CAPÍTULO VI
—Oye, mocoso —habló Sukuna mientras movía con el pie el rollito de cobijas que mantenían cautivo a Itadori sobre el futón de su habitación—. Despierta de una vez o llegaremos tarde a la reta.
—¿Huh? —Itadori, somnoliento, se sentó con mucho trabajo y esfuerzo, en calidad de zombi. Parecía que en cualquier momento podría desplomarse y dormir de nuevo.
Sukuna se dirigió hacia la estantería que fungía como armario improvisado, de donde tomó un conjunto deportivo que hacía juego con el que él mismo usaba, además de un atomizador de plástico lleno hasta la mitad. Lanzó la ropa a los pies de su hermano y no dudó ni un segundo en rociar agua fría sobre la cara de este varias veces.
—¡Wah! —gritó Itadori, y abrió los ojos de golpe en cuanto la primera carga de agua entró en contacto con su piel—. ¡Estoy despierto, estoy despierto! ¡Ya basta!
A sabiendas de que Sukuna se divertía con eso, tanteó el suelo a sus espaldas hasta dar con su almohada, la cual, arrojó con fuerza hacia la maldición con patas que lo despertó con la táctica que más odiaba.
Sukuna no tuvo que esforzarse demasiado en esquivar el ataque improvisado. Adelantó el paso para dejar el atomizador a donde pertenecía en lo que su gemelo comenzaba a vestirse.
—Hoy voy a apostar —indicó—. Por nosotros, obviamente. Así que come bien; no quiero que te desmayes o algo así, pero tampoco te atasques el desayuno sin masticar, porque te mataré si vomitas.
—Sí, mamá —respondió, con un remedo de voz cansina.
No le tomó nada terminar de alistarse y devorar lo que Sukuna le había preparado. De los dos, Itadori era el bueno en la cocina, aunque Sukuna se defendía de manera más que eficiente con lo poco que sabía hacer en esa área, disminuyendo el riesgo de intoxicación alimentaria.
Como era de esperarse, los gemelos incrementaron sus modestas inversiones gracias a unas revanchas pendientes. Itadori casi llora al momento de recibir su parte, pues eso le permitiría aguantar un par de salidas con Fushiguro y Nobara, en lo que llegaba el dictamen de la beca deportiva.
De regreso a casa pasaron a comprar algunos víveres para completar lo que había en su hogar; sin embargo, Sukuna tenía algo pendiente que atender, algo en lo que su hermano no podía ser partícipe.
—Adelántate, tengo algo que hacer.
—Te acompaño —se ofreció Itadori, después de todo, no tenía mucho que hacer además de cocinar y doblar ropa. La tarea podía esperar hasta el domingo a última hora.
—No hace falta —extendió la bolsa que cargaba y esperó algunos segundos a que el otro la tomara.
—Pero…
—No seas terco. Necesito descansar de ti un rato, así que déjame dar una vuelta.
Un suspiro resignado escapó de los labios de Itadori.
—Vale —respondió con flojera—. ¡A cambio me acompañarás mañana al cine! —esa frase salió con una motivación especial.
—¿Hah? —frunció el entrecejo y se colocó una mano en la cadera—. ¿Por qué debería?
—Ya compré los boletos.
Sukuna sintió un palpitar sobre la ceja derecha al ver los ojos de cachorro que ponía su hermano. Odiaba esa cara. La hacía desde que eran niños cuando quería conseguir algo y casi siempre daba buenos resultados.
—¿Y eso a mí qué? Ve con tu amigo el emo o la niña gritona.
—Kugisaki y Fushiguro ya tienen planes, así que sólo me quedas tú.
«¡O sea que ni siquiera fui la primera opción!» se indignó el pequeño Sukuna que residía dentro de la cabeza del original y que, se supone, fungía como su consciencia o algo así, porque mucho tiempo atrás dejó el puesto vacante.
—Ugh, está bien —aceptó más de fuerza que de gana, de lo contrario, sabía que Itadori lo molestaría el resto de la tarde.
—¡Genial!
—Pero te advierto que si me estás invitando para comprarte dulces, te dejaré botado. —Esa era la principal razón por la que no quería salir al cine. En más de una ocasión había terminado por comprar una cantidad irracional de botanas que lo dejaron descapitalizado.
—Descuida, descuida —levantó una de las bolsas de las compras—. Lo anticipé, sólo resta meterlo de contrabando.
Al sentir que la conversación había terminado, Sukuna dio media vuelta y se alejó con naturalidad.
—No te demores demasiado.
Escuchó a su gemelo hablar a la distancia, por lo que levantó una mano y con un débil movimiento le hizo saber que regresaría a tiempo para la comida.
La realidad era que, más que necesitar un respiro, debía cumplir un trabajo por el que le habían pagado con anterioridad y dejarlo para otro día no era una opción, ni siquiera posponer la hora.
Poco antes de dejar su trabajo de medio tiempo en una cafetería algo alejada de casa, a causa de la estúpida prohibición de la escuela, se involucró en una pelea, sin quererla ni deberla, a causa de unos clientes problemáticos. Esas personas resultaron ser miembros de bajo rango de un grupo yakuza que recién se expandía por la zona; parecía que al jefe le había gustado lo suficiente su actuación como para que sustituyera al par de chicos a quienes molió a golpes. Le ofrecieron una cantidad decente de dinero si ganaba en una pelea y así lo hizo.
Luego de eso, intentó desaparecer un rato, pero al regresar al restaurante para renunciar se topó con más gente molesta y no tuvo de otra más que buscarlos a ellos para evitar que lo siguieran, porque si daban con su hermano… No quería imaginarlo, pero en el mejor de los casos lo amenazarían con hacerle algo a Itadori si se negaba a cooperar.
Entonces, llegaron a un acuerdo: ellos le pagarían por cada pelea que ganara y después de cubrir la cuota sería libre para decidir si quería unirse a la familia o hacer su vida por otra parte.
El lado positivo era que ganaba más dinero que si trabajase y no incumplía ninguna maldita regla escolar, y aunque Itadori le habría resultado muy útil para terminar todo con mayor rapidez, estaba fuera de discusión arrastrarlo con él.
Cuando llegó al lugar indicado, ya lo esperaba un sujeto alto, ojeroso, de aspecto demacrado, aunque con buena musculatura, y una chica menuda de cabello blanco, que por alguna razón le resultaba familiar, mas no podía distinguir bien su rostro porque lo llevaba cubierto con una especie de paliacate, además, contaba con nudilleras en cada mano.
«Vaya combinación» pensó.
—Vamos —dijo el hombre demacrado.
Ambos chicos lo siguieron unos pasos por detrás. Sukuna sintió una mirada sobre él y no fue necesario más que mirar por el rabillo del ojo para saber que esa chiquilla le prestaba especial atención a los tatuajes que se exponían por el tank top que vestía. Jamás lo admitiría en voz alta, pero le gustaba ser el centro de atención y le enorgullecía que los patrones de tinta sobre su cuerpo le hicieran destacar más con el simple hecho de pararse en un lugar.
«Debería estar por aquí cerca» dijo para sus adentros Nanami Kento, quien cargaba una bolsa con alimentos en una mano y su celular en la otra.
No era la primera vez que caminaba por esa zona, pero habían sido casi veinte años desde la última ocasión. Tampoco era asiduo a contar con la tecnología móvil para hacer sus tareas del diario, así que usar el GPS para dar con una dirección le estaba dando problemas. Por si eso no fuera poco, se cerró la aplicación que le mostraba por dónde ir.
«Maldita cosa». Se detuvo en seco y estuvo muy tentado a arrojar el aparato al suelo.
—Oh, Nanamin-sensei.
Escuchó una voz conocida a sus espaldas, lo que le obligó a girar sobre los talones para encarar a la persona en cuestión.
—Itadori —pronunció con calma—. Buenas tardes.
—¡Qué sorpresa! ¿Qué hacehace por aquí?
De alguna manera, la sonrisa del muchacho le resultaba relajante. La maravilla de ser joven y estudiante era que podías ignorar el estrés de la vida adulta adulta durante incontables días y horas. Desearía tener esa edad otra vez.
Ahora, ¿qué pretexto debería utilizar para responder aquella cuestión? Decir la verdad no era una opción viable.
—Estaba camino a casa —se ajustó las gafas antes de continuar, pero la emoción del chico le arrebató las palabras.
—¡¿De verdad?! Yo también vivo por aquí —señaló al frente—; dos cuadras más hacia allá. ¿Usted?
—También en esa dirección —mintió—, pero más lejos.
—Vaya, qué coincidencia.
—Sí… —se puso en marcha, justo a un lado del muchacho, quien decidió hacerle plática en el trayecto.
Engañar a un niño le hacía sentirse ridículo; sin embargo, no tenía de otra. Ese hombre le había puesto una encomienda y si no le debiera favores, a esas alturas era más que seguro que no estaría allí haciendo de niñera improvisada.
—En fin, gracias por la compañía, Nanamin-sensei —concluyó, apenas llegó a la entrada de la casa. Por alguna razón, ese profesor era demasiado serio, daba la impresión de estar hablando con un muro.
«Nanamin». Ser llamado así le hacía ruido en la cabeza. Seguro lo había aprendido de Gojō, aunque no le sacaba de quicio que el chico se lo dijera, quizá porque no estaba impregnado por ese tono juguetón y molesto que usaba su compañero de trabajo.
—Nos vemos el lu…
—Itadori —lo interrumpió—, seré directo. ¿Cómo llevan las cosas? Tú y tu hermano.
Vio al chico ladear el rostro, así que asumió que debía especificar a lo que se refería.
—Gojō me puso al tanto de la situación.
No lo iba a negar, Itadori saboreó una cucharadita de traición al escuchar eso.
—Aunque sólo nosotros sabemos (de los docentes), así que vine a asegurarme de que todo estuviera bien —explicó Nanami—. ¿Han tenido alguna dificultad?
—No, no realmente. —Sus hombros, que acumularon tensión repentina, se relajaron. Le preocupaba que todos los profesores lo supieran—. ¿Quiere pasar?
No estaba muy seguro del por qué, pero asumió que dejarle ver cómo vivía le ayudaría a aclarar sus dudas. Por otro lado, Nanami no le daba malas vibras, así que no necesitó ponerse a la defensiva. Además, él era el consejero académico y fue quien estuvo al pendiente de ellos luego de la transferencia escolar; en conjunto con su personalidad, Itadori no tardó en percibirlo como una especie de figura paterna distante.
—Con permiso —dijo Nanami, en cuanto el chico le dio la bienvenida a su hogar.
Se quitó los zapatos con confianza. El piso estaba limpio y en la sala todo mantenía un orden.
—Regreso en un momento —habló Itadori—. Iré a dejar todo esto en la cocina. —Aunque no cargaba más peso del que podía soportar, la bolsa de plástico le molestaba la mano.
Mientras Nanami esperaba, se acercó a un mueble exhibía un par de fotografías. Una de ellas tenía retratado al abuelo en el centro, sentado, con un gemelo de pie a cada lado y éstos con más cara de niños que de adolescentes; la otra, también tenía al abuelo impreso, de igual manera sentado, y detrás de él, sosteniendo la silla, había un hombre de cabello corto, del mismo color palo de rosa que los niños que tenía por alumnos, usaba lentes y una sonrisa tranquila le adornaba el rostro.
«Ha pasado un tiempo, viejo amigo» dijo con nostalgia para sus adentros, al tiempo en que tomaba la imagen entre sus manos.
Itadori no demoró demasiado. Nanami no supo cuánto tiempo pasó rememorando el pasado, tan sólo volvió a la realidad al escuchar la voz del muchacho.
—Mi padre y mi abuelo. Aunque supongo que eso se intuía —aclaró con cierta timidez.
—¿No tienen alguna de su madre? —Junto con esa pregunta, regresó el portarretratos a su lugar.
Itadori negó con la cabeza y eso sí le pareció raro a Nanami. Él recuerda a la perfección una fotografía con el abuelo al centro, como en las otras dos, y el matrimonio a cada lado.
—De hecho, no sabemos nada de nuestros padres —se encogió de hombros, y ni su rostro ni su voz exhibieron la mínima traza de tristeza o decepción—. A nosotros nos crió el abuelo y eso es todo lo que necesitamos saber.
Por curioso que pareciera, la imagen en la que el abuelo estaba con los gemelos era la única en la que tenía una sonrisa en el rostro. Para Nanami, eso era todo un hito, pues no recuerda haber visto nunca una sola mueca similar en la cara de ese hombre.
Una extraña presión en el pecho lo orillaba a abrir la boca para decir algo al respecto, pero Itadori lucía sereno y su optimismo era tan genuino… ¿Con qué derecho él iba a destruir esa paz? Entendía a la perfección por qué la foto del matrimonio no estaba en esa casa y también por qué el abuelo no les había contado nada; no era la primera vez que lo presenciaba, pero esa situación era el vivo ejemplo de que la ignorancia es felicidad.
Al desviar la mirada hacia el interior del pasillo, se topó con una pila de ropa en el piso.
—¡A-Ah! Eso. —Un leve rubor de vergüenza coloreó las mejillas de Itadori y se vio en la necesidad de dar una explicación—. Es ropa limpia. Sukuna la recoge, pero en lugar de dejarla en una canastita como un ser humano normal, me la bota enfrente del cuarto para que la doble.
Nanami desconocía la razón, pero aquello le ocasionó ternura.
—Itadori.
—¿Hm?
—¿Quieres que te prepare algo de comer?
—¿Eh? —parpadeó varias veces, incrédulo.
—Sé que no lo parece, pero soy hábil en la cocina. Podrías decir que es un pasatiempo —anunció, con la voz profunda e impasible que le caracterizaba.
—¡No, no, no! —Movió sus brazos en todas direcciones buscando poner énfasis en sus palabras—. Ese no es el problema. ¿Está seguro de eso, profesor? Es decir, ¿no le parece demasiado rara la situación?
Cuando Sukuna llegó a casa, un agradable aroma inundó sus fosas nasales y su estómago soltó un corto gruñido; quería probar algo de eso que olía tan bien. No recordaba que su hermano hubiera hecho algo similar antes, por lo que se preguntaba si había sacado una nueva receta de Internet.
Casi que podía ver un letrero arriba de la cabeza de Itadori que ponía:
«¡Felicidades! Tu Togepi, Yūji, ha evolucionado y ha mejorado las siguientes estadísticas: velocidad, destreza, cocina. El resto de la información la puedes consultar en la Pokédex.»
Estúpido su chiste, pero le dio risa.
No obstante, lo que vio fue reconfortante y extraño a la vez.
—¡Oh, Sukuna!
O algo así se hubiera escuchado si Itadori no tuviera la boca llena. En cualquier caso, el chico tragó el bocado y continuó con más claridad.
—¡Tienes que probar esto! Lo preparó Nanamin-sensei. Ya le saqué la receta también. —Levantó el pulgar con orgullo y satisfacción.
—Bienvenido —dijo Nanami mientras levantaba la lata de cerveza en un gesto ¿amigable? Acto seguido, se la llevó a los labios y la dejó vacía. En cuanto ambos terminaran de comer sería que les daría una cátedra por arreglárselas para comprar alcohol siendo menores de edad y porque, sí o sí, tenía que tratar con el agente causal del ojo morado que Fushiguro mantuvo toda la semana.
Sukuna dio media vuelta, salió de la casa; inhaló profundamente y dejó salir el oxígeno con lentitud. Entonces, entró de nuevo y lo que vio confirmó que no estaba alucinando.
—Se va a enfriar si no te apuras —advirtió Itadori—. Esto se derrite apenas lo pones en la boca. ¡Es una maravilla!
Sukuna pasó los ojos de un plato a otro sobre la mesa. Más que necesitar una explicación sobre por qué Itadori aceptaba comida de desconocidos, quería saber qué hacía Nanami Kento allí y tomándose su cerveza, para variar, pero antes de iniciar cualquier otra pelea iba a comer, todo tenía muy buena pinta.
