VI

No se sabe qué fue primero, si la aldea, el clan o la maldición. Pero se sabe que hubo un pueblo llamado Uzumaki, que antaño fue regido por el Clan Uzumaki y que padecían la maldición del remolino. En algún punto es seguro que los tres conceptos se fusionaron y nunca más serían pensados por separados.

En Uzumaki todo y todos tendían al remolino como terrible signo. Las corrientes se perseguían eternamente, los árboles crecían siempre en ese patrón indigno, la hierba misma se rizaba como peinada por un maligno viento. Lo que en un principio era tomado como una curiosidad de la región, que proveía de un modesto atractivo turístico, pronto se convirtió en una insistente y cansina repetición que atormentaba a todos los habitantes de Uzumaki. Los vientos, constantemente enrollados en disputas, no favorecían la cosecha, las flores, la guerra o el amor. Ningún alimento escapaba del empalagoso patrón, y pronto los platos típicos y célebres de Uzumaki se volvieron pesados y poco satisfactorios, trayendo fastidios y muchos problemas gástricos a una población que sentía y contaba cómo la comida les daba vueltas y vueltas por las tripas.

El patrón acechante pronto apareció en las maderas con una insistencia innatural, en las mitades de papa, en las propias nubes, propiciando unas lluvias caprichosas y pronto apareció en el propio arte del pueblo: la predilecta orfebrería estuvo marcada también por el patrón espiralado, lo que en parte reavivó el comercio con otras aldeas. No había espirales más perfectas y hermosas que las de Uzumaki, codiciadas más allá incluso del Pico de los Cinco Ancianos y atravesando incluso el majestuoso Desierto del Gobi. Pero la economía de Uzumaki también era circular, y sus vasijas volvían con el tiempo, denunciadas de tragedias relacionadas a la locura. Se explicaban que era natural que hubiera un periodo de abundancia seguido de escasez, así como había temporadas en que la maldición era más fuerte y temporadas en la que amainaba, y siempre había sido así y así sería, como un círculo eterno, la historia del pueblo en una espiral dibujada por los designios perversos de quién sabe qué dios.

Hubo quienes acusaron al clan regente, el Uzumaki, de traer consigo la maldición, acusando a un antiguo antecesor de una perfidia que condenó a su estirpe. Otros más bien declaraban que los Uzumaki apaciguaban la maldición, y que por eso debían regir la aldea. Con el tiempo, se convirtió en un debate circular. Llegaron los grandes tornados, y devastaron Uzumaki con la facilidad con la que un niño destroza los nidos de las aves, obligando a la aldea a peregrinar en busca de un nuevo asentamiento, donde esta vez serían libres del patrón de sus gracias y desdichas. Pero el ciclo se repitió, todo tendió al espiral y en grado aún mayor: los amantes se enrollaron como serpientes, las mujeres se convirtieron en prisioneras de sus cabelleras medusianas, y los ancianos, hipnotizado de ver las brasas espiraladas y el humo de los hornos arremolinados en el cielo como un ojo maligno, vigilante y castigador, se introducían en tambores para morir en la forma de sus amores, la espiral en ellos mismos. Ni siquiera los bebés escapaban en sus pesadillas al terrible patrón, y arrancaban los pezones de sus madres y huían al bosque, convertidos en pequeños sanguinomantes. La secta de los hombres libres procedió a arrancar las huellas de los dedos en señal de devoción, pelaron a sus esposas y dieron caza a los engendros, para luego acusar con sus dedos torcidos a los Uzumaki esta vez de ser originarios de la maldición, de ser ellos malditos por la Princesa de la Luna Kaguya, tras el asesinato de su primogénito, el Sabio de los Seis Caminos.

La matanza no tardó en llegar. Incendios nocturnos, apuñalados entre cortinas, los canes iracundos arrancaron rostros, y todos observaron cómo los miembros de ese basto y pelirrojo clan iban cayendo uno tras otro, y cómo sus tripas formaban espirales, cayendo en cuenta al fin que era víctimas de la misma maldición: El espiral del odio, que conllevó a una orgía de violencia sangrienta. Fue una noche en el que el noveno pueblo que llevara el nombre Uzumaki fue devastado por sus mismos hombres, enfrascados en su rencor generacional, y que amanecieron convertidos en esperpentos espiralados. Ese lugar se conoce ahora como el Bosque de los Arrepentidos, poblados de árboles petrificados de rostros lamentables cuyos troncos y ramas se enredas eternamente.

Solo una mujer, que había sido consistentemente ignorada por los hombres, consiguió salvar parte del clan, al huir con todas las muchachas jóvenes del pueblo y sus hijos envueltos en telares a sus espaldas. Vagaron por las montañas, en sinuosos caminos, repitiendo peñascos y tropiezos, durante diez años. Esa mujer, que con el tiempo sería conocida como Muto Uzumaki, se convirtió en la matriarca más longeva y más beneficiosa del clan, reconocida por implantar la tradición de que los Uzumaki nunca estarían asentados, en eterno peregrinaje, hasta que sus sandalias desgastaran la tierra, hasta que el Sol saliera por el Poniente y se ocultara tras Oriente, hasta expiar la culpa de un pecado desconocido. Los Uzumaki, los apestados del Mundo Ninja, se encontraron con los Senju, los elegidos para dirigirlo, frente a un joven brote.

La relación entre ambos clanes, que vivían separados por el rio Kou, fue progresando como las plantas. Lenta pero vigorosa. La relación entre el patriarca de los Senju y Muto Uzumaki, la mujer más majestuosa y más maldita que este haya conocido, creció más bien como las raíces, secretas y extensas, sosteniendo la estructura granular. Los Senju no discriminaban, no temían, necesitaban a todas las fuerzas para su estúpida guerra contra los Uchiha, pero en toda guerra hay espacio para el amor como en toda noche hay algo de luz, incluso si esta viene de la piadosa Luna, espía de las pasiones.

Los clanes se unieron tras las feroces últimas batallas, cuando ya una muy anciana Muto, con las últimas reservas definitivas de su Chakra, convirtió el gran rio Kou en el gran lago Kou, y sobre este Hashirama, el nieto de los Senju, convirtiera el modesto retoño en el gran árbol que protegería desde entonces Konohagakure. En aquel entonces se dictaminó que el espiral pasaría a ser elemento angular en la simbología algo caprichosa de la nueva Villa, la portarían todos los ninjas en espaldas y hombros, aplacando así la ira del reciente Dios de los Remolinos y sellando la amistad del pueblo de Konoha y el Clan Uzumaki, materializada en la unión entre Hashirama, el Primer Lord Hokage, y Mito Uzumaki, la nueva matriarca del Clan, nieta idéntica de Muto.