Más tarde, en la posada, Yona y los suyos cenaban en un rincón apartado del jardín, huyendo del escandaloso festín de sus supuestos pretendientes. El aire olía a narcisos en flor, y ella aún sentía el sabor a sal en los labios.
—Señorita —dijo una voz desde las sombras. Los hombres (también Kija) que la rodeaban se llevaron las manos a la cintura y desenvainaron los cuchillos—, ¿te importaría compartir tu comida con un pobre viejo hambriento?
El dueño de la voz por fin avanzó hasta el círculo de luz de lucernas y candiles y Yona parpadeó, preguntándose si habría escuchado bien, pues quien le hablaba no era un anciano, sino un muchacho con los cabellos de sol. No obstante, y a juzgar por los pobres harapos que vestía, realmente parecía estar pasando necesidad. Ella no supo —ni quiso— negarse y lo invitó a su mesa, bajo la mirada recelosa de los varones. Ryuuji, demasiado inocente a sus ocho años como para percatarse del incómodo momento, le dio dos palmaditas al almohadón que había a su lado, invitándolo a sentarse junto a él. El joven (o el supuesto anciano) no se hizo de rogar y empezó a engullir a carrillos llenos.
—Vuestro nombre, si sois tan amable —le inquirió Kija, suspicaz, cerniéndose sobre él.
—Zeno —masculló él, con la boca llena de comida.
A la mañana siguiente, el joven decidió embarcar y unirse a su comitiva y ya no hubo forma alguna de persuadirlo de lo contrario.
