El cochero abre los ojos.
Se había quedado dormido sobre un polvoriento sillón situado junto a la cama improvisada que él había preparado para el niño mendigo, quien para su alivio ya parece estar encontrarse mejor, no teniendo ya nada de fiebre.
Pasadas las horas, en cuanto hubo despertado por fin de su sueño, aquel muchacho se sorprende de encontrarse en aquel sitio extraño, apresurándose el cochero en tranquilizarle:
—No tienes por qué temer, pequeño…Yo no te haré ningún daño…
— ¡Oh, pero si a usted yo le conozco! —repuso el chiquillo, dibujando una débil sonrisa en su pálido rostro.
— ¿Qué dices? ¿Tú me conoces?
— ¡Claro que sí…! Usted es el bondadoso señor cochero… ¡Siempre contento y amable con todos! ¡Un muy buen señor!
El cochero no puede evitar sonreír también ante este comentario. Él, que hasta ahora se ha creído despreciado por todos los habitantes de aquella ciudad, ha encontrado a alguien que por lo menos parece tener una opinión bastante positiva de su persona.
Por ridículo que parezca, dicho descubrimiento parece brindarle cierto consuelo después de tantas amarguras.
—Pues tú me conoces, pero yo aún no te conozco a ti, pequeño… ¿Cuál es tu nombre?
—Gepetto, buen señor. Ese es mi nombre…—repuso el niño mendigo, tratando de incorporarse de su improvisado lecho, más él todavía se encuentra demasiado débil.
En seguida el cochero comprende que esa debilidad es producto del hambre, y aunque él mismo no cuenta con suficiente comida para sí mismo, de igual manera opta por compartir lo poco que tiene con aquel muchacho.
"Si apenas me resta el mendrugo de un pan duro y seco…" piensa para sus adentros, mientras parte aquel pan en dos partes, entregándole la más grande al chiquillo, que no tarda en zampársela en menos de un santiamén, pareciendo haber quedado enteramente satisfecho.
Terminado aquel desayuno, Gepetto le refirió al cochero su desdichada historia, refiriéndole a grandes rasgos la muerte de su padre, acontecida apenas hace un año atrás:
—Mi padre era carpintero, y aprendí de él a trabajar la madera. A mi madre no la conocí, puesto que el Señor se la llevó a su presencia poco después de haber nacido yo. Mi padre, en cambio, vivió un poco de tiempo más y era muy feliz con él, escuchando sus historias y aprendiendo a hacer muñecos para vendérselos a los señores ricos que querían regalárselos a sus hijos. Pero luego un día mi papá se puso muy malo, empezando a toser con mucha fuerza. Tuve que dejar de ir a la escuela, para dedicarme a cuidarlo. Pero un día ya no se levantó y más…Mi padre había muerto y yo me había quedado sin ninguna familia en este mundo, teniendo que dedicarme a mendigar para sobrevivir…
—Y ese muñeco que tenías contigo…
—Lo hice yo mismo, en el taller de mi padre, poco antes de que él muriera… ¡Pero yo no era tan buen carpintero como él! El muñeco me salió de lo más feo, y por eso a nadie le interesa verlo bailar… ¡Pobre Pinocho! ¡Él no tiene la culpa de que su padre lo haya hecho así de horrible…!
El niño se puso a reír entonces, interrumpiéndose sus risas por un repentino ataque de tos.
"No se ha recuperado del todo aún…" pensó el cochero, preocupado por la salud de aquel chiquillo.
— ¿En dónde está…?—preguntó repentinamente el muchacho, mirando nerviosamente los alrededores, una vez hubo terminado de toser—. ¿En dónde está mi Pinocho…?
Quiso levantarse una vez más, pero nuevamente las fuerzas le fallaron.
—No te preocupes ya por esa marioneta…—repuso el cochero—. ¡Tú procura descansar y recuperarte…!
—Pero señor cochero, sin marioneta ya no tendré como vivir… ¡No es mucho lo que ganaba haciéndola danzar, pero cuando menos me permitía comprar un poco de comida…!
—Olvídate de ese muñeco, te digo… ¡Es un simple pedazo de madera, y nada más! Yo me encargaré de cuidar de ti por ahora…
— ¿En verdad, señor cochero? ¿Usted va a cuidar de mí? —inquirió Gepetto, abriendo de par en par sus brillantes ojos.
—Sí…Yo cuidaré de ti…—fue la inmediata contestación del cochero, a pesar de que él mismo no parecía estar enteramente seguro de sus propias palabras—. Yo cuidaré de ti, y me encargaré que no vuelvas a mendigar… ¡Podrás volver a la escuela para dedicarte a estudiar, como corresponde a todo buen niño…!
—No me gusta mucho la escuela… ¡El maestro era un viejo barbón muy malo, que nos pegaba con una regla de madera en la mano! ¡A mí una vez me pegó tan fuerte que me dejó la mano ensangrentada…!
— ¡Alguna maldad has de haber hecho para que el maestro haya tenido que castigarte de esa manera!
— ¡No, no! ¡Lo juro por la memoria de mi padre! ¡Yo jamás hice nada tan malo que mereciera que me castigasen de esa forma!
—Bueno, pero ir a la escuela es preferible que andar por allí muriéndose de hambre, ¿O me equivoco?
Gepetto no respondió, aunque en sus ojos si se había dibujado una sonrisa.
—Además…—agregó el cochero, en tono juguetón—. ¡Los niños que no estudian se vuelven como burros, que no saben nada de nada! ¿Quisieras tú ser un burro, acaso?
Aquella última frase había sido culminada con un sonoro rebuzno, que hizo reír al muchacho, quien replicó de forma alegre:
—No, ¡No quisiera convertirme en borrico!
— ¡Pues entonces has de volver a la escuela, a estudiar como es debido!—y dándose recién cuenta de la hora indicada por el viejo reloj de ébano colocado en una de las paredes, el cochero no pudo evitar exclamar con tono alarmado:
— ¡Qué tarde se me ha hecho! ¡Debo ir a desempeñar mi labor, o terminaré perdiendo mi empleo!
A la carrera se ve obligado ese hombre a dejar de su hogar, ordenándole a Gepetto que espere por él hasta la noche; es el trayecto hacia el establo donde se encuentra aquel caballo blanco de la carroza que conduce que tiene la oportunidad de reparar en sus propias promesas para con aquel chiquillo:
"El dinero que tengo apenas si me alcanza para mí solo, ¿y ahora voy a dedicarme a criar a un niño?"
La idea de tener hijos jamás había pasado por su mente. ¿Cómo, si hasta la mera idea de contraer un compromiso marital le resultaba de lo más improbable, inclusive cuando aún poseía la fortuna heredada de aquel juez malo?
"El juez malo… ¡Sólo espero no convertirme nunca en la clase de diablo atormentador que él fue conmigo!"
Una bola de nieve tirada por unos rapaces burlones interrumpe el curso de sus pensamientos, devolviéndole a la realidad y recordándole nuevamente su acostumbrada antipatía por los infantes.
— ¡Mejor no andes tan distraído, cochero! ¡O terminarás perdiendo el rumbo…!—le gritan entre risas, mientras se alejan.
—Chiquillos del demonio…—masculla amargamente el cochero, sin siquiera pensar en lo que dice—. ¡Son como alimañas! ¡Algún día les haré pagar por todo…!
Al término de una ardua jornada de trabajo, el cochero vuelve a casa, trayendo consigo una hogaza de pan.
No es mucho, pero es lo que su salario puede pagar.
Gepetto espera por él dentro de la tétrica casona.
Apenas si ha dejado el lecho que fue dispuesto para él.
Se muestra sumamente feliz de verle nuevamente, pero la alegría del reencuentro se ve empañada con el retorno de la fiebre, una fiebre inclemente contra la que el chiquillo deberá luchar a lo largo de los días que suceden a continuación; es una batalla duramente que apenas se ha conseguido ganar de milagro.
En vano el cochero trata de hacerle ver por un doctor: Aquellos galenos se muestran desdeñosos ante su falta de dinero, y afirman que no pueden descuidar sus compromisos con importantes señores por una fiebre insignificante.
Esos días transcurren de forma desesperada, durante los cuales el cochero trabaja más duramente que nunca, a fin de ganar el dinero necesario para contratar a un doctor a las medicinas que tanto necesita el pequeño Gepetto.
Son tiempos difíciles, en las que el cochero se repite una y otra vez que debe conseguir la mayor cantidad de dinero posible a toda costa…Todo con tal de salvarle la vida al muchacho.
— ¿Necesitas dinero? ¡Yo sé de una manera rápida de obtenerlo!—le dice entonces un sombrío personaje al cochero, luego de haber presenciado con cuanta desesperación este hombre prácticamente le ruega a los doctores que vayan a su casa.
Se trata de un falso mendigo, un hombre que finge su ceguera por medio de una venda ensangrentada alrededor de los ojos, quien con una ancha sonrisa de oreja a oreja, invita al cochero hasta un antro de mala muerte, conocido como la Posada del Cangrejo Rojo.
Allí, entre tragos de vino que el cochero acepta de mala gana, aquel personaje, llamado Albéri, le hace la siguiente proposición:
—Todos estos últimos años he sido testigo de cuán honradamente has tratado de ganarte el pan cochero, consiguiendo nada más que desprecio y malos tratos…Pero, ¿Qué te parecería intentar conseguir lo que quieres por otro medio, uno no tan honrado, pero si mucho más rápido y efectivo?
— ¿Otro medio…? ¿De qué otro medio me hablas…?
— ¡Shhh! ¡Baja la voz, mi amigo! No hace falta que todo el Cangrejo Rojo se entere de lo que tú y yo hablamos…Escúchame bien, y no me interrumpas hasta que yo te haya dicho todo lo que tengo que decir: En estas fechas, estando próxima la celebración del Año Nuevo, acuden en peregrinación a esta ciudad numerosos viajeros provenientes de los pueblos cercanos…¡Son gentes que acuden en masa a visitar a sus familiares, que de tanto vivir en esas comunidades pequeñas y aletargadas, se ponen igual que borregos camino al matadero, de lo más fáciles de engañar!
"¡Usted no es más que un miserable salteador de caminos! ¡Un asqueroso ladrón!" piensa para sus adentros el cochero, pero ante lo urgente de su situación, tales pensamientos no llegan a ser expresados en palabras, formulando en cambio la siguiente interrogante:
— ¿Qué es lo que quieres que yo haga exactamente?
—Quiero que conduzcas una carroza especial, que yo he preparado para esta operación…Una carroza que tú deberás conducir en el cruce de los caminos, diciéndoles que es un servicio ofrecido por el alcalde de la ciudad durante las fiestas…Tú luego les conducirás hasta un pequeño refugio en el que habitan dos de mis colaboradores…Ellos se encargarán del resto…
— No lo entiendo… ¿No sería más fácil que usted mismo condujese esa carroza?
—Mi querido amigo, me temo que subestima el valor que las apariencias juegan en una operación como esta: ¡Nadie podría imaginar que un simple cocherito, así de bajo y debilucho como tú lo eres, podría tener ninguna clase de intención oculta…! ¡Y con esa sonrisa tan gentil que siempre tiene en el rostro, ni la menor sospecha de alguno de esos grandísimos estúpidos podría despertarse…!
El cochero contempla su imagen reflejada en el vaso de vino que sostiene en sus manos, observando unos ojos desesperados, que tácitamente imploran un milagro.
El recuerdo de un agonizante Gepetto vuelve a su memoria, preguntándose cuánto tiempo más el chico será capaz de resistir.
—De acuerdo…Haré lo que dices…—declara finalmente, sin dejar de tamborilear nerviosamente los dedos sobre la mesa.
