La mañana de su cumpleaños número quince, fue despertado con un brusco sonido en su ventana.
Draco parpadeó un par de veces, tratando de orientarse, y se sentó en la cama sin estar muy seguro de qué estaba sucediendo.
Era inusual, pensó, que sus padres no hayan sido los que lo levantaron, cómo la tradición dictaba en ese vasto pedazo de tierra. Los cumpleaños, sobre todo el décimo quinto, eran importantes en la vida de una persona y constaban con una guía de actividades que hacer, casi como regla.
Cómo se hacían la mayoría de las cosas en Slytherin.
Se paró, estirándose un poco y dirigiéndose a su balcón de dónde el ruido había venido, de una pequeña piedra chocando contra el vidrio. Era su problema; tenía el sueño ligero. A veces se preguntaba cómo podía pasar de largo toda la noche.
En sus finas telas del pijama, que cubría casi por completo todo su cuerpo, salió, buscando con la mirada el origen de su despertar.
Blaise.
Draco esbozó una perezosa sonrisa, apoyando sus antebrazos en el borde del balcón y mirando hacia abajo a su amigo que estaba con sus extremidades extendidos y correspondiendo a su gesto.
—Debes desear que mis padres te asesinen, viniendo a buscarme y despertarme antes que ellos —le dijo, con voz suave.
Blaise apuntó hacia un lugar en la lejanía, a su jardín, con ojos llenos de esperanza.
—Quería ser el primero en ver tu reacción a lo que te traje —explicó, con aquel tono que solo guardaba para el rubio.
Draco frunció el ceño, desviando la vista con lentitud hasta su jardín y desde su altura descubrió cómo en una de las paredes de hojas una nueva planta sobresalía. Se movía y brillaba paulatinamente; era venenosa y el ojigris la había mencionado hacía años. Casi la había olvidado y le impresionaba que el moreno la hubiese recordado aún así.
—Sé que tardó, pero hey, mejor tarde que nunca —Blaise dijo, pero él no le miraba, sus ojos fijos en la planta—. Además, el momento no podría ser mejor.
El rubio de forma insconsciente suspiró, dejando car los hombros y tratando de aplacar la urgencia de detener eso, lo que sea que habían estado jugando hasta ese momento. Sus sentimientos siempre habían sido claros hacia Blaise, sin ánimos de sembrar en él la esperanza de que algún día podría corresponderle, y él lo había aceptado. O eso le había dicho.
Sus actos demostraban otra cosa.
En cambio, puso en su rostro su sonrisa mejor ensayada y volvió a mirarle.
—Gracias, Blaise.
El moreno pareció darse por satisfecho, poniendo una mano sobre sus ojos para que el sol no le molestara, mientras los desviaba nuevamente hacia donde él suponía que estaba ubicada la planta.
—Me pareció adecuado —exclamó, y a pesar de su piel oscura, el ojigris fue capaz de notar un leve sonrojo—. Es lo que te mereces. No menos, mi príncipe.
Draco solo miró su espalda en respuesta, era ancha y estaba cubierta con el traje tradicional de Slytherin. Nada nuevo o emocionante. Vio cómo miraba el jardín con anhelo, esperando el día que él le entregara una invitación a su santuario, pero Blaise no tenía permitido entrar. Nadie tenía permitido entrar, si era sincero.
Se quedó observándolo un momento, cómo las cubiertas ropas de su reino le quedaban a su medida; y lo perfecto que era, no solo físicamente. Perfecto para el matrimonio, y para su vida. Buena posición social y económica, modismos suaves y, por sobre todas las cosas, un insano amor hacia él.
Draco se preguntó por qué no podía sentir lo mismo.
No era como si no lo hubiese intentado ya, en el pasado habían quedado los meses de ingenua coquetería y el primer beso compartido entre ambos y algunas caricias. Nada más allá, nada realmente comprometedor como llevarlo a una cama y acentuar la ilusión del chico. No se sentía capaz, y sabía que era el miedo hablando.
Nunca pensó que la verdad sobre su virginidad sería un secreto que ocultaría casi hasta sus últimos días del que, al final de todo, se había convertido en el amor de su vida.
A veces Draco pensaba que estaba hecho de mentiras.
Pero allí, en el presente, no se sentía capaz de proceder a algo más, a algo como dejarse ser llenado o llenar, de unirse en algo tan poderoso, porque eso sería enfrentar la verdad: Blaise algún día se convertiría en su esposo.
El solo pensamiento de ello lo asfixiaba.
Draco no se permitía ser ingenuo. Sabía que nunca encontraría el amor, no en su posición. Que tarde o temprano debía aliarse con alguien de dinero o de títulos importantes para mantener la paz entre su gente, y que, en el caso de que Blaise fuera esa persona, jamás podría sentir más que afecto por él. No amor. Nunca amor.
Pero mientras más distancia pusiera entre él y su inevitable destino, mejor.
Unos golpes sonaron en la puerta, cortando el hilo de sus pensamientos, y habló en dirección de su amigo.
—Nos vemos luego, Blaise —le dijo, un poco más bajo—. De verdad, te lo agradezco mucho.
Sabía, por su sonrisa, que eso era todo lo que esperaba de él.
Bastó que se girara para que un segundo después, sus dos padres entraran a su cuarto con una caja entre sus manos.
Usaban sus trajes formales. Narcissa con un vestido azul tan oscuro que se asimilaba al negro y que cubría desde sus hombros hasta sus tobillos, y un broche de plata adornando sus rubios cabellos. Lucius, por otro lado, estaba vestido con un traje también oscuro, con unos botones que llegaban hasta el cuello y unas botas hasta las rodillas. Era verano.
Su padre levantó una ceja, aunque no se veía del todo disgustado, y dió un paso al frente.
—Veo que ya te has despertado —le dijo, dándole una mirada apreciativa. Draco le dedicó aquella sonrisa ensayada.
—El canto de un pájaro, padre —se excusó, volviendo al interior de su pieza.
—Ya veo. Te hemos traído un regalo —expresó su madre, con gesto más suave—. Ten.
Le tendió la caja una vez que llegó hacia ellos y Draco, con manos algo temblorosas por la emoción, la tomó, abriéndola para encontrarse con una vestimenta de color salmón, blanco y dorado, de las telas más finas.
Esa sería la única vez que se le permitiría usar tanto color.
No pudo evitarlo, una sonrisa se abrió paso por sus labios mientras pasaba la yema por encima del traje, sin mirar la expresión de sus padres.
—Feliz cumpleaños, Draco —dijo el hombre.
Así, el día empezó a correr.
Lo primero que hizo, fue desayunar en los jardines con su círculo más cercano, ese año siéndole permitido el llevar a Luna hasta allí, quien le había regalado un collar de cosas bastante horrorosas para ahuyentar a quién sabe qué, pero que había tomado con absoluta felicidad y se lo había colgado al cuello, agradeciéndole.
Fue una mañana agradable.
Lo siguiente, fue haber sido llevado al salón del trono, dónde por primera vez, al menos al ojo público, se sentó en él mientras los monarcas se paraban al lado de cada hombro, y Draco era dotado de cadenas de plata, cristales, y oro, por los nobles tanto de su reino, cómo extranjeros. Incluso el regalo del reino de Gryffindor tenía cierto encanto, si era totalmente sincero.
Luego de ser presentado como un hombre al mundo, tenía un almuerzo con la corte, dónde se discutieron cosas de carácter político a las que se obligó a prestar atención a pesar de lo aburridas que le resultaban, y descubriendo que la semana entrante había un banquete, dónde Gryffindor había prometido llevar la comida.
Fue un trago amargo que no se le fue de los labios hasta bien entrada la tarde.
La actividad siguiente fue carreras, duelos y juegos casi al inicio de los bosques, algo que abarcó horas y horas, hasta que vio cómo el sol cambiaba la tonalidad de sus rayos amarillos a anaranjados y la luz se reflejaba en sus albinos cabellos, empapando su perfil de un aura celestial que todos en algún momentos se habían quedado mirando. Tenía solo quince años, pero para ese punto, Draco ya se había ganado no solo uno de los corazones de su reino, si no todos. Todos los que tuviesen uno que latiera.
En algunas ocasiones pensaba que era fácil añorar y admirar a alguien que jamás representaba su verdadera naturaleza.
Una víbora.
Luego de ganar su duelo en caballo a un joven guerrero, gracias a su habilidad, Draco se preguntó si al menos en su cumpleaños no podía tener un poco de libertad.
La respuesta fue el cronograma que le tenían programado para ese día, puesto en sus narices.
Él no lo sabía aún, pero en un futuro muy muy lejano, cierto príncipe de cicatriz se aseguró de cambiar todas las reglas para que Draco hiciera la celebración; no que la celebración lo hiciera a él.
Mientras volvía a su posición al lado derecho del trono improvisado de su padre, vio que al menos el orgullo del chico que venció no había quedado herido, porque fácilmente podía excusar su derrota diciendo que no tenía permitido hacerle daño al príncipe, al heredero, aunque ambos supieran que aunque lo hubiese intentado, Draco era mucho mejor que él. Si le interesara la guerra y la pelea física mucho más que la magia, tenía claro que se convertiría en un buen soldado.
No era eso lo que quería.
Fue llevado de vuelta al castillo encima de su nueva yegua de pelaje negro, (regalo de los reyes de Ravenclaw), para una de las últimas actividades en la lista de cosas qué hacer.
La ceremonia de nombre Stella Vitae que llegaba entrada la noche, cuando su edad se hacía oficial a los ojos del cielo, le emocionaba e intrigaba como pocas cosas lo hacían.
Una vez dentro de las instalaciones, Draco fue enviado a su habitación con la orden de ponerse ropa más apropiada y presentarse con un atuendo adecuado en el ala este. El rubio obedeció sin pestañear.
Ya de vuelta en su cuarto, con un traje de seda parecido a una túnica, Draco se miró al espejo y se sintió expuesto. Quizás era la idea. El cuello de V era tan pronunciado que llegaba hasta casi el inicio de su ombligo, mostrando su pálida piel y parte de su trabajado abdomen, dónde colgaba una larga cadena con la forma de su constelación y el anillo de su familia; aquel que se pasaba de generación en generación y que tenía permitido usar apenas la última ceremonia del día terminase.
Sus brazos estaban cubiertos, pero la forma de las mangas era amplia, por lo que si doblaba el codo ésta caería hasta el antebrazo, dónde varias pulseras sonoras recorrían la extensión de piel lechosa estaban. El color del traje era de un burdeo intenso, uno que hacía que su palidez fuese más notoria que nunca antes. Incluso, sin todo el maquillaje brillante que adornaba sus párpados y pómulos, Draco estaba seguro de que el color de la casi-túnica bastaría para ello.
Exhaló temblorosamente, intentando grabar ese día en su memoria. Era el último como un niño, el último dónde las cosas serían fáciles. Lo sabía, lo sabía por la forma en la que todos los hombres habían estado tensos durante el almuerzo. Lo sabía por los mensajes en códigos que compartían, y cómo su reino estaba haciendo buenas migas con cada país vecino que encontraran. Algo se avecinaba. Algo grande.
Fue llevado con una amplia escolta de soldados hasta el cuarto donde se llevaría a cabo la íntima ceremonia, encontrándose con infinidad de reverencias en su dirección. Incluso de Luna, quién se dobló casi hasta la mitad de su eje para saludarle. Draco no pudo hacer más que sonreír.
Una mujer de extrañas ropas y peinado demasiado extravagante para su gusto, fue lo primero que el rubio vio cuando puso un pie en la habitación. Solo ellos dos. Draco reconoció su logo en su frente, era una curandera.
Las curanderas solían recibir la energía directa de los dioses a los que servían, y cada reino tenía una especial, que un día heredaría sus dones a su descendiente. Por mucho que su nombre lo dictara, con el paso de los años, las curanderas habían pasado a ser mucho más que unas simples medimagas y se encontraban dónde, según ellas, su corazón les dicatara. Solo aparecían si querían ser encontradas. El concepto era tan abstracto que Draco apenas podía describirlo.
—Adelante, tome asiento, prince d'or —dijo ella, finalizando sus palabras con el idioma ancestral de su familia. Draco obedeció—. Es un placer conocer al brillante heredero prometido de Slytherin.
El rubio, acostumbrado a los halagos, no mostró signos de sonrojo o timidez, simplemente inclinó su cabeza en forma de agradecimiento y la miró, la duda impresa en su rostro.
—Veo que nadie se ha molestado en ilustrarle el camino acerca de ésta delicada tradición, ¿me equivoco? —dijo ella, sin tinte de acusación en su voz, pero haciéndole fruncir el ceño de igual forma.
—Sé lo suficiente —respondió con firmeza.
La mujer lo evaluó, apreciando cada línea de las facciones del chico, donde la niñez ya no era parte de ellas. Ubicó un caldero, de donde salía humo que sonaba y se movía, entre ambos. Dándole un pequeño toque con su larga varita, el aro de su nariz resplandeció con la luz que el líquido emanó.
—Los quince años son una edad importante —comenzó ella con voz tersa, revolviendo el espeso contenido del caldero—. Salazar Slytherin tenía quince años cuando conquistó éste reino y la nueva era comenzó. Antes se casaba a los herederos a los quince años, cuando cambiaba la voz definitivamente, tanto en hombres y mujeres. ¿Lo sabías? —preguntó ella con calma. Draco estuvo a punto de rodar los ojos. Solo un ignorante no lo sabría.
—Sí —se limitó en contestar.
Ella volvió a mirarle por un rato, cómo si quisiera encontrar un error en la pulcra apariencia del príncipe.
—También es el momento, dónde la diosa de las estrellas decide dar un regalo a sus herederos —pronunció la curandera, poniendo énfasis en cada palabra—. Es mi deber pasar su regalo hacia ti.
El ojigris tragó saliva, desviando la mirada hasta el caldero. Entendía que en ésta celebración había un tema con los dioses y las estrellas, o adivinanzas. Bueno, esas mierdas. Draco siempre se había considerado una persona racional y escéptica, así que no estaba seguro de qué esperar.
—La diosa ha decidido darte un regalo especial este año —dijo ella, arrastrando las palabras fuera de sí como si fuesen miel—. Es algo curioso, que sea así —prosiguió, pero parecía estar hablando consigo misma—. En su mayoría, se les hacen regalos tangibles a los príncipes, regalos que fuesen a ser utilizados en el futuro. Suerte, valentía, amor.
El rubio volvió la vista al caldero, frunciendo el ceño. ¿Una poción, podía ser? No tenía mucho sentido, no cuando al heredero Malfoy se le permitía tener algo así cada día de su vida. No, esto tenía que ser algo más.
—Supongo que eso no era suficiente para el prince d'or —continuó, con un toque de diversión y secretismo. Draco simplemente frunció aún más el ceño—. Esto es más que un simple regalo, chico. Esto es una bendición de parte de la diosa del cielo.
Una bendición. Había algo extraño en ese término.
La curandera echó una pizca de algo picante a la mezcla y revolvió con unos giros de su varita, sin apartar su mirada de los fríos orbes grises. Sin miedo, sin valentía. Con la mirada que solo alguien que sabe lo que estaba haciendo podía permitirse de dar a una persona de la realeza.
A Draco jamás le había gustado la insolencia, y si la presencia de la mujer no fuese tan intimidante y él fuese unos años más inmaduro, la habría mandado a azotar.
Gracias a los dioses ya no era así. O al menos lo intentaba.
—Cuando el humo se extinga, quiero que te sumerjas dentro del caldero —dijo, sus palabras asemejándose más que nada a una orden—. Puedes decidir no hacerlo, pero el regalo se encuentra allí, y es todo lo que recibirás —le dió una mirada de pies a cabeza que hacía que el rubio se sintiera desnudo bajo su escrutinio—. Y sé que la curiosidad dentro de ese bello ser es más fuerte que la precaución.
De hecho, una voz susurró en un rincón de su mente.
La mujer bajó su varita, mientras el humo comenzaba a bajar y el corazón de Draco se aceleraba dentro de su pecho. Iba a hacer esto. Iba a sumergirse dentro de un líquido hirviente solo porque una extraña se lo había demandado. Suspiró inestable.
Cuando el vapor se extinguió, el ojigris apenas tuvo un segundo para respirar antes de meter su rostro dentro del caldero y callar la voz de auto preservación en su cabeza que le decía que eso era una mala idea.
Abrió los ojos poco a poco, siendo recibido por una temperatura agradable y dentro de sus orbes no había ni agua, ni mucosidad, ni nada parecido a lo que esperaba encontrar en el recipiente en el que se había sumergido. No. Lo que Draco vio, fue una corriente de imágenes rápidas que no podía distinguir con exactitud; barcos, mar, estrellas, plantas, un sentimiento de calidez que fue rápidamente reemplazado por una luz violeta, que cortaba el transcurso de lo que sucedía, para enceguecerlo un segundo con una nada brillante que daba paso a dos esferas jade que lo miraban fijo.
Draco salió del caldero bruscamente.
—¡¿Qué significa esto?! —demandó, con el corazón latiendo con fuerza y miedo filtrándose por sus venas. No entendía qué acababa de ver, pero sabía, cómo que se llamaba Draco Malfoy, que no era bueno.
La mujer permaneció tan tranquila como antes en su lugar, delineando con la punta de sus dedos un pergamino que el chico no había notado antes, pero que siempre había estado allí, en un idioma que reconocía pero no sabía leer.
—La noche anterior a la víspera de tu décimo quinto cumpleaños, prince d'or, la información sobre qué debía entregarte llegó a mí sin esperarla —dijo ella en un tono calmado, levantando el trozo de papel hacia la luz—. Suponía que, como tu padre, mi deber tendría que ver con garantizarte éxito, salud —luego bajó la mirada hasta su pecho desnudo, cómo si pudiese ver a través de él—. O el más profundo deseo de tu corazón, mi prince. Amor.
Draco casi se atragantó con su saliva, pero no dijo nada. No se sentía capaz físicamente, mucho más allá de la humillación y vulnerabilidad que aquellas palabras le hacían sentir. Estaba mareado y confundido, y quería que todo aquello fuese una horrible pesadilla.
—Pero no, se me fue dada la orden de mostrarte un pequeño fragmento de tu futuro, y darte un comando que yo no entiendo, pero algún día tú sí lo harás —volvió la vista hasta el pergamino, y sin previo aviso, estiró su brazo para tomar la delicada mano del joven, y depositar el sucio y raído papel allí en su palma. Sintió sus ásperos dedos contra su suave piel y Draco miró con confusión las letras inteligibles—: "Es tu deber hacer que esa unión se rompa o deberás abstenerte a las mortales consecuencias."
Las palabras se asentaron en su cerebro como fuego.
Draco dejó ese día en su memoria como uno de sus recuerdos más agridulces.
La semana pasó, y no fue capaz de contarle a nadie lo que sucedía.
Su cumpleaños había muerto con una última celebración al lado del gran lago del palacio, dónde el anillo ancestral de los Malfoy había sido puesto en su dedo anular y había sido celebrado como pocas veces antes. Pero la mente de Draco se encontraba en otra parte.
Lo que más recordaba de todas aquellas imágenes incoherentes era el mar. El mar, la luz violeta.
Y aquellas esferas color esmeralda brillantes.
Fue una semana difícil, su cuerpo estaba presente en sus deberes diarios, y se encontraba a sí mismo dictando órdenes y ayudando con los preparativos para el banquete que compartirían con Gryffindor en menos de dos días, pero no estaba allí. No realmente.
Los barcos del país enemigo ya habían llegado, y Draco se negó a dejar su habitación hasta el día de la fiesta. No les iba a dar la satisfacción de verle tan ido.
Entonces el día del banquete arribó.
Fue exasperante, peor de lo que pensaba que sería, el estar rodeado de gente que, o no conocía, o detestaba y que le detestaban de vuelta. Así que luego de las bienvenidas y saludos correspondientes y cordiales, Draco se había retirado a un lugar apartado a pensar, a intentar entender. El mar se hizo presente ante él, y lo observó por lo que pareció una eternidad con una copa entre los dedos, dejando que el calor del sol se colara por su piel. Las costas de Slytherin no eran las únicas que se le habían presentado en las imágenes, y eso no hacía nada más que ponerle inquieto.
"Es tu deber hacer que esa unión se rompa o deberás abstenerte a las mortales consecuencias."
—Al parecer tu familia te traicionó, Malfoy —habló una voz a su lado, en un tono tan burlón, que casi se parecía al que una vez Draco había usado en él. La reconoció al instante.
Sintió cómo cada músculo de su ser reaccionaba de inmediato pero se mantuvo en calma. Mirándole por la esquina del ojo, se tensó un poco como siempre lo hacía ante la presencia de Harry Potter. Maldito cabrón insufrible.
—¿Y por qué sería eso, Potter? —le dijo en tono aburrido, realmente sin interesarle la estupidez del chico en ese momento.
—Aquí estamos los pobretones de Gryffindor, en tu tierra —le respondió con una gran sonrisa, extendiendo los musculosos brazos que Draco vio de reojo—, comiendo de nuestra propia comida, eso sí. Al final, los que tuvimos que hacer caridad fuimos nosotros.
El ojigris sintió cómo la rabia comenzaba a crecer en su estómago. En serio, ¿un par de palabras y ya lo tenía echando chispas? Era casi una reacción magnética. Apretó fuertemente la copa con sus dedos y sus labios formaron una sola línea, manteniendo su impecable control.
—¿Y de ésto presumías tanto? —continuó el ojiverde mirando alrededor con una mirada apreciativa. Draco ya no se contenía de observarlo con abierto desagrado—. He conocido burdeles hundidos en la mierda, mejores cuidados que ésta pocilga a la que llamas hogar.
Había traspasado un límite y él había tenido una semana de mierda. Se giró hacia el pelinegro a la velocidad de la luz, sacando la varita de su manga y posándola en el cuello del muchacho con la respiración agitada, topándose de lleno con su rostro. Los ojos verdes de Potter permanecían tal y como los recordaba, vibrantes, vivos. Su nariz recta estaba sonrosada en el puente debido al sol y los labios rojos naturales jamás se habían visto tan llamativos. Harry esbozó una sonrisa maliciosa. No se veía bien en él, pensó en un momento de aturdimiento. No se veía bien en alguien que siempre había demostrado ser tan bueno y noble.
Quizás no era la verdad, después de todo.
—¿No te gusta recibir de tu propia medicina, eh Malfoy? —le dijo ampliando la sonrisa que Draco siguió con la mirada— O sea que además de cobarde, eres un hipócrita.
El ojigris apretó aún más la varita contra su cuello moreno, sin importarle si estaban causando una escena. Potter siempre había servido para descargar su frustración.
—Dime una sola razón por la que no debería matarte aquí y ahora —su voz fue siseante, sorprendiéndolo. No había querido que sonara tan bajo y amenazante.
—Hazlo —le retó Harry sin una pizca de miedo. Un hombre inteligente se habría retractado—. Hazlo, adelante. Mátame.
El chico de verdad lo consideró un momento, con una vena sobresaliendo de su frente mientras Harry aún sonreía, claramente divertido y nada asustado por la situación.
—¿O tienes miedo, Malfoy? —le susurró, para que solo ellos pudieran oírlo— ¿Tienes miedo de matarme?
La mirada de Harry lucía igual de peligrosa que la posición de Draco encima de él, amenazándolo de muerte. Su manzana de Adán subía y bajaba, mientras el rubio la recorría con los ojos.
Qué desperdicio de belleza en tal plasta de ser humano.
—Yo lo haría —tentó el moreno, con la sonrisa que le enervaba.
Despertó de su trance ante esas palabras, dándose cuenta de que lo que sea que hubiera ido mal en la vida de Harry Potter, no quería tener que ver con ello, y con brusquedad retiró la varita del lugar de su mandíbula, mientras que con un pedazo de su camisa la limpiaba con una expresión de asco.
Definitivamente era una pésima semana.
—Me gustaría verte intentarlo —dijo antes de desaparecer lejos de allí, dónde los pensamientos y la amenaza de muerte que se cernía sobre su cabeza no lo alcanzara.
No sabía cuándo lo haría.
Los meses pasaron y Draco intentaba encontrar una explicación racional a lo que se le había presentado el día de su cumpleaños. Trató de convencerse a sí mismo de que no podía ser tan malo, que no era real. Pero conocía el poder de las curanderas y sabía que, si se le había dado ese presente, era solo por el hecho de que le habían otorgado una oportunidad para salvar su vida.
El no saber de qué debía salvarla era el problema que lo tenía con un nudo en el estómago.
La respuesta llegó a él en forma de una reunión cinco meses después de su encuentro con el niñito dorado de Gryffindor.
El viaje no fue muy ameno, y Draco, quién nunca había sido una persona que se dejara guiar por sus instintos antes que su cabeza, sabía que algo andaba mal. Lo percibía en el aire.
Entonces, ahí estaba. El problema era que no estaba solo.
No tenía idea que hacía ahí el príncipe Harry. Según los rumores, no estaba contento con la idea de gobernar y sus padres jamás le habían presionado como a él a educarse en cuanto al papel que algún día debía tomar. Era extraño--no, no extraño; era casi insultante que de pronto apareciera cuando las cosas se tornaban difíciles, cuando Draco jamás le había visto antes en ninguna concertación.
No es tu problema, una voz le recordó.
A ninguno le habían dejado entrar a la Sala de Comandos por mucho que él había insistido en ello y Harry hubiese pedido con su irritante tono despreocupado. Cómo si los asuntos que enfrentaban no fueran serios. Cómo si aquella reunión no fuera el augurio de algo terrible.
Estaban situados en una sala más pequeña, pobremente adornada y de paredes pintadas de tonos lila que le recordaban a algunas habitaciones del palacio de Slytherin, pero éstas parecían mucho más agradable, contrastando fuertemente con el ambiente que se respiraba.
Los jóvenes llevaban ahí por lo menos una media hora sin mirarse o pronunciar una sola palabra, lo cual era decir bastante civilizado, considerando que cada vez que estaban juntos acababan o golpeados, o heridos, o simplemente irritados el uno con el otro.
Aquello no tardó en llegar, de todas maneras.
Draco estaba repasando en su mente todo lo que había oído en el carruaje, que no había sido mucho, cuando unos cabellos rojos detuvieron el hilo de sus pensamientos y le obligaron a enfocarse en la bella silueta de una chica que se encaminaba hasta ellos.
—¿Harry? —una voz dulce habló. Draco casi rodó los ojos. Demasiado dulce, a su gusto.
—¿Gin? —Potter preguntó de inmediato, mirándola con preocupación.
Draco observó la escena que estaba frente a sus narices con atención. Esto era...nuevo.
—Lo siento Harry, no podía dormir, y de pronto tú no estabas, yo... — la muchacha paró abruptamente, fijando sus ojos cafés en él.
Draco hizo lo que mejor sabía hacer, sacar de quicio a la gente. Enfocó su mirada en ella, esbozando una gran sonrisa de satisfacción.
Nadie decía que no podía tomar diversión de la situación mientras esperaba.
—Gin, vuelve a la cama —le dijo el moreno y Draco tuvo que aguantar la risa frente a su meloso tono de voz—. Ya iré, me necesitan aquí, ¿bueno? —preguntó pasándole un mechón rojo por detrás de la oreja.
Esto era mejor que esas obras de teatro baratas que veía de vez en cuando.
—¿Y no puedo quedarme? —la chica comenzó a hacer pucheros. ¡Pucheros!— Te extraño, cariño.
Draco puso una mano en su boca para evitar soltar una carcajada, viendo cómo nuevamente aquella mirada mortal iba dirigida hacia él.
Era gracioso, pensó, ver al príncipe de Gryffindor en esa situación, con toda su aura que gritaba "aléjate diez metros de mí" y toda su agresividad que él conocía muy bien; haciendo cosas tan delicadas.
Se veían artificiales. Se veían falsas. No estaba en su naturaleza, eran demostraciones de cariño demasiado suaves.
Demasiado pequeñas, suplió una voz.
—No, Ginny, lo siento —el ojiverde trató de ignorarlo con todas sus fuerzas, lo notaba. Draco sabía que eso nunca se le había dado bien—. Ya iré, no tardo.
La tal Ginny, que solo podía ser parte del clan Weasley, le dio un beso en la mejilla a Potter y lo observó con un poco de tristeza y añoranza unos segundos para luego dedicarle la mirada más fulminante que poseía a él y retirarse con la cabeza en alto.
¿Pensará que me da miedo? ¿Que me siento amenazado?
Los hombros de Draco se agitaron con fuerza en una risa silenciosa ante toda la escena. ¿Ya iré? ¿Vuelve a la cama? ¿Te extraño?¿Cariño? ¿Y todo eso con un tono de voz que se usa para hablarle a los niños de siete años? Era simplemente hilarante.
No podía decir que conocía mucho a Potter como persona, pero reconocía su naturaleza tal como lo hacía con cada rincón de su propio palacio. No estaba hecho para eso.
Ver cómo lo forzaba era aún más divertido.
—¿Qué? —le espetó hoscamente en cuánto tomó asiento de nuevo.
Draco sonrió en su dirección, deleitándose un momento cómo las mejillas del muchacho se tenían de rojo.
Realmente un desperdicio.
—Nada, tranquilo cariño —le dijo imitando lo más burlón posible el tono de la pecosa.
Harry lo observaba con profunda rabia desde el otro extremo de la habitación. Estaba acostumbrado a esa mirada, y no le causaba miedo. Al contrario, una emoción nacía en su pecho ante el pensamiento de un posible enfrentamiento entre ambos.
—Al menos yo tengo a alguien que sí me quiere, Malfoy —el resentimiento se filtraba en sus palabras y Harry de verdad parecía creer lo que decía—. Puedo apostar a que nadie en la inmundicia de tu Reino se atreve a tocarte ni con un palo.
Draco seguía sonriendo, no dejándose intimidar. ¿Eso era lo mejor que tenía? No iba a llevar lejos de su persona la satisfacción de haberle visto traicionar su personalidad frente a sus propias narices.
—Por supuesto que no, estoy demasiado fuera del alcance de cualquiera —le respondió con simpleza, viendo cómo los orificios de la nariz de Potter se expandían—, además, mejor eso que ponerme a besuquearme con un sirviente. No, ni siquiera un sirviente. Con un Weasley, por el amor a Merlín, Potter. Pensé que tenías mejor gusto.
No creía ya ni la mitad de las cosas que le decía, pero sabía que era la mejor forma de hacerlo perder su temperamento. Y así fue, Harry se levantó como un resorte de su lugar para acercarse rápidamente a Draco, tomándolo de las solapas de su traje. El chico ensanchó aún más el gesto petulante.
Ahí estaba, una vez más, comprobando que le conocía más de lo que alguno de los dos podría haber aceptado.
—Te juro, Malfoy, una sola palabra más...
—Y qué, ¿qué harás? —le retó poniéndose en posición de defensa, sabiendo muy bien que entre ellos era muy fácil pasar a los puños. Incluso más que a la magia— Puedo tomarte, lo sabes.
Harry soltó tremenda carcajada, aunque no se veía natural en él. Todas sus facciones se contraían. Esto era ensayado. Draco, el maestro de las sonrisas ensayadas y las respuestas complacientes podía reconocerlas a kilómetros.
Cuando estaba a punto de replicar algo ácido, solo para hacerle perder más la paciencia, las puertas se abrieron de par en par.
Sintió cómo el agarre en su ropa fue liberado de inmediato, pero ya no le estaba prestando atención, porque de un momento a otro, diversos niveles de preocupación se reflejaban en las caras que salían de allí. Esto no era bueno.
—Nos vamos Draco —la voz de su padre llegó a él sin esperarlo, sin haberlo visto avanzar por las grandes puertas.
Draco miró sus orbes ojerosos, su piel aún más pálida que de costumbre, y su cabello desordenado y supo que, "que esto no era bueno", era un simple eufemismo.
Era peor de lo que pensaba.
—Ven Harry, ordena tus cosas —oyó cómo el rey de Gryffindor le decía a su hijo—, partimos mañana a primera hora.
Sintió una manos encima de sus hombros con fuerza, pero no reconocía si era su madre o su padre, tampoco distinguió muy bien las oraciones que salían de sus bocas, mientras un peso frío se instalaba en el fondo de su estómago.
Vio cómo Potter era arrastrado por el pasillo, su pura espalda evocando emociones en Draco, flexionándose en las usuales túnicas de Gryffindor, escuchando las palabras "guerra", "ataques", "ejército" y "alianzas" filtrándose en sus oídos. El chico, aquel que había despreciado la mayor parte de su infancia, miró hacia atrás en un momento dado solo para encontrarse con él.
Sus orbes verdes eran intensos incluso con la lejanía, incluso con los metros interpuestos entre ambos.
Y, mientras era arrastrado, y lo último que veía antes de que doblara la esquina eran unas preciosas esferas jade, entendió.
Harry Potter y él iban a ser comprometidos en algún futuro.
La realización de aquello le cayó como un balde de hielo.
Si hubiesen sido otras circunstancias, lo hubiese aceptado.
Si hubiera sido otro pronóstico para su vida, no habría puesto una sola objeción. Era un odio infantil, lo reconocía; no había nada peor que conducir a un reino entero a la perdición por sus motivos personales. Pero ahí había más que una enemistad en juego.
Draco, esa noche, les contó palabra por palabra lo que la curandera le dijo, e incluso se ofreció a darles la memoria.
Sus padres prometieron que harían lo que estuviese en sus manos para jamás permitir que su vida estuviese en peligro.
Poco más de un año más tarde en una sala en el castillo de Gryffindor, supo que la promesa no había sido respetada.
