Osadía con el metal

—Keigo, despierta. Vamos, ya es tarde.

El calor de las sábanas desapareció antes de terminar de despertar. Abriendo los ojos en un instante, la urgencia de volver a la calidez de las mantas le obligó a erguirse apresurado, en busca de ellas. Habiendo olvidado los dolores, Keigo sorbió quejoso ante sus bruscos movimientos, deteniéndose en medio de su acción esperando el mitigar los retortijones de sus músculos.

—Arriba, ya casi es mediodía.

En frente de la cama, Rumi con su voz autoritaria le recordaba la hora terminando por sacarlo de su somnolencia. Habrán sido cerca de diez horas durmiendo, un milagro contando que su ligero sueño no solía pasar de seis horas, pero su exhausto cuerpo y presionada mente habían alcanzado el límite ayer.

No tomó mucho tiempo salir de casa. Afuera las calles se llenaban de serias personas de elegante caminar, vistiendo trajes y vestidos de finas telas. Las miradas de mal fingida discreción y las bocas escondidas tras relucientes accesorios y alhajas los tomaban de punto, con sus venenosas lenguas arrojando filosas palabras; y entonces estaban los osados que hablaban sin indirectas.

—¿A qué hora salió?

—Fue a desayunar afuera hace rato —escupió Rumi gruñendo—. ¿Por qué tenemos que comernos su odio? Estas miradas deberían ser solo para él.

Tenía razón, las miradas deberían ser para Takami, que a pesar de ser conocido por su excelente trabajo como cazador, también traía molestia con su nombre. Habiendo menospreciado a los bien portados de las altas calles, se había ganado su desprecio, sacando a relucir las verdaderas caras de orgullosos y quisquillosos; y el rencor, que era un sentimiento fácil de abrazar para los portadores, se había desplazado también contra sus más cercanos. Siendo su hijo, había recibido esas miradas incontables veces que ahora eran un "buenos días" de ellos. Pero ni Takami, ni él habían sido afectados por algo tan banal, quizá gracias a su orgullo; sin embargo, miradas y palabras de desconocidos no podían ser consideradas una amenaza si uno se enfrentaba repetidas veces a bestias burlonas con ansias de matar.

Rumi lo sabía, aún así se negaba a aceptarlo en su rutina, amargando su boca al caminar por esas rígidas calles. Arrojando sus quejas e insultos en murmures apenas entendibles. Pronto dejaron atrás a los más acomodados.

El festejo de la anterior noche había cesado, por ahora, en cambio, las calles estaban adornadas con largas filas de puestos a las no llegaba a divisar su final. El lugar mantenía un gran bullicio donde él atrapaba retazos de la buena labia de los mercaderes que ofrecían sus productos más nuevos, traídos de tierras más allá de los mares. El ruido les acogía, siempre lleno de energía, acompañando a los vibrantes colores del pasaje de los mercados. Uno de los lugares preferidos de Keigo en la ciudad.

Yendo a por unos panes que eran entre su desayuno y almuerzo, avisó a Rumi pasar por su casa a recoger las cosas que había dejado el día anterior. Después del corto tramo por la mochila y el arma, siguieron bajando calles hasta terminar el pasaje.

Creyendo encontrarse en una competencia por el bullicio, las nuevas calles escabrosas que pisaban estaban repletas de ruidos de metales chocando, de agudos pitidos; de humo saliendo de algunos techos y un mayor calor concentrado en las casas y talleres. Sin muchas personas a la vista.

Siguiendo el camino de siempre llegaron hasta la casa de vieja y descuidada pintura, con su fachada de notables cambios y reparos. Casi el doble de la casita de Rumi, la casa frente a ellos los recibía con un pesado portón que su compañera se acercó a golpear con fuerza, haciéndose escuchar por encima del ruido.

Tardando, el portón apenas se movió unos centímetros y de la abertura salió una mano invitándoles a entrar. Adentro estaba a oscuras, los pequeños huecos entre las maderas apenas permitían rastros de luz insuficientes para alumbrar todo el lugar y su desorden. Caminaron a tropezones hasta que su anfitriona se acordó de prender el farol que llevaba en mano.

Hatsume Mei, con su rostro y ropas manchadas, les mostraba su animada sonrisa posando una mano en su cintura.

—¿Qué puedo hacer por ustedes? ¿Interesados en algún nuevo trabajo mío?

Los ojos de Mei saltaban entre ambos, concentrándose en Keigo cuando este le mostró la inservible espingarda que escondía. Con el cañón curvado adrede y la punta aplastada, con la culata casi arrancada por completo; no auguraba volver a disparar.

Extendiendo los brazos para tomarla en manos, la animada actitud de la inventora desapareció por instantes mientras examinaba el arma con sus ojos vueltos serios por la concentración. Tan absorbida por la estaba que llegó incluso a apuntar al intentar ver dentro del cañón.

—Te lo dije, no se puede hacer mucho con las espingardas ahora. Aunque son más livianas siguen teniendo muchos problemas.

—Sí, ya me quedó claro... —suspiró—. Por ahora muéstrame los nuevos modelos.

—Vamos adentro.

Siguiendo a su anfitriona, el siguiente cuarto al que fueron llevados los recibió con numerosos faroles esparcidos que no dejaban ningún rincón a oscuras, iluminando no solo armas, sino herramientas y hojas garabateadas, desparramadas por el suelo. En las mesas se apilaban cañones vacíos, madera a medio tallar y una pequeñas montañas de artefactos desconocidos.

—No creí que la Iglesia se arriesgaría a seguir mandando cazadores afuera por ahora. Son los segundos en venir con algún arma en mal estado.

Mei siguió avanzando hasta acercarse a una larga cortina que escondía un rincón del cuarto, jaló de ella revelando a la dos personas que había mencionado.

Los conocía, había visto esos rostros antes, casi siempre cerca de Aizawa, entrenando hasta terminar molidos.

—¡Un gusto verle, Hawks! —saludó uno de ellos, imposible de contener la emoción en su voz.

—¿Deku, verdad? Y tú... —pausó, observando al chico que no parecía a gusto ahí—, Bakugo.

Casi a regañadientes, Bakugo apenas le dio una palabra como saludo que más parecía dirigida a la pared pues, evadió verle al hablar. El chico estaba envuelto en vendas —las que podía ver, aunque intuía que tenía más debajo de las ropas— que le hacían imaginar la buena paliza que había recibido. Evitó preguntar ya sabiendo la respuesta, la misma que ambos compartían por desgracia.

—¿Cómo terminó su arma en tal estado? —preguntó el pequeño preocupado al notarla.

—¿No es obvio?

Adelantándose a responder por él, las pocas palabras de Bakugo eran peligrosas, junto a su mirada y las pobres cejas fruncidas que eran una estaca clavada en sus ojos. El chico le gritaba incluso sin hablar.

—Aunque, podemos decir lo mismo de ustedes —. Ante sus palabras los menores dieron un respingo—, que fueron a apoyar, ¿cierto? En estos días, a pesar del ajetreo en la ciudad, algunos debemos seguir saliendo y mantener la amenazas a raya.

Deku asintió repetidas veces con una sonrisa tembleque; y Bakugo, el chico solo rechistó apartando su mirada de él.

—Confío en que ustedes seguirán yendo afuera y les apoyo con su trabajo, de mi boca no sale ni una palabra.

Llevando una mano sobre sus labios, sonrió dejando explícito en sus palabras el acuerdo que ellos aceptaron al instante, agradeciéndole por su ayuda.

—Ahora presten atención que aquí está por lo que vinieron todos —interrumpió Mei que sujetaba un mantel que cubría una de las largas mesas—: ¡Mis más recientes modelos! Todos estos preciosos están listos para ser usados.

Debajo del viejo mantel presentó la variedad de armas alineadas en fila invitando a ser apreciadas. Los variados modelos casi competían por alzarse con el título del mejor fabricado, con sus largos cañones reluciendo por la cálida luz, las culatas talladas con esmero que las distinguía a cada una, con distintas maderas que las oscurecían o aclaraban. Veía modelos conocidos, aunque por ahí creyó ver unos nuevos.

—Mi equipo ha hecho un excelente trabajo con estos pequeños.

Antes de darse cuenta, Keigo fue hecho a un lado cuando Rumi corrió a apreciar cada una de esas armas, y para su sorpresa, Deku había llegado igual de apresurado que ella. Unidos examinaron cada una, compartiéndolo los comentarios sobre ellas, coincidiendo de una peculiar forma aterradora por la precisión al suponer sus características —que eran confirmadas por la creadora— al darles solo unos toqueteos.

Fascinados cada uno escogió una nueva arma incluso si no eran ellos los que venían por una.

—Me concentré en los arcabuces esta vez, busqué un nogal más ligero para reducir el peso —dijo Mei mientras buscaba en la mesa—. Toma, sostén esta, es la más liviana por ahora.

El arcabuz era por excelencia un arma que todo cazador recibía por la Iglesia, tediosas de usar según Keigo por la pesadez y la lenta recarga. Pero con un poder abismal que lograba detener a los vampiros si recibían un disparo. Encajaba bien con los cazadores que tenían la política de trabajar en grupo. Sin embargo, Keigo se había mostrado siempre reacio a usarlas, fastidiado de cargar con los kilos de más por tanto tiempo.

En sus manos el mástil de madera oscura lisa al tacto seguía siendo incómodo, aunque su puntería no se vería tan afectada como lo fue con la espingarda. Si en algún momento hubiese llevado un arcabuz en vez, quizá le hubiese atinado a darle a Dabi. Eso claro si el vampiro le dejaba unos minutos para recargar, porque él parecía ser tan amable.

—¿Qué me dices del pistolete en el que estabas trabajando hace tiempo? ¿Lo terminaste?

Ante la mención de una desconocida arma, todos los cazadores posaron su vista en la inventora que pareció arrinconada por la creciente curiosidad de sus clientes.

—Tengo unos pocos prototipos por ahora, pero todavía han sido probados...

—Eso no te ha detenido antes de obligarme a probar tus armas en plena pelea —le recordó Keigo sonriente—. La tienes aquí, ¿cierto?

Mei sucumbió ante la presión del recordatorio, que terminó por vencer junto con los pares de ojos puestos en ella. Estaba atrapada, pero su corazón brincaba con fuerza al estar por mostrar su nuevo trabajo.

Caminó hasta una de las esquinas, botando casi todos los artefactos que parecían cachivaches a la vista de todos, sobre un astillado mesón. Pronto su alborotado desorden se detuvo abrupto, volteándose hacia sus clientes trayendo en manos una pequeña arma en todos los sentidos, difícil de comparar con el robusto y tosco arcabuz o la anticuada espingarda.

Ya en frente, el "pistolete" tenía un mango de madera oscura que llegaba a cubrir el corto y recto cañón gris por debajo. Sus intrincadas piezas de metal sobresalían por encima y debajo, entre la curvatura del mango se encontraban cortas piezas de metal redondeadas.

—¿Dónde está el serpentín? —preguntó Keigo curioso al sostenerla.

—No tiene —aclaró—. Es un nuevo sistema que pensé. Ya no hay una mecha por la que preocuparse de cuando prender y cuando apagar, ahora el disparo se activa con la fricción que ocasiona una rueda incrustada. Solo tienes que presionar en el cerca al mango.

—Pero sigue siendo de avancarga, ¿no?

—Sí —admitió—, aunque toma tiempo poner la pólvora y la bala por el cañón, sin olvidar taponarlo, ahora que se ha reducido tomaría menos. Además, ustedes están acostumbrados a darle golpes para que se acomode dentro, ganando tiempo en una pelea.

—¿O sea que voy a poder disparar cuando quiera una vez que la bala esté puesta? —preguntó Bakugo.

—Eso si llega a disparar en principio.

—¿Puedo probarla aquí? —habló Keigo comenzando a apuntar a cualquier punto.

—Adelante, solo pagarás los averíos.

El peso del pistolete estaba lejano al del arcabuz, podría sujetarlo con una mano incluso. Que no haya sido probado antes era un problema, sin embargo, Keigo estaba fascinado por el arma.

—Me la llevo, voy a correr el riesgo —anunció.

—Entonces te recomendaría que lleves el arcabuz, el pistolete no ha tenido ni una prueba, si no llega a funcionar vas a estar desarmado.

Regresando su vista al arma a su lado, con la pesada presencia que daba al verla, Keigo estuvo resignado a comprarla.

—Está bien...

Hatsume Mei era conocida por equivocarse, sus inventos salían de prueba y error que ella solía cometer en busca de algo más funcional. Conocida más de poco reconocimiento, las personas que acudían a ella aceptaban el riesgo esperando que la osadía de la inventora cumpliera sus expectativas. Keigo era una de esas personas, que confiaba en el trabajo de la inventora pese a los fallos, aunque ahora le depositaba su vida a un prototipo. Podía ser imprudente, pero esto parecía más una insensatez para cualquiera.

Conviviendo con las dudas que permanecían con la pesada arma a su lado, esperó paciente a las elecciones de sus menores que parecían llevarse la contraria siempre: mientras Deku escogía el arcabuz tradicional, Bakugo encargó el pistolete que seguía en prueba. Y cuando las especificaciones del malhumorado chico cesaron, Mei les avisó de la fecha de arribo del nuevo lote.

Habiendo terminado sus asuntos, ambos menores que no tenían nada más que hacer ahí comenzaron a retirarse.

—Deku —llamó Keigo, deteniendo al chico que estaba por dejar el cuarto—, ¿el señor Yagi no ha mandado alguna carta?

Aparte de Aizawa, había visto al chico pasar más tiempo con el señor Yagi, pensaba que si el cazador se comunicaba con alguien tal vez sería él. Ya se cumplían unos meses sin el más reconocido cazador en la ciudad, y aunque su trabajo requiere pasar una gran cantidad de tiempo en tierras lejanas, la Iglesia había exagerado al mandarlo a tal viaje por su egoísta prevención.

Viendo a Deku negar ante su pregunta, con su semblante invadido al instante por la tristeza que reflejaban sus grandes ojos, supo que no mentía.

—Vamos de una vez.

Bakugo cortó cualquier intento de charla, apresurando a su amigo sin quitarle la vista a Keigo. Esconden algo, cree haciendo caso de la inquietud de su mente. Todos esconden algo, ellos también, y no debería importarle. Por ahora los dejaba ir, regresando su atención al problema que traía en manos, decidiendo ver en ellos y la saña que parecía tenerle ese chico cuando los tiempos serenen.

Cuando el cuarto se vació, los faroles consumiéndose fueron el único ruido que hubo hasta tener a Mei de regreso. Sin intención de alargar más de lo necesario su visita, trajeron a flote la principal razón que los llevó a verla.

—¿Qué noticias tienes, Mei? —abordó Keigo.

La inventora entendió su pregunta al instante, dejó su emoción por hablar de sus inventos y fue a por unas sillas para sus invitados.

—Buenas, muy buenas. Recientemente han comenzado a unirse más personas, más allá de nosotros, la ciudad está entendiendo el mal poder que maneja la Iglesia.

—Tienen planeado algo pronto, ¿verdad? Lo comentaste hace unas semanas.

—¡Sí! Han estado organizando una nueva marcha. Los preparativos ya están hechos —comentó entusiasta—, y la fecha está pronta. Dentro de poco iremos hasta las puertas de la Iglesia.

—¿Y qué están esperando? Es un hecho pronto llamarán a los cazadores, será peor para entonces —advirtió Rumi.

—Dudo que ustedes se pongan a defenderlos, ¿verdad?

—Nosotros no, pero no podemos hablar por todos.

—Está bien incluso si la Iglesia quiere usar a los cazadores, no planeamos llegar a extremos ahora. No buscamos violencia, no estamos hechos para eso. Y si ellos la usan, mancharan más su nombre.

—¿Será que les preocupa la opinión de la ciudad?

—Deben mantener las apariencias al menos —dijo Keigo—, si toda la ciudad se llega a levantar en su contra sería imposible hasta para ellos mantenerse en el poder.

—¿Ves? ¡Están arrinconados! Es cuestión de tiempo para que aflojen si no quieren perderlo todo.

—Sí, pero esos viejos tienen la cabeza muy dura —recordó Rumi irritada—, casi tienes que rogarles para que te escuchen y eso si tienes suerte.

Renegando Rumi volvía a los días donde hacían caso omiso de su presencia en los terrenos de la Iglesia, cerrados a darle una oportunidad de alistarse como cazador. Incluso en los presentes días las mujeres seguían siendo una minoría en ese trabajo.

—No tendrán más opción que hacernos caso si no dejamos de presionar, cuando cedan a las primeras peticiones sus normas van a dejar de servir con el tiempo.

La confianza de Mei no mermó en toda la conversación, depositando su seguridad en el buen augurio que le proyectaba a los próximos días. Keigo envidió, por momentos, la ciega credibilidad de la inventora. A su vez, le aliviaba saber que no se sorprendería incluso si las cosas no resultaban como se planeaban, repasando de vez en cuando sus propios planes ya hechos para cualquier inminente futuro.

Mei les contó de todas las noticias de las que era sabedora, desinteresada de saber los planes que ellos tenían. En realidad, la inventora no debería estar hablándole a nadie sobre la rebelión que se armaba, mucho menos a los cazadores, que eran los perros de la Iglesia. Excusándolo de un servicio especial, hacía de una excepción a los dos clientes que habían apoyado tanto en sus ideas.

—Avísame cuando el trabajo esté listo —despidió Rumi ya cerca de la entrada.

—Lo que sea por mis preciados clientes, gracias a ustedes puedo continuar creando más de estos bellos. Denles un buen golpe a esos tercos cuando puedan, a ver si dejan de pedir lo imposible con la mísera que nos dan.

Despidiéndose de la inventora se marcharon del taller que nunca terminaban de conocer por completo, regresando a las calles con el sol a sus espaldas alumbrando el camino.

—¿Qué tal van los nuevos trajes para invierno? —preguntó Keigo.

—No está mal, pero iría mejor si tuviese una mano más.

—No me recrimines la ausencia, mejor muéstrame los avances al llegar. Unas amanecidas y estarán listas antes de que lleguen las estaciones frías. Vamos a dejar a Jeanist apretado con tanto trabajo pronto.

Por si sus palabras no fueran suficientes, esperaba que su sugerente mirada fuera a sacarle una risa a Rumi, quien siempre había sido un público difícil.

—No de nuevo, para con los malos chistes... ya tuve suficiente.

—Vamos, son buenos.

Pese a los lamentos al escuchar los malos chistes —según Rumi y muchos más—, estos no pararon hasta que ella se rindió y terminó riendo.

—Oh, cierto, ¿sigues hablando con el chico del establo?

—Sí, es compañero de los chiquillos de antes.

—De ahí me llevas a un paseo entonces.

—¿Seguro de volver a probar con caballos?

Las serias conversaciones fueron desplazadas, volviendo a los simples comentarios que acompañan su ameno camino. Yendo a paso lento por la ciudad que entraba en una efímera calma antes de llenarse de festejos, con el acogedor silencio que convive en armonía con los últimos y más cálidos rayos del sol, caminaron de vuelta por las altas calles.

Terminando en la gran casa que presumía en demasía ahora que era bañada por el ocaso, reluciente y envidiada a la vista, cualquier desconocedor pensaría que estaba hecha de oro. Entraron callando al instante, fingiendo despiste y olvidadizos ante la visita que hicieron. Apenas hubieron puesto un pie dentro, fueron recibidos por fuertes pisotones resonantes en la madera, con arrebatos precisos y medidos; con saltos y resoplidos cansados.

Sin precipitarse, caminaron hasta el salón principal —el salón más grande de la casa—, donde Takami solía entrenar cuando no le apetecía salir. Indiferente con la decoración y el cuidado, o si era el lugar correcto, el viejo sacaba toda la energía que poseía batiendo sus piernas hasta romper con el aire.

Evitando llamar su atención, avanzaron apresurados por las esquinas donde creían él no miraba. Pero antes de llegar a la siguiente puerta, Takami los detuvo.

—Vengan, vamos a practicar. ¡En especial tú, Keigo! —señaló, volteándose a acusarle con su dedo.

—¿Qué tal mañana? Ya es tarde, quiero tomar un baño e ir a dormir.

—¿En serio? No te he visto practicar en días, si sigues así la conejita va a pasarte.

—Ya estoy por pasarte a ti, hombre.

Takami no respondió, dándole una sonrisa prepotente en cambio, teniendo a Rumi a punto de responder a su reto.

Aprovechando la distracción, Keigo estaba listo para dejarlos atrás, confiando en que su compañera no se negaría a practicar incluso si fuese con el viejo.

—¿No será que la chica del puerto hizo tan buen trabajo que te ha quitado las fuerzas hasta ahora? —continuó burlón, negándose a dejarlo escapar.

Aunque siempre apreciaba los descansos del entrenamiento, con los últimos días lejos de ser pacíficos se encontró extrañando los momentos donde lograba encestar un golpe a la maldita boca del viejo. Sin embargo, por muchos ánimos que tuviese de volverlo a hacer, su cuerpo lastimado todavía lo retenía.

—Espera, se me olvidaba algo —dijo de repente Takami dejando los juegos. Se alejó hasta una mesita, agarrando un papel—. Ten, ábrelo.

En sus manos con bien limadas uñas sostenía una carta sellada aún, reconociendo enseguida el distintivo escudo representante de la Iglesia, donde el hombre vestido en mantos sostenía una cruz en su mano derecha y un libro en su mano izquierda.

—¿Desde cuándo tienes esto?

—Llegó hace unas horas, no malpienses tanto.

Siendo apresurado a leer, sus ansias despertaron al imaginarse el mensaje que cargaba tan liviano papel. Aseguraba confiado que ninguno ahí quisiera volver a saber de la Iglesia si tuviesen la oportunidad. Sin embargo, preferían evitar innecesarios problemas, así que al menos deseaban aplacar la veloz incertidumbre que los había atrapado, y terminar por confirmar sus sospechas.

Rompiendo el sello, Keigo extendió el papel que había sido doblado con sumo cuidado, absorbido por la letra cursiva que plasmaba la hoja. Aclaró su garganta y empezó a leer:

A nuestros respetados cazadores, que serviciales le han entregado sus vidas a nuestro Señor, les damos nuestros saludos.

Hemos de acudir a ustedes con esta carta, con la espera de hacerles llegar nuestros deseos de buena salud, y pedir de sus gratas presencias en la cercana y última oración del mes, cuando el sol esté por salir. Verán ustedes que pruebas de fe que se nos han puesto delante nuestro, a la ciudad en conjunto, y hemos de preocuparnos por ustedes, deseándoles brindar la bendición de nuestro Señor.

Ustedes que han de recorrer el buen camino que nuestro Señor señaló, les depositamos nuestra confianza en que serán quienes vuelvan a tendernos sus manos para hallar la paz y el eterno descanso de la ciudad en el cobijo del Sagrado.

Nos despedimos, aguardando por su pronto regreso a la Iglesia...

—Pura basura. Tira eso —interrumpió Takami, alejándose del salón sin ánimos de seguir escuchando.

—Ya se estaban tardando en llamarnos...—suspiró Rumi.

—¿Tú crees? Han de haber estado preparando algo.

—Solo nos quedan tres días para saberlo.

Posando su atención en las ventanas que señalaban que el sol había ido a esconderse, Keigo pidió al ennegrecido cielo por un conciliador sueño apacible que opaque las maquinaciones de su cabeza.


Este cap fue dividido en dos partes para hacer tan pesado de leer. ¡Pronto la siguiente parte!