fuerte sacudida casi depositándola en el suelo. Edward no pudo aguantarse la risa y ella le miró enfurecida, tirando de la colcha. Se colocó entre las vigas de madera y se sujetó a ellas para no caer. Consiguió algo de seguridad, pero la postura continuaba siendo insoportablemente incómoda.
Edward se sentó durante un largo rato observándola, hasta que finalmente se tumbó. Vio el espacio en que ella había dormido desde el inicio del viaje, ahora vacío, y de repente cayó en la cuenta de lo mucho que la iba a echar de menos a su lado. Justo la noche anterior, ella había compartido el calor de su cuerpo intentando alejar el frío del suyo.
Volvió a mirarla y, cuando habló, su voz parecía a punto de quebrársele.
—Hay muy poco calor que desperdiciar en este barco. Sugiero que combinemos el nuestro bajo estas mantas —comentó.
Bella arrugó la nariz con mojigatería.
—Soy tan tonta, mi señor, que creo que hay vacas en medio del Atlántico y mi cerebro es tan simple que no me permite levantarme de esta ventanilla y pasar la noche en esa cama con usted —replicó.
Edward apartó los edredones, furioso.
—Muy bien, entonces, pequeña cabeza de chorlito —espetó—. Estoy seguro de que tú y el gélido mar seréis grandes compañeros en ese rígido alféizar. No volveré a suplicarte que vengas conmigo. Simplemente, cuando te hayas cansado de jugar, déjamelo saber y te haré sitio. No durarás ahí mucho tiempo.
A Bella le hirvió la sangre de rabia. Prefería morirse congelada antes que ir gateando hasta su cama y permitir que se burlara de ella.
A medida que transcurrió la noche, la colcha se fue empapando lentamente con la humedad que se filtraba a través de la ventana. Empezó a sentir el frío y se arrebujó en el edredón mojado en busca de calor. Apretó los dientes para evitar que castañetearan y tensó los músculos de todo el cuerpo para detener el temblor. Añoró la calidez de la litera, pero su orgullo le recordó de nuevo la crueldad de su marido y no le permitió ir en busca del bienestar del lecho. El camisón no le proporcionaba protección alguna contra aquel frío húmedo y, poco a poco, se le fue pegando al cuerpo. Finalmente, se quedó dormida al amanecer, exhausta.
Despertó de repente al oír un portazo y, muy cansada, observó que la litera estaba vacía y que su marido se había ido. Intentó levantarse pero el camarote se balanceó y la sacudió violentamente. Ya no sentía frío sino un calor seco que la abrasaba. Trató de quitarse de encima el edredón húmedo, pero estaba atrapado bajo su cuerpo, y los brazos empezaron a temblarle con el esfuerzo. Decidió cambiar de táctica. Deslizó los pies hasta el suelo y se sentó en el alféizar mientras el barco se tambaleaba hasta alcanzar finalmente un ritmo suave. En ese momento, pensó que podría apañárselas.
Intentó ponerse en pie y deshacerse del edredón, pero se le pegó a ella como si estuviera vivo. Se puso de rodillas y se encontró en el suelo bajo el peso de la manta. Resoplando tras la lucha, permaneció estirada inmóvil hasta que volvió a recuperarse. El frío se colaba a través del suelo y por el edredón. Empezó a tiritar violentamente. Levantó la cabeza, divisó la estufa e imaginó su calor. Había una silla junto a ella. Si pudiera incorporarse, aquel lastre helado la dejaría en paz de una vez. Se arrastró por el suelo del camarote. La silla parecía flotar en la niebla y retirarse ante ella. La lucha la había agotado, pero a pesar de ello, Bella siguió adelante con la colcha pegada a su espalda como si fuera una helada segunda piel. Llegó hasta la silla, se agarró a sus patas y se arrastró hasta conseguir apoyar la cabeza sobre ella. Permaneció allí jadeando, extenuada. La habitación daba vueltas a su alrededor. Súbitamente, tuvo la sensación de estar cayendo por un túnel largo y oscuro. Sólo conseguía distinguir un diminuto punto de luz que acabó por desaparecer.
Edward regresó del alcázar con su humor algo mejorado. La suerte seguía estando de su lado y su riesgo había sido recompensado. La tormenta los había empujado hacia el sur, pero habían ganado varios días. El mal tiempo había descargado su furia contra el barco, había pasado de largo y les había dejado bajas temperaturas, aguas agitadas y vientos que soplaban enfurecidos contra las velas, dándoles velocidad. A pesar de su buena fortuna, pensó en la noche anterior y volvió a ponerse de mal humor. Sonrió maliciosamente para sí. No permitiría que ésa cretina testaruda desahogara su ira contra él. Todavía tenía que aprender una lección si deseaba ser la esposa de un Cullen.
Ordenó a Seth que se apresurara con la comida y se aproximó a la puerta del camarote decidido a reprender a Bella y explicarle claramente cuáles eran las normas en aquel barco. Abrió la puerta violentamente, con expresión de furia. De repente, se detuvo y la ira se desvaneció al ver a Bella sentada en el suelo, con la cabeza y una mano apoyada sin fuerza sobre la silla, el edredón enrollado alrededor de sus caderas y la otra mano en el suelo, con la palma hacia arriba.
Al oír a Edward pronunciar su nombre, abrió los ojos y lo vio aproximarse.
Levantó la cabeza e intentó hablar, pero sus temblores hicieron que su discurso fuera ininteligible. Edward apartó el pesado edredón de su cuerpo y la cogió en brazos. Su cabeza se desplomó antes de apoyarse sobre el hombro de su esposo. Oyó que su marido llamaba a Seth y notó que la colocaba sobre la litera y la cubría con mantas. El criado llegó corriendo y Edward le gritó algunas órdenes, pero la confusa mente de la muchacha sólo oyó un batiburrillo de palabras. Edward volvió a inclinarse sobre ella, esta vez para apartar los edredones. Todavía tiritando, Bella lloriqueó y luchó tratando de conservarlos sobre su cuerpo, pensando que Edward iba a castigarla como siempre lo hacía.
—Déjame, Bella —dijo bruscamente—. Tu vestido está mojado. Te sentirás mejor sin él.
La joven relajó las manos y no opuso resistencia mientras él le desabrochaba el camisón y se lo sacaba por los pies. Una vez más la cubrió con las sábanas.
Bella notó una mano en su frente, y su frialdad la reconfortó. Abrió lentamente los ojos pensando que vería a Edward, pero no era él quien estaba allí, de pie, tocándole la frente, sino su padre.
—Isabella Marie —dijo pacientemente—. Acábate el caldo como una buena chica o papá se enfadará.
—Pero es que no me apetece, papá.
—¿Cómo crees que vas a convertirte en una bella dama si no comes, Isabella Marie? Estás demasiado delgada para tener seis años.
La visión se hizo borrosa y, un instante después, volvió a aclararse.
—¿Tienes que irte otra vez? Su padre sonrió.
—Estarás bien con los criados. Es tu décimo cumpleaños. ¿Qué niño a esa edad teme quedarse solo?
Bella observó cómo su padre se alejaba. Sus labios empezaron a tiritar y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Yo, papá. Yo tengo miedo. Vuelve, papá. Por favor. No te lleves el retrato de mi madre. Es todo lo que tengo de ella.
—Con esto pagaré las deudas. Y con el retrato de tu padre, también. Tengo que llevármelo todo.
—Hemos venido por ti, Bella. Irás a vivir con tu tía y conmigo.
—Así que tú eres la niña. Con ese aspecto tan frágil que tienes no creo que puedas hacer las tareas de la casa. Mis vestidos te irán bien. No traerás ningún bastardo a mi casa. No voy a perderte de vista. Eres una bruja, Bella Swan.
—No. ¡No soy una bruja!
—Éste es mi hermano Riley. Ha venido a buscarte para llevarte a Londres.
—Qué dulce eres, mi niña. Te presento a mi asistente, James Witherdale. No es el tipo de hombre que resulta atractivo a las mujeres.
—Por favor, apártate de mí. ¡No me toques!
—Voy a poseerte, querida, así que no hay razón para que te resistas.
—Cayó sobre el cuchillo. Fue un accidente. Intentó violarme. Alguien me persigue.
Él no sabe que maté a un hombre. Cree que soy una prostituta.
—¿Crees que voy a dejar que te escabullas de mí?
—Fue el yanqui quien me tomó. El hijo que llevo es suyo. Nadie más me ha puesto una mano encima. Piensa convertirme en su amante y tener a su hijo mientras se casa con otra mujer en su tierra. Es tan presuntuoso. Deja que sea una niña. No quería gritar. Me asustaste. Por favor, no me hagas daño. Se ha dejado el sombrero, Seth. ¿Volverá pronto?
—El capitán es un buen hombre.
—Oh, Edward, ¿qué estabas haciendo allí arriba? Me trata como si fuera una niña.
Me da palmaditas en el vientre y luego me habla de su prometida.
El calor era insoportable. Forcejeó intentando escapar de él. Algo frío y húmedo se desligó por su cuerpo una y otra vez, lentamente. Unas fuertes, aunque suaves manos le dieron la vuelta y su espalda quedó expuesta a las frescas caricias.
—Traga —ordenó una voz—. Traga.
Bella volvió a ver a su padre, que le llevaba una taza a los labios mientras le sujetaba la espalda. Obediente como siempre a sus deseos, bebió el caldo.
Tía Didyme apareció frente a ella, con el cuerpo de su hermano muerto y el cuchillo atravesado en su pecho. Gritó ante la visión. Intentó explicarle que había sido un accidente, que no había intentado matarlo, que se había caído sobre el cuchillo. James Witherdale se aproximó a su tía y sacudió la cabeza, señalándola con gesto acusador. Bella vio el hacha del verdugo, la cabeza encapuchada y el torso desnudo de éste. Sintió que le presionaba la cabeza contra la piedra y le retiraba el cabello del cuello. Los espasmos de frío volvieron y su padre sujetó su larga cabellera.
—Traga. Traga.
—¿Está mejor, capitán? —inquirió el criado. No paraba de temblar y estaba muy fría. Le colocaron algo caliente a su alrededor y, una vez más, los pesados edredones la sujetaron.
—¿Papá? No me dejes, papá. Henry, no puedo casarme contigo. Por favor, no me preguntes las razones. Hay tanta sangre... Sólo era una pequeña herida.
Riley Biers rió y la miró con lascivia. Estaba borracho. El señor Witherdale se hallaba a su lado y ambos iban por ella. Sus garras intentaron atraparla. Bella retrocedió y huyó de ellos cayendo en los brazos del yanqui.
—¡Sálvame, por favor! ¡No dejes que me lleven con ellos! ¡Soy tu esposa!
—Tú no eres mi esposa.
Bella se retorció, ahogada por un calor sofocante, y las convulsiones empezaron de nuevo. Vio a Edward encima de ella y sintió que le acariciaba el cuerpo con un paño frío y húmedo.
—¡No dejes que mi hijo muera, Edward!
Su enorme mano se deslizó por su vientre y sus ojos la miraron.
—Está vivo, amor mío. Tía Didyme detrás de él.
—¿Has oído eso, jovencita? Tu bastardo todavía vive.
Los rostros de Riley Biers, James Witherdale, tía Didyme y tío Marcus avanzaban hacia ella, todos se desternillaban de risa con la boca muy abierta.
—¡Asesina! ¡Asesina! ¡Asesina!
Bella se tapó los oídos y se retorció salvajemente.
—¡No lo soy! ¡No lo soy! ¡No lo soy!
—Traga esto. Debes hacerlo.
—No me dejes, papá.
Los campos estaban verdes y ella reía y correteaba huyendo de la persona que la perseguía. La cogió y con brazos firmes la levantó del suelo. Ella le echó los brazos al cuello, riendo alegremente, mientras el rostro del hombre se inclinaba para besarla. De repente, Bella soltó un grito desgarrador al reconocer a James Witherdale. Se apartó de él y, al volverse, vio que la silueta de un hombre desaparecía en la cima de una colina.
—¡No me dejes! ¡No me dejes aquí con él! ¡No me dejes!
Estaba cayendo en la oscuridad, en la pacífica y tranquila oscuridad. Flotaba, se deslizaba, se mecía. Una neblina la envolvió hasta hacerla desaparecer.
Bella abrió los ojos y vio los listones de madera de la litera sobre su cabeza. Todo estaba en calma; únicamente podía oírse el ligero crujir del barco. Permaneció estirada sin moverse durante unos instantes intentando recordar lo que había sucedido. Había intentado llegar hasta la litera, pero se había caído. Se revolvió en ella con una expresión de dolor en el rostro. Se sentía cubierta de magulladuras, como si cada centímetro de su cuerpo hubiera sido apaleado. Estaba muy débil. Volvió la cabeza sobre la almohada y vio a Edward. Estaba dormido en una hamaca que colgaba entre las dos vigas del alcázar.
¿Una hamaca? ¿En el camarote? Y tenía un aspecto horrible: el rostro demacrado, los ojos rodeados por unos círculos oscuros y el cabello, desaliñado. Era muy extraño verlo así con lo mucho que se preocupaba siempre por su aspecto.
Su expresión se agravó al ver la habitación. Estaba completamente desordenada.
Las sillas estaban atiborradas de ropa y las botas de Edward yacían tiradas de cualquier manera en el suelo. Había un cazo con agua cerca de la litera y, sobre la estufa, una hilera de trapos tendidos. Se preguntó qué tipo de desastre había devastado el lugar y por que Seth no lo había arreglado.
Con un esfuerzo doloroso, consiguió apoyarse sobre uno de sus codos, movimiento que no pasó inadvertido a su esposo, que abrió los ojos repentinamente. Saltó de la hamaca y corrió hacia ella, pero al ver que la cordura había regresado a su esposa, aminoró el paso. Sonrió y se sentó en el borde de la litera. Le tocó la frente con una mano.
—La fiebre ha cedido —afirmó aliviado.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Bella dulcemente—. Estoy muy cansada y me duele todo. ¿Me he caído?
Edward le apartó el cabello del rostro.
—Has estado enferma, cielo, desde hace varios días —explicó—. Este es el sexto.
—¡Seis días! —exclamó ella, sorprendida y muy confusa. Habían pasado seis días y parecía que hubieran transcurrido unas horas. De pronto, abrió los ojos aterrada y apretó el edredón a la altura de su vientre—. ¡El bebé! He perdido el bebé, ¿verdad? —gritó, con los ojos arrancados en lágrimas—. Oh, Edward, dime la verdad. ¡Oh, Edward!
Edward sonrió con ternura y la cogió de la mano.
—No —murmuró—. El niño sigue con nosotros. Se mueve muy a menudo.
Bella empezó a reír mientras sus lágrimas rodaban por sus mejillas y deseó abrazarle, pero se contuvo. Se las secó y sonrió. Ya relajada, se estiró en la litera, sintiéndose aliviada pero exhausta.
—Jamás te perdonaría si perdieras a mi hijo después de todo lo que hemos pasado
—bromeó—. Tengo grandes planes para él.
Bella buscó el rostro de su marido sin apenas poder creer lo que acababa de oír.
—¿Tienes planes para él? —preguntó—. ¿Estarás orgulloso de él... de mi hijo?
—De nuestro hijo, querida —la corrigió con ternura—. ¿Creías que no iba a estarlo... de mi propio hijo? Debería darte vergüenza pensar lo contrario. Ya te dije una vez que me encantan los niños... y si son míos, doblemente.
Bella siguió mirándolo fijamente con los ojos muy abiertos. Al final, y por primera vez, se atrevió a preguntarle sobre algo que le preocupaba desde hacía tiempo.
—Edward, soy la primera... —Hizo una pausa y prosiguió, vacilante—. Es éste tu primer... Quiero decir, ¿has tenido algún hijo con otra mujer?
Edward se sentó y la miró enarcando una ceja, con lo que hizo que ella se ruborizara. Rápidamente, Bella bajó la mirada y pronunció una disculpa casi inaudible.
—Lo siento. Edward. No era mi intención entrometerme. No sé por qué lo he preguntado, de verdad que no lo sé. Por favor, perdóname.
Edward se echó a reír repentinamente y levantó el mentón de su esposa mirándole a los ojos.
—Siendo un hombre de treinta y cinco años, no puedo afirmar que jamás me haya acostado con otra mujer ¿no crees? —Sonrió—. Pero puedo asegurarte que ninguna otra mujer ha tenido un hijo mío. No estoy manteniendo al hijo bastardo de otra mujer. ¿Esto te complace, cielo?
Bella sonrió, feliz. Por alguna extraña razón, lo que él acababa de decirle la tranquilizó enormemente.
—Sí—respondió.
Sintiéndose mejor, intentó sentarse. Edward deslizó rápidamente sus manos por detrás de su espalda y la ayudó, mientras ella le rodeaba con sus brazos. Luego ahuecó los cojines para que estuviera más cómoda.
—¿Tienes hambre? —le preguntó suavemente, sin soltarla. El edredón se había resbalado dejándola desnuda hasta la cintura, con su cabello cayendo salvajemente sobre sus hombros y sus senos. No deseaba soltarla—. Deberías intentar comer algo. Has perdido peso.
Bella lo miró a los ojos.
—Igual que tú —susurró.
Edward rió y la ayudó a recostarse sobre los cojines mientras ella se cubría los senos con la colcha.
—Le diré a Seth que nos prepare algo de comer —dijo él—. Le alegrará saber que ya te sientes mejor. Te ha cogido bastante cariño y me temo que con tu enfermedad ha envejecido diez años. —Hizo una pausa y, con los ojos brillantes, agregó—: Huelga decir, cielo, que no volverás a dormir junto a esa ventana.
Bella rió, avergonzada.
—No he pasado una noche más horrible en mi vida —admitió.
—Es usted muy testaruda, mi señora —observó él divertido—, pero en el futuro tendrá muy pocas ocasiones de demostrarlo. —Se puso nuevamente serio—. Desde ahora impondré mi juicio y haré que se cumpla.
Bella sabía que no estaba bromeando. Edward se incorporó y, cuando estaba a punto de marcharse, una idea cruzó la mente de Bella, deteniéndolo.
—¿Edward? —inquirió la joven.
Él se volvió y esperó a que continuara. Confusa, ella empezó a retorcer el edredón entre sus manos, temerosa de abordar el tema y del modo en que él pudiera reaccionar, pero consciente de que debía hacerlo. Una vez más, habló en voz baja.
—Edward, yo... —Se armó de valor y lo miró fijamente—. ¿Vas a contarle a tu familia que te obligué a casarte conmigo?
Edward la miró perplejo durante varios segundos y, sin una palabra ni un gesto, dio media vuelta y se marchó. Bella volvió la cabeza hacia la pared, muy avergonzada por haberle formulado esa pregunta. No le había contestado y la respuesta había quedado clara. Se preguntó si sería capaz de soportar la vergüenza que estaba a punto de sufrir.
Cuando Edward regresó, Bella se había repuesto y había jurado que jamás volvería a sacar el tema. Edward cogió uno de sus camisones del baúl y se lo llevó a la litera.
—Bella, si me lo permites, te ayudaré a ponerte esto —sugirió el.
Ella dejó que le pusiera el camisón y se lo atara, mientras estudiaba su rostro.
Todavía tenía un aspecto cansado y enfermizo. Su cabello, antes bien peinado, ahora estaba desaliñado y sus ojeras eran oscuras y profundas. No se había cuidado nada. Bella ansiaba acariciarle y borrar las huellas de fatiga de su semblante.
—Seth no te ha cuidado nada —murmuró—. Tengo que hablar con él sobre esto.
Edward desvió la mirada, muy incómodo por su aspecto desarreglado. Se alejó de la litera y le dio la espalda. Pero volvió a mirarla cuando ella se revolvió dolorida en el lecho, buscando una postura más cómoda.
—¡Uf! —se quejó—. Esta cama me hace daño. —Alzó los ojos hacia los de él—.
¿Puedo sentarme, por favor?
Edward cogió uno de los edredones de la litera y lo dispuso sobre una silla junto a la estufa. Le llevó las zapatillas y se las colocó. La cogió en brazos, esta vez sin que Bella se resistiera. La joven le rodeó con sus brazos y lamentó que la distancia hasta la silla fuera tan corta. Estaba colocándole el edredón alrededor del cuerpo cuando Seth llamó a la puerta. El sirviente entró con una bandeja de comida.
—Hola, señora —saludó con una amplia sonrisa—, nos ha tenido a todos en vilo, y lo digo muy en serio. Creímos que se nos iba, y el pobre capitán estuvo a su lado en todo momento, día y noche. No dejó que nadie más la tocara.
Edward miró enfadado a su criado.
—Tienes una lengua muy larga, Seth —refunfuñó.
—Sí, mi capitán —respondió Seth con una sonrisa, y depositó las bandejas delante de ellos.
Bella no tenía mucha hambre, pero la sopa era tentadora y empezó a tomarla lentamente. Poco a poco el apetito fue creciendo, hasta que acabó comiendo con gran placer. Se detuvo y se encontró los ojos de ambos hombres observándola. Apartó la cuchara y, sintiendo la necesidad de decir algo, miró al criado y, señalando la desordenada habitación, dijo:
—Por lo que puedo ver, Seth, no te has ocupado mucho de tu capitán últimamente.
Edward resopló y se alejó. Seth se frotó las manos.
—Sí, señora. Estaba de muy mal humor. No me dejó ni cruzar la puerta. —Y asintiendo para enfatizar este comentario, agregó—: Sólo él se ocupó de atenderla y cuidarla, señora.
Edward refunfuñó en voz baja y se acercó a Seth como si quisiera atraparlo.
Éste se retiró rápidamente cambiando de tema.
—Me alegro de comprobar que ya está bien, señora. Le traeré algo más consistente más tarde —comentó.
Bella siguió tomando la sopa sin dejar de mirar, divertida, el rostro serio de su marido.
Esa noche, mientras Edward se desvestía para acostarse, Bella se hizo a un lado de la litera y le apañó las sábanas, expectante. Éste miró de soslayo el espacio hecho especialmente para él y luego desvió su mirada.
—Será mejor que no vuelva a dormir en la litera —apuntó. La miró, vio su frente arrugada y se aclaró la garganta—. Ahora el tiempo es más cálido y ya no es necesario que compartamos el calor, y yo... tengo miedo de que... durante la noche... pueda volverme hacia ti y hacer daño al bebé. Estarás más cómoda sin mí.
Se estiró torpemente en la hamaca y se acomodó para disfrutar del tan necesitado descanso. Bella ahuecó la almohada, lo miró de reojo, se volvió y se tapó hasta el cuello.
Los días se convirtieron en meses. Tras rodear los Grandes Bancos, el tiempo empezó a mejorar mientras navegaban hacia el sur empujados por los fuertes vientos del norte, acelerando su vuelta a casa. Bajo el siempre cálido sol, el color natural de Bella regresó a sus mejillas y las señales de la enfermedad desaparecieron por completo.
Brotó más hermosa que una flor y, al contemplarla, uno podía darse cuenta de lo bien que le sentaba la maternidad. Siempre que subía al alcázar, y siempre lo hacía bajo la protección de Edward, los ojos de los hombres se posaban en ella y, con la capa y el cabello al viento, era realmente digna de admirar. Pensaban en ella como la más delicada de las mujeres y nunca dijeron una sola palabra o hicieron una sola cosa que diera a entender lo contrario. Su refinamiento atrajo a muchas manos deseosas de asistirla en sus salidas a cubierta.
La nueva disposición para dormir pareció sentarle espléndidamente a Edward. Toda señal de cansancio desapareció de sus ojos, ya no se lo veía demacrado y sus ojeras desaparecieron. La exposición al sol y al viento hizo que su piel se tornase cobriza. Bella, que se sentía cada vez más mujer, empezó a observarlo con mayor frecuencia.
Estaban cerca de las Bermudas y a punto de recalar en una de las islas, cuando les sorprendió una tormenta. Edward subió al alcázar y se encontró con Seth sujetando un barril en una de las esquinas del pasamanos y amañando una vela de forma que hiciera de embudo para que el agua de la lluvia lo llenara.
—Seth, ¿te has vuelto loco? —inquirió Edward, gritando por encima del fragor del agua—. ¿Qué demonios haces con eso aquí arriba?
El criado respondió levantando la mirada al cielo.
—Su esposa, capitán. Pensé que le gustaría darse un baño. El agua fresca de la lluvia será un alivio después de tanta sal, capitán.
Edward contempló el barril con ojo crítico. Seth bajó la mirada, esperando que su capitán no le ordenara que lo sacara del alcázar. Edward giró la cabeza hacia el sirviente, luego miró el barril y, lentamente, se volvió de nuevo hacia Seth. Su frío escrutinio mantuvo al hombre en vilo durante varios segundos. Arqueó una ceja y esbozó una media sonrisa que le suavizó las facciones.
—A veces, Seth, me sorprendes —afirmó y se marchó a toda prisa del alcázar. Seth suspiró aliviado y, silbando, volvió a comprobar la sujeción.
Bella se sumergió en el agua caliente, disfrutando enormemente de la deliciosa calidez que envolvía su cuerpo. Su esposo se sentó en el escritorio, pensando en la rapidez con la que su esposa se había desnudado al ver la humeante bañera. Seth lo había preparado todo discretamente mientras ella estaba en cubierta respirando el aire fresco de la tarde. Al verla, Bella había gritado de alegría y había dado un beso a Seth, que se había marchado del camarote contento y ruborizado.
Dejó escapar un suspiro y se apoyó contra el borde del barreño. Sumergió los brazos en el agua y volvió a levantarlos, dejando que cayera sobre sus hombros. Edward blasfemó entre dientes al comprobar que se había equivocado al sumar una columna de cifras por octava vez. Su esposa estaba completamente absorta y no se percató de las maldiciones que su marido estaba profiriendo. Éste dejó la pluma y cerró los libros de contabilidad, intentando calmar su excitación. Se levantó del escritorio y empezó a caminar por el camarote, mirando por las ventanillas hacia el mar, ahora iluminado por la luna, en un esfuerzo por dirigir su atención hacia algo menos frustrante. No lo consiguió, y volvió a encontrarse contemplando a su mujer, cuyos senos parecían juguetear con el agua. Le pasó suavemente un dedo alrededor de la oreja y le hizo un suave masaje en la nuca con los nudillos. Ella lo miró, sonrió y apoyó la mejilla en su mano. Edward apretó las mandíbulas y se retiró a un lugar del camarote donde se sintiera a salvo. Acostumbrada a sus constantes cambios de humor, Bella lo ignoró y continuó con su baño, indiferente.
—Edward —le pidió dulcemente—, ¿puedes pasarme ese cubo de agua que hay en la estufa?
El hombre se volvió aliviado por tener una tarea en la que ocupar su mente. Vertió el agua a los pies del barreño y se quedó sujetando el cubo torpemente, viendo cómo su mujer disfrutaba de aquel baño. Bella se sumergió en el agua y, al reaparecer, mostró unos esplendorosos senos rosados, como cubiertos por el primer rocío de la mañana.
Edward se volvió bruscamente, farfullando que tenía que marcharse a buscar más agua y se apresuró a huir de aquella cámara de tortura.
Bella yacía relajada en la bañera, casi ronroneando de puro contento. Estrujaba la esponja, haciendo que el agua cayera por sus rodillas y la tiraba frente a su rostro, salpicándola. El agua era como raso contra su piel, terriblemente cansada de los baños de agua salada.
Un ruido procedente de arriba llamó su atención y, durante un tiempo, se quedó escuchando las pisadas que iban de un lado a otro del alcázar. Reconoció en ellas a su marido y, cada vez que el farol del alcázar lo alumbraba y proyectaba su sombra a través del tragaluz, Bella se preguntaba si la causa de su estado de ánimo sería la impaciencia por dejar el barco y llegar a casa.
El baño finalizó y la bañera fue vaciada. Bella estaba sentada frente a la estufa en camisón. El edredón, que momentos antes la envolvía, ahora se le había caído. Todavía estaba cepillándose el cabello cuando su marido entró en el camarote. Ella le sonrió cálidamente al entrar.
Al verla de aquel modo, Edward se detuvo en la puerta, indeciso. La delicada prenda de noche era como una fina bruma que le cubría el cuerpo apenas disimulándolo. Sus redondeados senos aparecían generosos por encima del escote del camisón. Al divisar sus suaves y veladas cimas, se enfadó consigo mismo por no ser capaz de dejar de contemplarla. Empezó a caminar por el camarote, encontrando el pequeño lugar todavía más asfixiante. Se detuvo frente al baúl de Bella y vio la bata estirada sobre él. Examinó durante unos segundos su intenso color rojo y acarició el tejido aterciopelado como si Bella estuviera envuelta en sus pliegues. De repente, se dio cuenta de lo que estaba haciendo y se detuvo, renegando. Cogió la prenda y se dirigió hacia ella colocándosela sobre los hombros. Bella lo miró sonriendo y se lo agradeció, pero no hizo movimiento alguno para ponérsela. Edward esperó, enojado por la tardanza de su esposa, hasta que al final se inclinó y se la colocó él mismo.
—Bella, por el amor de Dios —se quejó—. No soy un lactante a quien tu ligero atuendo no le afecta. Soy un hombre y no soporto verte tan expuesta.
Obediente, se deslizó en la bata y se la abrochó, ajustándosela al cuello. Mientras lo hacía, ninguna expresión apareció en su rostro, pero por dentro rió satisfecha por el desasosiego que invadía a su esposo.
Edward, cada vez más nervioso a medida que se aproximaban a las Bermudas, comprobó una y otra vez las cartas de navegación. Él y Ateara compararon sus notas y calcularon el día aproximado en el que iban a arribar a puerto, pero ninguno de los dos dijo una palabra por miedo a equivocarse. Era la primera semana de diciembre y los hombres discutían la posibilidad de llegar a tierra antes de Navidad. Los dos barcos que habían partido antes que ellos debían arribar a los muelles alrededor de Año Nuevo. Si el Fleetwood llegaba a Charleston antes que ellos, sería el primer barco en regresar de Inglaterra en varios meses, y su cargamento les proporcionaría enormes beneficios. La tripulación sabía que las Bermudas estaban a unos doce días de su destino final, de manera que las islas supondrían el fin del viaje. Era casi el mediodía del ocho de diciembre, cuando la voz del vigía sonó desde lo alto del palo mayor.
—¡Tierra a la vista! ¡Proa a babor!
No se podía ver nada desde cubierta. Edward miró su reloj e hizo una anotación en su diario de a bordo, pero mantuvo el rumbo hasta que pudo divisar claramente las islas. Entonces, dio la tan ansiada orden de poner rumbo a casa.
El Fleetwood ya en ruta, cabeceaba y parecía precipitarse mientras los hombres saltaban a las jarcias y desplegaban hasta el último centímetro de lona para aprovechar las suaves brisas del sur.
Después de más de mes y medio en el mar, entraron en la bahía de Charleston una semana antes de Navidad. Al avistar tierra, izaron las señales para informar que el Fleetwood se disponía a entrar en el puerto. Bella se abrigó con la capa y subió a cubierta a echar el primer vistazo al nuevo mundo. Lo primero que divisó del continente fue una neblina azul y tuvo que entrecerrar los ojos para poder distinguir la costa. Al acercarse un poco más, pudieron divisar el litoral, pero se dieron cuenta de que se habían desviado unos cuantos kilómetros hacia el norte de la bahía de Charleston.
Edward condujo el barco varios cabos a babor hacia el canal principal. Bella contempló una vasta panorámica de lo que iba a convertirse en su nuevo hogar. Con lo que había leído y oído, se había formado la idea de un desvaído asentamiento en medio de una ciénaga humeante. Se quedó asombrada ante las aguas cristalinas que ondeaban bajo la proa del barco y la arena blanca que se extendía a lo largo de kilómetros de playa. Más allá, podía distinguir frondosos bosques de mangles, cipreses, álamos y robles que se alzaban interminables en la distancia. Cuando finalmente el navío dobló el cabo y entró en la bahía, Bella suspiró ante la sensual belleza de la ciudad encalada que se extendía ante ella como un puñado de perlas blancas en una playa soleada.
Pasaron por una pequeña isla de arena coronada con un fuerte de madera barrido por el faro del puerto. Izaron todas las velas y se tomaron todas las medidas necesarias para conducir al barco hasta su amarradero.
Cuando el Fleetwood recorría el último kilómetro, Bella vio la multitud agolpada en el muelle. Sobresaltada, entendió que entre la muchedumbre se encontraban el hermano de Edward, sus amigos, y... su prometida. Se le heló el corazón ante la idea de enfrentarse a todos ellos y huyó de cubierta, precipitándose hacia el camarote para ataviarse según lo que ella creía que debía ser la esposa de un capitán. Se vistió con sumo cuidado, poniéndose un vestido de lana rosa y un abrigo con la cinturilla alta del mismo tono, cortado al estilo húsar y ribeteado con galones de seda. Su ansiedad creció a la hora de arreglarse el cabello. Sin saber qué hacer con él, decidió recogérselo bajo un oscuro sombrero de visón. Finalmente lista, y sin nada más que hacer, se sentó en la silla junto a la ahora fría estufa, contemplando el camarote en la penumbra, con las manos recogidas en el manguito de piel. El miedo crispó sus nervios, pero consiguió mantener la compostura gracias a su férrea voluntad. Pudo oír cómo el navío rechinaba contra los muelles. Se sobresaltó momentos después cuando Edward abrió la puerta y entró en el camarote. Fue derecho al escritorio, sacó los libros de contabilidad y los ató con una cinta, Luego, sacó del cajón una botella de coñac y se sirvió un generoso trago. Bella se levantó de la silla muy agitada, mordiéndose los labios, y se colocó junto a su esposo. Edward la miró con la frente arrugada y se sirvió otra copa. Se la bebió de un trago y dejó el vaso sobre la mesa.
Con la necesidad de hacer algo que calmara su estado de nerviosismo ante el suplicio que se avecinaba, Bella cogió la copa y se la tendió a su marido. Este arqueó una ceja, dubitativo. Ante la insistencia de su mujer, llenó el vaso con una cantidad prudente. Imitando el aire tranquilo de Edward, Bella se llevó la copa a los labios y la apuró de un trago. Un segundo después, abrió los ojos desconcertada, intentando inhalar un poco de aire fresco para amortiguar el fuego que le abrasaba la garganta y el estómago. Tosió y pensó que ya nunca volvería a ser la misma, pero al final, pudo respirar hondo y el calor abrasador se tornó en una sensación cálida y reconfortante.
Alzó sus vidriosos ojos hacia Edward, que la miraba divertido, y asintió con valentía preparada para enfrentarse a la multitud que aguardaba en el muelle.
Edward se colocó los libros bajo el brazo, dejó la botella en su sitio y, con la mano tras la pequeña espalda de Bella, la condujo a través de la puerta hasta cubierta donde les esperaba una pasarela. Le tendió la mano para ayudarla a subir el escalón hasta el puente y se colocó a su lado. Sus ojos se encontraron brevemente. Bella aceptó el brazo de su esposo y, respirando con profundidad, dejó que la condujera rampa abajo.
Mientras descendían, una pareja se separó de la muchedumbre y se precipitó hacia ellos. El hombre era tan alto como Edward, pero de complexión más delgada. No había ninguna duda. Guardaba un gran parecido con su hermano. Y la mujer, alta, robusta, hermosamente rubia, era, sin duda, su prometida. Sus ojos castaños estaban llenos de felicidad y, al acercarse, se abalanzó sobre Edward y le besó con una pasión excesiva incluso para una pareja de prometidos. Edward soportó sus muestras de afecto aguantando estoicamente, decidido a no acrecentar su coqueteo, y miró a Bella de soslayo, que observaba crispada la escena. Cuando finalmente Tanya se calmó, miró a Edward bastante asombrada ante su frialdad y le asió del brazo, apretándoselo contra el pecho. Luego, se volvió hacia Bella y la examinó con indiferencia.
Las dos mujeres se miraron brevemente con mutua e inmediata hostilidad. Bella vio ante ella a una bien contorneada y experimentada mujer, sutil conocedora de los hombres y decidida a conseguir sus objetivos. Tanya descubrió a una joven exquisita y bella, en un incipiente estado de florecimiento que contrastaba con su propio inicio de marchitamiento. Cada una de ellas percibió en la otra lo que más temía y desde este primer encuentro se convirtieron en enemigas.
Tanya terminó su minucioso examen y se giró hacia Edward.
—¿Y qué es esto que has traído contigo, querido? —inquirió—. ¿Algo que encontraste por las calles de Londres? —Su tono de voz insinuaba las implicaciones de su retorno a casa.
Con su característico ojo avizor, Jas ya había sacado una certera conclusión y contuvo una sonrisa cuando Edward respondió.
—No, Tanya —contestó muy tenso—. Es mi mujer, Bella.
Tanya se quedó boquiabierta. Se hubiera venido abajo si no hubiera sido porque todavía sujetaba el brazo de Edward.
Éste se apresuró a hablar con la esperanza de evitar el temporal.
—Bella, éste es mi hermano, Jasper. Jas, ésta es mi esposa.
—¡Tu esposa! —gritó Tanya, recobrando el habla alimentada por la ira—.
¿Quieres decir que te has casado con esta pequeña zorra?
Ignorando el arrebato, Jas sonrió abiertamente a Bella y le tomó la mano. Se inclinó ligeramente sobre ella y, enderezándose, le dijo:
—Estoy encantado de conocerla, señora Cullen.
Bella le devolvió la sonrisa, aceptándolo como futuro aliado.
—Estaba ansiosa por conocerle, Jas —murmuró con recato—. Edward me ha hablado mucho de usted.
Jas lanzó una mirada dubitativa hacia su hermano.
—Bueno, conociéndole, creo...
—¡Bastardo callejero! —espetó Tanya con voz estrangulada, mirando fijamente a Edward—. ¡Has permitido que me quedara aquí, esperando tus vacuas promesas mientras tú, el gran semental, deambulabas por las calles de Londres! —Su puño pasó por delante de la cara de Edward—. ¡Me has hecho esperar y creer que éste sería tu último viaje y vuelves con tu esposa como regalo! ¡Me obsequias con esta perra usurpadora después de engañarme haciéndome creer en la pureza de tus sentimientos!
¡Maldito seas, vil embustero! Desde luego has complacido bien a tu hermano. ¡Míralo, ahí de pie, sonriendo presuntuosamente y diciendo boberías, como si hubiera sido él quien hubiera planeado este acto en secreto! —Dio un paso hacia Bella y la miró fríamente. Su voz se convirtió en un felino maullido—. Y tú, maldita cómplice, ¿en qué burdel te ha encontrado? ¿De qué cuna te ha sacado? ¡Le has quitado el compromiso a otra! —Avanzó otro paso, mientras Bella la miraba—. ¡Mírate, tan joven, tan
delicada, y tan hábil! ¡Te habrás despatarrado en su cama tan alegremente, eh, puta pretenciosa!
Tanya cogió impulso para abofetearla, pero Edward la detuvo antes de que pudiera hacerlo. La agarró por los hombros, casi levantándola del suelo.
—Te lo advierto, Tanya —le avisó hablando muy despacio—. Ella es mi esposa y está embarazada de mí. ¡He sido injusto contigo, es verdad, de manera que descarga tu venganza sobre mi persona, pero nunca, jamás le pongas una mano encima!
Tanya palideció y sus ojos reflejaron el miedo que padecía en esos momentos. Edward la soltó y se interpuso entre ambas mujeres, aunque la verdad es que ya no hacía falta, pues Tanya estaba verdaderamente intimidada.
—¿Embarazada? —preguntó casi sin aliento. Sus ojos fueron de Edward al redondeado vientre de Bella, dándose cuenta de su estado por primera vez. Se dio media vuelta, prometiendo en silencio que se vengaría de su rival.
—Ahora que nos hemos convertido en el centro de atención del muelle —empezó a decir Jas con una sonrisa sarcástica—, ¿podemos irnos ya al carruaje? —Miró hacia la mujer rubia—. ¿Tan, mujer madura, vas a venir con nosotros hasta Harthaven o quieres que le diga a Sam que te deje en Oakley?
Tanya se volvió mirándole despectivamente, luego se dio la vuelta hacia Edward y, sonriendo, le dijo dulcemente:
—Debemos detenernos en Oakíey, querido. He preparado un delicioso té. —Lo miró sensualmente—. Por supuesto, no vas a decepcionarme. Insisto en ello.
Jas observó a ambos y vio que Edward arqueaba una ceja. Con una sonrisa maliciosa, el hermano pequeño se acercó a ellos, tomó a Bella del brazo y, guiñándole un ojo, se dirigió a Tanya.
—Dime, Tan, ¿esta invitación incluye al resto de los Cullen o es un asunto privado? Estoy seguro de que mi cuñada no desea estar separada de su marido durante mucho tiempo —la pinchó.
Tanya lo fulminó con la mirada.
—Pero, por supuesto, querido —respondió con sarcasmo—, estáis todos invitados. Estoy convencida de que la joven disfrutará de un poco de leche caliente en su estado.
Jas agravó su sonrisa mientras jugueteaba con el sombrero de piel de Bella.
—¿Le gusta la leche caliente, señora Cullen? —preguntó a la joven.
—Sí —respondió con ternura, sonriéndole. Jas ya se la había ganado con su encanto—. Pero prefiero el té.
Jas se volvió hacia Tanya con ojos resplandecientes.
—Creo qué el té será más adecuado después de tan largo viaje, ¿no crees, querida? Tanya clavó sus venenosos ojos en él.
—Claro, querido. Debemos hacer cuanto podamos para agradar a nuestra nueva invitada —le devolvió, enfatizando lo que ella consideraba una situación temporal—. La niña debe disponer de todo lo que desee.
Jas se echó a reír suavemente.
—¿Por qué, querida Tan, me da la impresión de que ya tiene todo lo que desea? — bromeó.
Tanya le dio la espalda malhumorada y Edward le lanzó una mirada de advertencia a su hermano pequeño. Pero éste, sonriendo alegremente, se volvió y, galante le tendió su brazo a Bella.
—Vayámonos, señora Cullen —comentó—. Debemos cuidarla en su estado y creo que estará mucho más cómoda en el carruaje.
Mientras se abría paso entre la multitud, la acusó a preguntas, dirigiéndose a ella constantemente con el tratamiento que tanto irritaba a Tanya:
—Señora Cullen ¿ha tenido un buen viaje? El mar del Norte puede estar bastante agitado en esta época del año, ¿no está de acuerdo, señora Cullen?
Tanya les siguió rezagada cogida del brazo de Edward. Con los ojos entornados, sintió cómo la rabia le hacía hervir la sangre, pues sabía que, cuando hubieran sorteado la muchedumbre, la noticia del matrimonio de Edward y por ende la de su ruptura, se habría extendido como un reguero de pólvora.
Edward, que en anteriores ocasiones había paseado con Tanya por las calles de la ciudad orgulloso de tenerla a su lado, percibía ahora su pegajosa cercanía como un verdadero lastre. Se sentía ofendido por el descarado cortejo de Jas hacia su esposa.
Pero sabía que su hermano desaprobaba totalmente a Tanya como futura cuñada y que seguiría con esa farsa hasta sus últimas consecuencias. Se concentró en la delicada figura de su mujer, observando cómo sus faldas se balanceaban frente a él, y sus ojos brillaron.
Con gran aplomo, Jas le tendió la mano a Bella para ayudarla a subir al carruaje. Al sentarse descaradamente junto a ella, se encontró con el irritado rostro de su hermano lanzándole una mirada de advertencia. Edward ayudó a Tanya a acomodarse y se ubicó en el único lugar que quedaba libre. De inmediato la mujer se apoyó contra él, descansando su antebrazo sobre su muslo de manera informal, declarando la existencia de una intimidad con el hombre. Con un gesto de disgusto en la boca, Edward se cruzó de brazos y se sentó muy rígido. Miró a la pareja que tenía enfrente, deseando que su hermano sintiera un poco de compasión.
Bella observó con recelo el regazo de su marido y la mano posesiva y reivindicativa que yacía sobre él, hasta que finalmente alzó la cabeza para observar la expresión en su rostro. La acción fue interceptada por Tanya, quien esbozó una sonrisa remilgada.
—Dime, querida —dijo con coquetería—, ¿te ha contado ya Edward algo acerca de nosotros?
—Sí, lo ha hecho —murmuró Bella. Antes de que pudiera ampliar su declaración, Tanya la interrumpió con una ceja arqueada burlescamente.
—Pero, por supuesto, no te lo habrá contado todo —apuntó. Luego se volvió hacia Edward, sonriendo coquetamente y parpadeando—. Seguro que no se lo has contado todo, querido. Espero que no llegaras tan lejos.
Una bofetada en la cara hubiera dolido menos. La cruda revelación hizo que Bella sintiera de pronto una fuerte presión en el corazón. Bajó la mirada desconcertada y miles de pensamientos confusos recorrieron su mente. No había pensado en eso para nada... que Edward y aquella mujer habían sido amantes. Por eso estaba tan resentido con su matrimonio. Y, a pesar de llevar su apellido y su hijo, ella era la extraña, no Tanya. ¿Acaso no le había prevenido que, ante él, ella no era más que una simple doncella?
Bella se mordió los labios y alisó la piel del manguito con manos temblorosas.
Su abatimiento fue captado por ambos hombres. El tic nervioso volvió a aparecer en las mejillas de Edward, mientras apretaba las mandíbulas. Jas se inclinó hacia adelante con una sonrisa forzada y ojos llenos de rabia.
—A pesar de lo que digas, mi querida Tan, nuestra Bella lleva la prueba de la devoción que siente Edward por ella —observó el joven.
Jas lanzó una implacable mirada a Tanya haciendo que se retirara ligeramente de Edward, muy ofendida ante semejante menosprecio. Edward permaneció en silencio, complacido de que su hermano supiera cómo mantener a Tanya a raya.
Jas apretó con ternura la mano de su cuñada. Ésta apartó su mirada llena de perplejidad y se concentró en lo que había al otro lado de la ventanilla, intentando contener las lágrimas que amenazaban con brotar. Vio a Seth acercarse al carruaje y consiguió esbozar una sonrisa trémula cuando llegó hasta la puerta. El criado se sacó el gorro de lana de la cabeza y le devolvió la sonrisa.
—Vaya, señor, señora, están imponentes en sus galas. Hacen que el sol brille todavía más —comentó.
Bella asintió dándole las gracias y le bendijo con una dulce mirada. Tanya se recostó en el asiento y les observó con una expresión de desprecio. Podía percibir claramente el respeto que sentía el sirviente por la fulana y sintió la amarga punzada de los celos al ver que este hombre, en el que Edward tanto confiaba y al que tanto valoraba, agasajaba a Bella como nunca lo había hecho con ella. Ahora incluso la ignoraba al volverse hacia Jas.
—Vaya, señor, parece que acabe de pelearse con un par de gatos monteses — bromeó.
Jas le sonrió y le contestó de igual forma.
—Vaya, pegajoso lobo de mar, realmente me ciegas con tu resplandeciente coronilla.
Le apretó la mano al anciano de buen humor y, con los cumplidos intercambiados, el criado se dirigió a Edward.
—Tenemos los baúles cargados en los carros, capitán, y Luke y Ethan quieren mover a esas mulas antes de que se queden dormidas. Con su permiso, capitán, nos gustaría ponernos en marcha.
Edward asintió.
—Dile a Sam que venga y partiremos. Primero iremos a llevar a la señorita Denali a Oakley y, posiblemente, nos quedemos unos minutos. Si nos perdéis, continuad hasta casa.
—Sí, mi capitán —contestó Seth. Miró a Tanya pasivamente y se marchó.
Poco después, un anciano de color se acercó, cogió las correas, montó en el carruaje y, chascando la lengua, despertó a los caballos que dormitaban bajo el sol cálido. Los fustigó conduciéndolos en un animado trote lejos de los muelles.
En el interior del coche reinaba el silencio. Este no fue quebrantado más que por esporádicos comentarios sobre puntuales temas de interés según avanzaban por el camino. Bella, intentando no pensar en nada, mantuvo su mente ocupada en estudiar la ciudad que se extendía ante sus ojos y se asombró ante la elegancia de los forjados y la mampostería y ante las propiedades que parecían expandirse tras los altos muros.
El viaje continuó hasta Oakley sin más discusiones entre los pasajeros. Cuando el carruaje se detuvo frente a la mansión, Jas intentó levantarse, continuando con su actitud solícita hacia Bella, pero se encontró con el robusto codo de Edward que lo devolvió a su asiento. Éste se levantó y, tomándole la mano a su esposa, descendió del carruaje.
Sus ojos se encontraron durante escasos segundos antes de que Bella desviara su atención. Aún sosteniendo su mano, Edward la colocó firmemente sobre su brazo y la condujo hasta la casa dejando que Jas ayudara de mala gana a bajar a Tanya y le tendiera el brazo reacio. Cuando Jas y Tanya entraron, vieron que el mayordomo sostenía el abrigo y el manguito de Bella, y que ésta había sido conducida hasta el salón por su marido, quien le había colocado una posesiva mano detrás de la cintura.
Jas se unió a ellos con una sonrisa, dejando que el criado asistiera a Tanya. Fulminándole con la mirada, la mujer pidió que sirvieran el té y unos pequeños entremeses. Luego se unió a ellos. Edward había acomodado a Bella en la esquina de un sofá, y él se había sentado junto a ella con una mano apoyada en el sillón, tras su espalda. No le había dejado sitio a su hermano para que no pudiera entrometerse. Lejos de sentirse ofendido, Jas se alegró de haber logrado que Edward finalmente protegiera a su esposa. Se quedó de pie conversando con ellos acerca del viaje.
Mientras se dirigía hacia el bar, Tanya preguntó a Edward:
—¿Lo de siempre, cariño? Sé perfectamente cómo te gusta —afirmó con aire de suficiencia.
Bella cruzó las manos sobre su regazo y bajó la mirada, no sintiéndose especialmente ingeniosa en ese momento.
Tanya la hostigó cruelmente mientras preparaba la bebida.
—Tienes mucho que aprender acerca de tu marido, querida. Tiene unos gustos muy refinados. —Miró con mordacidad a Bella—. Le gusta que sus bebidas se mezclen con suavidad y eso lleva un tiempo. Podría enseñarte mucho acerca de sus aversiones — comentó sonriendo intencionadamente—. Y acerca de sus gustos.
Sin que nadie le invitara, Jas se unió a la conversación.
—Realmente tienes mucho que enseñar, Tan querida, pero nada que sea apropiado para una joven esposa.
Tanya lo miró colérica y se dirigió hacia Edward para darle la bebida, quedándose detrás de la pareja para poder observarlos sin ser vista. Jasper la sustituyó en el bar y se sirvió una generosa copa de whisky.
—Necesitarás amplia experiencia para hacer de tu marido un hombre feliz — ronroneó Tanya—. Lo sé muy bien. Es una lástima que seas tan joven e inexperta.
Edward apoyó una mano sobre el hombro de Bella y, con su pulgar, le acarició tiernamente la oreja. Bella miró a su esposo un tanto desconcertada ante semejante despliegue de atenciones delante de su ex prometida. Con su hombro rozó la mano de Edward ligeramente. Desde el punto de vista de Tanya, aquello pareció un intercambio amoroso en toda regla. Carcomida por los celos, ansió fervientemente separarlos.
Levantó la vista y se encontró con la mirada de Jas clavada en ella. Éste alzó la copa como para brindar y se la bebió con lentitud.
Una joven de color, a quien Edward llamó Lulu, entró en el salón y sirvió el refrigerio. Tanya se sentó frente a la pareja y continuó su hostigamiento. Arqueó una ceja mirando a Bella mientras la joven removía el té.
—Dime, querida, ¿desde cuándo conoces a Edward? —la interrogó.
La taza vibró sobre el plato de Bella revelando su desasosiego. Los dejó sobre la mesa y dobló sus inquietas manos sobre sus piernas. Edward deslizó sus manos sobre las de ella y las apretó, tranquilizándola.
—Lo conocí la primera noche que llegó a Londres, señorita Denali —murmuró.
Tanya estudió a la muchacha dejando que sus párpados cayeran perezosos sobre sus ojos castaños. Sus labios se torcieron en una sonrisa superficial.
—¿Tan pronto? Pero claro, tiene que haber sido así. Si no, ¿de qué otro modo estarías ahora en un estadio tan avanzado del embarazo? ¿Cuánto tiempo lleváis casados? —siguió preguntando.
Edward esbozó una leve sonrisa mirando a su anterior prometida mientras colocaba su mano sobre el hombro de Bella, atrayéndola hacia él.
—Lo suficiente, Tanya —respondió. La mujer miró a uno y a otro y decidió que la joven estaba demasiado pálida. Continuó con sus preguntas.
—¿Y a pesar de todo lo conociste, querida? Tenía entendido que a las señoritas inglesas de buena familia les era extremadamente difícil conocer a capitanes yanquis. — Levantó una ceja, enfatizando las palabras de buena familia, como si realmente lo dudara.
Edward lanzó una fría mirada a Tanya y esbozó una pequeña y desigual sonrisa.
Luego contestó:
—Bella y yo nos conocimos gracias a los esfuerzos de lord Jenks, Tanya, un buen amigo de mi esposa. Deseaba que nos conociéramos y me amenazó con tomar crueles represalias si me oponía. Es lo que tú denominarías un casamentero. Realmente obstinado, el anciano.
Bella se volvió hacia él. Edward no había dicho ninguna mentira sino que había hecho que todo pareciera perfectamente correcto, ahorrándole el dolor que hubiera supuesto el conocimiento de los hechos más bochornosos. Le sonrió agradecida por su respuesta y, como si el bebé notara su contento, dio una fuerte y brusca patada. Los ojos de la joven se abrieron de par en par. Al ver que Edward ampliaba su sonrisa, supo que también él lo había notado. Se inclinó hacia ella y sus labios rozaron su cabello, desatando un hormigueo que le recorrió el cuerpo.
—Es un pillín muy enérgico, ¿verdad, cielo? —murmuró con cariño.
Tanya se sintió incómoda ante las constantes muestras de afecto de Edward hacia su nueva esposa.
—¿Qué has dicho Edward? —inquirió Tanya en un tono exigente.
—Parece ser, Tan —sonrió Jas—, que no es de nuestra incumbencia. Pero creo que el niño aprueba la unión.
Tanya no oyó el comentario. Miró confundida a los dos hombres, que ahora intercambiaban divertidas miradas en una especie de comunicación fraternal. No era la primera vez que, con sus agudezas, se reían a su costa y a Tanya le encolerizaba que la dejaran fuera, especialmente ahora que esta joven delgaducha parecía haber entendido lo que su cuñado acababa de decir. Pero sabía que podía manejarla.
—Edward, cariño, ¿te apetece otra copa? —preguntó.
Él declinó el ofrecimiento. La mujer miró de nuevo a Bella.
—Espero que no te moleste que llame a tu marido por su nombre de pila, querida.
Después de todo, lo conozco desde hace tanto tiempo que no me parecería normal llamarlo de otro modo. Además, estábamos a punto de casarnos... ¿recuerdas?
Bella le devolvió la sonrisa con un poco más de confianza en sí misma.
—No veo ninguna razón por la que no pueda mantener una relación de amistad con la familia Cullen, señorita Denali —repuso con suavidad—. Y por favor, llámenos siempre que lo desee.
Jas se echó a reír regodeándose en lo que acababa de oír.
—Bueno, Tan, francamente creo que la joven puede darte algunas clases de cómo convertirte en una anfitriona atenta y sincera. Es una pena que no estés en condiciones de apreciar la lección.
Tanya se enderezó y le lanzó una mirada llena de furia.
—¡Puedes tener la bondad de mantener tu sucia boca cerrada y dejar de mostrar lo obtuso que eres! —escupió.
Edward soltó una carcajada mientras acariciaba el hombro de su esposa.
—Mi querido hermano, vas a tener que luchar por tu vida si sigues con esta locura.
¿No recuerdas el mal genio que tiene Tanya? —bromeó.
—No, Edward —Jas sonrió—. Parece que eres tú quien lo ha olvidado. Si sigues acariciando a tu esposa delante de Tan, verás cómo el arañado eres tú.
El hermano mayor volvió a soltar una carcajada y retiró su brazo de Bella casi con pena. Luego se incorporó.
—Deberíamos irnos, Tanya. El viaje ha sido agotador para Bella, que desea descansar. Yo también estoy ansioso por llegar a casa.
Le agradeció los refrigerios y, dándole la mano a Bella, la ayudó a incorporarse mientras Jas apuraba el contenido de su copa. En el recibidor, la ayudó a ponerse el abrigo y sostuvo su manguito mientras ella se abrochaba la prenda. Tanya observó sus atenciones con un sentimiento de angustia, sabiendo que la exquisita joven se le había adelantado en las cuestiones del corazón. Los acompañó hasta el exterior sin encontrar nuevas palabras con las que pudiera continuar el ataque verbal a Bella.
Edward le tendió la mano frente al carruaje que los esperaba y se despidió educadamente. Jas subió también al coche, sentándose enfrente de su cuñada, dejando el espacio que quedaba junto a ella para su hermano. Tanya les vio partir desde la soledad del porche, inmersa en las sombras del atardecer.
Una vez en marcha, Jas y Edward conversaron con una tranquila camaradería que denotaba un excelente entendimiento, difícil de encontrar en una relación normal de amistad. Mientras los caballos trotaban en el tranquilo atardecer, ellos recordaron la complicidad de toda una vida. Señalaron una enorme piedra cuadrada que marcaba los límites de su propiedad y Bella se estiró intentando vislumbrar la casa desde las ventanillas del carruaje. Al ver únicamente bosques interminables, se volvió, desconcertada, para encontrarse con la sonrisa divertida de Jas.
—Pasará un rato antes de que lleguemos —le informó—. Nos quedan casi tres kilómetros.
Se volvió hacia Edward con sus azules ojos abiertos de par en par.
—¿Queréis decir que todo esto os pertenece? —preguntó, señalando por la ventanilla.
Edward asintió lentamente y Jas rió, dirigiéndose hacia ella.
—No sabías en lo que te estabas metiendo cuando te casaste con un Cullen, hermanita.
De pronto, Edward señaló algo.
—Eso es Harthaven —anunció.
Bella siguió su dedo con los ojos, apoyando su cuerpo contra el de él para mirar por la ventanilla, pero lo único que vio fue una columna de humo que se alzaba sobre las copas de los árboles, a bastante distancia de la carretera. Por encima del traqueteo de las ruedas y de los cascos de los caballos, pudo oír el sonido de alegres voces. Se estaban aproximando a un camino flanqueado de robles cuyas ramas aparecían cubiertas de musgo negro.
El carruaje tomó un nuevo camino. Ante la visión de la majestuosa casa, Bella se quedó sin habla. Enormes columnas dóricas sujetaban el tejado, junto a las copas de los robles, y sostenían un amplio porche en el segundo piso. En el centro del porche surgía la cornamenta de un ciervo imponente. Ambos hermanos sonrieron ante la perplejidad de la joven, quien en ese preciso instante comprendió, que ése iba a ser el lugar en el que crecería el hijo que llevaba en sus entrañas, y con suerte... muchos más. Se recostó en el asiento llena de esperanza en el futuro y rebosante de felicidad.
Uyyy Edward muy en el fondo quiere a Bella se preocupa y la cuida...
y apareció Tanya.. creen que se metera mucho entre ellos?
veremos mas adelante
ya vamos en la mitad de esta historia
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