See I have charm and I have sight
And I always try and do what's right
But I have faults you know it's true
Especially when it comes to treating you well
Julia Jacklin (Motherland)
[13 de octubre del 3018 de la T.E.]
Gimli sintió un tremendo alivio cuando finalmente descendió del poney y puso los pies sobre tierra; de hecho, no recordaba la última vez que se había sentido tan bien.
— Bendito sea Aulë — murmuró para sí, llevándose las manos al trasero. — Menos mal. Llego a pasar un día más sentado sobre el lomo del animal y prometo que mis posaderas hubieran quedado inservibles.
— Yo que tú cuidaría mi lengua de ahora en adelante, hijo — susurró su padre, cercano a él. — Estamos en la casa de los Khalam ahora, y mucho me temo que sus delicadas orejas puntiagudas no están acostumbradas a nuestro lenguaje.
Gimli miró en derredor suyo por primera vez con atención. Lo cierto era que no terminaba de entender por qué su padre había decidido detenerse justo ahí, pues el paisaje era el mismo que llevaban viendo desde que habían abandonado las Montañas Nubladas: agreste y más bien seco, con matorrales y rocas erectas salpicando el ambiente de aquí para allá sobre las suaves colinas.
— Yo no veo a ningún shirumund por aquí — se encogió el hijo de hombros; pero su padre se llevó el dedo a los labios y lo obligó a callar. Tuvieron que transcurrir unos instantes más para que Gimli viera aparecer de manera repentina dos figuras desde detrás de una de las rocas, ambos encapuchados y armados con espadas curvas al cinto. El vástago de Glóin tomó entonces su hacha con ambas manos y la alzó al aire de manera amenazadora, pero su padre le obligó a bajarla al instante.
Las dos figuras se acercaron a ellos, y Gimli pudo ver que eran altos y esbeltos, y que sus ojos azules relucían bajo sus respectivas capuchas como cuatro estrellas del ocaso.
— Aiya (salve), señores enanos — pronunció uno de los dos con una sonrisa en el rostro en una lengua muy arcaica que ninguno de los khazâd pudo comprender.* — Vuestra llegada es bienaventurada. Pensábamos que tardaríais más desde vuestra tierra.
— Bueno, pues creo que habéis subestimado nuestra fortaleza, maeses elfos — contestó el líder de la comitiva con gesto orgulloso. Sin embargo, Gimli, que nunca había tenido trato con aquella gente, preguntó de manera desconfiada:
— ¿Cómo sabíais que llegaríamos hoy, pues?
— Nuestra gente siempre monta guardia por estos lares, aunque no sean visibles a ojos ajenos — contestó el otro elfo, que tenía una voz mucho más clara y aguda, aunque ambos se parecían sobremanera bajo las sombras de sus capas. — Nos avisaron de vuestra presencia ayer mismo.
Gimli gimoteó algo para sí en su propio idioma, pero los elfos ignoraron sus murmullos y se limitaron a decir: — El pase, por favor.
Glóin sacó de su zurrón la carta que le había sido enviada al rey mismo y se la entregó a uno de los individuos. Éste la leyó de manera concentrada y se la enseñó al otro, quien asintió y confirmó: — Es la firma de nuestro padre. Podéis pasar.
— ¿Cómo? — inquirió uno de los enanos de la comitiva. — ¿De vuestro padre? Pero ¿quiénes sois vosotros?
— Esa información no debe ser dada aún, pues podría haber oídos indiscretos escuchándonos — contestó el que había leído la carta en un principio, devolviéndosela a Glóin. — Pero solo podemos deciros que somos personas muy cercanas a lord Elrond. No os preocupéis, estáis en buenas manos. Mi hermano os conducirá al Valle Escondido, pero me temo que deberéis dejarme vuestras monturas. Yo me encargaré de que lleguen bien por otro camino.
Los enanos fruncieron entonces el ceño en señal de desconfianza, pero Glóin asintió y dijo a los suyos: — Es cierto. Este camino no es apto para poneys. Debemos seguir a pie.
Haciendo caso a su líder, los viajeros confiaron sus dos animales al elfo de la voz clara, mientras que el de la voz grave los condujo hacia la roca de la que había emergido como por arte de magia.
— Seguidme — les dijo, adentrándose en una abertura que quedaba escondida a ojos externos, y desapareció tan súbitamente como se había mostrado ante narices.
— ¿¡Qué magia es esa!? — exclamó uno de los enanos, horrorizado. — ¡Es como si se lo hubiera tragado la tierra!
— Es que así ha sido — confirmó Glóin. — Venid.
La comitiva siguió al viejo y éste les enseñó la rendija que quedaba oculta bajo tierra.
— ¿No me dirás que debemos pasar por ahí? — inquirió Gimli.
— Me temo que sí — asintió Glóin. — No es tan horrible como parece.
Y, dicho aquello, se dejó resbalar tierra adentro. Pasaron unos segundos en tenso silencio, pero desde abajo les llegó al fin la voz del enano: — ¡Dejaos caer! El suelo está justo debajo.
Gimli rechinó los dientes en señal de enfado e hizo lo ordenado por su padre. Se dejó resbalar tierra adentro, sintiendo cómo su pobre trasero volvía a sufrir por la quemazón de la roca, hasta que sus pies dieron con suelo firme. Allí estaban Glóin y el elfo que los debía guiar al Valle Escondido esperándolos a él y al resto de la comitiva.
— No ha sido tan duro, ¿no es así? — inquirió el guía con una ligerísima sorna en la voz. Gimli apretó los labios, pero no dijo nada.
En cuanto todos estuvieron abajo, el elfo los condujo tierra a través, siguiendo la senda del desfiladero en el que se encontraban.
— Esto es claustrofóbico incluso para mí — musitó Gimli, — que estoy acostumbrado a vivir entre paredes y rocas bajo tierra. ¿¡Adónde nos llevas!?
— Los caminos secretos raras veces resultan cómodos o accesibles, maese enano — contestó el Eldar con su voz aplanada y neutra. — Pero no os preocupéis: ya queda poco.
Gimli continuó murmurando entre dientes el resto del camino con las manos aferrando muy fuertemente su hacha, hasta que, de repente, la brillante luz del sol cegó sus pequeños ojos.
— Pero ¿¡qué diablos…!? — exclamó para sí, tapándose el rostro con su brazo derecho; pero, cuando se hubo acostumbrado a la luminosidad y volvió a mirar a su frente, se quedó completamente perplejo. Ante él, a lo lejos, se veía una edificación construida sobre las rocas de la montaña al borde del desfiladero, y el agua de las cascadas bañaba el resplandor dorado y anaranjado que parecía desprender el lugar. El aire de repente le pareció puro y fresco como si fuera la primera vez que respiraba, y las paredes que había dejado atrás no le parecían ahora en absoluto estrechas ni angostas.
— ¿Qué lugar es este? — inquirió boquiabierto.
— Bienvenido a Rivendel, señor enano — contestó el elfo delante de él.
Llegaron a la casa una vez hubieron rodeado el valle. Lo primero que se encontraron fueron unas escalinatas de mármol y un puente construido con el mismo material, bajo el cual fluía el río con rapidez, y sobre sus cabezas el azul del cielo y la luz del sol bañaban sus cabellos.
— Un lugar admirable, debemos admitir — musitó uno de los enanos de la comitiva.
— Mi padre os recibirá en breve — se inclinó el elfo ante ellos, retirando su capucha por primera vez. Los recién llegados vieron que sus cabellos eran castaños, del mismo color que sus ojos, y que sus facciones eran anguladas, hermosas y nobles, y una pequeña sonrisa lucía en su rostro. — Ya me siento en libertad de confiaros mi nombre: soy Elrohir, y el compañero que hemos abandonado en la entrada secreta era mi hermano, Elladan. Ambos somos hijos de lord Elrond.
Glóin inclinó la cabeza a modo de respeto, y dijo: — Nuestras gracias por vuestra guía, señor Elrohir. La buenaventura de nuestro pueblo esté con vos.
El aludido asintió brevemente y se alejó del lugar, atravesando el puente y accediendo a la casa que quedaba del otro lado. Los enanos cruzaron la pasarela a su vez, pero se quedaron en el patio esperando.
— Menuda quietud — susurró Gimli a oídos de su padre.
— Es habitual en este lugar, hijo. Te irás acostumbrando.
— Esto no puede ser natural, ni tampoco bueno. Tanto silencio…
Sin embargo, sus palabras quedaron acalladas en su garganta, pues una nueva figura descendía ahora por las escalinatas ataviada con una túnica anaranjada y con una especie de diadema de plata sobre la cabeza. Glóin se inclinó ante su presencia, y así lo hicieron también el resto de sus compañeros, pues sentían que estaban ante una persona venerable y anciana.
— Vemu ai-menu, lord Elrond (saludos para vos, lord Elrond). Gracias por acogernos en vuestra morada una segunda vez.
— Le suilon, maese Glóin (os doy la bienvenida, maese Glóin); a ti y a los tuyos. Sois más que bienvenidos en Rivendel.
El enano inclinó la cabeza ligeramente, y lord Elrond continuó: — Debéis estar fatigados de tan largo viaje. Acudid a vuestras habitaciones y descansad. Lindir os acompañará. — Y, con un movimiento de mano, otro elfo de aspecto complaciente apareció al lado de su señor.
— Seguidme, por favor — solicitó a los enanos, y estos acudieron detrás de él. No obstante, Glóin y Gimli se quedaron a la retaguardia, pues querían hablar con el señor de la casa antes de nada.
— Maestro Elrond, si no es indiscreción, ¿cuándo se celebrará el concilio? No es que despreciemos vuestra hospitalidad, pero ansiamos retornar a nuestro reino. Son tiempos oscuros, y creemos que nuestro lugar está junto a nuestra gente.
— Efectivamente, son tiempos oscuros — asintió el elfo. — Pero mucho me temo que la fecha de la reunión no es segura aún, pues esperamos aún a la persona más importante que deberá acudir al mismo.
— ¿Cómo? — inquirió Gimli. — Y ¿por cuánto tiempo deberemos estar aquí?
— Tanto como se precise, maese enano — contestó, de forma tajante, Elrond. — Y he de pediros paciencia al respecto. Los temas que serán tratados son de una alta importancia, y no es mi intención revelarlos hasta que todos estemos reunidos y Gandalf llegue a nuestro encuentro.
— ¿Gandalf? — inquirió Glóin, abriendo mucho los ojos. — ¿Gandalf va a venir?
— No creeríais que iba a convocar una reunión de tal calibre sin Mithrandir en ella — alzó Elrond una ceja. — Claro que vendrá, aunque no sabemos cuándo.
Gimli volvió a refunfuñar para sí, pero se limitó a decir: — Si me disculpáis, voy a tomarme un baño. Debo apestar tras este largo camino. Seguro que vuestro olfato…
— Gimli, si vas a darte un baño, hazlo ya y no nos lo comuniques — lo interrumpió su padre, agarrando con fuerza el hombro de su vástago. El aludido asintió con la cabeza y desapareció del lugar, siguiendo el camino que sus compañeros habían trazado antes; sin embargo, nada más girar la primera curva, se chocó de bruces con un tronco bastante más alto que el suyo, y maldijo en voz alta al que creía causante del accidente. Al alzar la mirada, se topó con un elfo muy distinto a los que lo habían recibido, de cabellos rubios y piel pálida, y ojos azules como el agua del río.
— ¡Tened cuidado, khulum! Usad vuestra altura para algo. — Pero el joven elfo ignoró sus gritos y continuó su camino hacia los jardines, mientras Gimli continuaba quejándose para sí.
Mientras tanto, Glóin y Elrond continuaban su conversación en el patio, ajenos a los primeros malentendidos que comenzaban a surgir en el valle.
— Disculpad a mi hijo, lord Elrond. Es joven aún y nunca ha estado en compañía de elfos anteriormente.
— No hay nada que perdonar — quitó importancia el señor de la casa, alzando una ceja de forma casi divertida: — Siempre que no volváis a bañaros desnudos en nuestras fuentes ni a saquearnos las despensas ni las bodegas.
— Haremos lo que podamos, aunque no puedo prometer nada — rió Glóin de forma divertida. — Y, en cuanto a eso, mi Señor Thorin os envía saludos y gracias por vuestra antigua ayuda prestada a nuestra compañía. El reino de Erebor está para siempre en deuda con vos.
— Bueno, tuve mis reservas al respecto, he de admitir. Creo recordar que vuestro rey y Gandalf se aliaron para ocultarme la verdad en un principio; pero lo hecho, hecho está. Todo salió bien, y mi corazón se alegra del éxito de vuestra empresa.
«Y, por cierto — continuó hablando, — ¿cómo se encuentra Thorin? Hace mucho que no tenemos noticias de la Montaña Solitaria.»
— Oh, en buena salud y con fuerzas más que suficientes, gracias a Durin.
— Ajá — asintió Elrond; y, tras un momento de silencio, añadió: — No es que desprecie vuestra presencia aquí, maese Glóin, ni muchísimo menos; pero he de admitir que esperaba la llegada de… algún pariente del rey.
— Soy primo tercero por parte de Thorin, mi Señor.
— Lo sé — asintió Elrond. — Pero… me esperaba a alguno de sus hijos.
— ¿Sus hijos? — inquirió Glóin alzando una ceja. — El joven príncipe Frerin no es más que un niño.
— ¿Y qué hay de la princesa Herena?
Y Glóin abrió entonces mucho los ojos, y preguntó: — ¿Qué sabéis de la princesa Herena?
— Nada — negó Elrond con la cabeza y gesto impasible. — Nada en absoluto. Pero pensé que tal vez Thorin decidiría enviarla aquí como emisaria. Gandalf nos cuenta maravillas de ella cuando viene: dice que es una joven inteligente y elocuente, y que no sería desperdicio tener trato con ella.
Glóin asintió con lentitud, pero no añadió nada más. A pesar de la aparente pasividad de Elrond, había algo que le olía a chamusquina.
Brand terminó la última embestida con un suspiro de satisfacción, mientras las gotas de sudor resbalaban a través de su frente. Se dejó caer a un lado del colchón, respirando con dificultad, y posó una mano sobre la rodilla de su acompañante antes de preguntarle: — ¿Qué? ¿Te ha gustado?
La aludida, que era unos cuantos años menor que él, pareció volver a la realidad al escuchar la voz del hombre, pues hacía un rato que la actividad realizada por ambos había cesado de resultarle especialmente excitante o placentera; y, abriendo los ojos y volviéndose a un lado, dijo: — Oh, sí, sí; magnífico, Majestad.
Su acompañante, creyendo plenamente que las palabras de la mujer eran ciertas, se levantó de la cama con una sonrisa de satisfacción en el rostro y se aproximó a la silla donde había dejado colgada su ropa.
— Bueno, Frella — continuó hablando mientras pasaba una pierna por el agujero derecho de sus calzones; — no es que sea mi intención desanimarte, pero algún día este jueguecito que hay entre ambos deberá acabar.
La aludida alzó entonces una ceja, aún completamente desnuda, y señaló: — Es lo que lleváis diciendo los tres últimos meses, mi Señor.
— Cierto — volvió a sonreír el Rey, ya calzado de cintura para abajo, mientras se aproximaba al lado de su compañera de aventuras para acariciarle las mejillas con un intento de cariño: — Pero vuestra belleza me lo impide, querida.
La mujer hizo el esfuerzo para que su sonrisa no resultara irónica. No se creía en absoluto toda la palabrería del monarca: de hecho, llevaba ya algún tiempo pensando en cortar aquella relación por su cuenta; pero conocía el brusco genio del rey, y temía que pudiera tomar alguna represalia contra ella si se sentía ofendido. Además, debía admitir que se sentía muy atraída por aquel hombre que, aunque mayor, conservaba un físico nada desdeñable. Por eso, llegaba siempre a la conclusión de que era mejor esperar a que fuera Brand quien se cansara de ella; lo cual suponía no debía ser dentro de mucho, pues era evidente que no era la única mujer en la ciudad que compartía su rato con el heredero de Bardo.
— Guardáis muchos secretos ante mí, no obstante — paladeó Frella con aire místico, mientras paseaba la mano por el torso desnudo del rey, pues se divertía sonsacándole cotilleos de la Familia Real y jugando con su temple. — Como, por ejemplo, el que encierra este colgante…
Y, mientras decía esto, su mano subió hacia el esternón del monarca, sobre el cual descansaba un abalorio de bronce que pendía de una cadena colgada a su cuello. Brand nunca se despojaba de aquel accesorio en su compañía, y lo cierta es que la mujer se sentía extrañamente atraída hacia aquel objeto pequeño. De hecho, aunque pareciera una locura, a veces llegaba a pensar que era esa misma la razón por la que le costaba tanto alejarse del rey, y pensaba en él a menudo cuando llevaba varios días sin visitarla…
Pero la mano del soberano fue más rápida que la suya, y la agarró con fuerza antes de que Frella llegara siquiera a rozar el abalorio.
— Es una reliquia familiar — zanjó el rey, dando a entender que aquella conversación había llegado a su fin incluso antes de comenzar. — Y no me gusta que nadie más lo toque.
Frella, que tenía un modo de tomarse la vida bastante alejado del dramatismo, simplemente alejó la mano y añadió: — ¡Está bien, está bien! Menudos humos. Sólo hacía falta que me lo dijeras.
— Cuida tus formas, mercadera — murmuró Brand con su habitual voz grave y gutural. — Te recuerdo que estás ante la presencia de tu Rey.
— Sí, bueno — sonrió complacida la mujer, poniéndose de rodillas sobre el colchón y pasando los brazos por detrás del cuello del monarca; — y también recuerdo que es mi airada lengua la razón por la que seguís visitándome. ¿Me equivoco acaso?
Y el rey dejó escapar una media sonrisa complacida, posando sus manos sobre los glúteos sudorosos de su acompañante. — Tienes razón. Me gustan tus tercos modales. Para mujeres recatadas y acongojadas ya tengo a mi esposa.
— No me gusta hablar de la reina — negó Frella con la cabeza mientras se alejaba del tacto del rey y posaba los pies sobre el suelo; pues sabía que la esposa de Brand era buena y tenía un corazón noble, y no disfrutaba escuchando a su marido criticarla en su presencia; algo que, como había ido aprendiendo durante aquellas semanas, gustaba mucho de hacer.
La mujer se aproximó a su humilde armario y extrajo de él unas bragas y una camisola blanca, así como un vestido marrón que dejó sobre la cama para ponérselo después. Ambos, rey y ciudadana, terminaron de vestirse en silencio, mientras la luz del sol entraba cada vez con más intensidad en la habitación de la dueña de la casa. Su morada daba en dirección al oeste, por lo que Brand supuso que ya debía estar atardeciendo.
— Es tarde — confirmó el monarca una vez hubo mirado por la ventana. — Me he retrasado más de la cuenta hoy. He de irme presto.
— Como queráis — asintió Frella, terminando de ajustarse una diadema a la cabeza. — Os acompaño a la puerta. Y, por favor, no olvidéis la capa.
Brand alzó una de sus cejas de forma escéptica y agarró la última prenda que quedaba colgada sobre la silla. — Siempre insistís en lo mismo. ¿Tanto miedo os causa que vuestros vecinos puedan reconocerme?
— No me gustaría ser conocida como la querida del rey, Majestad.
— Oh, no os preocupéis, hermosa — soltó él una carcajada; y, girándose, agarró de nuevo el rostro de Frella con una de sus grandes manos, y añadió: — Ni siquiera sois mi querida.
La mujer se quedó estupefacta entonces, observando cómo el monarca continuaba su camino impasible hacia la puerta trasera de la casa; hasta que meneó la cabeza para sí y decidió continuarlo.
— No es necesario que me acompañéis, de todas formas — continuó hablando Brand. — Conozco el camino de sobra.
— Me siento más cómoda haciéndolo, no obstante — replicó la humana, pues aquel último comentario la había ofendido sobremanera. — ¿Algún problema?
— Ninguno en absoluto — sonrió el rey. — En fin, querida, nos vemos la semana que viene.
— Nos veremos — asintió Frella, aunque con un tono de voz que no parecía dejar sus intenciones muy claras.
Y, tras depositar un casto beso en la mejilla de la muchacha, el rey se colocó bien la capa sobre los hombros y abrió la puerta de la casa. Mientras él se alejaba, Frella asomó ligeramente la cabeza para cerciorarse de que no había nadie cerca que pudiera reconocer al rey; algo improbable, pues su puerta trasera daba a un angosto callejón que limitaba con la muralla de la ciudad a menos de tres palmos, y por ahí no solía transitar persona alguna.
Y, a la vez que observaba a la oscura silueta del monarca alejarse dando tumbos calle arriba, pensó para sí que no volvería a dejarle entrar; pero sabía que era mentira. "Es un cabrón" — pensó para sí, "pero tiene buena maña. Además, suele follar bien".
El rey Brand continuó su camino a través de calles ni muy transitadas ni muy desoladas, pues suponía que podía llamar la atención en cualquiera de los dos casos. Siempre que salía de la casa de alguna de sus amantes solía colocarse la capa de forma que le cubriera el rostro, pero al llegar a las calles principales bajaba la capucha y dejaba que la gente lo reconociera; pues de cualquier forma era menos llamativo verlo a él paseando de un lado a otro por su propia ciudad que a un extraño totalmente oculto bajo una toga.
De una manera u otra, era ya un secreto a voces desde hacía varios años que el rey disfrutaba de una vida "activa" al margen de su matrimonio; eran habladurías, obviamente, pues nadie se atrevía a señalar a voz en alto al rey Brand ni a culparlo de adulterio, pero era un secreto a voces que coexistía en la vida ordinaria de Valle. Él no era un necio, y sabía que las mujeres que aceptaban su compañía no disfrutaban de su carácter ni de sus formas, pero de alguna u otra forma siempre conseguía mantenerlas a su vera; como bien hacía con su esposa. Era un hombre atractivo desde su juventud, así como elocuente y carismático, a pesar de su temperamento iracundo, y sabía beneficiarse de él para los asuntos que le incumbían. Además, ni en Valle ni en Esgaroth existían burdeles, pues desde la reconquista de Erebor por los Enanos el nuevo reino de los Hombres gozaba de una nada desdeñable prosperidad económica, y tanto su abuelo Bardo como su padre Bain se habían preocupado de que ninguna mujer tuviera la necesidad de vender su cuerpo por dinero; así que no le quedaba otra opción que buscarse la vida mediante sus "encantos".
La vida en la ciudad de Valle bullía con su habitual ajetreo, a pesar de estar cerca el anochecer: los comerciantes vendían en sus puestos ambulantes situados en las calles, intercambiando por monedas de oro desde telas y utensilios de orfebrería hasta piedras preciosas provenientes de Erebor, e incluso alguna que otra botella de vino de Dorwinion. El olor a los últimos bollos y pasteles preparados por los pasteleros impregnaba el olor del aire, que se entremezclaba con el dulce proveniente del tomillo, la manzanilla y la salvia, y de los olmos y de las encinas que rodeaban la ciudad. Tras la muerte de Smaug, Bardo el Matadragones había sido coronado no Señor, sino Rey de Valle, pues se había anexionado el territorio de la ciudad de Lago a sus dominios. Ahora, ambos enclaves gozaban de riquezas suficientes para vivir, y sus gentes vivían en paz y en prosperidad, pues eran urbes pequeñas y alejadas de todos los vaivenes y rivalidades que solían existir en los reinos del suroeste. Sólo contaban con la inagotable tensión existente entre el reino de los Enanos y el de los Elfos del Bosque, pero a la vez se sentían protegidos por ellos, pues los reyes se habían ganado la amistad y la confianza personal tanto de Thorin como de Thranduil, y la seguridad de tener a dos de los mayores ejércitos de la Tierra Media como aliados no era despreciable.
Así pues, la vida transcurría tranquila para los Hombres y las Mujeres de aquella tierra alejada de los territorios de sus parientes. Brand gozaba de una estabilidad política afianzada por su padre y por su abuelo, y sus escasas preocupaciones como monarca se limitaban a algunas leves rencillas que de vez en cuando salían a la luz con las enanas que acudían a comerciar a su tierra, o a si las cosechas de trigo y de girasol habían sido buenas o malas aquel año, o si los pescadores de Esgaroth atravesaban por alguna mala racha. Y él disfrutaba de aquella tranquilidad, pero era a su vez hombre de acción, preparado e instruido para el combate en caso necesario, y a veces sentía que aquella aparente tranquilidad lo aburría sobremanera.
Y así, inmerso en sus pensamientos, llegó ante las paredes del palacete de Valle. Su abuelo Bardo nunca había llegado a reconstruirlo del todo, pues había antepuesto el bienestar de su pueblo a su propia comodidad; pero Bain había comenzado las obras a mitad de su mandato como rey, y la Familia Real se había trasladado a la edificación cuando Brand era joven. Éste estaba construido sobre el principal promontorio de la ciudad, y desde allí se podía estribar todo el valle en derredor: las colinas y las planicies sembradas, el Lago Largo al sur, e incluso los límites del Bosque Negro; y, al norte, la cercana silueta de la Montaña Solitaria. El palacete poseía un tejado abovedado y unas estancias amplias preparadas para la estancia de la Familia Real, así como un salón grande situado en la planta baja en el que se encontraba el trono del rey. Brand se sentía especialmente orgulloso de aquella construcción, creyendo que podrían existir pocas como ella en el resto de la Tierra Media, y durante su corto reinado se había dedicado a guarnecerla de nuevos lujos provenientes de la morada de los Enanos.
Brand llegó entonces a la puerta destinada a la entrada y salida de los miembros de la familia, situada bajo un arco y custodiada por dos guardias ataviados con las capas rojas y los cascos redondeados y recubiertos de piel. Estos le cedieron el paso apartando a un lado sus lanzas, y Brand entró en la que era su casa.
— ¡Nina! — exclamó el rey mientras dejaba su capa colgada sobre un perchero que quedaba al lado de la puerta; pues, aunque grande y amplio, el palacete por dentro poseía el aspecto de una casa normal y corriente, y cumplía aquella función. — ¿Dónde está esta mujer?
— Estoy aquí — lo sorprendió la voz de su esposa, que se había aproximado por el pasillo sin que él lo notara.
Brand observó brevemente la tez de su cónyuge. Nina había sido una mujer hermosa, y de hecho lo seguía siendo, a pesar de su ya madura edad. Sus cabellos castaños ya habían comenzado a plagarse de canas blanquecinas, y su piel se mostraba arrugada y languidecida; pero sus ojos pardos seguían reflejando aquel brillo tenaz que tanto la habían caracterizado desde su juventud. Era adusta y severa, y se había ganado la reverencia de su pueblo, que había pasado de considerarla una vecina más a una reina venerada.
— Llegas tarde — añadió la reina con su tono de voz grave; y, rodando un tanto los ojos por todo el cuerpo de su esposo, preguntó: — ¿Dónde has estado?
— Entrenando — murmuró de forma rápida Brand, posando de manera indolente un rápido beso sobre la mejilla de su mujer, de la misma forma que antes lo había hecho sobre con Frella. — ¿Está la cena lista ya?
— Sí, pero tus hijos aún no han vuelto — contestó la reina de forma escueta. — Y me gustaría gozar de alguna cena en familia, para variar.
— ¿Dónde andan, si puede saberse? — preguntó el rey mientras se quitaba las botas.
— Ella salió hace un par de días a cabalgar… no me preguntes a dónde. Y Bardo estará en el olivo, como de costumbre.
Brand elevó entonces los ojos al cielo, y comentó: — La mujer está librando batallas en el sur y el hombre está llorando a los muertos. ¿Qué he hecho mal?
Como bien había adivinado Nina, Bardo se encontraba arrodillado frente al olivo que descansaba en los jardines del palacete, sobre un promontorio elevado desde el que se observaba el resto de la ciudad. El sol estaba ya muy bajo, y su luz anaranjada proyectaba largas sombras que se alargaban hacia el este. Cuando el edificio aún estaba en ruinas, aquel jardín había sido el único lugar que el antiguo rey Bardo (de quien su bisnieto había heredado el nombre) se había decidido a arreglar, como un símbolo de la esperanza naciente para el pueblo de los Hombres. El ahora príncipe de Valle solía acudir mucho a la presencia de aquel olivo, pues aunque él nunca había llegado a conocer al abuelo de su padre, había escuchado muchas historias acerca de él, de su sentido de la valentía y de la justicia; y también había oído decir a muchas personas que el físico entre ambos, bisabuelo y bisnieto, era más que evidente.
El rey Bardo había plantado aquel olivo el mismo día que fue coronado, y fue la primera plata que germinó en aquella tierra, antes incluso que las múltiples cosechas que rodeaban los muros de la ciudad; y muy a menudo acudía a él en vida a medida que el árbol crecía, pues se sentía seguro y tranquilo bajo la sombra que proyectaba su retorcido y anudado tronco. Y, cuando finalmente la vejez lo hubo vencido, fue enterrado al lado de sus raíces. Una única lápida se erguía sobre la fosa en la que descansaban los huesos del venerado monarca: no hubo incineración, ni estatuas mortuorias, ni grandes sepulcros para Bardo el Matadragones: únicamente la paz de aquel lugar, el calor del aire y el sonido de los pájaros que se acercaban a picotear de las aceitunas durante el invierno. Nada más.
Y el hijo de Brand muy a menudo acudía al lugar para mantener conversaciones con aquel rey al que no había conocido, pero de quien decían que había heredado su sentido de la justicia, su calma y su bondad. Y al lado justo de la tumba de su bisabuelo había otras dos lápidas con dos nombres distintos escritos en ellas: Báin se podía leer en la primera, y Layla en la segunda.
Báin, el segundo rey de Valle, había fallecido hacía ya once largos años, pero Bardo aún lo recordaba como si lo hubiera visto el día anterior. Amable, alegre y sensato, con su enorme sonrisa y sus cabellos rizados que siempre le hacían cosquillas cuando se aproximaba para alzarlo en brazos y besarlo. Bardo había amado mucho a Báin, así como había amado a la esposa de este: su abuela, Layla.
Layla había sido una panadera hasta el día en que Báin la conoció y comenzó a entablar relación con ella. Siempre había llamado la atención en Valle, pues era muy distinta al resto de mujeres y hombres del lugar: lo común entre ellos era tener el pelo y los ojos castaños y una estatura no demasiado llamativa. Sin embargo, Layla había sido alta, con la piel pálida y el cabello rubio, y unos ojos azules que encerraban un brillo y una voluntad especiales. Su carácter era bondadoso como el de su esposo, pero mucho más airado y tenaz. Muchos de los hombres de la ciudad la habían considerado una bruja por este motivo, llegando a inventar historias sobre encantamientos y aquelarres que la mujer llevaba a cabo en su propia casa; pero Bardo le agradecía todo lo que le había dejado en herencia. Layla le había enseñado a través del ejemplo que una mujer puede ser igual de valerosa y de firme que un varón, y gracias a la proximidad de su ejemplo el príncipe había llegado a respetar a las féminas no desde la condescendencia, sino desde la empatía y la igualdad. Ese era el mejor legado, opinaba Bardo, que su abuela le había dejado.
Aunque sí que era cierto que Layla guardaba para sí muchos enigmas y misterios, y Bardo pensaba a menudo que ni siquiera Báin había llegado a conocerlos todos. Era una mujer que poseía un halo intrigante y trascendental alrededor de ella, un halo que Bardo nunca llegó a descifrar del todo. Sus orígenes habían sido humildes, pues sus padres se habían criado en Esgaroth como simples pescadores, pero había algo más antiguo que escondían su mirada y en su semblante.
Removiendo la cabeza para alejar aquellos pensamientos, el príncipe de Valle dejó la amapola que había sostenido hasta aquel momento en su mano entre las tumbas de su abuelo y de su abuela.
— Os echo de menos — susurró mientras se ponía en pie. — Siempre os tengo en mi mente.
Layla había fallecido hacía cinco años, y los más cercanos a ella pensaban que había sido una especie de muerte voluntaria, pues su salud era buena y los años la habían afectado poco. Simplemente se fue despidiendo de su hijo y de sus nietos a su propia manera, y una mañana amaneció como apaciblemente dormida. Se fue de manera silenciosa y en paz, como si pensara que ya había vivido lo suficiente y que sus años habían sido buenos.
Bardo volvió su cabeza hacia las otras tres lápidas que descansaban al otro lado de la de su padre. Correspondían a las de sus dos tías y a la del esposo de una de ellas. Sigrid se había casado siendo joven, pero el matrimonio nunca concibió hijos. Tilda, en cambio, permaneció soltera por voluntad propia hasta el día de su muerte. Había sido muy amiga de Layla, y la muerte de ésta fue un golpe duro para la hermana del antiguo rey, que ya era muy anciana. Había fallecido apenas dos años atrás. Ahora sólo quedaban Brand, sus dos hijos y su nieta. No había más descendientes.
Intentando alejar la congoja que a menudo sembraba su corazón, Bardo se dio la vuelta y volvió al palacete.
El príncipe entró en el hogar y subió a la planta que compartía con su esposa y su hija, pues el edificio estaba dividido en varias estancias internas, cada una destinada a la estancia de los distintos miembros de la familia.
— ¿Aenin? — entró el príncipe en la alcoba de su hija, llamando antes a la puerta. — ¿Dónde estás? Ya va siendo hora de tu baño, y no te creas que te vas a escap…
Sin embargo, sus palabras quedaron atascadas en su garganta, pues al entrar en la habitación vio a su hija de cinco años de pie sobre la cama, con una toalla cubriéndole el cuerpo y sus cabellos entre castaños y anaranjados aún húmedos y enredados; y a su lado estaba Álica, su esposa, intentando cepillar esa maraña con un peine de madera.
— ¡Padre! — exclamó la pequeña mientras alzaba los brazos al cielo. — ¡Te esperábamos!
— ¿Y eso? — inquirió el príncipe de manera curiosa, acercándose a la pareja y posando un beso sobre la mejilla de su esposa. — Pensaba que tu madre habría salido a cabalgar junto con Ella.
— Su madre se sentía indispuesta hoy — sonrió de manera pícara Álica, una mujer de semblante alegre y energético, ojos graciosos y cabello medio cobrizo. — Y ha decidido pasar la tarde con su hija en su lugar.
— ¿Dónde estabas, padre? — inquirió la pequeña Aenin sentándose sobre la cama.
— He ido a visitar a los abuelos, cariño — contestó el aludido mientras sacaba de los cajones de una cómoda la ropa que cama de su hija. — Y les he dado recuerdos de tu parte.
— No, el camisón no — detuvo Álica a su esposo. — Tu madre quiere que cenemos hoy en familia.
— ¿En serio? — bufó Bardo, volviendo a la cómoda para sacar otro vestido en su lugar. — Y¿de dónde ha sacado esa maravillosa idea?
— Pues, entre otras cosas, puede que haya pensado que a tu hija le agrade pasar tiempo con todos nosotros, para variar — comentó Álica mientras rodaba los ojos de forma disimulada hacia Aenin, quien sonreía de manera inocente y divertida sobre la cama, pues había heredado el carácter extravertido y despreocupado de su madre. Bardo asintió para sí, y captando la indirecta contestó:
— Es cierto. Seguro que es buena idea.
Aunque de sobra sabía que no lo era en absoluto.
Así pues, el matrimonio bajó con su hija hacia el comedor común; una sala que se usaba muy de cuando en cuando, pues los miembros de la familia solían vivir de manera independiente en sus departamentos propios. A su vez, los únicos sirvientes de que disponían eran los que componían el servicio de cocina, pues todos preferían llevar sus propias vidas de la manera más autónoma posible y sin complicaciones extra; esa era la razón por la que Bardo y Álica se encargaban del cuidado de su propia hija en persona. A Álica también le gustaba cocinar por su cuenta, pues lo había hecho con gusto cuando ella vivía en su propia casa antes de casarse, pero para las escasas ocasiones en que la Familia Real decidía reunirse para cenar era más cómodo para todos que la opulenta comida estuviera ya preparada.
Cuando llegaron a la sala, vieron que Brand estaba ya sentado a la mesa, y que Nina los esperaba al lado de éste, de pie y totalmente erguida, con las manos enlazadas bajo el vientre.
— Llegáis tarde — comunicó de manera seria, pero el rostro se le iluminó al ver aparecer a su nietecita vestida de una manera tan elegante para ver a sus mayores.
— Ve y le das un beso a la abuela, anda — le dijo Bardo a su hija acariciándole el cabello; y volviéndose hacia su madre le dijo: — Perdón, ha sido culpa mía. Me he retrasado un poco.
— Nosotras también nos hemos entretenido con el baño — añadió Álica; pero Nina ya no los escuchaba, pues se relamía entre los múltiples besos de su cariñosa nieta. Sin embargo, Brand continuaba con su expresión adusta en el rostro, y cuando Aenin se giró hacia él bajó la mirada y lo ignoró, pues su abuelo no le caía muy en gracia.
— Sentaos — ordenó el rey, que tampoco se había mostrado muy dolido ante la pasividad de la niña. — La cena se enfría. Hay sopa de cebolla y venado al horno.
Los tres individuos se sentaron en sus respectivos lugares: Bardo al lado de su padre, Álica más a su derecha y Aenin entre ambos. Mientras la madre posaba una servilleta sobre las piernas de su hija, Brand volvió a hablar:
— Tu hermana no nos hace el placer de honrarnos con su presencia. ¿Sabes dónde puede estar?
Bardo giró la cabeza automáticamente hacia Álica, pues si había alguien que podía conocer el paradero de Ella era ella. Pero la mujer negó y dijo: — Lo ignoro. Simplemente me dijo que iba a ausentarse para cabalgar.
— Oh, maldita cría — murmuró el rey. — No hace más que deshonrarnos con sus formas.
Ni Álica ni Bardo añadieron nada. Ambos sentían una profunda antipatía hacia el rey (sí, incluido su propio hijo, que hacía mucho tiempo que había cesado en sus intentos de mantener una buena relación con el monarca), pero la mayoría de veces no entraban en discusión porque sabían que era como darse con una pared. La única que muy a menudo plantaba cara a Brand era Ella.
— Volverá pronto — se encogió de hombros Bardo, mientras desmenuzaba con el tenedor y el cuchillo la carne del plato de su hija. Sin embargo, Brand, que siempre parecía tener una opinión sobre cada cosa, objetó:
— ¿Aún le cortas la carne a tu niña? ¿Para qué está su madre, si puede saberse?
Y Bardo dirigió una mirada impregnada de ira hacia su padre, y la devolvió de nuevo hacia Álica, preguntándole si era mejor entrar en discusión con el rey o dejarlo pasar. Con el ceño fruncido, la mujer tomó los cubiertos por su cuenta y retomó la labor que había comenzado su esposo; pero ambos decidieron de manera silenciosa que no volverían a cenar en compañía de los reyes en una buena temporada. Aenin también calló, pero sus infantiles ojos destilaban la misma furia que los de sus padres.
La familia continuó con la cena en silencio, pues sentían que había pocos temas de los que pudieran hablar en conjunto; pero cuando ya habían acabado el primer plato y llevaban la mitad del segundo, una nueva figura entró de manera ruidosa en la habitación, cubierta con una larga capa de viaje marrón y con el cabello castaño revuelto y sucio. Pero cuando la capucha fue retirada de su rostro, dejó a la luz a una mujer de gran altura y unos fieros ojos azules.
— ¡Tía Ella! — exclamó la pequeña Aenin brincando de su asiento y saltando hacia los brazos de la recién llegada, quien la aupó con facilidad y la hizo volar por los aires.
— Aenin, ¿¡qué hemos dicho muchas veces!? — exclamó la reina Nina en un tono de voz muy poco habitual en ella, pues no solía gritar. — ¡Esas no son formas de comportarse a mitad de la cena!
— Ohh — rodó lo ojos la recibidora de tal muestra de cariño, dejando a la niña de vuelta en el suelo. — Anda, sigue comiendo. La abuela ya está con sus manías.
— ¡No son…!
— Por favor, madre — alzó un brazo la princesa de Valle, — llego cansada y deseo reponer fuerzas. Seguiremos con los protocolos de compostura más tarde.
— ¿Así es como te diriges a la reina? — inquirió Brand, levantándose de su asiento de manera repentina; pero, lejos de amilanarse, su hija le dio la cara.
Ella era la hermana melliza de Bardo, y ambos eran muy distintos; de hecho, más que distintos, eran opuestos. Bardo era introvertido, reservado y meditabundo, siempre dispuesto a apaciguar una disputa incluso antes de que comenzara. Pero Ella era energética, dinámica y confrontadora, y no toleraba que nadie osara pisotear a menos de tres leguas de su sombra. Era tan alta como su padre, y aunque el resto del físico era muy similar al del resto de mujeres de Valle, había heredado de su abuela Layla sus ojos azules, así como el temple que éstos encerraban. No obstante, aquel temple muy a menudo se tornaba en ira. Era la única persona capaz de plantar cara al rey Brand, pero lo parecido de sus temperamentos ocasionaban múltiples peleas dentro del hogar. Por eso siempre era mejor que cada miembro de la familia viviera su vida por separado.
— Repito: estoy cansada y deseo reponer fuerzas — fue lo único que añadió Ella, con su habitual fuego crepitando tras los azules iris. Y, dicho aquello, tomó asiento al lado de su cuñada, posándose lo más lejana posible a sus dos progenitores.
— Déjala — musitó Nina a su esposo, temiéndose una nueva disputa entre ambos. — Tengamos la cena en paz. Además, tiene razón: volverá hambrienta.
— No volvería hambrienta si no se pasara días enteros fuera — gruñó Brand — como un hombre de los bajos fondos, errando sin camino y sin el consentimiento de su rey. Rezo todas las noches por el día en que consigas un marido que te adecente.
— Puedes seguir rezando. Sería un milagro — contestó Ella sin inmutarse mientras le hincaba el diente a un trozo de venado. Al sentir cómo se deshacía la carne en su boca, abrió mucho los ojos, y añadió: — Está rico esto. ¿Proviene del Bosque?
— Así es — asintió Brand. — Eso es lo que hacemos los reyes: establecemos relaciones con otros reinos. Algo que deberías aprender bien en vez de andar por ahí dando botes sobre un caballo sin rumbo.
— Bueno — se limpió Ella la boca con una servilleta, — lamento que mis "botes sin rumbo" me hayan llevado al Bosque mismo.
Un silencio se abrió paso entonces en el comedor, y todos los comensales se quedaron mirando muy fijamente a Ella, quien sonreía ahora con satisfacción mientras seguía saciando a su estómago.
— ¿Has estado en el Bosque Negro? — alzó una ceja Brand, cuya voz estaba ahora impregnada de una improvista curiosidad.
— Ajá — asintió la aludida. — Y esperaba que os interesaran las nuevas.
— Basta — interrumpió Nina, poniéndose en pie. — Tu padre tiene razón, Ella: no es propio de una princesa el acudir sola a esos lares oscuros una y otra vez. Ni tampoco — añadió, girando la cabeza hacia su esposo con un gesto de reproche — lo es de su padre consentírselo a pesar de las riñas.
— Bueno, algo bueno tendremos que sacar de las ocurrencias de la chiquilla, ¿no crees? — elevó las manos Brand, que de pronto se mostraba muy conciliador.
— Haced lo que gustéis — frunció Nina los labios, — pero yo no deseo saber nada al respecto. Álica, por favor, llévate a la niña a acostar. Es tarde y no debería escuchar estas historias.
La princesa consorte fue a abrir la boca para protestar, pues ella también deseaba conocer las nuevas que traía su cuñada de primera mano; pero sabiendo que era inútil quejarse, tomó a la pequeña con un suspiro de resignación y se la llevó de la mano.
— Venga, Aenin — le dijo. — Vayamos con la abuela, anda.
Y las tres mujeres desaparecieron del comedor.
Pero Ella se colocó en el anterior puesto que había ocupado su cuñada, sentada al lado de su hermano, y comenzó a contar:
— He estado con los Hombres del Bosque.
— ¿Y qué noticias se traen? — inquirió Brand, deseoso de conocer las nuevas de aquellos parajes del sur.
— Dicen que los ataques a los orcos son cada vez más frecuentes — frunció el ceño Ella. — No son tan habituales como antaño, cuando aún existían las arañas y las demás criaturas; pero se están acrecentando. De hecho, los he notado bastante desmejorados y desanimados.
Brand permaneció en silencio durante un largo rato, y finalmente asintió: — Entonces… ¿el brujo del sur ha vuelto a su fortaleza?
— Lo ignoro — se encogió de hombros Ella, — pero desearía ayudarlos.
— Ah, no — la interrumpió Brand alzando la mano. — Ya sé por dónde vas. Nadie se va a mover de esta ciudad.
— Pero ¿¡por qué no!? — inquirió la mujer, dando un golpe sobre la mesa. — ¡Son nuestros parientes!
— Nuestros parientes lejanos — corrigió el rey. — Y su territorio es lejano. Que Thranduil se encargue de limpiar el bosque. Se le da bastante bien.
— ¡Thranduil solo se ocupa de su territorio! Le da igual lo que ocurra al sur de las Montañas del Bosque. Si me permitieras, acudiría con varios de mis hombres y mujeres…
— ¿Tus hombres y mujeres? — alzó Brand una ceja de forma sarcástica. — Por favor, Ella: somos un pueblo de tenderos, mercaderes y campesinos. Seguro que puedo contar menos de tres veces los dedos de mis manos si llego a enumerar la cantidad de adiestrados para las armas que hay entre estas murallas. Los hombres del Bosque llevan años haciendo frente a los peligros que se esconden en su floresta: sabrán hacer frente a lo que se les ponga por delante mucho mejor que nosotros.
— No todos son capaces — frunció el ceño la princesa. — Seguramente muchos de ellos acudan a nosotros pidiendo refugio, como ya hicieron en el pasado, cuando las arañas comenzaron a aparecer.
— Y nosotros los recibiremos con los brazos abiertos — manifestó el rey, evocando el mismo gesto de manera literal. — Nunca vienen de más nuevos brazos para trabajar. Pero no ocurrirá a la inversa, ¿entendido? Nadie va a desplazarse al sureste. Es mi última palabra.
Y Ella se cruzó de brazos en actitud enfadada, pero el fuego que empañaba sus ojos no era lo suficientemente fuerte como para preocuparse; de hecho, ocultaban una pequeña chispa divertida, y su voz sonó melosa cuando dijo: — ¿Y qué me decís de los viajeros extranjeros que lo atraviesan?
Brand dejó entonces caer su tenedor sobre el plato, y abrió mucho los ojos al preguntar: — ¿Qué viajeros extranjeros?
Y Ella giró su cabeza en dirección a su hermano con una sonrisa llena de sorna; y Bardo, que hasta entonces había permanecido en silencio, rodó los ojos al cielo y suspiró: — Hace un par de semanas, una pequeña comitiva de Enanos provenientes de Erebor hizo pie en la ciudad para abastecerse de pieles y enseres para el camino.
— ¿Camino? ¿Qué camino?
El príncipe se levantó entonces de manera resignada y acudió a la habitación contigua, mientras explicaba en voz alta: — Teniendo en cuenta que soy el único en esta familia que se preocupa por la burocracia y los asuntos menos estimulantes, no es raro que sólo yo conozca estos detalles. — Y, rebuscando entre un cajón que guardaba varios documentos, extrajo del mismo un folio de papel en el que quedaba constancia de los productos adquiridos por los viajeros y de su paso por la ciudad.
Bardo volvió a la habitación y enseñó el documento a su padre. — Los guardias solicitaron la firma al efectuar el trueque, como solemos hacer con los habitantes de Erebor. No quisieron añadir más detalles de su viaje, pero se disponían a cruzar el camino del Bosque Negro.
Y Brand alzó la mirada hacia su hijo, y la devolvió de nuevo hacia su hija. — ¿Y por qué no me lo habías contado, si puede saberse?
— ¿Desde cuándo te interesan los temas comerciales que se ejecutan a pequeña escala? — se quejó Bardo, volviendo a sentarse sobre tu sitio. — "Tú te ocupas del trigo y la miel y yo de las importaciones hacia el Bosque y hacia la Montaña." Es lo que siempre dices.
— ¡Pero no cuando hay Enanos metidos de por medio!
— Lo siento — se encogió de hombros el hijo. — Deberías haber sido más explícito. Y tú ¿cómo te has enterado, si puede saberse? — preguntó a su hermana, con gesto extrañado.
— Puede que no me guste jugar a los tenderos tanto como a ti, hermanito — se burló Ella, — pero tengo oídos en la ciudad.
— Y ¿alguno sabéis el motivo por el que los enanos se dirigían al Bosque?
Ambos hijos negaron con la cabeza, y observaron (con cierto deleite) cómo el rostro de su padre se iba tornando rojo de ira. Mientras que el antiguo rey Bardo y su hijo Báin habían sido conocidos por su estrechas relaciones mantenidas con Thorin y con Thranduil (sobre todo con este último), el rey Brand no compartía de las mismas simpatías. Comerciaba con ambos territorios, pero sus relaciones personales eran mucho más frías y escasas con ambos monarcas. Muy especialmente, el rey del Bosque parecía sentir una notable animadversión hacia él, y era una tara que al señor de Valle le llenaba de vergüenza.
— Me lo temía — murmuró Brand, levantándose de la silla y recorriendo la habitación de un extremo a otro con las manos unidas a la espalda. — Mira que lo he pensado veces. ¿Qué os apostáis que Thorin y Thranduil están llevando a cabo tratos a mis espaldas?
— Lo veo improbable — contestó Bardo, mientras intentaba guardar la risa que le producía ver a su padre en ese estado.
— ¡Me toman por imbécil! — exclamó Brand soltanto un puño sobre la mesa. — No me toman en serio. La posición heredada por parte de mi abuelo se ve ofendida de esta manera… ¿Acaso no recuerdan a Bardo el Matadragones?
Ella fue a contestar algo, pero su hermano la detuvo con una patada por debajo de la mesa, pues no era buena idea hacer comparaciones entre Brand y su venerado abuelo.
— Y además, ¡mi cumpleaños es ya mismo! — exclamó el rey, mientras continuaba con su monólogo. — A finales de este mismo mes. ¿Y he recibido felicitación alguna? ¿Una muestra de reverencia?
— Pues organiza una fiesta — murmuró Bardo para sí, a la vez que doblaba la hoja para volverla a guardar en su sitio.
Sin embargo, el sonido de los pasos de su padre se detuvo en aquel momento, y los ojos del monarca se dirigieron hacia su hijo con un brillo especial.
— Eso es — musitó. — ¿Cómo no se me había ocurrido antes?
— Espera, ¿qué? — inquirió Bardo, como dándose cuenta del error que acababa de cometer.
— ¡Una fiesta! Así volveré a ponerme en el mapa.
Ella y Bardo se dirigieron una mutua mirada de consternación, y la hija dijo: — Por favor, dime que no hablas en serio.
— Invitaré a los enanos y a los elfos — asintió Brand, hablando para sí más que para sus hijos. — Y qué demonios, a los de las Montañas de Hierro también. Así tomarán con respeto al heredero de Bardo.
— Espera, espera, espera — alzó la mano Bardo. — ¿Tienes pensado reunir a los Enanos y a los Elfos bajo nuestros muros? Padre, ¿estás seguro de que es buena idea?
— Completamente seguro — asintió el rey con porte orgulloso. — ¿Por qué no debería estarlo?
— ¿Comenzamos por el principio? — alzó Ella una ceja. — ¿Pretendes que el salón del trono se convierta en una barricada a dos bandas?
— Por favor, Ella, no seas exagerada. Nada que un poco de cerveza y vino no pueda solucionar.
Pero la princesa dirigió una iracunda mirada a su hermano, y la susurró: — Es que llegas a ser más tonto y no naces.
Más tarde, cuando ya era por la noche, Bardo subió hacia los departamentos que compartía con su esposa y con su hija con un suspiro de alivio. Mientras atravesaba el pasillo enmoquetado, se detuvo ante la puerta de la habitación de Aenin. Abriéndola con cuidado, observó que la luz de la vela ya había sido apagada hacía bastante rato, y que la niña dormía plácidamente abrazada a su peluche favorito.
Con un gesto de ternura en la mirada, Bardo entró en la alcoba y se aproximó al lecho acariciando el cabello de la pequeña que roncaba sin reparos.
— Buenas noches, princesita — la despidió con un beso depositado en su frente, y le recolocó bien las mantas antes de salir de la habitación y cerrar de nuevo la puerta.
Una vez hecho esto, Bardo se dirigió hacia la estancia que compartía con su esposa, y vio que ésta ya estaba sentada sobre la cama, con el camisón puesto y leyendo un libro, mientras el fuego crepitaba en el hogar frente a ella.
— ¿Puedo pasar? — preguntó el príncipe golpeando con los nudillos sobre la puerta ya abierta.
— ¿Qué? Oh, sí, claro — asintió Álica una vez hubo advertido su presencia. — Pasa. Siempre que no vengas a tratar conmigo temas impropios de mujeres, claro está. En ese caso, me retiraré para dejarte la habitación para ti solito.
Bardo suspiró para sí y se dejó caer en la cama, al lado de su cónyuge.
— Lo siento — se disculpó. — Sabes cómo son mis padres…
— Sí, lo sé — asintió Álica sin desviar la mirada de su lectura. — Y también sé que mi paciencia tiene un límite, Bardo. No voy a permanecer callada siempre.
— Lo sé — asintió el aludido. — Lo lamento de veras. A mí también se me hace difícil aguantarlos.
La mujer despegó al fin los ojos de las páginas del libro, y preguntó a su esposo: — ¿Puedo saber ya sobre el motivo que me ha obligado a dejar la cena a mitad?
Bardo arqueó el ceño, y contestó: — Nada que no sepas ya. Mi hermana ha visitado a los Hombres del Bosque.
Álica asintió con comprensión, pues ella misma había acompañado a su cuñada en más de una ocasión, y conocía la situación de sus parientes lejanos. — ¿Y qué ha dicho tu padre?
— Que no debemos hacer nada. Somos un pueblo humilde de gente de paz. Poco podemos aportar en sus luchas.
— Bueno, no suelo decir esto, pero estoy de acuerdo con tu padre. No nos conviene meternos en batallas ajenas. Podemos ayudarles con enseres y alimentos, pero en el uso de las armas no somos tan diestros.
Bardo asintió. Sabía que Álica y Ella, en compañía de otras personas de Valle y Esgaroth, solían acudir a menudo a la parte central del bosque para brindar apoyo en forma de comida, bebida y abrigo a las gentes que allí habitaban; todo esto, evidentemente, a espaldas del rey.
— Me produce mala espina todo este asunto — se sinceró el príncipe. — Sé que el Bosque Negro no ha gozado de paz en centurias, pero hay un ambiente en el aire que no me gusta un pelo.
— Lo sé — asintió Álica. — A mí tampoco.
Y ambos esposos permanecieron un largo rato en silencio, sin saber qué más decir.
— Bueno, y mucho me temo que tengo otras nuevas que darte — bufó finalmente el príncipe. — Peores que las del bosque, he de decir.
— Ah, ¿sí? — arqueó Álica una ceja de manera curiosa. — Y ¿de qué se trata, si puede saberse?
— Mi padre se ha enterado de la escala de los enanos en Valle hace dos semanas, y no se lo ha tomado muy a bien. Cree que Thorin y Thranduil están haciendo tratos sin tenerlo en cuenta, o algo así. Y ha tenido la maravillosa idea de organizar una fiesta para celebrar su próximo cumpleaños e invitar a todos los reyes a la redonda.
— ¿¡Qué!? — exclamó Álica, abriendo muchos los ojos y dejando caer el libro a un lado. — ¿Cómo? Cuéntamelo todo.
— No hay mucho más que contar — se encogió Bardo de hombros.
— Y ¿cómo se le ha ocurrido la idea? — quiso saber su esposa.
— Bueno… — enrojeció Bardo, llevándose la mano a la nuca, — tal vez se me ha ocurrido a mí.
Y Álica permaneció un rato en silencio, pero finalmente estalló en una sonora carcajada.
— ¿Se puede saber qué te hace tanta gracia? — objetó su esposo, visiblemente ofendido.
— Ay, Bardo, solo me hace gracia la situación — intentó contenerse ella, limpiándose una lágrima que se le escapaba del ojo con el dedo. — A lo mejor no es tan mala idea.
— ¿Que no es tan mala idea? — arqueó el príncipe una ceja.
— Oh, venga — se recompuso Álica sobre la cama, tapándose con las mantas. — ¿Qué es lo peor que podría ocurrir?
Bardo calló durante unos segundos, pero finalmente alzó la mano derecha en el aire: — Conoces al rey Thorin, ¿no es así?
— Alguna vez lo he visto, sí — asintió su esposa.
— Y también estás relacionada con el carácter del rey Thranduil — alzó Bardo la otra mano, — ¿verdad?
Y Álica tragó saliva, como dándose cuenta de la situación. — Ajá.
— Pues… — murmuró su esposo, juntando ambas manos en una sonora palmada, — este bocado nos lo vamos a comer nosotros.
— Bueno — chasqueó Álica la lengua, — tendremos que aguantar estoicamente.
— Qué fácil se te hace — gruñó Bardo, dejando caer la cabeza sobre el cabecero de la cama. — Pero adivina sobre quién caerá el marrón cuando los puños vuelen.
— Oh, cariño, no seas así — le dio ella un golpe en el hombro. — Tienes que aprender a ser más asertivo, Bardo. No puedes limitarte a contentar a los demás siempre.
— Disculpa — rodó él los ojos, — no todos nacemos con carisma natural, como tú.
Álica dibujó entonces una tímida sonrisa en su rostro, y se aproximó al rostro de su esposo, dejando su nariz respingona a unos escasos centímetros de la de él.
— ¿Y tú? — le preguntó. — ¿Quieres conocer mi noticia?
— ¿Qué noticia?
— ¿No te preguntas la razón por la que no he acompañado a tu hermana en este viaje? — alzó Álica una ceja.
Y Bardo permaneció en silencio durante unos largos segundos, hasta que su rostro se iluminó con una luz especial.
— Un momento — se alzó del colchón con rapidez, — deja que haga cuentas…
— ¡No bromees! — exclamó la princesa consorte. — No me digas que no te has dado cuenta por ti mismo. Pensaba que lo intuías.
Pero Bardo negó con la cabeza, y dirigió sus manos al vientre de su esposa: — ¿Estás...?
Y ella asintió de forma energética, y Bardo soltó un grito de alegría y se abalanzó sobre ella, echándola sobre la cama.
— ¡Ay, Bardo, no seas bruto! — exclamó la mujer mientras lo golpeaba en el pecho. — No es bueno para el bebé.
— Pero… ¿desde cuándo lo sabes?
— Desde hace unos días — sonrió Álica. — Pero quería esperar a que tu hermana volviera para dar la noticia a todo el mundo. Pensamos que sería mejor así.
— ¿Pensamos? Un momento… ¿Ella lo sabe?
Y Álica se encogió de hombros de manera escueta, y contestó con un mohín de voz: — Debía ponerle una excusa para no acompañarla, Bardo. Sabes que se lo cuento casi todo.
— Oh, qué bonito — chasqueó la lengua él. — Osea, que mi hermana se entera de que voy a ser padre antes que yo mismo.
— ¡Oh, Bardo, me extasiáis! — exclamó Álica llevando los brazos al cielo. — ¿Cuándo vais a dejar tu hermana y tú esa estúpida rivalidad que sentís el uno por la otra? Estoy harta de sentirme como una bisagra entre ambos.
— Lo haremos cuando los cerdos vuelen — se cruzó él de brazos. — Y aparte de Ella, ¿lo sabe alguien más?
— Nadie — negó ella con la cabeza. — Y ya te aviso: ve preparando a tu madre para la noticia. No pienso quedarme encerrada en una habitación nueve meses. Estoy preñada, no enferma.
Y Bardo miró muy fijamente a su esposa, tras lo cual soltó una carcajada.
— Ay, Álica — dijo, — acabo de caer en que mi padre querrá aprovechar la ocasión de su fiesta para comunicar que va a tener un nuevo heredero.
Y la mujer rodó los ojos hacia el cielo, musitando para sí: — Van a ser unos meses muy largos.
¡Hola a todas!
Aquí dejo el sexto capítulo de la historia, el primero a partir del cual comenzarán a desarrollarse los acontecimientos importantes, y también el primero en el que conocemos a la Familia Real de Valle. Tenía un interés muy especial por presentaros a esta tropa, pues les tengo mucho cariño a todos (incluso a los personajes más deleznables, como Brand, desde mi punto de vista de autora) ya que creo que tienen unas personalidades muy individualizadas y dispares entre sí, y cuando se juntan es inevitable que surja una explosión. También tenía muchas ganas de describir la ciudad de Valle según me la imagino: como una pequeña urbe con un clima cálido en verano y frío en invierno y que se dedica al comercio y a la agricultura de plantaciones meridionales.
Y hemos conocido por oída de la existencia de los Hombres del Bosque. Estos vivían en la zona central del Bosque Negro, fuera de los límites del reino de Thranduil, durante la Tercera Edad del Sol. Eran parientes muy lejanos de los Humanos de Valle, y de hecho muchos huyeron del bosque hacia la ciudad cuando el Bosque comenzó a enfermar y las alimañas fueron desplazándose desde Sol Guldur al norte.
En el próximo capítulo nos iremos de fiesta, y éste estará dividido en dos debido a la extensión del mismo. Aún no sé si subiré uno después de otro o ambos a la vez, dependiendo de la disponibilidad de tiempo que tenga.
Y… *chtan chtan chtan*... tendremos el primer encuentro entre Thranduil y Herena, el cual ME MUERO por escribir (disculpadme mi pequeño momento fangirl, lo necesito).
Así que espero veros por aquí en la próxima con las mismas ganas e ilusión que yo ^^. ¡Muchas gracias por leer, votar y comentar! Nos leemos próximamente.
*Aiya es un saludo en Quenya, y no en Sindarin; por eso a los enanos les resultaba tan extraña su pronunciación.
