Abriendo las alas
Tabaco y hierba
La primavera en Desembarco del Rey estaba siendo particularmente soleada, por lo que no era de extrañar que Hyatt Park se hallara repleto de visitantes aquella mañana de sábado. Sansa paseaba del brazo de su madre y su cuñada; Arya caminaba delante, el paso de las damas era demasiado lento a su juicio. El día se presentaba tan radiante, que incluso Robb se había decidido a acompañarlas en su paseo matutino.
Algo hizo que la familia se detuviera a un lado del camino. Frente a ellos, los Lannister –o al menos lady Cersei y sus dos hijos mayores–, se paseaban, luciendo sus mejores galas con gesto orgulloso.
«Por favor, que pasen de largo» –suplicó Sansa mentalmente. Sin embargo, una vez más, sus deseos fueron ignorados, puesto que su madre fue derecha a saludar a la familia, que ya caminaba en su dirección.
Inmediatamente, Catelyn y lady Cersei se vieron inmersas en una animada conversación acerca de la reciente velada, con los atuendos de algunas de las damas como su principal foco de interés. La atención de su cuñada fue inmediatamente captada por Myrcella y Sansa fijó la vista en la gravilla del suelo, incapaz de soportar la mirada de Joffrey clavada en ella. Había alzado brevemente la cabeza cuando lo localizó: con su altura imponente, vestido de negro, serio e impasible. El duque de Westland.
Después de intercambiar diversas cortesías, los Lannister terminaron por despedirse y Sansa respiró aliviada; la presencia de Joffrey había logrado inquietarla hasta lo más profundo: aún sentía los músculos tensos bajo su escrutinio. Estaban a punto de reanudar el paseo cuando el duque y sir Bronn se acercaron a su pequeño grupo. Parecía que aquel día los astros se habían conjurado para aumentar la incomodidad de Sansa.
–Excelencia –Robb se adelantó hacia los dos hombres y se dirigió expresamente al duque–, reciba mi más sincero agradecimiento por los servicios que le prestó anoche a mi hermana; me temo que tiende a sufrir accidentes con frecuencia.
–No fue nada, Stark, cualquier caballero habría hecho lo mismo– mientras pronunciaba aquellas palabras, el duque miraba de soslayo a Sansa–. Me alegro de que sólo se tratase se una caída y lady Stark no sufriese daño alguno.
Después, la atención de Robb se volvió a ser Bronn e hizo algunas preguntas acerca de una reciente inversión relativa al ferrocarril. Disimuladamente, el duque logró situarse junto a Sansa, sin que su madre y hermanas cayeran en la cuenta de la maniobra.
–Enhorabuena, pajarito, has piado de maravilla ante los Lannister –su voz adquirió un matiz despectivo–, ni siquiera sé cómo eres capaz de soportar estar en la presencia de ese pedazo de mierda.
Sansa dio un respingo, sobresaltada por la crudeza de sus palabras.
–NN-no tuve elección –farfulló ella–, nuestras familias mantienen una amistad desde hace décadas –luego, se vio impulsada a agregar–: Todos esperamos que se anuncie un compromiso en poco tiempo.
El duque dejó escapar un bufido desdeñoso y se inclinó un poco más hacia ella; sus ojos grises contenían un brillo peligroso y su voz sonó amenazadora cuando susurró:
–Aún no estáis prometidos y ya ves lo que ese miserable estuvo a punto de hacerte ¿tienes la menor idea de lo que sería capaz si fueras totalmente suya, pajarito?
Sansa volvió a notar aquel molesto nudo formándose en su garganta y que sus ojos empezaban a empañarse por las lágrimas.
–No me queda otra: los Lannister son una familia de lo más respetable –declaró débilmente. A la mente de Sansa acudieron sus hermanos y su madre y las privaciones que sufrirían si su situación económica siguiera empeorando–. Un matrimonio con Joffrey me asegurará una posición estable, no tendré que preocuparme por mi futuro ni el de mis hijos.
–¿Tu futuro? –inquirió el duque–. Querrás decir el dinero. ¡Qué sutiles en vuestras pretensiones sois las señoritas cuando queréis! Así que a eso se reduce todo para ti: te venderás por unas cuantas joyas y vestidos bonitos –mientras decía aquello, compuso una malévola sonrisa torcida– las damas que se entregan a cambio de tales lujos tienen un nombre, pajarito.
Todo ocurrió demasiado rápido: a la mente de Sansa ni siquiera le dio tiempo a registrar lo que se disponía a hacer, su mano se movió por voluntad propia y lanzó una bofetada directa a la mejilla del duque. Acto seguido, todas las miradas se volvieron hacia ellos; su familia y sir Bronn estaban boquiabiertos, sin poder articular palabra. Catelyn tenía una mueca estupefacta, como si no acabara de creer lo que acababa de hacer su hija, Arya se mostraba encantada y Robb y sir Bronn estaban muy serio.
«¿Qué acabo de hacer?» pensó Sansa consternada, sin atreverse a mirar al duque a la cara. Cuando por fin se arriesgó a alzar la mirada, en sus ojos grises descubrió una chispa de diversión e… ¿interés?
–Milady… hablé más de la cuenta, lamento si se ha sentido insultada. Jamás pretendí ofenderla –dijo él en voz alta. Después, hizo una breve reverencia–. Le ruego que acepte mis disculpas.
Luego, se irguió en toda su imponente estatura y se dio media vuelta, alejándose por el sendero a grandes zancadas.
Llevaban más de una hora en el salón de té de su casa y Arya continuaba retorciéndose de la risa.
–¡Por los dioses Sansa! ¿Viste su cara cuando le abofeteaste? –se limpió una lágrima que rodaba por su mejilla–. Creo que no lo olvidaré en la vida.
En el sofá de enfrente, Robb no parecía tan contento. Él y Jeyne habían intentado por todos los medios sonsacarle a Sansa qué había hecho el duque para ofenderla de tal manera, pero la chica se había mantenido perseverante en su silencio. Ahora, ambos esposos la miraban preocupados, sin saber qué más decir.
–Sansa, querida ¿no quieres comer algo? –inquirió su cuñada–. Estoy segura de que un tentempié te sentará de maravilla: no tienes muy buen color.
–No… yo… no tengo apetito. Será mejor que suba a mi alcoba a descansar.
Tan pronto como estuvo en su cuarto, se desplomó en la cama y enterró la cara en la almohada, arrasada en lágrimas. Lo que había hecho era motivo suficiente para arruinar su reputación para siempre ¡abofetear a un duque! ¡Y en un sitio público, donde cualquiera podía verlos! Sin duda, al día siguiente sería el tema de conversación de toda la sociedad. Sansa quería morirse. No obstante, había otro asunto que la afligía aún más: que aquel hombre estuviera dispuesto a pensar lo peor de ella, que Sansa estaba dispuesta a casarse con Joffrey, a entregarse a él, al hombre que más la había humillado en toda su vida, impulsada por motivaciones puramente frívolas y superficiales, la llenaba de una especial tristeza.
Cuando levantó la cabeza de entre las sábanas, descubrió a un lado, pulcramente doblada, la chaqueta del duque cuyo olor tanto la había consolado la noche anterior y aquello sólo provocó que Sansa llorara aún más fuerte. Pasado un buen rato, la puerta del cuarto se abrió suavemente y después de cerrarla tras de sí, Catelyn se sentó en la cama junto a su hija y comenzó a acariciarle el cabello.
–Sansa, cariño, ya está, no llores más, tranquila –Sansa alzó la cabeza y miró directamente a su madre, con sus inmensos ojos grises hinchados por el llanto–. Tus hermanos me han contado que te has negado a explicarles nada. Cuéntame ¿qué ha ocurrido con el duque? Sé de la reprochable fama de ese hombre; dime ¿acaso ha intentado propasarse contigo o te ha ofendido de algún modo?
Sansa negó con la cabeza, vigorosamente; le irritaba de sobremanera que alguien pudiera pensar algo así de Sandor Clegane. Luego, recordó las manos sudorosas de Joffrey apretando su pecho y tuvo que reprimir la oleada de vómito que acudió a sus entrañas antes de contestar.
–¡No, mamá! ¡Claro que no! ¡Todo lo contrario! El duque… –Sansa hizo una breve pausa, buscando las palabras apropiadas– él siempre se ha comportado conmigo como un caballero, su comportamiento nunca me ha dado motivo alguno de queja.
–¿Entonces?
–Él y yo… tuvimos un desencuentro. Tal vez yo defendí mi opinión demasiado… apasionadamente.
–Pero cariño ¿qué tipo de comportamiento es ése? Te he dicho mil veces que ya no eres ninguna niña, debes comportarte como la gran dama que eres. Lo que has hecho… ¡y con un duque, ni más ni menos! ¡Uno de los hombres más importantes del reino! He hablado con Robb: al parecer pretenden emprender negocios juntos; él jura que el duque es un hombre honorable, honesto y leal, pese a los modales tan bruscos que tiene. No nos conviene enemistarnos con él.
Sansa lo sabía sin necesidad de escuchar la opinión de su hermano: tal vez en ocasiones Clegane fuera algo rudo, muy diferente de los hombres atildados con los que ella estaba acostumbrada a tratar pero, al mismo tiempo, era sincero y leal, y desde que Sansa lo conocía no había hecho más que darle motivos para confiar en él. No, Sansa no deseaba estar disgustada con Clegane, independientemente de que él fuera duque o plebeyo.
–De acuerdo, mamá –se sorbió las lágrimas antes de continuar–. Yo… le pediré disculpas y aprovecharé para devolverle la chaqueta.
Catelyn sonrió con ternura y le apartó de la cara un mechón empapado de lágrimas.
–Eres una niña especial, Sansa: no dejes que nunca te apaguen esa luz.
Aquella noche, Sansa volvió a dormir abrazada a la chaqueta del duque.
A Sansa no le costó demasiado convencer a su cuñada para que la acompañara en su visita a Clegane Hall. Que una jovencita soltera se presentara en casa del duque sin haber sido invitada era algo inconcebible que no haría más que estropear aún más la reputación de Sansa; sin embargo, acudir en compañía de Jeyne Stark, una mujer casada y perfectamente respetable, no implicaba más que una visita de cortesía, un modo de presentar sus respetos a un vecino recién llegado al barrio.
No obstante, nada más poner el pie en el vestíbulo, los nervios comenzaron a reconcomer a Sansa ¿y si se había equivocado? ¿Y si después de su comportamiento del día anterior el duque no quería volver a verla jamás? Antes de que tuviera tiempo de arrepentirse y salir corriendo, un estirado mayordomo las condujo a una sala suntuosamente decorada.
–Su excelencia las recibirá enseguida –el hombre desapareció tras una cortina y las muchachas se quedaron solas en la estancia, libres para explorar.
–Vaya, debe ser cierto lo que se comenta acerca de la extraordinaria riqueza del duque –susurró Jeyne.
Sansa echó un vistazo a sus alrededores; aunque lujosa, la sala tenía cierto toque de elegancia austera, práctica y confortable: no faltaba nada, pero tampoco sobraba. De repente, el duque apareció tras unas puertas dobles, vestido con una camisa y un chaleco, una indumentaria mucho más informal de la que solía llevar.
–Señoras –su mirada gris estaba fija en Jeyne y Sansa pensó, horrorizada, que quizás él deseaba evitar su compañía tanto como fuera posible–. ¿A qué debo el honor y placer de su visita?
Afortunadamente para Sansa, Jeyne tomó la iniciativa en la conversación:
–Excelencia, al parecer, a raíz el incidente de la soirée, mi cuñada tiene en su posesión una prenda suya y ha insistido en venir a devolvérsela.
–Ya veo –finalmente, el duque se dignó a posar su mirada en Sansa y la desvió a sus manos, entre las cuales, la muchacha apretujaba la chaqueta. Luego, volvió a dirigirse a Jeyne–. Lady Stark, tengo entendido que es usted una gran aficionada a la lectura; por favor, deme el gusto de permitirle a Podrick mostrarle mi biblioteca.
Repentinamente, el sobrio mayordomo apareció tras la cortina; Jeyne miró alternativamente a Podrick y Sansa, debatiéndose entre seguir sus deseos de explorar la biblioteca o dejar a Sansa a solas sin carabina. Terminó de decidirse cuando la joven le dirigió un imperceptible asentimiento con la cabeza. Cuando al fin se quedó a solas con Sandor Clegane, Sansa centró su atención en el elaborado dibujo de la alfombra, incapaz de mirarle a los ojos.
–Bien pues yo… –carraspeó, claramente abochornada ante la situación–; he venido a devolverle la chaqueta: fue muy gentil al prestármela.
–Deberías dársela a Podrick –para aumentar la incomodidad de Sansa, el duque había decidido seguir tuteándola, incluso tras su reciente desencuentro– Él se la hará llegar a mi ayuda de cámara. En cualquier caso, no debiste tomarte la molestia de venir hasta aquí, podías haber enviado una doncella.
La actitud de él, con el ceño fruncido y el seco tono de voz, acobardaron un tanto a Sansa que, no obstante, reunió todo el valor del que fue capaz y continuó hablando.
–He venido yo misma porque también quería pedir disculpas, mi comportamiento de ayer fue inaceptable. Lo siento: siento haberle puesto en una situación tan comprometida, fue absolutamente imperdonable por mi parte.
–Así que el pajarito ha venido hasta aquí a cantar su canción –Clegane se apoyó en la pared, con los brazos cruzados y una mueca de diversión– ¡Qué bien aprendida tiene la lección!
Sansa arrugó la nariz, molesta consigo misma. Ya había supuesto que era una insensatez ir hasta allí y la actitud de aquel hombre no hacía más que corroborarlo.
–¡Yo sólo quería pedirle perdón por como le traté! –exclamó ella con voz chillona–: No se lo merecía.
–Sí lo merecía, pajarito, jamás debí decir eso –su voz adquirió cierto matiz conmovido–. No debería ser asunto mío a quién decides conceder tu mano. Estoy seguro de que Joffrey y tú haréis una pareja encantadora.
–Tú… tú no lo entiendes –balbuceó Sansa, irritada por el sarcasmo que destilaban sus palabras. Él enarcó una ceja, sorprendido de que volviera a tutearle y ella se animó a continuar–. Tampoco es que tenga muchas más opciones…
Clegane continuó en silencio, mirándola con interés y aquel gesto sorprendió Sansa: a la gente no solía importarle lo que ella tuviera que decir; normalmente, si alguien buscaba su compañía era para presumir de su agradable presencia, como si de un objeto decorativo se tratase.
–Mi familia no se encuentra bien...
–¿Es que alguno de ellos está enfermo? –inquirió el duque preocupado.
–No, no –se apresuró a aclarar ella–. Quiero decir… económicamente –Sansa enrojeció: era profundamente vulgar hablar de dinero, especialmente con un caballero ajeno a la familia–. Llevamos bastante tiempo con problemas, pero cada vez se hacen más acuciantes, situándonos al borde de la ruina: Bran debe ir a Oxford el año próximo, la universidad es cara y Rickon, bueno, siendo el quinto hermano no le quedan muchas más opciones más allá de la iglesia y conseguirle un buen destino tampoco es barato. Siempre podría acudir al ejército o la armada, pero después de lo de mi padre, mi madre se moriría de pena si su hijo pequeño llegara a embarcarse –pese a que no existía una razón concreta, Sansa confiaba en aquel hombre lo suficiente como para confesarle aquellas intimidades que no se había atrevido a mencionar en voz alta a nadie, ni siquiera a Jeyne o Myrcella–.
»El matrimonio de Robb fue por amor: Jeyne es una muchacha adorable pero no aportó una gran dote, Arya tiene catorce años: es demasiado joven para casarse, aun en el caso de que encontrara algún pretendiente. Así que sólo quedo yo; mi dote tampoco es demasiado elevada, pero sigo siendo hija de conde. Joffrey es el único pretendiente capaz de pasar por alto mi falta de fortuna. Al parecer, tiene suficiente con mi rango y mi belleza para pasearme del brazo por todas las fiestas –al decir estas últimas palabras, ni siquiera trató de ocultar el tono de amargura que las impregnaba.
–Sí, habrá que ver lo que te hace en casa al volver de esas fiestas –masculló el duque; tenía las mandíbulas apretadas y los nudillos tan fuertemente cerrados, que se volvieron blanquecinos. Cuando se percató de que Sansa abría los ojos horrorizada, avanzó un paso hacia ella, con un brillo de culpa pintado en sus ojos–. Lo siento, merecería otra bofetada por haber dicho eso.
–No, no la mereces –Sansa suspiró con tristeza–. Por muy brutal que sean tus palabras, no representan más que la verdad. Sin embargo, no me queda otra.
–¿No queda otra que sacrificarte por tu familia?
Sansa esbozó una sonrisa cansada y alargó la mano con la chaqueta.
–He de marcharme: se está haciendo tarde y mi familia me espera para el almuerzo –pasado el breve momento de debilidad, volvió al trato formal– Por favor, tome la chaqueta.
–Quédatela –antes de que Sansa tuviera tiempo para objetar, él se encogió de hombros–. Tengo muchas y tampoco es que vaya a vestir una chaqueta con olor a joven señorita ¿Qué dirían de mí si me presento en el club de esgrima apestando a lavanda y rosas?
–De acuerdo, gracias, Clegane –Sansa le dedicó una última sonrisa, pero cualquier otra frase quedó acallada cuando Podrick apareció, acompañado de Jeyne.
Aquella noche, Sansa volvió a dormir arropada con la chaqueta –lo que ya se había convertido en una costumbre– y terminó por concluir que él estaba definitivamente equivocado: la prenda no olía lavanda y rosas, sino a tabaco y hierba.
