Transcurrían años en el pasado, una fecha que él no recordaba ni se esforzaba en hacerlo. Una tormenta rugía al otro lado del cristal protector de la ventana, cuya transparencia no interrumpía su vista hacia los nubarrones grises deslizándose como culebras por el cielo pálido y diurno. Mientras los observaba romper las cadenas del infierno lluvioso sobre las cabezas de los ciudadanos, un suave picor culposo halaba las esquinas de su corazón con violencia; le ardía el pecho y el tubo de nicotina entre sus fauces no ayudaba a recuperar el aire anhelante por sus pulmones.

Nunca le habían especificado cuánto dolía sentirse así.

Él era etéreo, así se sentía. Una esencia mítica que fluctuaba entre el plano de los vivos y el insólito Más Allá, perdido entre la desolación y la ausencia de fé de las personas. Él sentía que era aquel invisible torrente que oscilaba entre dimensiones todavía inexploradas; si hubiese podido hablar, habría gritado.

—Horrible —mustió, sus sentimientos resumidos en una mundana palabra.

Su cuerpo se cernía sobre el alféizar de una ventana tan cristalina como sus propias lágrimas, el cigarro desataba un vaivén entre sus dedos húmedos y sus labios secos. El dolor podía olerse en la habitación, mezclado con la pestilencia de recuerdos que pesaban como plomo sobre sus hombros, clavándose en su ser como mortíferas balas. ¿Por qué no le habían advertido que dolía como el demonio?

El silencio fue rasgado por el sonido de vidrio rompiéndose, giró hacia su derecha y digirió una visión inesperada e insípida: la sombra húmeda y débilmente palpitante se arrastraba hacia él con desgana. En el suelo se imprimía un trazo incoloro tras el paso del ser reptante; que utilizaba sus largas extremidades para ayudarse en su trayecto hacia él.

Cuando lo vio con la claridad que no deseaba, la humedad cristalina tomó el color rojo, y la negrura se tiñó de piel humana. Cabellos rubios, largos que rozaban sus rodillas con una suave caricia, ojos ausentes que dejaban como esquirlas de su presencia nervios colgantes, cuencas vacías que no podían llorar. Dientes rojos, tristeza y decadencia, manos carmesí y huesos partidos por la mitad.

Él había hecho eso. Bueno, no él. Uno de sus abundantes «él».

Exhaló el aire pesado que halaba de sus pulmones, el vaho cálido se hendió en el ambiente junto a la agonía que lo rodeaba inerte.

—Jin... —balbuceó la carne serpenteante y sanguinolenta sobre el suelo.

Jin Bubaigawara se bebió el alquitrán del cigarro mortal que descansaba en sus comisuras, mientras sus ojos culposos perforaban la sombra arrastrándose. Pintada de rojo, como su entorno.

—Es horrible —respondió él con la voz metálica y el olor a muerte cerniéndose sobre su esencia—. Perdón, mamá, pero esto es horrible.

Claro que lo es. Tú lo hiciste.

No, no, espera. Él no fue.

Estoy seguro que sí.

—Hagan silencio —murmuró alzando su mano al cúmulo de voces en su cabeza, el interruptor de tortura no se apagaba sin embargo, y el disco rayado en su cráneo no se detenía.

Tras el cristal empañado por su propio dolor, la tormenta acuosa tomaba la forma de frágiles relámpagos imponentes, que chillaban en lo más alto mofándose junto a los astros que el firmamento protegía con vehemencia.

No fue él, fui yo.

¡No es cierto! Estás mintiendo, siempre mientes.

Jin bramó quejidos y tirones de cabello, a su lado la sombra amiga de la muerte lo miraba sin ojos y le hablaba sin lengua ni voz. Vestía de color rojo y usaba un perfume que olía a muerte y decadencia putrefacta. Dolió la piel y ardió el camino, gritaron los nervios y clamó la conciencia cuando un débil dígito húmedo rozó la tela roída de su ropa.

—Jin... mí-rame... —los labios que pronunciaban cayeron con el peso de su propia tortura, y Bubaigawara apenas percibió el tormento anidando a su izquierda. No miró, porque...


—Tenía talento —sollozó Toga.

Abrazó el papel pálido y roto a su pecho y derramó tres lágrimas, tal y como había prometido en días anteriores.

—Una será por tu sacrificio. Dos por tu bondad. Tres porque te amo —le había jurado mientras el vaho de vitalidad huía del cuerpo de su gran amigo y hermano de ideales, llevándose también su alma buena.

Twice fue bueno, Himiko daría fe de ello una y otra vez. Se había convertido en un hermano mayor para ella, sin importar la diferencia de edad o su actitud infantil y tonta; banalidades con las que inevitablemente había aprendido a convivir sin voluntad propia. Se había transformado en un pilar importante del equipo y la sonrisa representante de los vestigios de la Liga. Había pasado de ser solo un integrante más, inepto e infantil, a convertirse en un gran apoyo moral.

Tal vez no se había enamorado de él, definitivamente nunca fue su tipo, pero Himiko lo extrañaba con cada fibra de su ser. Los héroes no solo les habían arrebatado la voz y el voto; ahora también se llevaban como trofeo la vida de un miembro importante, y por sobre todas las cosas, un muy buen hombre.

Twice fue el mejor y más grande amigo que alguna vez pudo tener, él y toda la Liga se habían convertido sin darse cuenta, en una familia para ella; un refugio del que nunca escaparía.

Una mano le arrancó el papel del pecho, la rubia fulminó con su mirada cristalina a su compañero de piel quemada, que leía ahora el escrito en voz baja.

Previamente a la gran pelea que habían librado, Shigaraki le había solicitado a Twice que escribiera un manifiesto con sus ideales, sus opiniones y sus puntos de vista, que clamara como pudiera el dolor producido por los años de villanía, que relatara desde su propia carne cómo el rechazo social se había vuelto el verdadero culpable de su suplicio. Y, si era posible, una pequeña amenaza hacia los héroes.

Jin, sin embargo, había optado por transcribir en magnífica prosa su transición previa a su unión a la Liga; cómo había pasado de ser un hombre común y corriente, a un tipo que era considerado un loco. Aquello también podía ser considerado como un manifiesto de su propia agonía.

Nunca había terminado la pequeña autobiografía, pero se sabía que tenía talento para todo lo que se tratase de literatura; y era de suponer que su historia no sería precisamente grata.

—Nada mal —gruñó Dabi mientras le pasaba el papel a Shigaraki—. Sabía escribir, al menos.

Tomura también leyó el escrito, sus ojos vidriosos repasaron el papel una y otra vez.

—Es bueno —opinó y guardó la hoja arrugada en un bolsillo—. Lo conservaremos, servirá en alguna forma.

—¿Vas a publicarlo? —cuestionó el pelinegro.

El líder de lo que antaño fue la Liga de Villanos permaneció en silencio por unos momentos, sopesando la idea de dar a conocer el fragmento inédito pero impresionante de una autobiografía, que nunca sería terminada al menos por su autor original.

—No por ahora —respondió—. No podemos dejar que se sepa que uno de sus clones mató a su familia.

—Lo verán como un loco —agregó Compress hundido en un penumbroso rincón.

—Y creerán que tenían razón al deshacerse de él —concluyó Himiko, con la mirada perdida en el horizonte caótico desenvuelto frente a ella.

Edificios desplomados, casas cuyos cimientos habían sido destruidos desde la base, vidrios rotos y sangre adornando las calles; eran pequeñas piezas del escenario catastrófico que se desataba frente a ellos. Un cielo plomizo y lúgubre cubría también toda la ciudad destrozada, burlándose con sus nubes grises del dolor y agonía que bañaban el ambiente. Un recordatorio constante de lo que estaba sucediendo; de la revolución que había comenzado al fin.

Sin embargo, las manchas carmesí en el pavimento también le recordaban a Toga todos los sacrificios de la Liga. Le recordaban vívidamente que Twice no había sido el único que había entregado su vida en pos de cumplir los idílicos objetivos de sus compañeros, y tampoco fue el único que derramó sangre ajena, desconociendo a quienes daban sus vidas en el campo de batalla, aquellos que tan solo cumplían su papel de peones, en un tablero de ajedrez macabro.

No era que ella pensara en los demás, poco le importaban las vidas de los héroes, y menos aún las de civiles que ni siquiera conocía. Pero una parte de su alma comprendía que no era del todo culpa de los individuos que tomaban las riendas de la guerra y luchaban, anhelando una victoria inexistente en realidad. Sabía que la culpa pertenecía a toda una sociedad, con ideales difusos y heterogéneos, que arremetían contra sus mentes a cada segundo.

La televisión, la radio, los medios audiovisuales de entretenimiento; cada pequeño placer matutino era en realidad una trampa bien preparada; los grilletes del idealismo se cernían sobre los cerebros completamente maleables de las personas. Que, viéndose idiotas frente al espejo, se dejaban manipular por simple comodidad.

Sabía lo que se sentía, ella también había sido víctima alguna vez.

Sin embargo, las cadenas de los falsos manifiestos a favor de un heroísmo superfluo habían caído en poco tiempo, cuando ella misma fue capaz de abrir los ojos. Cuando la señalaban con el dedo por ser quien era y hacer lo que le gustaba, cuando la llamaban «loca» por el simple hecho de exteriorizar aquellas cosas que tanto disfrutaba; sus placeres jamás fueron los mismos que los del resto de personas que conocía. Cuando se percató de que pensar diferente era sinónimo de estar mal.

Cuando finalmente despertó.

Le alegraba saber que no fue la única. Pero le entristecían los innumerables villanos que daban sus vidas por un ideal mejor, por un mundo mejor. Por la verdadera libertad.

No obstante, no ganarían.

En una guerra no se podía ganar; no se trataba de un concurso sobre ideas y conceptos, sino de una cruel competencia sobre cuál equipo sacrificaba más peones y derramaba más sangre. ¿Cuántos héroes de bajos rangos habían perecido intentando rescatar a los civiles? ¿Cuántas personas sin culpa habían sido sepultadas? ¿Cuántos habían muerto realmente tras la batalla?

¿Cuánto habían sacrificado los héroes para conseguir un triunfo que nunca iban a saborear en realidad?

¿Y los villanos? ¿Cuánto habían sacrificado realmente los villanos? ¿Cuántos de ellos, seres abandonados por una sociedad cómoda e idealista, ya no volverían a casa? ¿Cuántos nunca más disfrutarían de los pequeños placeres de la efímera vida, como los dulces y la ropa de calidad?

¿Cuánto se había perdido? ¿Y cuánto más se perdería?

No se había dado cuenta cuando tomó la daga de su bolsillo, el filo oscilando entre sus dedos manchados de sangre. El frío del metal acariciándole las yemas la devolvió al mundo real, a la ciudad destrozada y las esquirlas del paso de las batallas. Héroes y villanos. Alias insulsos que no significarían nada el día de mañana.

Como un balde de agua helada que caía sobre su cabeza, Himiko recordó la promesa que le había hecho a su difunto amigo.

Derramaré tres lágrimas el día que partas. Una por tu sacrificio. Dos por tu bondad. Y tres porque te amo.

—¡¿Entonces sí me amas?! —había cuestionado con una sonrisa en sus facciones, y la rubia lo negó.

Ahora imaginaba que tal vez, Jin no se había referido a amor romántico. Sí lo había amado, como un maravilloso hermano y un valioso miembro de la Liga, un vital compañero.

—Lo vengaré —escupió más para sí misma, pero sus compañeros a su lado asintieron.

—Todos lo haremos —mustió Dabi.

—Pagarán con su sangre —juró al sol que se ocultaba en el horizonte muerto frente a ella, al viento que susurraba en sus oídos y al odio que burbujeaba en su pecho.

Y cuando la noche abrazó Japón, Toga Himiko puso en marcha su juramento.

Debía comenzar por el rostro culpable, aquel que había jalado el gatillo y se había llevado el aliento de Twice. No era difícil, pero tampoco sería pan comido.

Esta noche no utilizaba su habitual sistema de extracción de sangre, ya no tenía la necesidad de transformarse en un cuerpo que no era el suyo.

Atravesó junto a sus tres compañeros un muro de piedra que ya no tendría mucha más vida, cruzaron un pequeño jardín de flores muertas y pasto amarillo, y alcanzaron el objetivo: el hospital principal de Japón. Con sus diez pisos alzándose como una amenaza de concreto, sus decenas de ventanas mostraban que casi todas las luces se encontraban apagadas ya; salvo por unas pocas en lo más alto.

Con sus paredes pulcramente pintadas de colores pálidos, el lugar les dio la bienvenida a los villanos.

Dabi no utilizaba camisa, los parches arrugados de piel quemada eran visibles en su torso, prueba de que ya no tendría que ocultarse nunca más. Compress tampoco llevaba su característica máscara, dejando al descubierto sus facciones suaves y los rizos azabache que pendían de su cabeza como adornos. Toga habría esperado que Shigaraki los acompañara también, pero el villano tenía aún unos asuntos que atender.

Enterrar el pequeño puñal en el pecho de la recepcionista no fue trabajoso para Himiko, resistir el impulso de beberse la sangre que se deslizaba entre sus dedos era lo más complicado; sin embargo las ansias de saborear la venganza eran más fuertes. Atravesó unos cuantos pasillos níveos; los paramédicos y los doctores intentaban infructuosamente detenerlos.

Dabi se encargaba de ellos, las flamas azules rugieron sobre la carne viva del personal hospitalario.

Si alguna vez él había sentido miedo o culpa de asesinar a alguien, aquellos sentimientos habían muerto en el Tártaro. También los sentires de Himiko; la venganza sería su último trago dulce.

Mientras recorría el último pasillo que la separaba de su objetivo, un médico se abalanzó hacia ella por la espalda. Himiko sintió el par de brazos rodear su cintura y levantarla unos centímetros del cuelo; la rubia esbozó una sonrisa, mientras el hombre la arrojaba hacia atrás.

Ella cayó de pie sin embargo, curvada sobre su propio estómago. Sintió el pie del doctor estrellarse con fuerza en su estómago, y un fuerte ardor le atravesó el vientre; aún así no se permitió caer al suelo, sino que afirmó el agarre de la daga y se preparó para atacar.

El hombre de la bata blanca dirigió su puño hacia ella, Himiko lo recibió con la punta de la daga. El filo pequeño y helado se abrió paso entre los nudillos del desconocido; la sangre brotó, hermosa y carmesí, brillante ante las luces blancas encima de la rubia, que se relamía los labios al saberse ante el elixir rojo que tan adicta la había hecho.

Tenía que resistir por ahora.

El doctor profirió un grito, arrebató la mano de la daga y escaneó la herida sangrante, cuyo rastro rojo se imprimía en el suelo blanco. Toga sabía que no era una lastimadura mortal, que ni siquiera podría incapacitarlo; así que dirigió el filo lleno de sangre al estómago expuesto del doctor; la carne blanda y la tela de una camisa azul le dieron la bienvenida.

Exhaló vaho cálido sobre el rostro de Himiko cuando el arma blanca le atravesó la piel y más allá. Luego, emergió de entre la carne y se hundió en la misma nuevamente. Una puñalada más.

Otra más. Dos. Diez.

Cerca de las quince ella dejó de contarlas.

El líquido rojo la bañaba casi por completo, el cuerpo del médico cayó inerte al suelo que hacía unos segundos era blanco, y que ahora era decorado con el escarlata de su sangre. Él no parpadeó cuando se golpeó la cabeza con el concreto, sus ojos grises no hacían más que mirar al techo; mientras la vitalidad se escurría por los poros de su piel y el alma escapaba por sus entrecortados jadeos.

En pocos segundos su pecho dejó de moverse. Estaba muerto, se aseguró Himiko.

No sería el último en morir esa noche.

—¿Terminaste tu decorado rojizo? —se burló Compress, caminando hacia ella y después, junto a ella.

Atravesaron juntos el pasillo hasta llegar a la última puerta del octavo piso. Él probablemente se encontraba dormido, era casi medianoche, y los pacientes del hospital seguramente tenían prohibido permanecer despiertos hasta tan tarde. Aunque sabía que no debía dejarse llevar por meras suposiciones; su instinto, el mismo que le había salvado el cuello más de una vez, le vociferaba que no sería un objetivo fácil.

Algunos doctores dieron aviso a más héroes. Estarán aquí en pocos minutos —comunicó Dabi a través del walkie talkie que colgaba en la cadera de Toga—. Si quieres tu venganza date prisa. Yo voy a tardar un poco.

Himiko imaginó que estaría luchando y distrayendo a más miembros del personal. Así que abrió la puerta y se adentró a la habitación.

La penumbra la recibió, una ventana abierta permitía que el aire corriera por aquel lugar, llevándose el olor a medicamentos que aún prevalecía impregnado en el ambiente. Una camilla de internación estaba colocada frente a la ventana, y sobre ella yacía una pequeña bandeja blanca de lo que parecía plástico. Toga no atisbaba a ver qué contenía exactamente la bandeja.

Pero sí podía ver con claridad, que no había nadie sobre la camilla.

¿Dónde estaba? ¿A dónde podía ir a estas horas un paciente?

—Sabía que vendrían por mí —habló una voz tras ella.

Se dio la vuelta con la daga en mano, solo para encontrarse el rostro juvenil y maltratado del héroe, que le había arrancado la vida a su amigo.

Las alas rojas se desplegaron de pronto, Hawks los observó desafiante; con las vendas rodeando uno de sus brazos y su cabeza, y sus dos extremidades cubiertas de plumas que comenzaban a batirse frenéticas. Himiko esbozó una sonrisa.

Si ella había derramado tres lágrimas, él derramaría toda su sangre.