Anexo II


Aburame Shibi no solía asistir a las celebraciones del pueblo, a menos que se tratasen de eventos relacionados a sus hijos, asuntos oficiales de su clan o en caso que su presencia fuese solicitada por el Hokage y los altos mandos. Los Aburame no se caracterizaban por ser especialmente sociables, después de todo. Ellos eran de vida simple, de costumbres sencillas y hacían gala de su temperamento distante para mantenerse igualmente alejados de los asuntos más mundanos entre los civiles. Su actitud sorprendía a nadie en Konohagakure.

Más allá de eso, Shibi, en particular, no se sentía cómodo participando en los festivales de otoño debido a la cercanía de la fecha con una de las mayores tragedias que había ocurrido en el pueblo y que había dejado a Konoha, a la Konoha que estaba emergiendo tras la guerra, buscando hallar el equilibrio nuevamente. El festival de la Luna, tan antiguo como era, se había mezclado en los albores del aniversario de la tragedia del Kyūbi —la tragedia que se había llevado a muchísimas personas importantes, la que había dejado a muchos niños sin sus padres, a muchos padres sin hijos, a muchas familias sin sus hogares y a todos ellos sin su líder. Los que lo conocían sabían de su carácter y no tomaban a mal que no actuase según lo que las normas dictaban.

Octubre era un mes sombrío. Ni siquiera la luz de Luna lograba iluminarlo.

Avanzó suavemente por las calles de la aldea, contemplando los farolillos de papel y los adornos que colgaban de las casas. El Tsukimi solía ser una ceremonia más tranquila, una meditación nacida al contemplar la Luna, una costumbre que había sido impulsada por el mismísimo Rikudō Sennin según decía la tradición, pero con los años se había transformado en un evento más alegre en Konoha. Una buena parte de los aldeanos celebraba la vida, el haber visto el fin de la Tercera Guerra y el haber sobrevivido a la tragedia del Kyūbi. Algunos mantenían la compostura solemne en recordatorio a las pérdidas sufridas, manteniendo sus hogares sobrios y las costumbres antiguas. Otros, como Shibi y su familia, no celebraban ni penaban por los hechos vividos. Respetaban las vidas que se perdieron y el dolor de los que vivieron. Respetaban la alegría y la culpa de las familias enteras que lograron pasar la noche. Y la pena de las que se rompieron. Los sacrificios.

Era lo que ser un ninja conllevaba.

El Sandaime Hokage sentado detrás de su escritorio, le dedicó una mirada afable cuando Shibi se deslizó silenciosamente a través de la puerta. Él no estaba solo.

Se inclinó respetuosamente hacia el Hokage y Akimichi Chōza, quien le devolvió el gesto con una sonrisa.

—Hace tiempo que no te veo por el pueblo en tiempo festivo, Shibi-kun.

Sorprendentemente, el trato no había cambiado en todo el tiempo que llevaba tratándolo personalmente. Dudaba que alguna vez lo hiciera, teniendo en cuenta que él había visto crecer a la mayoría de los ninjas a los que tenía bajo su mando. No había tratado de hallar un sucesor tras la pérdida del Yondaime Hokage pero, en ocasiones, se veía como si lamentase no haberlo hecho.

Igual que lamentaba haber perdido a Orochimaru.

Shibi nunca había aplicado para ser instructor jōnin pero había entrenado a varios niños en su clan y sabía que el vínculo entre un maestro y su alumno era poderoso, resistente.

—Su mensaje decía que algo inusual había ocurrido y que requería mi asistencia.

No solía hablar mucho ni explicar sus razonamientos en voz alta, no veía lo conveniente de articular las decisiones y pensamientos para que otros pudieran seguirlos sin el esfuerzo mismo que él había empleado al formularlos. No creía en las conversaciones de cortesía.

—Así es. Necesito absoluta discreción para el tema que quiero hablar con ustedes. —La falta de insistencia sobre una charla vacía había hecho que Sandaime siempre dejase las preguntas banales a un lado, algo que él agradecía. Shibi asintió—. Dos shinobis que no deberían estar presentes se encuentran en la Aldea en este momento.

Inusual lentitud en la articulación, deliberación en el uso de las palabras.

—¿Qué no deberían estar...? —preguntó Chōza. Shibi notó que una pequeña arruga se dibujaba entre sus cejas. Su expresión no revelaba ningún pensamiento, tal y como uno esperaría, pero la ambigüedad no se había perdido para el líder del clan Akimichi tampoco—. ¿Espías?

—Namikaze Minato —La respuesta, tan cuidadosamente elegida como la anterior, se mezcló con el humo de la pipa que trataba alargadas nubes grisáceas en el aire—. Y Hatake Kakashi.

Shibi, que había sido uno de los afortunados en coincidir con Namikaze Minato y en trabajar con él tanto fuera como dentro del campo, había creído que una época dorada amanecería sobre su gente cuando él fue nombrado Yondaime Hokage. Su elección como el sucesor de Sarutobi Hiruzen había llegado inmediatamente después de la guerra tras la discutida deserción del último y era, a la vez, una promesa de cambio en un intento de aplacar el enojo de la facción más extrema de Konoha que exigía un líder nuevo en vista de la política de Sandaime y una idea innovadora. Era el primer ninja que había sido elegido a pesar de haber nacido de una familia trabajadora en la aldea y no un poderoso clan ninja. Tenía una simpatía brillante que lo hacía brillar y una carrera impecable como shinobi. El aire de promesa, de un futuro de oro, había sido tan fuerte que ninguno de los jōnin había rechazado su nombramiento ni tampoco había hallado resistencia entre los civiles debido a sus orígenes. Shibi recordaba el entusiasmo de Kakashi cuando le habían preguntado por su opinión, un punto de luz en la apatía. Recordaba su propia confirmación silente, el voto de confianza.

Había sido un atisbo del futuro para Konoha en una época cenicienta pero se había esfumado tan cruelmente como la vida de una flor que es arrancada al abrir sus pétalos.

—¿Juntos? —dudó. La pregunta pareció haber despertado a Chōza de su letargo. Él también había tardado un momento en encontrar su voz.

El Hokage asintió con un gesto de cansancio. No parecía alarmado, sin embargo. Rara vez algo sacudía profundamente su apariencia tranquila. Una vida como shinobi te enseñaba siempre a mantener la cabeza fría y los ojos abiertos. Había hazañas imposibles a primera vista que luego llenaban las páginas de historia. Muchos ninjas de la Aldea Oculta de la Hoja estaban inscritos en la historia.

—Uno de mis ANBU detectó la presencia de Kakashi, que no coincidía con nuestra última indicación sobre su paradero y decidí comprobarlo por mi cuenta. Creí que algo podría haber ocurrido con la misión —explicó Sandaime. Era extraño que él diese tanta información libremente sobre algo sin que hubiese un profundo motivo subyacente pero Shibi supuso que existía uno—. Y, sí, ambos están aquí. Minato-kun me hizo una visita esta mañana muy temprano.

Shibi se apoyó en el confort que ofreció la pausa dada por el Hokage para absorber la información.

Vio que el rostro de Chōza tomaba un aire pensativo.

—¿Es él realmente ? —preguntó.

Shibi sabía que, del equipo de Chōza, Nara Shikaku era el más cercano a Minato. Debía existir una razón por la que solo ellos dos hubiesen sido contactados para discutir la información. Había sellos en las paredes, silencio para el exterior, pero Shibi no era capaz de distinguir si eran para ellos o habían sido para Minato.

O para ambas situaciones.

—Es Namikaze Minato —confirmó Hiruzen, en voz baja. La emoción tiró ligeramente de sus cuerdas vocales, arañando el sonido—. Pero una década más joven de lo que debería ser ahora. Más joven de lo que era cuando falleció.

—¿Más joven? —dudó Chōza. Le había robado la pregunta de los labios a Shibi—. ¿Kakashi también?

Sandaime confirmó la suposición con un gesto de la cabeza.

Dos personas que, en efecto, no deberían estar allí. Una de ellas llevaba nueve años muerto y la otra estaba fuera de la Aldea en una misión de búsqueda, por lo que Shibi tenía entendido. Él ya había superado las dos décadas de vida.

—Ambos vinieron del mismo tiempo —conjeturó Shibi—. ¿Existe algún un jutsu efectivo de ese tipo? Creía que moverse por el tiempo era casi imposible.

Los Aburame rara vez se dedicaban a técnicas que no tuviesen que ver directamente con sus kikaichū. Pero eso no significaba que fuesen ajenos a todos los tipos de jutsus que existían. A las posibilidades que ofrecían.

Chōza le dio una mirada, fugaz curiosidad, y luego se volvió hacia el Hokage, esperando la respuesta.

—Ha habido intentos de viajes temporales e investigaciones dedicadas a ellos —corroboró Sandaime—. Pero la mayoría de las investigaciones concluyeron en lo mismo. Hay muchos elementos a tener en cuenta para viajar en el tiempo porque los jutsu temporales afectan directamente el flujo del tiempo. No es posible manejar algo tan grande sin un poder equiparable.

Sin mencionar, las posibles paradojas que podrían desencadenarse, los bucles temporales, los dilemas sobre cuánto se podía cambiar en la intervención en eventos pasados y futuros… Lo mal que podría resultar el cambio realizado.

—Minato no se involucraría con algo así de riesgoso —dijo Chōza, con seguridad.

Shibi estaba de acuerdo en ello.

Minato no se involucraría con algo así de riesgoso… Adrede . Pero… ¿Para estudiarlo? Esa certidumbre era más vaga.

—No puedo darles detalles sobre el por qué, ya que solo sé lo que Minato me ha dicho —confesó—. Pero dudo que haya sido intencional.

—¿Entonces sólo despertaron aquí? —cuestionó Chōza. Su voz apenas dejaba sentir la incredulidad.

—Mencionó una misión en la que participaron ustedes dos —dijo Sandaime. Y todo empezó a verse más claro. Shibi lanzó una mirada en dirección a Chōza solo para darse cuenta que el líder del clan Akimichi también había reaccionado en espejo. A pesar de que no era una rareza el cambiar de equipo durante misiones, Shibi podía recordar solo un puñado de ocasiones en las que ellos colaboraron juntos y, además, con Minato y Kakashi. Chōza prefería trabajar con sus compañeros de toda la vida y Shibi estaba más tiempo con gente de su clan—. No tengo los detalles frescos pero he buscado sus informes y las notas. Fue la misión de sellado del Ryūmyaku.

No había habido nada particularmente memorable en la misión, nada que Shibi tuviese al alcance en sus recuerdos, pero Rōran y el Ryūmyaku eran memorables en sí mismos. La ciudad hacia sido bella en su época de esplendor, un punto de brillo gris entre las dunas del país del Viento. Shibi recordaba bien el rostro de su reina, lo joven que era cuando tuvo que hacerse cargo del trono y lo bella que sonaba su voz en las ceremonias. Recordaba que Kakashi había sido añadido al equipo por pedido de Minato y no era mayor entonces de lo que era Shino en el presente.

Las normas de la Academia habían cambiado, no obstante. Shino no se graduaría hasta cumplir los doce años, o hasta cumplir los seis años obligatorios y los requisitos para el examen final. Antes de la última Guerra era más común encontrar niños pequeños entre los graduados, pero las normas fueron ajustándose poco a poco. El último niño que se graduó joven era Uchiha Itachi, prodigioso e inteligente. Y apático. Shibi recordaba que la mayoría de los maestros, muchos acusados de tener prejuicios contra los Uchiha, habían tratado de evitar que el niño fuese promovido a genin. En retrospectiva, el tiempo les había dado la razón.

—Minato nunca nos habló de ello —dijo Chōza—. Él selló la fuente del Ryūmyaku sin problemas.

Shibi lo confirmó.

—Kakashi empezó a salir con él en todas sus misiones después de eso. Incluso las de mayor rango.

—Tal vez Minato descubrió cosas en este tiempo que no quiso llevar consigo —afirmó Chōza. Era un eufemismo, sin duda, porque había un sinnúmero de cosas que a Minato no le hubiesen gustado en ese mundo—. Tal vez no lo dijo porque no lo podía recordar.

—O podría ser que este Minato no fuese el mismo que nosotros conocimos —propuso Shibi. Era una idea desconcertante.

Los pensamientos que habían estado callando estaban, por fin, en el aire. La tensión que pesaba sobre ellos, la nube de incomodidad, se suavizó.

—Es una posibilidad tan buena como cualquiera. De todas formas… Necesito todos los detalles de esa misión —les dijo el Hokage—. Quiero que vayan a ver a Inoichi para ver cuánta información pueden darme sobre la misión. Incluso cosas que no recuerden conscientemente. No quiero que nadie más conozca sobre esto. Nuestra prioridad es enviar a nuestros invitados al lugar al que deben estar.

Minato sería el primero en decirles que deberían hacer justo eso, priorizar el regreso de los dos viajeros al tiempo que los necesitaban. Que era su deber como ninja de la Hoja velar por lo mejor para la aldea. La vida de un Shinobi estaba llena de sacrificios, después de todo. No importaba —no debía importar— lo que implicaba. Shibi pensaba que los Aburame estaban desconectados de las emociones más naturalmente, atados al raciocinio frío.

Sin el sacrificio del 10 de octubre, la historia de Konoha habría cambiado, quizá para bien —como ese anhelo esperanzado; o para mal. Sería una historia diferente, un pasado diferente. No sería el mismo pasado que descansaba en sus memorias ni el que habían construido.

Todo cambiaría.

Debían enviar a Minato —a su compañero, a su amigo, al Yondaime Hokage— a su muerte temprana, en otras palabras. A la Guerra. A perder a sus alumnos. A vivir la muerte de su esposa. Debían empujarlo de nuevo, a ciegas, en el tiempo para que regrese al momento en el que el Kyūbi atacó la aldea.

La idea de que hizo que algo hormiguease bajo su piel, a pesar de sus mejores esfuerzos.

—Sandaime... —comenzó Chōza. Su rostro estaba completamente vacío, de una forma en la era evidente que no sabía qué expresión utilizar. La mejor forma de simular una emoción era utilizar la máscara apropiada en el momento apropiado, a pesar que no estuvieses experimentando esa sensación en particular pero el estoicismo era vaciar toda expresión del rostro, como de una hoja en blanco. Chōza nunca había sido particularmente bueno para la indiferencia —su corazón era en extremo amable—. ¿Cuánto sabe Minato sobre lo qué ha pasado?

—Sabe que no debe interferir en cosas que han ocurrido. Ha mantenido a Kakashi lejos también. Lo mantendrá así hasta que pueda hablar conmigo de nuevo.

Shibi reprimió la curiosidad ante la evasiva. No creía que fuese una buena cualidad para poseer en grandes dosis. En ocasiones amenazaba con nublar tu juicio.

—¿Necesita algo más, Hokage-sama?

—No quiero que hablen de esto con nadie más que con Inoichi —insistió—. Ya le comenté lo que necesito. Quiero tener toda la información lo más pronto posible.

Chōza se debatió por otro largo intervalo de tiempo hasta que Shibi estuvo seguro cuál iba a ser su pregunta.

—¿Sabe sobre Naruto?

La cuestión era lo suficientemente amplia como para que la respuesta fuese también amplia, abierta incluso. Inespecífica. Los tres sabían, no obstante, a lo que refería.

Shino no hablaba de Naruto —con toda justicia, Shino hablaba muy poco en general— pero la fama del niño era moneda corriente en el pueblo y entre los clanes que vivían alrededor de Konoha. Los civiles estaban divididos entre el terror por la posibilidad que el niño perdiese el control y el rencor por las pérdidas que el Kyūbi había dejado a su paso en una noche de octubre. Shibi había escuchado que, desde que Sandaime proclamó una prohibición para hablar del Kyūbi, la mayoría de la gente simplemente se alejaba de cualquier posible trato con el niño. Una fría cortesía era lo más cercano que los adultos se atrevían a darle. Había excepciones, claro, y Shibi estaba seguro que el Hokage controlaba los excesos. Los Shinobis, que estaban más informados, observaban. Una buena parte, al menos.

—No.

Dejó que sus ojos estudiasen la expresión del Hokage y recordó que él también había perdido cosas la noche del Kyūbi. A su esposa. Su libertad. Sarutobi Hiruzen había tomado el retomado el puesto porque él había sido un rostro confiable en una época en la que sentían que estaba todo perdido.

Shibi todavía creía en él. En sus decisiones.

La mayoría de las veces.

Shibi había creído en Minato y en sus decisiones, también.

Se preguntó qué cambiaría su amigo si supiera el destino al que había condenado a su hijo con su última decisión tomada en vida.

—¿Se lo dirá?

—Aún no decido.

Chōza suspiró, apenas audiblemente. Si era por pena o por alivio, Shibi no estaba seguro ni tampoco pretendía adivinar.

Tendrían que esperar y ver.