ANGEL CAÍDO


4|Lo Importante


«... Lady H, que puede no ser considerada una dama pero se comportó con la gracia y el aplomo requeridos para serlo en el baile Y, atrajo la atención de al menos un duque y media docena de aristocráticos caballeros a la caza de esposa...».

«...Parece que lady M y sus secuaces están en baja forma esta temporada, con ganas de desnudar a cualquiera que intente acercarse. Caballeros de la sociedad, cuidado... la hija del conde de S. carece de la elegancia que poseen algunas de sus amigas...».

El folleto de los escándalos,
20 de abril de 1833

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La noche siguiente, Hinata entró en sus habitaciones en la planta alta del club, sorprendiendo a Asriel, uno de los guardias de seguridad de El Ángel, que estaba allí sentado, leyendo en silencio.

Él levantó en un movimiento fluido su metro noventa de altura, enorme como una montaña, con los puños cerrados amenazadoramente.

—¡Soy yo! —le devolvió ella el saludo.

—¿Qué pasa? —preguntó él entrecerrando los ojos.

Ella miró hacia la puerta cerrada que él custodiaba.

—¿Ella está bien?

—No ha emitido un solo sonido desde que se retiró.

El alivio hizo que dejara de notar aquella presión en los pulmones.

«¡Dios!».

Por supuesto que Hanabi estaba bien. La protegían media docena de puertas cerradas y otros tantos hombres en los pasillos, además de Asriel, que trabajaba en El Ángel casi desde el principio.

No importaba. Cuando estaba en la capital, Hanabi corría peligro. Hinata prefería que estuviera en Sunashire, a salvo de miradas indiscretas y chismes, de susurros e insultos llenos de odio; allí podía jugar como una niña normal. Y cuando venía a la ciudad, prefería que se alojara en casa de su tío, lejos del club. Lejos de los pecados de su madre. Y de los de su padre.

Pensar en eso dolía. Los pecados del padre nunca parecían hacer tanto daño. Eran los de la madre los que conducían a la ruina en esas situaciones. La madre quien los pasaba a la niña, como si no hubieran sido dos los que estuvieron involucrados en el acto. Por supuesto, Hinata no había vuelto a pronunciar su nombre después de que la dejara.

Nunca quiso que nadie supiera la identidad del hombre que había destrozado su futuro y arruinado su nombre. Su hermano se lo había preguntado una y mil veces; había prometido vengarse por ella; quería destruir al hombre que la dejó embarazada y nunca miró atrás. Pero ella se había negado a decir quién era.

Después de todo, no era el culpable de su ruina. Ella se acostó con él en el pajar porque quiso, en plenitud de facultades. No fue Yahiko quien la destruyó. Fue la sociedad. Ella había roto las reglas, y la habían rechazado.

No llegó a ser presentada, no tuvo oportunidad de demostrarse a sí misma que era digna. Nunca creyó en la objetividad de la prueba; la habían juzgado y condenado de antemano. El escándalo que ella protagonizó y la historia que contaron fueron el entretenimiento de la sociedad.

Todo porque había sido víctima de un cuento, un cuento diferente, bonito y absolutamente ficticio.

«El amor».

A la sociedad tampoco le preocupó eso. Ni a su familia o sus amigos. Se había exiliado por salvar a su hermano, aunque el duque también se había casado con un escándalo y, al hacerlo, perdió el respeto de su madre. De la sociedad.

Y ella se había prometido a sí misma conseguir que la sociedad estuviera en deuda con ella. Se había dedicado a recopilar información para ser más poderosa que ellos y, cuando le debían dinero que no podían pagar, no dudaba en usarla para destruirlos. Todo ese mundo el club, el dinero y el poder tenía un solo propósito. Oprimir al mundo que la había rechazado hacía tantos años. Que le había dado la espalda, dejándola sin nada.

No sin nada.

Hanabi.

Ella lo era todo.

—Odio cuando está aquí —dijo más para sí misma que para Asriel. Él la conocía lo suficiente como para no responder. Sin embargo, Hinata no era capaz de renunciar a que Hanabi estuviera en la capital cada pocos meses. Se decía que era porque quería que su hija conociera a su tío, a sus primos. Pero no era cierto.

Hinata la hacía ir a la capital porque no soportaba el vacío que sentía cuando la niña estaba lejos. Porque jamás estaba tan satisfecha como cuando ponía la mano en la espalda de su hija dormida y sentía el ritmo de su aliento, su sueño lleno de promesas. Lleno de todo lo que ella no tenía, de todo lo que había prometido dar a su hija.

«¿No sueña que un matrimonio de conveniencia se acabe convirtiendo en uno por amor?».

Las palabras que había escuchado la noche anterior llegaron con indeseada rapidez, como si Naruto Uzumaki estuviera con ella de nuevo, alto y guapo, con el cabello rubio cayéndole sobre la frente y pidiendo que se lo peinara hacia atrás, que se lo tocara.

Aquel hombre era guapo hasta un grado peligroso, en gran parte porque era muy inteligente; poseía una mente capaz de entender más de lo que se decía y ojos que veían más de lo que se revelaba. Y su voz, ronca y profunda, subía y bajaba susurrante, acunando su nombre después de musitar el título honorífico que ella rara vez usaba.

«Dan ganas de escucharlo durante horas».

Se resistió a la idea. No tenía tiempo para escuchar a Naruto Uzumaki. Él le había hecho una generosa oferta para ayudarla, y eso era todo lo que necesitaba. Nada más.

No quería nada más.

«Mentirosa».

La palabra la atravesó, pero la ignoró. Volvió a concentrarse en su hija. En la promesa que había hecho para darle una vida. Un futuro.

Habían pasado diez años desde que Hanabi fue concebida y Hinata huyó del mundo para el que había sido criada. Diez años desde que la sociedad las había condenado a ambas. Durante los años posteriores, había levantado ese imperio sobre la verdad más grande de la sociedad: ninguno de sus miembros estaba demasiado lejos de la ruina. Ninguna de esas burlonas, horribles e insultantes personas sobreviviría si revelaba sus secretos.

Se había asociado con tres aristócratas caídos, más fuertes e inteligentes que el resto de sus iguales y que también estaban arruinados. Tan desesperados como ella por ocultarse de la sociedad.

Y lo hicieron juntos. Toneri, Kabuto, Sasuke y Chase convirtieron a los más poderosos hombres y mujeres de la ciudad en sus esclavos. Descubrieron sus verdades más oscuras. Sus secretos más profundos. Pero fue solo Chase el que reinó, en parte porque solo Hinata era la única totalmente incapaz de regresar al seno de la sociedad.

La humillación a la que se enfrentaban los hombres de la aristocracia podía limpiarse cualquiera que fuera el error cometido. Los títulos compraban respetabilidad, incluso los que habían caído en desgracia.

¿Acaso no lo había demostrado?

Ella había elegido a sus socios por los errores que habían cometido cuando eran jóvenes y estúpidos. Toneri había perdido toda su fortuna; Kabuto eligió una vida de juego y prostitución en vez de enfrentarse a sus responsabilidades; Sasuke se había despertado en la cama de la prometida de su padre. Ninguno de ellos merecía el castigo que les infligió la sociedad.

Y cada uno había recuperado su lugar más rico, más fuerte y poderoso.

«Y enamorado...».

Se resistió a la idea. El amor había sido algo secundario. Sus socios habían recuperado el lugar que les correspondía porque ella les proporcionó la manera de hacerlo. Hinata tenía la suerte de tener un hermano que, a pesar de todos sus defectos, estaba dispuesto a hacer lo que ella le pidiera. Capaz de conseguir cualquier invitación, de proporcionar cualquier tapadera. Se sentía en deuda con ella.

El escándalo de Hinata había dado a su hermano la libertad para casarse con la mujer que había elegido y él le había facilitado a ella algo mucho más valioso... un futuro. Podría no volver a ser aceptada en la sociedad, pero además ahora tenía el poder necesario para destruirla.

Había planeado y trazado su venganza durante años desde el momento en que les mostró la verdad, les podría haber demostrado que sin ella, la chica que habían desechado sin más, no eran nada. Solo que no podía. Por mucho que los odiara, los necesitaba. No solo a ellos. «Lo necesito a él».

El hermoso rostro de Uzumaki apareció de nuevo en su mente, poderoso y de sonrisa perezosa. Aquel hombre era demasiado arrogante para su propio bien. Y esa arrogancia la tentaba más de lo que debería.

Representaba todo lo que ella no deseaba. Lo que no necesitaba. No tenía título, ni siquiera de caballero, provenía de ninguna parte, era aceptado por los de la élite por su riqueza y nada más. Por el amor de Dios, si hasta tenía una carrera. Era un milagro que le permitieran estar a este lado de Regent Street. Hinata necesitaba su ayuda para una sola cosa: asegurar el futuro de Hanabi.

La puerta que había detrás de Asriel se abrió y reveló a su hija, iluminada a contraluz por una serie de velas encendidas.

—Me pareció haberte oído.

—¿Por qué estás despierta?

Hanabi movió un libro de cuero rojo.

—No puedo dormir. ¡Pobre mujer! ¡Su marido la obligó a beber vino en la calavera de su propio padre!

Asriel abrió mucho los ojos.

Hanabi se volvió hacia él.

—Yo opino lo mismo. No es de extrañar que ella frecuente el lugar.

Aunque, si te soy sincera, yo me iría tan lejos como fuera posible.

Hinata le arrancó el libro de las manos.

—Creo que podemos encontrar una lectura más adecuada para antes de dormir que —leyó la portada del libro— Los fantasmas del Castillo de Teodorico, ¿no crees?

—¿Qué me sugieres?

—Sin duda habrá algún libro con poesía infantil, ¿verdad?

—No soy una niña —replicó Hanabi poniendo los ojos en blanco.

—Claro que no. —Hinata sabía cuándo no debía discutir—. ¿Una novela quizá? ¿Una que incluya un romance con un príncipe azul, un castillo encantado y un felices para siempre jamás?

La muchacha volvió a poner los ojos en blanco.

—No sabré si este tiene un final feliz para siempre a menos que lo termine. Y sí hay un romance.

Hinata arqueó las cejas.

—El marido en cuestión no me parece un héroe muy viable.

Hanabi hizo un gesto con la mano.

—Oh, no se trata de él. El marido es un monstruo. El héroe es otro fantasma. Vivió doscientos años antes y están muy enamorados.

—¿Dos fantasmas? —preguntó Asriel clavando los ojos en el libro.

—A través del tiempo —asintió Hanabi.

—¡Qué inconveniente! —exclamó Hinata.

—Sí. Solo pueden verse una noche al año.

—¿Y qué hacen juntos? —se interesó Asriel. Hinata lo miró con los ojos abiertos como platos. El hombre, a pesar de ser enorme como una casa y silencioso como una tumba, estaba totalmente enfrascado en aquella discusión sobre novelas románticas.

Hanabi sacudió la cabeza.

—No está claro. Pero al parecer es algo bastante escandaloso, así que supongo que se trata de algún tipo de manifestación física de su pasión.

Aunque si tenemos en cuenta que son fantasmas... no sé cómo funciona.

Asriel se atragantó.

Hinata arqueó una ceja.

—Hanabi.

La niña sonrió.

—Es tan fácil sorprenderlo.

—Tú eres lo que se conoce como precoz. —Hinata entregó el libro a Asriel—. Y por tanto deberías recordar que soy más vieja, más sabia y más poderosa. Acuéstate.

—¿Y mi libro? —preguntó con los ojos brillantes.

Hinata reprimió una sonrisa.

—Es posible que te lo devuelva mañana. Asriel lo custodiará mientras tanto.

—Capítulo quince —susurró la niña al gigante—. Mañana hablaremos sobre ello.

Asriel gruñó con fingido desinterés, pero no lo rechazó.

—Entra —ordenó ella a la niña, señalando la habitación.

Hanabi obedeció y ella la siguió para vigilar cómo se metía en la cama.

Luego se inclinó y subió las mantas hasta cubrirle los hombros. —Debes entender que cuando te inviten a diversos eventos sociales... La niña gimió.

—Cuando te inviten a ciertos eventos sociales... no podrás hablar de manifestaciones físicas de ningún tipo. —Hizo una pausa—. Y es mejor no mencionar nada referente a beber sangre de calaveras humanas.

—Era vino.

—Dejémoslo en no beber de calaveras.

Hanabi la miró fijamente.

—Los eventos sociales parecen muy aburridos, mamá.

—No lo son, ¿sabes?

—¿No lo son? —repitió la niña con sorpresa.

Hinata sacudió la cabeza.

—No lo son. En realidad son muy entretenidos si... —Vaciló. «Si eres bien recibida» no parecía un final adecuado para la frase. En particular si tenía en cuenta que Hanabi no lo sería—. Si estás interesada en esa clase de cosas.

—¿Lo estás? —preguntó Hanabi en voz baja—. ¿Estás interesada en la sociedad?

Hinata titubeó. A ella le había interesado. Adoró los pocos bailes a los que había sido invitada. Todavía recordaba el vestido que había llevado al primer baile, la manera en que las faldas giraban a su alrededor. La manera en que había coqueteado recatada, bajando la mirada y sonriendo con timidez cada vez que un chico la invitaba a bailar.

Hanabi se merecía tener esos recuerdos. El vestido. Los bailes. La atención. Merecía quedarse sin aliento bailando el reel, sentirse orgullosa cuando alabaran su tocado. Sentir cómo se le aceleraba el corazón cuando conociera a alguien con una hermosa mirada azul que resultara ser su ruina.

Hinata sintió un ramalazo de pavor. Hanabi conocía su pasado; sabía que no tenía padre. Sabía que ella estaba soltera y quería suponer que conocía las consecuencias de ello. Que su reputación, por ser su hija, estaba oscurecida por la relación que tenían, y que había sido así desde que nació. Necesitaba más que una madre y una variopinta colección de aristócratas con reputaciones cuestionables para salvarla. Para conseguir la aprobación de la sociedad.

Y, sin embargo, Hanabi no había reconocido esas verdades ni una sola vez. Jamás ni siquiera en esos momentos frustrantes que cualquier chica tenía con su madre había dicho una palabra que indicara que se sentía resentida hacia las circunstancias de su nacimiento. Que deseaba otra vida.

Pero eso no significaba que no la quisiera. Ni tampoco significaba que Hinata no hiciera todo lo posible para ofrecérsela.

—¿Mamá? —dijo Hanabi, trayéndola de vuelta al presente—. ¿A ti te interesa la sociedad?

—No —repuso ella, inclinándose para besarle la frente—. Solo sus secretos.

Transcurrió un largo momento mientras Hanabi consideraba las palabras.

—A mí tampoco —dijo finalmente con total convicción.

Era mentira. Hinata había sido niña también y estaba llena de esperanzas e ideas. Sabía lo que su hija soñaba en los momentos de tranquilidad. En la oscuridad de la noche. Lo sabía porque había soñado con las mismas cosas. Matrimonio. Una vida llena de felicidad, bondad y complicidad. Llena de amor. «Amor».

La palabra llegó acompañada con una oleada de amargura.

No se trataba que no creyera en la existencia de esa emoción. Después de todo no era tonta. Sabía que era real. Lo había presenciado y sentido muchas veces. Quería a sus socios, adoraba a su hermano. Amaba a las mujeres que la habían ayudado durante todos esos años, que la habían protegido cuando arriesgó su seguridad huyendo a la carrera. Quería a su hija de una manera que no creía posible.

Y hubo un momento en que había pensado que amaba a otra persona. Cuando consideraba que la había hecho sentirse invencible; cuando la hizo pensar que podría conquistar el mundo por la forma en que se sentía. Que juntos podían conquistar el mundo.

Había confiado en ese sentimiento, cuando confiaba en el chico que la hizo sentir así. Pero él le rompió el corazón. La dejó sola. Así que sí, creía en el amor. Era imposible no creer en él cada vez que miraba la cara de su hija. Pero también comprendía el riesgo que acarreaba... tenía el poder de destruirla. De consumirla.

Era el origen del dolor y el miedo, y podía llegar a transformarse en una infinita impotencia. Podía reducir a una mujer y convertirla en una niña con una sonrisa tonta, ayudar a soportar el peso del insulto y la vergüenza con la infinitesimal esperanza de que su dolor pudiera salvar a alguien que amaba.

El amor era un asco.

—Buenas noches, mamá. —Su hija la arrancó de su ensimismamiento.

Miró a Hanabi, cubierta por la manta hasta la barbilla, resultaba a la vez demasiado joven y demasiado vieja.

Hinata se inclinó para besarla en la frente.

—Buenas noches, mi niñita.

Salió de la habitación, cerrando la puerta con cuidado antes de volverse hacia Sasuke, que ahora estaba de pie junto a Asriel, en el pasillo.

—¿Qué pasa?

—Dos cosas —dijo el duque, en tono serio—. Primero, Galworth está aquí.

El vizconde Galworth tenía una deuda enorme en El Ángel. Ella cogió el dosier que le ofrecía Sasuke y lo hojeó.

—¿Viene dispuesto a pagar?

—Dice que tiene poco que ofrecer.

Hinata arqueó una ceja sin levantar la vista de aquel informe.

—Tiene una casa en la ciudad, y la propiedad en Northumberland le proporciona dos mil libras al año. Algo es algo.

Sasuke arqueó las cejas.

—No sabía nada de esa propiedad.

—Nadie lo sabe —repuso ella, pero el trabajo de Chase era, precisamente, saber más que nadie sobre los miembros de El Ángel Caído.

—Ha ofrecido algo más.

Ella levantó la vista.

—No me lo digas. Su hija.

—Se la ofrece de mil amores a Chase.

No era la primera vez. Con demasiada frecuencia, la aristocracia tenía una absoluta falta de respeto hacia sus hijas y no le importaba entregarlas alegremente en brazos de hombres desconocidos con reputaciones peligrosas. En el caso de Chase, esa ofrenda en particular nunca era bien recibida.

—Dile que Chase no está interesado en su hija.

—Me gustaría decirle que se arrojase desde un maldito puente —repuso el antiguo pugilista.

—Tú mismo. Pero antes consigue las tierras.

—¿Y si no está de acuerdo?

Ella le miró a los ojos.

—Entonces nos debe siete mil libras. Y Bruno se sentirá libre de embargarle cuando guste. —El descomunal guardia de seguridad disfrutaba castigando a los hombres que se lo merecían. Y eso comprendía a casi todos los clientes de El Ángel.

De hecho, casi todos los aristócratas lo merecían.

—También vale la pena recordarle que si nos enteramos de que planea hacer algo que no sea casar a su hija con un hombre decente, haremos correr toda la información relativa a él y a ciertas carreras de caballos.

Díselo, no te olvides.

Sasuke arqueó las cejas oscuras.

—Jamás deja de sorprenderme lo cruel que puedes llegar a ser.

Ella sonrió con dulzura.

—Jamás te fíes de una mujer.

—Al menos no de ti —se rio él.

—Si no deseaba que se supiera toda esa información, no debería haber jugado en el club. —Se movió para salir de la habitación, pero se volvió cuando llegó a la puerta—. Has dicho dos cosas.

Él asintió con la cabeza.

—Tienes un visitante.

—No me interesa. Atiéndelo tú mismo. —No sería la primera ni la última vez que otro de los propietarios acudía a un encuentro destinado a Chase.

Sasuke sacudió la cabeza.

—No quiere ver a Chase. Insiste en reunirse con Lady.

Tampoco sería la primera ni la última vez que un hombre bebía demasiado en el club y quería ver a Lady.

—¿De quién se trata?

—De Naruto Uzumaki.

Contuvo la respiración, odiando la manera en que el nombre la afectó, como si fuera una adolescente inmadura.

—¿Qué está haciendo aquí?

—Dice que ha venido a verte —repuso. Ella percibió la curiosidad en su tono, que igualaba la suya.

—¿Para qué?

—No lo ha dicho —confesó el duque, encogiéndose de hombros—. Solo dijo que quería verte.

Quizá fuera por culpa de la melancolía que había sentido en la habitación de Hanabi. O quizá porque Naruto Uzumaki había visto su cara más débil la noche anterior y, aun así, se había mostrado de acuerdo en ayudarla para regresar a la sociedad. O quizá fuera era porque se sentía muy atraída por él, a pesar de saber que no era lo más prudente.

—Dile que me reuniré enseguida con él. —Hinata no supo la razón de que hubiera respondido eso.

Esperó un cuarto de hora, tomándose un momento para asegurarse de que el maquillaje estaba perfecto. Satisfecha con su aspecto exterior, Hinata atravesó la red de pasadizos que conectaban sus habitaciones en la primera planta del club, desbloqueando y volviendo a cerrar las puertas con cuidado para asegurarse de que nadie podía llegar hasta Hanabi.

Cuando por fin abrió la puerta que daba acceso al club, soltó un largo suspiro. Había algo muy liberador en jugar a ser ligera de cascos, aunque jugar no era precisamente el verbo que Hinata usaría para describir el papel que interpretaba cuando era Lady.

Después de todo, cuando una llevaba un tiempo usando las sedas y satenes que cubrían a una célebre prostituta, tendía a meterse en el papel. Casi en su totalidad. Menos en el significado más evidente. No se había planteado evitar ese aspecto en concreto, después de todo, cuando una mujer había dado a luz un niño, la virtud ya la había perdido. Tampoco era por falta de oportunidades; la mitad de la población masculina de la ciudad se había acercado a ella en un momento u otro.

Sencillamente, no había ocurrido.

Lo cual servía para sus propósitos. Que ningún hombre del club hubiera sido capaz de relatar que había pasado tiempo con ella, había hecho crecer su leyenda. Ahora era conocida por ser una fulana experta, protegida por los propietarios del club y más cara de lo que cualquier cliente de El Ángel podía permitirse.

La leyenda también le ofrecía protección, otorgándole la libertad necesaria para pasearse por la sala de juego, interactuar con los presentes y jugar sin temor a que la amenazaran. Ningún miembro del club estaba dispuesto a arriesgar la posibilidad de entrar en El Ángel Caído por disfrutar de Lady.

Accedió a la sala de juego. Adoraba el enorme salón lleno de jugadores, mesas, cartas, dados, victorias y derrotas. Cada rincón, cada centímetro del lugar, formaba parte de sus dominios.

Era un placer embriagador estar en ese sitio perfecto para el pecado, el vicio y los secretos. La multitud influía en el entusiasmo que sentía al vibrar llena de deseo, nervios y codicia. Incluso el hombre más rico y poderoso se podía sentar allí noche tras noche, con los bolsillos llenos de dinero y mujeres colgando de sus brazos y jugar, sin saber nunca si el azar le sonreiría... sin saber ni reconocer que jamás podría superar a El Ángel.

Jamás ganaría lo suficiente como para reinar allí. El Ángel Caído tenía su monarca. Era la codicia lo que los mantenía allí. La desesperación por obtener dinero, lujo... por ganar. Todos los clientes se veían impulsados por ella y se dejaban llevar sin reconocer el deseo que corría por sus venas. Y debido a ello, el club era el más notorio y deseado de la ciudad.

Así como White's, Brook's o Boodle's eran públicos e inocentes, el Ángel era para los hombres hechos y derechos. Y para poder acceder al club, revelaban todos sus secretos. Esa era la tentación del pecado. Y era una hermosa tentación.

Su mirada se posó en las mesas que cubrían el centro del salón. Allí, las ruletas giraban para que las bolas pasaran del negro al rojo y premiaran algunas de las apuestas dispuestas sobre los tapetes. Era su lugar favorito del casino, el centro de todo, donde podía estudiar lo que poseía desde su corazón. Adoraba el sonido de las bolas de marfil en las ruedas de caoba, el ruido cuando caían en una casilla, el aliento contenido colectivamente por los jugadores de la mesa.

La ruleta era como la vida; su absoluta imprevisibilidad resultaba muy gratificante cuando proporcionaba una victoria. Se volvió lentamente sobre sí misma, buscando a Uzumaki entre la multitud, resistiendo los latidos de su corazón mientras se entregaba a la emoción de dar caza al hombre que tenía casi el mismo poder que ella. Se resistió también a la forma en la que la hacía sentir, como si hubiera conocido a su igual.

Sabía que debería estar nerviosa ante su llamada, pero no podía contenerse ante la tentación que representaba. Hinata se veía coartada por el decoro. Lady, sin embargo... Lady podía coquetear. Y se dio cuenta de que tenía ganas de ver de nuevo a ese hombre.

El pensamiento apenas estaba formándose en su mente cuando fue capturada por la espalda, y unos brazos de acero le rodearon la cintura, levantándola del suelo. Resistió las ganas de gritar de sorpresa cuando comenzaron a hablarle al oído.

—Vaya, vaya, tenemos aquí un caramelito.

Estaba atrapada contra aquel hombre, en mitad del salón de juego, con unos veinte hombres alrededor, hombres que carecían del valor o la estupidez necesarios para acercarse a ella, y que se pusieron de pie, mirándola con la boca abierta. Ninguno acudió en su defensa. Observó que un crupier cercano metía la mano debajo de la mesa, sin duda para tirar de la cuerda que haría sonar una campana en cierta habitación de la planta superior.

Sabiendo que habían llamado a seguridad, Hinata giró la cabeza para identificar al hombre que la había atrapado.

—Barón Pottle —dijo con calma, dejándose caer en sus brazos—. Le sugiero que me deje en el suelo antes de que uno de los dos resulte herido.

Él la alzó en sus brazos, haciendo balancear sus pies en el aire en medio de un revoloteo de faldas y enaguas para dejar a la vista los tobillos, que recibieron una lasciva mirada colectiva.

—No tengo en mente hacerte daño, cariño —dijo él.

Ella alejó la cabeza del aliento con olor a alcohol.

—Sin embargo, sufrirá alguno si no me suelta.

—¿Quién se atreverá a tal cosa? —El barón arrastraba las palabras—.

¿Chase?

—Todo es posible.

Pottle rio.

—Chase no ha aparecido en público durante los últimos seis años, cariño. Dudo que lo haga por ti —predijo, inclinándose—. Además, te gustará lo que tengo para ti.

—Lo dudo mucho. —Ella se retorció entre sus brazos, pero él era más fuerte de lo que parecía, ¡maldito fuera! Aquel aristócrata borracho iba a besarla. Lo vio lamerse los labios y acercarse todavía más, obligándola a estirarse hacia atrás. Pero una mujer prisionera en los brazos de un hombre solo podía escapar hasta un punto—. Barón Pottle —advirtió ella—, esto no acabará bien. Para ninguno de los dos.

La multitud se rio, pero nadie acudió en su ayuda.

—Vamos, Lady. Los dos somos adultos. Y eres una profesional —dijo Pottle, acercando los labios a su pelo—. Me gustaría montarte. No es como si no fuera a pagarte... y con creces. Además, ¿quién me lo va a impedir?

Fue entonces cuando Hinata se dio cuenta de que ni siquiera ella, con todo el poder de El Ángel Caído a su espalda, podría detenerlo. No valía la pena luchar por las mujeres con su reputación, con su pasado.

Y, para su sorpresa, fue ese pensamiento, y no la experiencia física, lo que más le afectó. Llegarían los de seguridad, pensó con furia mientras luchaba contra la ira y la frustración, contra la humillación que suponía aquel momento.

Los labios de Pottle estaban casi sobre los de ella. Dos docenas de hombres mal llamados caballeros miraban, sin que ninguno estuviera dispuesto a ayudarla.

Cobardes. Todos y cada uno.

—Suelta a la dama.


Continuará...