Qué dolor. Sentía quemaduras en todo el cuerpo, solo moverse le dolía, ¿le habían lanzado explosivos de nuevo? ¿Cuándo iba a acabar esta guerra? Pero era un sueño, tal vez sentía el cuerpo cortado, ¿tendría fiebre? Fue el dolor lo que la despertó y entonces se recordó atada con arneses y arpones a los troncos de los árboles del bosque que visitaron el día anterior.

Se deslizó fuera de la cama agradecida de que hubieran suficientes literas como para que las tres pudieran dormir en la parte de abajo, pero maldijo su falta de criterio cuando no negoció con los hombres por tener la planta baja para no tener que bajar escaleras. Solamente estaban ella y Annie, que dormía, la cama de Mikasa ya estaba hecha.

Descendió rezando para que las piernas no le fallaran. Abajo estaban Armin leyendo un periódico, Jean sentado en la parte de arriba de la litera de Reiner mirando al abismo y los otros dos seguían dormidos y roncando. Pieck se colocó en un sitio en donde podía tener contacto visual con Jean.

—¿Qué tienes? —Le preguntó Pieck sacándolo de sus pensamientos.

—Me duele el trasero demasiado como para levantarme —resopló—. No deberías hablar así con la gente, te ves todavía más pequeña desde aquí arriba.

La mujer cruzó los brazos y alzó la ceja, haciendo una nota mental para burlarse de él más adelante porque era a él quien estaba tan algo que se le salían los pies de la cama. Tal vez cuando despertara Reiner, que se encontraba en la misma situación.

—Jean-

—Te cuento al rato —dijo suspirando—. Todavía lo estoy procesando yo mismo, pero hoy les digo todo.

Pieck volteó los ojos y se aproximó a la salida, encontrándose en su camino con los ojos de Armin, que había estado al pendiente del intercambio.

—¿No me vas a decir tú, cerebrito? —Se burló ella. Sintió que la mirada que Jean le dedicó la perforaba con su intensidad, pero lo ignoró, mirando a Armin.

—No seas grosera —la reprendió Armin subiendo el periódico de nuevo—. Acordamos que Jean les diría cuando estuviera listo.

Pieck suspiró, dándose por vencida al darse cuenta de que ninguno de los dos necios cedería. Salió a buscar con qué ocuparse, no pasaría todo el día mirando el techo del granero esperando a que Jean decidiera contarles. Le preocupaba mucho, pero mientras no supiera qué pasaba tampoco podía actuar o hablar con él.

De todas maneras lo más seguro era que él no quisiera hablar con ella de todas maneras. Se suponía que estaban bien, pero ya tenía un año que habían terminado y se seguían sintiendo incómodos. Sabía que era en gran parte porque Jean la seguía amando. Tal vez eso era lo que la incomodaba, esperaba que terminara odiándola después de cómo lo dejó. Ella todavía lo quería, claro, aunque ya no se sintiera en lo absoluto atraída por él. Le preocupaba su estado actual, así como le había preocupado (o se había sentido celosa, para saber) las primeras veces que lo vio salir con muchachas en los lugares que visitaban, pero terminó por dejar de tomarle importancia y acompañar a Reiner con sus burlas al respecto.

Todo esto la mantenía pensando, pero al mismo tiempo era refrescante tener problemas de chicos (o de hombres) por una vez en la vida. Lo único que pedía era que los hombres dejaran de estar involucrados en sus problemas del futuro.

Afuera lo primero que vio fue a Mikasa corriendo con un grupo de niños siguiéndole el paso. La había visto correr antes, era como un rayo, así que no fue difícil saber que estaba corriendo lento a propósito para que los peques tuvieran oportunidad de correr a la par que ella.

—¡Mushasha! —se escuchó el grito del señor Brauss desde cerca del granero—. ¡Te dijo mi señora que nomás trajeras los huevos de tu gente! Les estás robando el trabajo a los huercos.

—Solo es por hoy —respondió Mikasa al tiempo que esquivó de forma magistral a una pequeña que se le atravesó en el camino, todo con la canasta de huevos colgando de un brazo.

Uno de los niños, tal vez de unos ocho años, chocó con Pieck. El peque le sonrió y luego soltó una carcajada al ver a Mikasa corriendo con los demás.

Pensó que esa es una de las razones para estar tan cerca de Jean en un principio. Sus colegas, sus amigos siempre habían sido marlienses o candidatos a guerreros. Los primeros sentían asco ante la posibilidad de tocarla, los segundos eran personas mayores o menores que ella y Porco, que no era muy afín a los abrazos. Encontrarse con gente dispuesta a tocarla sin sentir que la rechazaban, encontraste con un joven de hecho ansioso por tocarla pero sin la salacidad de los viejos con los que se había encontrado había sido tan refrescante que quedó a sus pies. Por un tiempo, al menos.

Entre tantas vueltas que Mikasa dio con los niños terminó entrando a la casa al mismo tiempo que Pieck. Mikasa le entregó los huevos a Lisa Brauss echándose el cabello hacia atrás y riendo un poco.

—¿Terminaste de pensarlo? —Habló Kiyomi Azumabito desde un rincón en el que Pieck no se había fijado. La muchacha dio un respingo.

—Algo así —respondió Mikasa aclarándose la garganta.

Regresó a su rostro la expresión seria a la que Pieck estaba lástima, tenía una sonrisa muy linda. Pieck alzó los ojos mirando a las otras dos mujeres de un lado al otro.

—Quiero llevar a la señorita Mikasa a la ciudad a comprarle un traje para las presentaciones.

—Pero no quiero ir sola ni quiero usar una falda de tubo.

—Si no te molesta puedo ayudar con lo primero —dijo Pieck.

—¡Queda acordado entonces! —Declaró Azumabito sin esperar la respuesta de Mikasa—. Desayunaremos allá. Embajadora Finger, le recomiendo traer un suéter más grueso, hace un poco más de frío en la ciudad.

Pieck miró a Mikasa, cuya sonrisa había desaparecido y se reprendió a sí misma por abrir la boca.

De regreso en el granero, Armin ya no estaba en su sitio, en cambio estaba Reiner parado en una de las camas revisando a Connie en la litera de arriba y Jean que se ajustaba la hebilla del cinturón.

—¿Qué pasa? —Le preguntó a Reiner.

—A nuestro compañero le da fiebre cuando hace demasiado ejercicio —dijo en voz baja dándole una palmada a Connie, lo que le sacó un quejido.

—No sabía que eso pasaba.

—Siempre le ha pasado, desde que éramos reclutas —comentó Reiner con media sonrisa—. Se va a sentir mal algunas horas y luego estará como si nada.

—No me siento mal —balbuceó Connie desde su litera.

Pieck los ignoró con tal de no contribuir a una discusión entre Reiner y el enfermo y subió al segundo nivel tratando de no hacer ruido, considerando que a Connie quizá le doliera la cabeza como le dolía a ella cada que tenía fiebre. Fue cuando llegó arriba que vio al hombre encima de Annie y soltó un grito de sorpresa agudo.

El tipo se sorprendió también, saltando y golpeándose la cabeza con la cama de arriba y dejándose caer de regreso al pecho de Annie. Fue entonces que Pieck se dio cuenta de que se trataba de Armin. Con un ruido estrepitoso al correr por las escaleras estuvieron ahí también en cuestión de segundos Jean y Reiner.

—¿Ah? ¿Cuándo subiste? —Preguntó Jean.

—¿Qué carajo estaban haciendo? —Quiso saber Reiner.

—Solo… no es lo que parece —dijo el comandante alisándose la ropa y sobándose el golpe de la cabeza, completamente rojo.

—Nos estábamos besando —añadió Annie, ruborizada y aún sentada en su cama.

Seguro no era lo que parecía, pensó Pieck, porque más que besarse, parecía que estaban fajando.

—Ni siquiera se supone que estés aquí, Armin —le dijo Reiner que ya comenzaba a bajar.

—¿Y para qué subieron ustedes?

—Nos preocupamos por cómo gritó Pieck —respondió Jean siguiéndoles hacia abajo.

—Perdona, Annie, es que me sorprendieron.

—No lo menciones —le dijo la mujer poniéndose su almohada sobre la cara.

Pieck se apresuró a tomar el saco por el cual había venido y se marchó a reunirse con Mikasa y Lady Kiyomi.

La ciudad estaba a poco más de una hora en carro de motor de distancia. La razón de Lady Azumabito para no usar el tren fue que en el carro había más privacidad. En varias ocasiones sugirió a Mikasa cambiarse la bufanda que siempre llevaba de un color apagado que indicaba que alguna vez había sido roja por una de rojo brillante que llevaba en el bolso. Fue esa tarde que comprendió la insistencia de la mujer, aunque Mikasa siempre la rechazó. Entre las instrucciones que lady Kiyomi les dio estaba no mencionar nombres el tiempo que estuviesen en la ciudad, para proteger sus identidades.

Lo interesante empezó al salir de la tienda de ropa. Mikasa logró su cometido de no llevar una falda de lápiz sino una con un corte que permitiera mover las piernas y correr. Pieck decidió comprar una para ella misma y otra para Annie, esperando que con eso la rubia fuera más rápida en perdonar lo de la mañana.

—Es que no han visto los atentados que han habido —explicaba Mikasa a Pieck mientras Azumabito caminaba unos pocos pasos por detrás, con sus escoltas—, todo se está llenando de extremistas, lo que quiero es poder correr por mi vida si lo necesito.

Pieck estuvo a punto de darle la razón cuando se escuchó un alboroto detrás del pequeño grupo. Se escucharon golpes y gritos. Una madre llamaba desconsoladamente a su hija mientras, al voltear hacia atrás un par de hombres se acercaban a toda velocidad con un pequeño bulto al hombro de uno de ellos, ¿un secuestro?

Ella se movió lo suficientemente rápido para solo hacer tropezar al hombre que corría con las manos vacías. Mientras hacía esto, Pieck vio cómo Mikasa utilizaba el impulso de la carrera para arrebatarle a la niña al otro sujeto y hacerlo caer de forma estrepitosa en la acera. Reconoció parte de la técnica como la que Annie utilizaba con sus compañeros para enseñarles a luchar. El flash de una cámara iluminó la escena mientras todo esto pasó.

—¡MIkasa! —Gritó Azumbabito desde atrás, rompiendo la que se suponía era la regla más importante.

Mikasa, con la niña en brazos derramaba lágrimas de ¿susto? No, de furia, pues al rededor de su cuello se encontraba la mitad de su bufanda, la otra mitad se encontraba a un metro, en la mano del ladrón.