Disclaimer: Esta historia y sus personajes no me pertenecen. La historia es de eien-no-basho y los personajes son de Rumiko Takahashi, yo únicamente traduzco.
Capítulo 6: De consecuencias y políticas de la corte
—Kagome. Eh, Kagome.
Kagome, a quien le había dado el hipo, levantó la cabeza de su lugar de descanso en el pecho del hanyou. Se frotó sus ojos, que todavía lloraban, con el dorso de cada mano, aclarando su visión lo suficiente para verle la cara.
Él se incorporó a su lado, al parecer los efectos del veneno se habían desvanecido. Kagome solo sintió una distante sensación de sorpresa. En general, estaba agotada, como si todo en su interior se hubiera vaciado.
—El veneno paró de hacer efecto —dijo él débilmente tras un largo momento, incapaz de pensar en nada más. Palideció ligeramente ante la inexpresividad de su rostro, sus ojos enrojecidos lo miraban con expresión vacía.
—Qué rápido —respondió Kagome automáticamente, aunque no estaba segura de durante cuánto tiempo había estado allí llorando. No parecía haber más oscuridad ni más luz que antes.
—El bastardo no escogió un veneno muy fuerte —dijo, ligeramente perturbado por la falta de expresión de su rostro.
Kagome dejó vagar la mirada, desplazándola sin rumbo para descubrir un mundo cubierto de blanco rodeándolos. Había copos de nieve en el pelo de él y en sus propios hombros, pero apenas podía sentir su frío.
A varios pasos de ella había dos montones de nieve elevados, una mano sobresalía de debajo de uno y un pie del otro. Los ojos de Kagome se fijaron en las dos tumbas blancas, incapaz de desviar la mirada.
—Los maté —dijo Kagome sin pretenderlo, y las palabras pendieron pesadamente en el aire entre la nieve que caía.
El hanyou fijó la mirada en su expresión vacía durante un largo momento, dándose cuenta de repente de que esta era la primera vez que ella había matado a un ser humano. Gruñó mentalmente. Por supuesto que esta era la primera vez. No parecía ser de la clase de las que han tenido antes sangre en las manos.
—No… no es culpa tuya —ofreció, satisfecho cuando dirigió su atención hacia él—. Te obligaron a hacerlo. Te habrían matado.
—Eso no significa que esté bien —replicó Kagome sin emoción.
El hanyou gruñó por lo bajo, dividido entre la frustración y la lástima. Los bastardos habían amenazado con matarla, pero la muy estúpida aun así parecía devastada.
—Entonces piénsalo así —dijo—. Yo estaría muerto si no los hubieras matado. Por la mierda de la que hablaban, se habría derramado mucha más sangre debido a un cambio de poder tan grande. No todos los clanes hubieran seguido a los Taira como perros amaestrados. Evitaste que ocurriese todo eso.
Kagome parpadeó lentamente mientras lo miraba. Una vez, dos veces. Poco a poco pareció entender las palabras y un poco de vida volvió a sus ojos mientras se entrecerraban.
—Usted me mintió. Me mintió todo este tiempo —dijo Kagome y en algún lugar, al fondo de su mente, una voz le susurró que esa no era forma de dirigirse al soberano de Japón.
—Sí, bueno…
—Usted es el Tennō —continuó Kagome y de alguna manera era sorprendente decirlo en voz alta—. Usted es el Tennō. Usted es el Tennō. ¡Genji no es ni siquiera su nombre! ¡Dejó la capital… su corte! Y los guardias en los que confiaba para que le protegieran acaban de traicionarlo. ¡Intentaron derrocarlo! Y… y…
—Gracias por el resumen de los acontecimientos —dijo secamente, aunque estaba claro que ella estaba al borde de la histeria.
—¡¿No está molesto?! —gritó Kagome, con voz quebrada—. ¡Los dos guardias en los que confiaba para que vinieran con usted en esta misión intentaron matarlo y quedarse con su trono! Dijeron… ¡dijeron todo tipo de cosas horribles!
—No me afecta —masculló, dándole la espalda—. Debería haber sabido que esos dos eran unos bastardos traidores. Todos los cortesanos lo son. Así que no me afecta.
Kagome se quedó boquiabierta ante su terco y taciturno perfil, enfadada porque le quitara importancia de esa forma a todo lo que había pasado. Ella había hecho lo impensable para salvarle la vida y él le restaba importancia como si no fuera nada. Sus manos se cerraron en puño a sus costados, con tanta fuerza que pudo sentir sus uñas mordiendo la piel de sus palmas.
—¡¿Por qué lo hizo?! —exclamó—. Por Japón, ¿por qué sintió siquiera la necesidad de abandonar la capital y participar en esta misión? ¿Por una extraña sensación de lástima? ¿De retorcida curiosidad? ¿Dirigir nuestro país simplemente se volvió demasiado tedioso para usted?
El hanyou giró rápidamente la cabeza para mirarla, con los ojos encendidos.
—¡Lo hice porque pensé que valdría la pena, maldita sea! —ladró.
Eso le cerró bastante rápido la boca a Kagome. Se lo quedó mirando con los ojos bien abiertos. El gruñido desapareció lentamente de su rostro y un sonrojo se arrastró para reemplazarlo al darse cuenta de lo que se le había escapado.
—Eso al fin hizo que te callaras —masculló para ocultar su bochorno—. Idiota. Tenemos que irnos. Tenemos que volver pronto a Heian o va a haber una buena montaña de mierda con la que lidiar.
El hanyou se levantó y se sacudió la nieve de encima. Le ofreció una mano con garras.
—Venga.
—Pero… ¿no deberíamos darles al menos los últimos ritos? —preguntó Kagome, sintiendo que no podían dejar de ningún modo los cuerpos como estaban—. Es decir, ya sé que eran traidores, pero… aun así…
—¡Por los kami, mujer! —la interrumpió, negando con la cabeza, exasperado.
Se arrodilló una vez más en la nieve, despejando una zona de terreno con sus manos. Empezó a cavar, gruñendo una retahíla constante de blasfemias.
Kagome empezó a despejar su propia zona. Habría preferido enviarlos a la siguiente vida en una pira funeraria, como mandaba la tradición, pero un entierro era todo lo que podían hacer en sus circunstancias.
La tierra estaba dura y fría y pronto se le entumecieron las manos. Se le quebraron las uñas y se rompieron mientras rascaba la inflexible tierra. Pronto le empezaron a sangrar las manos.
Aun así, Kagome continuó con decisión. Había tomado dos vidas humanas, fueran cuales fueran las circunstancias. Esto difícilmente podía ser considerado como un castigo adecuado.
—Oye, niña.
Dos manos con garras le agarraron ligeramente las muñecas, obligándolas a quedarse quietas. Mirando por encima de su hombro, Kagome vio que él ya había acabado su tumba improvisada y la había vuelto a cubrir. Ella, por otra parte, apenas había arañado la superficie.
La apartó del camino, moviéndose para ocupar su lugar. Empezó a cavar una vez más.
—Yo terminaré con esto. Tú… haz un indicador para el otro o algo así. Sin mutilarte, si es que puedes hacerlo.
Kagome abrió la boca para discutir, pero fue incapaz de encontrar las ganas. Negó con la cabeza e inspeccionó la zona en busca de una piedra grande.
Al localizar una, la cogió y la depositó con cuidado en lo alto del túmulo. Luego sacó una flecha de su carcaj y empezó a rayar burdamente el Kanji del nombre del guardia en la piedra.
—Oye, Kagome.
—¿Sí? —respondió distraídamente, centrada en grabar los símbolos con cuidado. Sus manos heridas palpitaban por el esfuerzo.
—Me… me aseguraré de que no se te vincule con estas muertes. Así que no te preocupes de que haya clanes intentando vengarse de ti por esto ni nada.
Kagome se detuvo en su trabajo. Miró al hanyou por encima de su hombro, pero él estaba concentrado en su trabajo. Volvió a bajar la mirada hacia la lápida y al apenas visible y tembloroso Kanji, que era todo lo que quedaba para marcar el lugar en el mundo del guardia caído. Algunas gotas de su sangre también manchaban la piedra.
—Preferiría que no lo hiciera.
Él se quedó paralizado, dirigiéndole una mirada de incredulidad.
—¿Eh?
—Maté a esos dos hombres. Lo que sea que sepan o no los demás no va a cambiar ese hecho. Merezco cualquier castigo que me den —contestó Kagome con determinación, terminando el último detalle en la roca.
—¿Qué? ¿Sabes cuántos enemigos te…?
Se interrumpió, la firme resolución en los hombros de Kagome le decía que podía gritar hasta el último aliento que quedase en sus pulmones y aun así no llegaría a ninguna parte. Gruñó por lo bajo, maldiciendo en voz baja su testarudez.
Pero había un presentimiento acechando debajo de esa frustración. Después de todo, ella solo era una pobre pueblerina que resultaba tener alguna habilidad espiritual. Ya tenía la sangre de hombres en sus manos. No de monstruos, de los que acostumbraba a deshacerse por el bien de su pueblo, sino de hombres que habían escogido el camino equivocado y que podrían haber elegido otro con facilidad.
En su mente resonaron abucheos que decían «bastardo» e «híbrido» provenientes de labios ocultos tras abanicos que ondeaban elegantemente y supo que todo lo decente que había en esa chica no sobreviviría durante mucho tiempo en el mundo de la corte.
—Te protegeré.
No fue hasta que Kagome se giró para mirarlo con unos ojos grises llenos de curiosidad, que se dio cuenta de que las palabras habían salido de su boca. Podía sentir el calor corriendo hasta su rostro y la irritación salió en su defensa para ocultarlo.
—¡N-No lo malinterpretes! —soltó a la defensiva, cambiando de dirección para reanudar su excavación a un ritmo furioso—. Después de toda la mierda por la que has pasado, ¡tendría que ser un auténtico cabrón para no dejar que me sirvas en la corte! ¡Y el Tennō tiene que cuidar de sus siervos! ¡Solo me refería a eso!
—Oh —dijo Kagome en voz baja, asimilándolo.
Observó sus rápidos movimientos mientras terminaba la tumba y se giraba para recuperar el cuerpo. Lo tumbó para que descansase con una sorprendente falta de malicia, aunque hubo un breve resplandor de algo similar al arrepentimiento en sus ojos dorados.
Este era el hombre al que iba a servir en adelante. Kagome se descubrió sonriendo débilmente.
—Gracias. Me esforzaré por servirle de ahora en adelante, Tennō-sama.
El hanyou miró a Kagome, encontrando su rostro sincero y abierto, incluso en su tristeza. El pensamiento de que de verdad ella había valido la pena a pesar de toda la mierda lo cogió con la guardia baja y tosió sonoramente.
—Feh.
Los dos terminaron el segundo túmulo y depositaron otra piedra en lo alto para marcarlo. Esta vez el hanyou evitó que Kagome escribiera la inscripción, usando sus garras, lo que demostró ser mucho más rápido y menos doloroso para ambos.
Volvieron al campamento para encontrar que Miroku y Sango acababan de finalizar los preparativos de la cena. Para Kagome fue una conmoción darse cuenta de que todo ese calvario había ocurrido en el corto espacio de tiempo que les llevó cazar y preparar una comida. Por la diferencia que ella sentía, podría haber transcurrido toda una vida desde que había abandonado el campamento para seguir al hombre que había pensado que era Genji.
En cuanto el houshi y la taiji-ya abrieron las bocas para saludar al par, el hanyou empezó a ladrar órdenes para que recogieran. No ofreció ninguna explicación, su expresión pétrea decía claramente que esperaba obediencia incondicional.
Sango parecía como si fuera a desafiarle por ello, pero una expresión de súplica de Kagome la convenció para que se mordiera la lengua por el momento. Miroku, confiando también en Kagome, la imitó.
El campamento quedó despejado rápidamente y los caballos preparados. Con un fuerte golpe, Kagome soltó a los dos caballos de los guardias en el bosque. Lanzó sus pertenencias al fuego, diciendo una rápida plegaria por el paso seguro de sus almas a un lugar tranquilo.
Por un tiempo, su mirada estuvo irremediablemente fija en las llamas, mientras se consumían sus pertenencias. Esa sensación de pesadez y desesperanza volvió a trepar sobre ella.
Era la horrible sensación de haber hecho algo extremadamente permanente y extremadamente irrevocable. Era la aterradora sensación de saber que tenía el poder de extinguir una vida casi con la misma facilidad con la que se apagaba una vela.
Kagome esta vez se libró enérgicamente de la desesperación, empujándola al fondo de su mente para lidiar con ella posteriormente. Por ahora, necesitaba concentrarse en volver a la capital lo bastante rápido para prevenir un mayor desastre.
Después de un tiempo, se obligó a apagar el fuego y a montar en su caballo junto a Miroku y a Sango. El hanyou permaneció a la cabeza del grupo, impaciente por partir.
Miroku y Sango lanzaron sendas miradas de preocupación a Kagome, pero ella simplemente negó con la cabeza para prevenir cualquier pregunta que pudieran querer hacer. Todavía no soportaba la idea de relatar completamente lo que había ocurrido y una pequeña parte de ella temía cómo pudieran mirarla al enterarse.
A la orden del hanyou, se pusieron al galope, decididos a llegar a la capital en no más de un día. El hombro de Kagome protestó por las continuas sacudidas y las manos le palpitaban mientras aferraban las riendas, pero se mordió la lengua para evitar toda queja.
El viento se levantó mientras cabalgaban, azotando ráfagas de nieve contra sus rostros. No pasó mucho tiempo antes de que los cuatro se hubieran entumecido de la cabeza a los pies. Aun así, cabalgaron con obstinada resolución. Kagome reflexionó sombríamente que al menos eso opacaba el dolor de su hombro.
Las miradas vigilantes de Miroku, Sango e incluso del hanyou, ocasionalmente le decían a Kagome que era probable que se detuvieran si ella expresaba cualquier incomodidad y, en ese momento, no tenían ningún tiempo que perder con ella.
Siguieron cabalgando lo que a todos les pareció una eternidad, deteniéndose solo brevemente de vez en cuando para que descansaran los caballos y beber un poco.
Justo antes del anochecer del día siguiente, alcanzaron a ver las puertas. Kagome apenas consiguió dar un estrangulado grito de alegría, el hombro le palpitaba tanto que se sentía al borde de caerse del caballo.
El hanyou miró a Kagome con un frunce dibujado en su frente. Le gritó que se reuniera con él en sus aposentos del Palacio Interior una vez que hubiera tratado sus heridas antes de seguir por delante del grupo hacia la puerta.
Esto se ganó un sinfín de exclamaciones de asombro por parte de Miroku y de Sango. Kagome se dio cuenta de que sus amigos habían ignorado tanto como ella la presencia del Tennō en su viaje.
Tenía sentido, teniendo en cuenta que solo a unos pocos entre los cortesanos se les permitía ver el rostro de Su Majestad. El hanyou también había estado usando un nombre falso para viajar, pasando desapercibido entre ellos. Kagome se dio cuenta distraídamente de que nunca había pensado en preguntarle cuál era su verdadero nombre.
Kagome les prometió reticentemente explicarles todo en profundidad una vez hubiera comido y hubiera tratado sus heridas. Aceptaron esto con igual reticencia mientras el grupo llegaba a la entrada oriental.
Les dejaron pasar sin una sola pregunta por parte de ninguno de los guardias. Los caballos se los llevaron los sirvientes que estaban esperando a su entrada.
Miroku sugirió que fueran a su residencia para encargarse de las heridas de Kagome, ya que era la que estaba más cerca. Kagome, ligeramente mareada por el dolor de su hombro y apoyada en Sango, aceptó de inmediato.
Era un pequeño edificio en el lado nororiental del Gran Palacio, con los colores solemnes del estilo del templo Shingonin. Había un único jardín cubierto de nieve detrás del edificio. No tenía estanque, pero sí una gran estatua de piedra de Buda en una pose de profunda meditación.
Miroku le pidió suministros médicos y que les trajeran comida a uno de los pocos sirvientes que se ocupaban de la residencia. Condujo a las dos chicas a un modesto cuarto de invitados y se acomodó para «supervisar» el nuevo vendaje.
Sango, sin embargo, le obligó a salir a la fuerza. Kagome casi se rio ante el panorama, la extraña normalidad de la escena tranquilizó su mente por un momento.
Una sirvienta trajo los suministros médicos necesarios y se acomodó para encargarse de ella, pero Sango la despachó, insistiendo en ser ella la que tratase personalmente a Kagome. Conmovida por el gesto de protección, Kagome consiguió reunir el valor para relatar el reciente desastre.
Transmitió la totalidad de la historia de forma vacilante mientras Sango se ponía manos a la obra, hablando solo lo suficientemente alto para que Miroku la oyera al otro lado de la shoji. Tembló mientras relataba la muerte de los guardias, apenas consiguiendo reducir la sensación de horror que le provocó el recuerdo.
Sango quería discutir el tema más en profundidad, pero la callada angustia en los ojos de su amiga la mantuvo en silencio. Simplemente apoyó una mano alentadora en el hombro bueno de Kagome, ofreciéndole el poco consuelo que podía.
Kagome pudo oír débilmente que Miroku entonaba una plegaria por las almas de los fallecidos. También dijo una en su nombre, por el perdón de sus indiscreciones en nombre de una causa justificada. Kagome sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas, conmovida por su apoyo.
Consiguió refrenar la sensación hasta un mero resoplido y una sonrisa agradecida, inclinándose para envolver a Sango en un abrazo con un solo brazo. A la noble le sorprendió el íntimo gesto, pero correspondió al abrazo efusivamente. Era bueno ver que Kagome se abría, incluso si era bajo tales circunstancias.
—¿Qué? ¿A mí no se me incluye en esta hermosa demostración de afecto? Me hieres, Kagome-chan, de verdad —declaró Miroku melodramáticamente, abriendo la shoji para entrar al oír el silencio en el cuarto.
Sango lo fulminó con la mirada por encima de la cabeza de Kagome.
—Tiene suerte de que ya hayamos terminado con las vendas, Houshi-sama.
—Usted siempre me atormenta con sus sospechas, Sango-sama —respondió Miroku, sonriendo—. Nunca albergaría intenciones indecentes hacia la honorable Kagome-sama. Después de todo, ahora es una sierva personal de Su Majestad.
Depositó una bandeja de comida ante las dos mujeres. Kagome liberó a Sango y tomó un par de hashi y un cuenco de arroz de la bandeja, empezando a comer con vigor. Parecía como si hubiera pasado una eternidad desde que había comido por última vez. Miroku observó perplejo que casi inhalaba la comida, pero simplemente negó con la cabeza con benevolencia.
Sango tomó un cuenco y también empezó a comer, aunque a un ritmo mucho más tranquilo y educado. Miroku postergó el comer su ración por un momento, pasando la mirada pensativamente entre las dos mujeres mientras consideraba el relato que acababa de oír.
—¿Kagome-chan?
—¿Mmmm? —dijo Kagome con la boca llena mientras levantaba la mirada hacia él.
—Bueno, siento necesario decir que estoy de acuerdo con tu modo de proceder, aunque me entristece que te vieras obligada a hacer algo que va tan obviamente en contra de tus principios —dijo Miroku—. Sin embargo, también debo decir que creo que las cosas van a resultarte más difíciles de ahora en adelante. Mataste a dos agentes de un clan lo suficientemente poderoso para tramar un derrocamiento con confianza.
»Asimismo, ahora se te posicionará como la mano derecha del Tennō-sama, lo que te granjeará más que una pequeña cantidad de resentimiento debido a tu estatus y al de Su Majestad. Lamento cargarte con más preocupaciones de las que ya soportas, pero quiero que estés plenamente consciente de la situación.
—Ah… —dijo Kagome en voz baja—. Sí… supongo.
Al fondo de su mente ya había reconocido el hecho de que las cosas no iban a ponerse más fáciles en un futuro cercano, pero a algunas de esas preocupaciones se le había antepuesto su culpa por los guardias. Ahora era el momento de lidiar con todo, antes de ir a reunirse con el Tennō.
Kagome suspiró profundamente.
—Si no le importa, Miroku-sama, le agradecería mucho que me explicase cuál es exactamente la posición del Tennō-sama aquí en la corte. Obviamente, no es tan absoluta como imaginaba en un principio si hay clanes dispuestos a intentar apresar el trono con sus propias manos.
—Esa es una historia bastante larga, Kagome-chan —replicó Miroku—. Espero que estés de humor para escuchar.
Kagome asintió, animándole a que continuara. Miroku entrelazó las manos sobre su regazo, callado por un momento mientras ordenaba sus pensamientos.
—La historia comienza hace cinco años, con la muerte del anterior Tennō-sama —dijo—. Su anterior Majestad, que su alma habite en lugares tranquilos, tenía dos hijos, el mayor de los cuales es un youkai completo, nacido de la anterior emperatriz. Naturalmente, se esperaba que fuera él el que heredase el trono.
»El anterior Tennō-sama, sin embargo, tenía una idea diferente. Había hecho escribir en secreto, en un decreto imperial que se leyó a la corte tras su fallecimiento, que su hijo pequeño sería el que ocuparía el trono. Su hijo pequeño era un hanyou, considerado ilegítimo por muchos, ya que había nacido de una noble que no estaba ni entre las concubinas de su anterior Majestad.
»Puedes imaginarte el malestar que provocó en la corte. Por supuesto, como estamos hablando de la corte, el malestar fue sutil. Varias facciones de la corte se alzaron para bloquear el ascenso del hijo menor al trono, trabajando a través de sus oficiales en el Consejo de Estado.
»Un clan tras otro adoptó el rol de «líder» del Gobierno, cada uno fue depuesto en rápida sucesión por muerte o desaprobación. Había que comprobar todas las comidas por si tenían veneno… ese era un método común y difícil de trazar para asesinar a un líder indeseable. Los caminos a la capital se tiñeron de rojo con la sangre de aquellos asesinados en mitad de la noche para que otro pudiera ocupar su puesto en el poder.
»Fue un momento de gran terror e incerteza en la corte. Muy pocos se atrevieron a desafiar a los clanes más grandes mientras estaban fuera de control.
»Las aldeas de fuera de la corte también se vieron afectadas hasta un punto, ya que los cortesanos desviaron fondos para financiar las batallas entre ellos y usaban a los aldeanos de sus tierras como soldados renuentes.
»Hace más o menos un año, un puñado de clanes leales al hijo menor, o más bien tal vez a la voluntad del anterior Tennō-sama, consiguieron congregar sus fuerzas lo suficiente para al fin colocar al actual Tennō-sama en el trono.
»Por supuesto, no vino mal que muchos de los clanes poderosos hubieran hecho mucho por socavarse entre ellos para entonces. Tenían pocos medios para continuar con la lucha de poder en ese momento y la mayoría reconocieron que serían incapaces de retener el trono por mucho tiempo, incluso si conseguían hacerse con él.
»Esto, sin embargo, no significó mucho más que un apaciguamiento general de los clanes. El Consejo de Estado estaba y sigue estando compuesto por miembros de clanes que lucharon para mantener alejado al actual Tennō-sama del trono, ya que habría habido más revueltas si los clanes conservadores hubieran intentado eliminarlos. Y siguen decididos a que Su Majestad no debería ejercer ningún auténtico poder.
»Los fondos siguen siendo delegados a voluntad del Consejo y los clanes continúan manteniendo sus propios ejércitos. No se ha aprobado con éxito ningún decreto propuesto por el Tennō-sama ante el Consejo desde el ascenso de Su Majestad.
»Es bastante bien sabido entre la corte que la opinión general está en contra del Tennō-sama. La desafortunada realidad es que las insurrecciones más violentas como las de hace cinco años no son imposibles, ni siquiera improbables.
Kagome miró con los ojos muy abiertos a Miroku mientras terminaba, muda de asombro. Toda la información se asentó como rocas en el interior de su cabeza, tosca, pesada y difícil de darle la vuelta.
La situación sonaba mucho peor de lo que nunca podría haberse imaginado. Había varias partes de la historia que no podía comprender del todo con su conocimiento limitado de cómo funcionaba la corte, pero lo que podía entender le decía que el Tennō se encontraba en una posición muy difícil.
Su Majestad estaba en una posición de responsabilidad absoluta sin ningún poder. Las opiniones ya estaban firmemente formadas en su contra y cualquier queja por la forma en la que se dirigían las cosas podía depositarse directamente sobre sus hombros.
No podía avanzar ni abdicar el trono con la conciencia tranquila y permitir que la corte volviera a entrar en caos. El Tennō, el sagrado descendiente de la diosa Amaterasu, era esencialmente un prisionero en su propia corte.
Como si eso fuera poco, Kagome prácticamente le había jurado lealtad a Su Majestad con sus actos. El asesinato de los dos guardias le ganaría efectivamente una corte llena de enemigos y el indeseable aviso de que todos los clanes tramaban contra el Tennō. Incluso si quisiera retirarse a una posición más pequeña dentro de la corte, no había escapatoria.
Pero huir sonaba bastante bien. Kagome suspiró, metiéndose con desánimo unos cuantos bocados más de arroz en la boca.
Dejó el cuenco en la bandeja, notaba la comida como si fuera ceniza en su boca. Levantó la vista para encontrar tanto a Miroku como a Sango mirándola expectantes, esperando una respuesta más completa.
—Yo… no sé si puedo hacer esto —se encontró diciendo Kagome.
Era vergonzoso, pero era cómo se sentía. Era demasiado.
—Kagome-chan… —dijo Sango, frunciendo el ceño—. Ya has llegado muy lejos. Solo tienes que…
—Sango-sama —la interrumpió Miroku.
Se volvió hacia él, sorprendida. Miroku negó con la cabeza firmemente. Sango frunció el ceño.
—No nos encontramos en posición de presionar a Kagome-chan —dijo—. Creo que ya tiene suficiente de lo que preocuparse sin que nosotros la influenciemos con nuestras opiniones.
Sango abrió la boca como para defenderse, pero la cerró después de un momento. La vergüenza subió a sus facciones. Se giró con arrepentimiento hacia su amiga.
—Lo siento, Kagome-chan —dijo, tomando una de sus manos—. No pretendía…
—No pasa nada, Sango-sama. Lo entiendo. También estoy decepcionada conmigo misma —admitió Kagome, su mirada bajó a su regazo—. Pero no creo que yo…
—No te preocupes, Kagome-chan —dijo Miroku cuando ella se interrumpió—. Te apoyaremos lo mejor que podamos en cualquier camino que decidas tomar a partir de ahora.
—Sí, por supuesto —dijo Sango con convicción, dirigiéndole al houshi una pequeña sonrisa de aprobación.
Kagome les ofreció una débil sonrisa, sintiéndose oprimida por su bondad, a pesar de sus buenas intenciones. O tal vez no era su bondad, sino algo en su interior. Kagome se puso de pie y les hizo una reverencia formal a los dos cortesanos.
—Gracias a ambos —dijo Kagome—. Creo que es el momento de que vaya a reunirme con Su Majestad. Miroku-sama, ¿puedo solicitar que uno de sus sirvientes me acompañe? No conozco el camino al Palacio Interior.
—Ah, sí, claro —concordó Miroku, ligeramente desconcertado por su regreso a la formalidad.
Se levantó y abrió de nuevo el panel, diciendo un nombre en voz alta por el pasillo. Apareció una señora y él le indicó que escoltara a Kagome hasta el Palacio Interior. Los ojos de ella se abrieron como platos por un instante y le lanzó una mirada furtiva, pero asintió obedientemente.
—Gracias a ambos. Supongo… que les veré más tarde —dijo Kagome, evitando el contacto visual con cualquiera de los dos.
—Kagome-chan… —dijo Sango, estirando una mano como si quisiera detener a la chica.
Miroku apoyó una mano silenciosa en su hombro, dirigiéndole una mirada que decía que este era un asunto en el que ya no tenían voz ni voto. Sango frunció el ceño en su dirección por ser tan lógico cuando ella no podía serlo. Sin embargo, agarró la mano que tenía sobre su hombro y reconoció en silencio que esta era una decisión que Kagome tenía que tomar por sí misma.
La noble observó que su amiga seguía a la sirvienta por el pasillo con el corazón encogido. Tal vez estaba mal que ella quisiera que Kagome se quedase y se demostrase que era lo suficientemente fuerte para enfrentarse a una corte entera. Tal vez sería mejor dejar que se fuera a casa y que viviera la vida sencilla que los kami habían querido para ella cuando la ubicaron en su pequeña aldea.
Aun así, era una esperanza difícil de abandonar.
—Houshi-sama…
—Lo sé, Sango. Lo sé.
Kagome solo era medio consciente de que la sirvienta la conducía por las avenidas hasta el Palacio Interior. Parte de ello era arrepentimiento por haber decepcionado a Miroku-sama y a Sango-sama de una forma tan obvia, pero la mayor parte era preocupación por cómo iba a encarar al Tennō. No tenía ni idea de qué decir.
Toda explicación que se le pasaba por la cabeza terminaba sonando cobarde. Tal vez eso era lo apropiado, reflexionó taciturna, como lo era la cobardía en muchas formas. Había pensado que era más fuerte que esto y la destrozaba darse cuenta de que no era así.
Pero el incidente con los guardias la había dejado muy drenada de determinación. Sabía que no sería capaz de hacer de nuevo lo que había hecho, pero parecía inevitable si se quedaba y servía a un gobernante cuyos súbditos le tenían tanta aversión. Kagome suspiró pesadamente.
Su concentración volvió a sus alrededores cuando llegaron al imponente muro rojo que cercaba el Palacio Interior. La sirvienta parecía estar desconcertada cuando llegaron junto al guardia en la puerta, su mirada iba de un lado a otro con nerviosismo, como si estuviera buscando la salvación.
El guardia, sin embargo, miró una vez a Kagome y se hizo a un lado para permitirle el paso, informándole a la sirvienta de Miroku de que era libre de volver con su señor.
El guardia le indicó a Kagome con un asentimiento que avanzara mientras la señora se apresuraba a marcharse gustosamente. Kagome atravesó vacilante las puertas y se encontró abruptamente en un jardín tan frondoso que podría haber pensado que era un bosque si no hubiera estado tan bien ordenado.
Sus ramas estaban ligeramente heladas por la nieve, los árboles de sakura delineaban el camino. Justo más allá de ellos, a ambos lados, pudo entrever árboles de glicinias delineando amplios estanques con nenúfares y coloridos peces koi. Kagome dio un respingo cuando dos grandes grullas se pavonearon sin prisa, atravesándose en su camino, casi sin dirigirle ni una mirada.
Al final del largo sendero había un amplio tramo de escaleras en cuya base se alzaba imponente un naranjo y un árbol de sakura a cada lado. Kagome subió las escaleras hasta una plataforma de piedra sobre la que se asentaba un edificio grande y amplio de madera, con paredes blancas y adornos negros. El tejado era del mismo estilo descendente que los demás que había visto en la capital y unos cuantos peldaños conducían a un sendero elevado al aire libre que rodeaba el edificio.
Una mujer, una sirvienta, a juzgar por su modesta vestimenta, se apresuró por el sendero hacia Kagome. La mujer sonrió y las suaves líneas alrededor de sus ojos le recordaron a Kagome por el más breve instante a su madre. Le picaron los ojos ante la repentina ola de nostalgia que la arrasó. Habría dado cualquier cosa por irse a casa en ese momento.
—Su Majestad la está esperando en sus aposentos en el Jijūden, Kagome-sama —dijo la sirvienta, haciendo una reverencia—. Si le place, la acompañaré durante el resto del camino.
Kagome solo pudo asentir, desacostumbrada a un tratamiento tan respetuoso por parte de nadie dentro de la corte. Siguió obedientemente a la mujer mientras la guiaba, subiendo por un pequeño tramo de escaleras y a través de la entrada baja con pilares de lo que la sirvienta le dijo que era el Shishinsen.
Atravesaron rápidamente el edificio, que contenía solo una larga sala con el punto focal en un intrincado trono y salieron al exterior una vez más hasta una pasarela cubierta. A Kagome le llevó unos momentos darse cuenta de que en lugar de haber dos cuerpos de agua a cada lado del camino, el camino había sido construido sobre el agua.
Se maravilló ante esto incluso mientras su corazón empezaba a latir con un poco más de fuerza, la ansiedad por su inminente confrontación se asentó con plena fuerza. Estudió las pequeñas islas que salpicaban el agua para distraerse, cada una de ellas cubiertas con un arreglo único de piedras lisas y flores coloridas. La nieve caía para descansar sobre la superficie del agua, prestándole a toda la escena una dulce sensación que Kagome solo podía desear estar de mejor humor para poder apreciar.
—Hemos llegado, Kagome-sama —dijo la sirvienta, obligándola a volver al presente—. Su Majestad la espera en el interior.
Kagome levantó la mirada hacia el edificio de tamaño moderado que tenía ante ella. Los muros eran blancos, con detalles de un rojo vivo y oro. Incluso el corte del tejado estaba hecho en alguna suerte de filigrana dorada. A cada extremo del edificio descansaba una gran estatua de piedra, una de Buda en meditación y otra de la diosa del sol, Amaterasu, con los rayos del sol brillando desde su frente.
Kagome le dio las gracias a la sirvienta y respiró hondo para estabilizarse antes de avanzar, atravesando la entrada baja, haciendo a un lado una ornamentada puerta de seda colgante que representaba un inu-youkai grande y blanco.
La sala en la que entró estaba sorprendentemente cálida, iluminada por el brillo de un pequeño hogar en el centro. Era una habitación espaciosa de paredes blancas, varias de las cuales estaban cubiertas con una selección de intrincados murales.
Las paredes estaban recortadas con filigranas de oro y a la derecha de la habitación descansaba un largo escritorio bajo de valiosa madera de cedro. Estaba cubierto con un montón de pergaminos de aspecto oficial.
A la izquierda de la sala había un fino toldo de un material blanco y diáfano, rodeando el lujoso futón del Tennō. El resto de la sala estaba diseminado con exuberantes cojines para sentarse y baúles ornamentados llenos de cosas que Kagome solo se podía imaginar.
En el centro mismo de la sala habían colocado una pantalla de seda que representaba al mismo inu-youkai que Kagome había visto en el tapiz de la entrada.
En la pantalla se le mostraba atravesando un cielo lleno de estrellas en la noche de la luna llena. Cada hilo estaba tejido con tanta delicadeza que Kagome se imaginó que podría sentir la peluda textura del pelaje del youkai si la tocaba. Un guardia de expresión severa estaba a cada lado de la pantalla.
La vaga silueta del Tennō era visible, iluminada desde atrás. Ignorando el desplome de su estómago a sus pies, Kagome acudió a arrodillarse con rigidez sobre el cojín colocado ante la pantalla.
—Ya podéis marcharos —llegó la áspera voz desde detrás de la pantalla, dirigiéndose a los guardias—. Quiero hablar a solas con la miko.
Los guardias asintieron y salieron sin hacer preguntas. Kagome los observó con cautela mientras se marchaban, recordando su último encuentro con guardias reales. De repente se arrepintió de no haberse traído su arco y sintió repulsión un momento después por haber tenido siquiera esa idea.
—No todos mis guardias son traidores —se quejó el Tennō.
Kagome dio un respingo cuando la voz sonó más cerca de ella de lo que se había esperado. Su Majestad había acudido a reclinarse en un cojín justo a su izquierda, definitivamente ya no estaba detrás de la pantalla.
—Ah… pero, la pantalla, Tennō-sama —dijo Kagome, haciendo un débil gesto hacia ella.
—¿Tennō-sama? —repitió él, su rostro se torció como si hubiera olido algo desagradable—. Oh, sí. Supongo que nunca te lo dije. Me llamo Inuyasha. Toda esa estupidez de «Tennō-sama» me perturba. Y la estúpida pantalla es puro teatro. Si no diera un buen aspecto, habría rumores volando por toda la corte en cuestión de segundos.
—Pero, Su Majestad… —Kagome empezó a perder el hilo, tomada por sorpresa por su actitud informal ahora que conocía la verdad sobre él. Había asumido, naturalmente, que iban a respetar las formalidades adecuadas una vez estuvieran en la capital.
—I-nu-ya-sha.
—… Inuyasha-sama… —intentó Kagome en tono apaciguador.
—Así. Me alegro de que hayamos resuelto eso —interrumpió Inuyasha—. Convoqué al Consejo para una reunión de emergencia.
—¿Y qué… ocurrió? —preguntó Kagome a regañadientes, haciendo a un lado por un momento sus propias preocupaciones.
—Obviamente se hicieron todos los tontos durante toda ella, incluso los miembros del clan Taira —dijo Inuyasha, el asco densificaba su voz—. Todos dijeron que los dos guardias habían actuado por su cuenta. Dejan de lado bastante rápido a los miembros de su clan cuando sus culos están en riesgo. Parece ser que había instrucciones de no hacer ningún movimiento hasta que recibieran noticias de mi muerte, porque nadie del clan Taira hizo nada mientras no estábamos, según los informes que he recibido.
—¿Qué pretende hacerles?
—¿Hacerles? —repitió Inuyasha con incredulidad—. Si crees que funciona así, entonces no sabes una mierda sobre la corte.
—Por supuesto que no —replicó Kagome, irritada—. ¿A qué se refiere?
—Me refiero a que no puedo hacer una mierda al respecto —contestó Inuyasha—. Como tú y yo somos los únicos que vimos lo que pasó con los guardias, no tenemos pruebas que le valgan una mierda a nadie. Si intento castigar a un clan sin una buena prueba de lo que han estado haciendo, no solo se va a rebelar ese clan, sino que también lo harán todos los demás clanes que tengan el mínimo problema con algo. Sería como darles a los bastardos una excusa para alzarse contra mí.
—Entonces ¿va a dejar que se salgan con la suya? —exclamó Kagome.
—Política de la corte —resopló Inuyasha, la aspereza de lo que pretendía ser un encogimiento de hombros descuidado traicionó su irritación—. De ahora en adelante los observaré más de cerca. Los muy bastardos probablemente estén en guardia y se portarán bien durante al menos un par de meses.
—¿Y luego qué? —soltó Kagome—. ¿Dejará que vuelvan a intentarlo y que tal vez tengan éxito? ¿Dejará que se apoderen de la corte? ¿Dejará que conviertan todo en un caos y que usen a aldeanos indefensos para que peleen sus batallas?
Los agudos ojos dorados de Inuyasha se deslizaron hasta ella, mirándola fijamente por un largo instante.
—¿Alguien te lo ha contado?
—Miroku-sama me lo contó todo y, para ser sincera, no estoy segura de que pueda seguir haciendo esto —contestó Kagome, incapaz de seguir conteniéndose.
Si no se hacía nada, si los clanes conspiradores iban a ganar de todas formas, entonces ¿por qué había matado a aquellos hombres? ¿Qué sentido tenía nada de ello?
—… ¿Te estás echando atrás? —preguntó Inuyasha con sus ojos oscurecidos—. Entonces vete. Nadie te obliga a quedarte.
Le dio la espalda para mirar ferozmente el escritorio de cedro, un claro permiso para retirarse. Kagome se quedó sentada, paralizada por su brusquedad.
—Inuyasha-sama, yo… —dijo Kagome sin saber qué debería decir, pero sabiendo que no podía dejar las cosas así.
—Dijiste que no puedes hacerlo, así que lárgate de una vez —bramó Inuyasha, levantándose para pasearse con inquietud de un lado a otro detrás de la pantalla—. No es que sea una sorpresa ni nada. Solo eres una campesina de una aldea de ninguna parte. Es mi jodida culpa por pensar que tenías agallas.
—¡Sí que quiero ayudar! —protestó Kagome, poniéndose en pie para interponerse en su camino. Acechando debajo de toda su cólera, había algo que sonaba sospechosamente a decepción y hería tanto como lo había hecho la de Miroku y Sango—. ¡De verdad que quiero! ¡Ese es todo el motivo por el que acepté esa ridícula misión en primer lugar! Pero yo… yo maté a dos hombres. Sé que usted debe de haber visto cosas mucho peores y que ha sufrido por cosas mucho más terribles, pero no puedo volver a hacerlo.
»Y no sé durante cuánto tiempo podría durar en una corte llena de gente de la que tendría que sospechar a cada momento de cada día. Yo solo quería ayudar a las aldeas y no creo que pueda…
Kagome le sostuvo la mirada, deseando que comprendiera y conteniendo las lágrimas con valentía. La expresión de Inuyasha permaneció inflexiblemente feroz, pero una sutil relajación en su postura le dijo que la estaba escuchando. Al menos podía entender lo que estaba diciendo.
A Kagome se le ocurrió repentinamente que, todo por lo que estaba tan desesperada por huir, era todo por lo que Inuyasha ya había luchado tres veces más. Y peor de lo que se podía imaginar, como el hijo híbrido e ilegítimo en la posición de poder y de escrutinio definitivos.
Pero estaba aterrada. No la habían criado para esto o entre esto. Lo único que había anticipado al venir aquí era hacer lo que siempre había hecho en un contexto más alto, curar a los enfermos y proteger contra youkai malvados que causaban daño.
La política de la corte, las tramas secretas, los turbios movimientos de poder, envenenamientos, asesinatos en medio de la noche… estaba todo tan más allá de cualquier cosa con la que hubiera tenido que lidiar. En un mundo tan amplio y complicado, Kagome estaba completamente perdida.
Ansiaba su hogar, la simplicidad y la familia. El lugar donde tenía el respeto y la consideración de la gente que la rodeaba. El lugar donde sus manos siempre estaban cubiertas de tierra, pero nunca de sangre.
Pero si huía ahora, si volvía a la seguridad de su aldea y a un mundo que entendía, ¿qué conseguiría con eso? Las aldeas y la gente común de Japón no estarían mejor que antes.
Sango y Miroku, que habían sido tan amables con ella a pesar de todo, tendrían que pasar por el mismo miedo y opresión de hacía cinco años. La capital volvería a entrar en caos y probablemente arrastraría al resto del país consigo poco después.
También estaba Inuyasha. Volvería a quedarse solo para lidiar con todo, sin nadie de quien depender y sospechando de todo el mundo. Una parte de él había estado buscando una aliada en ella, se dio cuenta Kagome.
Por eso había hecho algo tan extravagante como abandonar la capital para irse con ella. No estaba segura de qué había esperado ganar con ello, pero su malestar por su deseo de marcharse contaba la historia con bastante claridad.
—Escucha, vuelve de una vez —dijo Inuyasha, apartando a Kagome de sus pensamientos. A su voz le faltaba algo de su anterior hostilidad y su mirada estaba firmemente fija por encima de su hombro—. No estabas hecha para esto. Ya estás medio loca, así que te volverás completamente loca en menos de una semana. Simplemente… vete a casa. Nadie volverá a ir a por ti.
Kagome tomó esto y a él en consideración por un largo momento. Estaba dispuesto a dejarla marchar para liberarla. Esta era la salida que había estado esperando. Después de todo, no estaba hecha para esto.
—Usted… usted dijo que me protegería, ¿no es cierto, Inuyasha-sama? —dijo Kagome lentamente.
—¿Eh? —La mirada de Inuyasha se dirigió a su rostro, sus oscuras cejas se alzaron interrogantes.
—En las tierras de los Fujiwara. Usted dijo que me protegería, ¿no? —insistió Kagome.
—N-No… Por los siete infiernos, ¿qué tiene eso que ver con nada? —balbuceó Inuyasha, sonrojándose ligeramente.
—Bueno, usted dijo que me protegería. Se está esforzando por cumplir con su parte, pero yo me olvidaba de la mía. Prometí servirle fielmente —dijo Kagome en voz baja.
La incomodidad se desvaneció del semblante de Inuyasha. Sus ojos buscaron los de ella con expresión solemne.
—¿Qué quieres decir? —dijo con modestia.
—Quiero decir… —Kagome dudó, buscando las palabras que se adecuaran a lo que sentía—. Quiero decir que no quiero que todo lo que he hecho hasta ahora y todo lo que se ha hecho por mí sea en vano.
»Estoy muerta de miedo. Todo esto es mucho más grande de lo que nunca podría haber imaginado y no puedo evitar pensar que mi presencia aquí será inútil. Pero eso no debería evitar que lo intentara. Esa no es la forma en la que quiero vivir. Eso no conseguirá nada.
»Quiero ayudarle a crear un país mejor, Inuyasha-sama, por el bien de todos. Y si ese no es su objetivo como Tennō-sama, entonces quiero convertirlo en su objetivo, por muy presuntuoso que suene eso. Quiero ayudarle, Inuyasha-sama.
—Kagome…
Inuyasha apretó la mandíbula y negó con la cabeza.
—Ya sabes que todo está en mi contra —dijo finalmente—. No tengo ni una maldita cosa que funcione a mi favor. Soy un chucho híbrido, el hijo bastardo, el segundo hijo. Ni siquiera se me permitió la educación formal que muchos cortesanos reciben.
»Por los siete infiernos, no tengo ni idea de por qué mi viejo decidió hacerme esto. Una de esas batallas debe de haberle aflojado los tornillos o algo así. Y estoy seguro de que no puedo ver que las cosas vayan a cambiar una mierda en un futuro cercano. Lo único que quiero es superar toda esta mierda vivo y sin que se desmorone todo. Así que no creo que pueda construir este mundo perfecto que te imaginas.
—No soy tan ingenua como para pedirle que construya un mundo perfecto, Inuyasha-sama —dijo Kagome—. La perfección es imposible. Incluso yo sé eso.
»Tampoco le pediré que haga feliz a la gente. Esa es una decisión que tienen que tomar por sí mismos. Lo único que pediría es que trabaje duro para crear un lugar donde cada persona tenga la posibilidad de tomar esa decisión. No creo que usted se haya rendido todavía. No creo que fuera a estarse molestando conmigo si de verdad se hubiera rendido con todo.
—Asumes mucho, mujer —dijo Inuyasha, aunque no discutió con ella—. ¿Qué hay de los guardias? No puedo prometer que nunca volverás a encontrarte en una situación como esa, no con lo jodidas que están las cosas en esta corte.
A Kagome se le apretó el corazón ante la pregunta. Se la había esperado, pero no tenía una resolución real para tal problema.
—Yo… —titubeó Kagome—. Me doy cuenta de ello. Y de verdad que no quiero verme nunca obligada a volver a tomar una vida así. La idea me hace sentir enferma.
»No quiero que los kami me abandonen cuando muera porque traté sin cuidado con las vidas de sus hijos. Pero… es mejor que acarree el peso de todas las vidas que tome conmigo para toda la eternidad y que haga lo que pueda para expiarme, a que muchos deban sufrir porque yo tengo miedo. Creo que los kami lo verían como mucho más vergonzoso.
»Además, si lo dejo ahora, el haber tomado las vidas de esos dos guardias de verdad habrá sido en vano. Debería apaciguar sus espíritus, al menos, siguiendo adelante con la causa por la que murieron.
Inuyasha la miró contemplativamente, con un silencioso respeto brotando en su interior. Sí que tenía agallas, eso se lo concedía.
—… Sí que prometí protegerte, como el Tennō, si de verdad tienes intención de quedarte y llevar esto a cabo —dijo finalmente.
—Entonces ¿puedo quedarme y servirle?
Su rostro era optimista mientras lo levantaba hacia él.
—S-Supongo —murmuró Inuyasha, apartando la mirada.
—Bueno, ahí está lo primero que podemos arreglar —dijo Kagome, sonriendo ampliamente y sintiéndose auténticamente aliviada por primera vez desde la muerte de los guardias—. Usted es el Tennō-sama. Usted no «supone» nada. Simplemente sabe. O al menos eso es lo que tiene que parecer.
—… Sí —concordó Inuyasha lentamente, sorprendiendo a Kagome. Se había esperado alguna especie de comentario sarcástico, pero parecía dispuesto a escucharla.
Eso era bueno, pensó Kagome. Iba a intentar reconstruir una nación junto a él. Probablemente necesitarían ser capaces primero de al menos mantener una conversación decente. Ella sonrió irónicamente ante ese pensamiento.
—Celebraré una reunión mañana con el Consejo y les diré que vas a servir oficialmente como espiritista de la corte de ahora en adelante —dijo Inuyasha, recuperando su atención—. Ya saben que fuiste tú la que acabó con los guardias, así que no les va a sentar bien a la mayoría, especialmente al clan Taira. Estate en guardia para eso.
»Probablemente insistan en celebrar una ceremonia en la corte para iniciarte oficialmente, así que prepárate también para eso. También serás «oficialmente» un objetivo después de eso. Lo organizaré para que puedas empezar a entrenar la semana que viene. También tengo una forma de poder mantenerte cerca para poder asegurarme de que no haces nada estúpido.
—¿Cómo es eso? —preguntó Kagome, consciente de que parecería sospechoso incluso para una sierva oficial del Tennō que estuviera en un espacio reducido con él durante extensos periodos de tiempo.
—Ah, bueno. —Inuyasha tosió, pareciendo repentinamente incómodo—. Le… conté a Kikyou que habías tenido éxito en tu misión y lo que pasó con los guardias. Se creyó la historia, pero pareció sospechar. Cuando le pregunté qué podías hacer para convencerla, dijo que… quiere que sirvas como su dama de compañía.
Kagome alzó las cejas hasta el nacimiento de su pelo.
—Te daría una forma de permanecer en el Palacio Interior sin que hicieran preguntas —dijo Inuyasha a la defensiva—. Además, dijo que eso sería lo único que le haría aceptarte. Obviamente, está mucho tiempo cerca de mí, así que va a tener que aceptarte si esto va a funcionar.
Kagome suprimió un gruñido. Trabajar bajo esa mujer de hielo que le había causado tantos problemas para empezar no era en absoluto atrayente. Pero si era por la causa, entonces había que hacerlo.
—De acuerdo, entonces —suspiró Kagome—. Puedo hacer de dama de compañía si es necesario. Simplemente no entiendo por qué Kikyou-sama parece desconfiar tanto de mí.
—A Kikyou le cuestan los cambios —dijo Inuyasha, su expresión se suavizó un ápice.
Kagome se preguntó por el cariño que le daba calor a sus ojos. Era una expresión que nunca antes le había visto. Era agradable saber que todavía tenía esa clase de sentimientos en su interior.
—¡Tennō-sama!
Inuyasha y Kagome se dieron la vuelta simultáneamente ante la inesperada voz. Inuyasha se giró y empujó a Kagome a una posición sentada, bajando para sentarse delante de ella para bloquear su silueta contra la pantalla de seda.
—Sí, ¿qué pasa? —ladró.
Kagome gruñó mentalmente. Tendrían que trabajar en hacer que hablase de una manera más adecuada a su posición.
—Mis disculpas por la intrusión, Tennō-sama —dijo el guardia desde el otro lado de la pantalla, su silueta se movió mientras hacía una profunda reverencia—, pero hay problemas. El guardia de una puerta ha informado de que un extraño ha conseguido entrar de algún modo en la capital sin permiso.
»Los guardias intentaron detenerle, pero demostró ser demasiado veloz para que cualquiera de ellos lo atrapase. Por ahora no le ha hecho daño a nadie, pero me enviaron para advertirle de que parece dirigirse hacia el Palacio Interior.
—¿Qué diablos? —maldijo Inuyasha—. Qué…
Pero el hanyou se vio interrumpido por un todopoderoso viento que entró en la sala, haciendo volar los papeles sobre el escritorio de cedro y entrando con una ráfaga de copos de nieve. El guardia gritó y hubo un golpe sordo cuando lo tumbaron y lo hicieron a un lado.
—¡Eh, chucho! —llamó una voz—. ¡Sal y trae a Kagome contigo! ¡Sé que está ahí dentro! ¡La he rastreado por todo este sitio apestoso!
Kagome se quedó paralizada, cada uno de sus músculos se tensó. Podía sentir que Inuyasha se tensaba a su lado. Él también reconocía la voz. Kagome les rezó a todos los kami para que ambos se equivocasen y fuera solo un maníaco homicida que iba a por sus cabezas.
Kagome asomó lentamente la cabeza desde detrás del borde de la pantalla. Allí, en la entrada, con la nieve cubriendo su pelo y sus hombros, estaba Kouga. También parecía bastante orgulloso de sí mismo.
La vio y una amplia sonrisa se abrió paso en su rostro, con los colmillos brillando a la luz del fuego. Su cola ondeó con entusiasmo tras él.
—¡Kagome! ¿Ves? ¡Te dije que vendría a salvarte!
Kagome se habría reído por tal ridiculez si el gruñido de Inuyasha no hubiera retumbado por el suelo bajo ella. Volvió la mirada hacia el hanyou. Sus ojos parecían estar encendidos, llenos de una luminosidad ardiente propia.
—Voy a matarlo.
Nota de la traductora: Y aquí termina este capítulo. Parece que no dejan de pasar cosas, pero si hay una cosa que me gusta de este fic es precisamente eso: el ritmo.
¡Nos leemos la semana que viene! ¡Espero vuestros comentarios!
