7

TEMARI

―Arriba. ―Tristan entró en mi dormitorio, donde estaba encadenada por el tobillo al poste metálico de la cama. En el poco tiempo que llevaba siendo una prisionera, me habían dispensado un trato de todo menos humano. Siempre tenía una cadena alrededor de una de mis extremidades y permanecía todo el día encerrada en mi dormitorio mientras Tristan estaba trabajando. No me daban de comer, y si me entraban ganas de hacer pis, tenía que aguantármelas durante todo el día. De lo contrario, me orinaba en la cama... en la que dormía.

Mi vida era una pesadilla.

No llevaba allí ni una semana, pero ya había olvidado qué se sentía siendo libre. No podía recordar la calidez del sol en mi rostro a primera hora de la mañana. No podía recordar la brisa entre mi pelo. Acababa de llegar a Grecia con Matsuri cuando secuestraron nuestro taxi y nos pusieron sacos sobre la cara. Me habían arrebatado salvajemente mi vida durante mi primer viaje lejos de casa.

Quería morirme.

¿Por qué continuaba resistiendo?

¿Conseguiría salir alguna vez de allí?

No sólo me habían violado docenas de veces, también me habían pegado como a un perro que se negara a obedecer. Me habían dado patadas en las costillas, puñetazos en la cara y pisotones como a un felpudo. Ya no tenía nombre. Ya no era una persona.

No era humana.

Siempre me había imaginado cómo perdería la virginidad. Era con un hombre al que amaba y era precioso. Pero mi primera vez había sido brutal. Se había enterrado en mí con dureza, rompiéndome el himen y follándome mientras yo contenía mis sollozos.

Tristan me fulminó con la mirada.

―He dicho que te levantes.

―¿No ves la cadena que tengo en el tobillo? ―Cada vez que me pasaba de lista, me daban un puñetazo en la cara. Pero a estas alturas ya era inmune al dolor, así que a la mierda.

Me agarró el tobillo, tirando de mí hasta el borde de la cama. En vez de un duro puñetazo, me cruzó la cara con el dorso de la mano. La piel me ardió al instante, y supe que tendría la marca de su mano durante el resto del día.

No emití sonido alguno. A él le gustaba saber que me hacía daño, así que yo hacía todo lo posible por ocultarlo. Me había arrebatado mi libertad, por lo que yo me negaba a aumentar la intensidad de sus orgasmos.

Me soltó la cadena metálica del pie y yo oculté mi alivio. Tenía la piel áspera y magullada por la constricción constante. Era imposible ponerse cómoda con el metal siempre clavándose en mi piel. El único momento en que me lo quitaban era cuando él venía a follarme.

Y cada una de las veces, yo sentía nauseas.

―Por última vez, levántate. ―Me abofeteó en medio de la cara, golpeándome en la nariz y en los ojos.

Me escocieron los ojos y noté un doloroso pinchazo en la nariz, pero no solté ni un gemido. Me bajé de la cama y me puse de pie, sintiéndome débil por llevar cuatro días sin una comida decente. Mi cuerpo empezaba a entrar en conmoción porque estaba gravemente deshidratada. Una migraña se había apoderado de mi cráneo en cuanto llegué allí.

―Buena chica. Escucha atentamente. ―Me agarró de la garganta, aunque era innecesario.

Le aparté la mano.

―Tienes mi atención. No hace falta que me agarres.

Me preparé para lo que venía.

Esta vez, me dio un puñetazo en la cara.

Empezó a sangrarme la nariz, y la sangre me goteó hasta la boca.

Me volvió a agarrar del cuello.

―Te voy a prestar a un amigo durante treinta y un días. Si intentas cualquier truco, será el final de tu amiga Matsuri.

No tenía manera de saber si me estaba diciendo la verdad. A Matsuri podían haberla vendido ya a un psicópata. O peor, a lo mejor ya estaba muerta. Pero si no cooperaba, su muerte estaba garantizada. Él me amenazaba con ello continuamente, obligándome a comportarme como un animal obediente.

–Lo sé.

―Si intentas escaparte, la torturaré primero.

No era la primera vez que profería aquella amenaza.

―¿A quién me vas a dar?

Sin previo aviso, me dio un fuerte puñetazo en el estómago. El aire abandonó mi cuerpo y caí al suelo, demasiado débil para mantenerme en pie.

―Las esclavas no hacen preguntas. ―Me agarró del pelo y me arrastró por el suelo de parqué.

Grité e intenté levantarme para aminorar el dolor que sentía en la cabeza, pero él se movía demasiado rápido. Mechones de pelo se iban soltando mientras él continuaba tirando como si fueran las riendas de un caballo.

Por fin me soltó cuando estuvimos en medio de la entrada. Estaba desnuda a la vista de todos aquellos hombres, sólo con unas bragas. Algunos de ellos se habían turnado para follarme, así que nos conocíamos.

―Arriba.

Esta vez no puse su paciencia a prueba. Me puse de pie, sintiéndome estremecer. El cabello me caía sobre el rostro, por lo que no podía ver a quién tenía delante, pero lo prefería de aquel modo. Quería enterrar la cabeza en la arena y fingir que nada de todo aquello estaba pasando.

Fingí que estaba en casa.

―Te veo en treinta y un días, Obito ―dijo Tristan.

¿Obito?

Me aparté el pelo de la cara y miré al hombre que había estado allí justo la noche anterior. Con unos profundos ojos negros de aspecto tan amable como terrorífico, se erguía cuan alto era llevando una camiseta negra. Lo había visto desnudo, cada centímetro de su masculinidad. Era diferente del resto, porque era atractivo. Tenía una bonita mandíbula, ojos firmes y una barba incipiente que nunca parecía desaparecer. Con más de metro ochenta, era el más alto de todos. También era el único hombre con quien me había topado que me había tratado con algo de amabilidad, así que lo veía de forma diferente al resto. Era el único que entendía el significado de la palabra no. Afirmaba no ser un hombre bueno, y probablemente fuera verdad.

Pero deseaba que no fuera tan malvado como habían sido ellos.

Me pregunté por qué Tristan me estaba prestando a alguien cuando se había apoderado de mí hacía sólo unos días. Me follaba a todas horas, acudiendo a mi dormitorio durante sus descansos del trabajo. Estaba obsesionado conmigo... aunque tuviera un modo curioso de demostrarlo.

―La quiero en las mismas condiciones en que está ahora... nada de huesos rotos. ―Me empujó hacia delante para acercarme a Obito.

Uno de sus hombres me ató las muñecas con una cuerda, aunque estaba claro que me resultaría imposible escaparme. Aunque huyera, no podría vivir conmigo misma si abandonaba a Matsuri. Podría ir a la policía y contarles todo lo que supiera, pero para entonces ya sería demasiado tarde. Estos tíos eran genios de los barrios bajos. Me habían dado a conocer un mundo que hasta entonces había sido afortunada de desconocer.

―Entendido. ―Obito se quitó la americana negra, exhibiendo su físico musculado con una camiseta negra ajustada. Me puso el grueso tejido sobre los hombros y me envolvió en la prenda, ocultando mi desnudez a las ávidas miradas de los enfermos pervertidos que me rodeaban.

Era la primera vez que alguien me ofrecía ropa, que alguien me trataba como a un ser humano, en vez de como a un animal. Quise llorar ante aquel gesto, porque significó mucho para mí. No era más que una chaqueta, algo que habría dado por descontado en mi vida anterior. Pero ahora, aquella chaqueta era un chaleco salvavidas en las aguas heladas.

―Consigue mi dinero, Tristan. ―Obito me puso las manos sobre los hombros y me condujo hacia la puerta delantera―. Sé que eres un hombre de palabra, pero más te vale no demostrar que me equivoco. ―Me condujo al exterior a través de las puertas delanteras y el sol me dio en la cara.

Me paré en seco y cerré los ojos, deseando sollozar ante aquella sensación que tanto había echado de menos. Si mantenía los ojos cerrados, me sentía realmente libre. El aire olía a las flores frescas del campo y pude reconocer la sal del mar en el aire.

Nada más que un instante de gozo, pero lo fue todo.

Obito me cogió por el codo.

―Muévete.

La dureza de su voz me trajo de vuelta a la realidad. No era libre en absoluto, sino que estaba siendo prestada a un hombre que tenía un trato de negocios con Tristan. Tristan había dicho que tendría que devolverme en treinta y un días.

En treinta y un días, volvería a aquel agujero infernal.

Obito prolongó el contacto a pesar de que yo no necesitaba que me guiara. Podía ver el coche justo delante de nosotros, y no tenía lugar al que escaparme, a menos que saltara por el acantilado y me hundiera en el océano. Y aunque lo hiciera, estaría condenando la vida de mi mejor amiga.

―No me toques. ―Me liberé y mantuve un metro de distancia entre nosotros, aferrándome a la chaqueta como si fuera la prenda más bonita que hubiera tenido nunca. Habría cambiado todo lo que tenía en el banco sólo por continuar cubierta de aquella manera. Iba sin zapatos, pero la chaqueta era lo bastante larga para taparme el trasero y la parte de atrás de los muslos.

Obito me miró con frialdad, ya sin demostrar diferencias con el resto de los hombres. Sus ojos negros no eran inocentes y su mandíbula estaba tensa de irritación. Podría haberme agarrado fácilmente por la nuca y haberme arrojado al suelo, pero no lo hizo.

Sólo por eso ya me parecía un buen tipo.

Llegó al coche el primero y me abrió la puerta del acompañante. Las ventanas estaban completamente tintadas de negro para que nadie pudiera ver el interior una vez cerradas las puertas. Igual que una sombra que ocultaba el sol, se quedó allí de pie como un nubarrón negro.

Yo no volví la vista a la casa en la que me habían mantenido cautiva. No quería volver a verle la cara a Tristan en mi vida, ni aquella nariz sólida y retorcida, ni ninguna otra parte de su feo rostro. Cuando me follaba como si yo fuera una puta en un burdel, el sudor le goteaba por la frente y me salpicaba en la cara. Mi pesadilla no había durado mucho, pero ya me había jodido seriamente la cabeza. Hasta si lograba escapar, necesitaría una cantidad considerable de terapia para arreglar mi estado.

Me senté en el asiento del acompañante y saboreé el sonido de la puerta al cerrarse. Por fin estaba fuera del alcance de las garras de Tristan. Ya no podría clavarme su erección en la garganta y obligarme a tragarme su semen apuntándome con una pistola en la frente. No podría apuñalarme con un cuchillo para mantequilla mientras me obligaba a verlo cenar muerta de hambre. Obito era un criminal, pero era una alternativa mucho mejor al psicópata que quedaba a mis espaldas.

Obito se metió en el coche y arrancó el motor. Cobró vida y vibró potentemente.

Yo no miré por la ventana. Sólo quería que condujera, que me sacara de allí a toda leche. Me abracé el pecho con los brazos, intentando no temblar. Una marea de lágrimas me abrasaba detrás de los ojos, por lo aliviada que me sentía de dejar atrás aquella pesadilla. Me asustaba el lugar al que me dirigía, pero me daba mucho más miedo quedarme. Me negué a dejar salir las lágrimas delante de Obito. Había aprendido con rapidez que a los hombres les encantaba contemplar el sufrimiento. Nada les gustaba más que verme sufrir y suplicar piedad. Se les empalmaba dentro de los vaqueros.

Así que mantuve toda mi rabia bien encerrada dentro del pecho.

Por fin, Obito pisó el acelerador y nos marchamos.

Gracias a Dios.

Me recoloqué en el asiento y miré por la ventana, contemplando el bello Mediterráneo que siempre había querido ver. Ahora lo estaba mirando... como una esclava. No llevaba puesto el cinturón de seguridad, porque mi seguridad no me preocupaba. Si Obito se estampaba contra un edificio y nos mataba a los dos, me consideraría una mujer con suerte.

Con mucha maldita suerte.

ENTRAMOS EN LA HABITACIÓN DEL HOTEL DONDE SE HOSPEDABA. A JUZGAR por su maleta en una esquina y por la camiseta que colgaba del respaldo de una silla, llevaba allí algunos días. Era un lugar bonito, definitivamente lujoso y caro.

Yo sabía que tenía mucho dinero. Se advertía sólo en su forma de moverse. Al caer prisionera, había aprendido a observar a la gente en busca de pistas sobre sus comportamientos. Era una estrategia de supervivencia que había aprendido con rapidez.

―Aséate. ―Se dirigió al escritorio y se sentó. Su Mac plateado estaba encima, así que lo abrió y lo tocó con el dedo para encender la pantalla―. Yo me ocuparé del vuelo.

Yo esperaba que quisiera follarme en cuanto se cerrase la puerta, pero apenas me había mirado un par de veces, como si no significara nada para él. No me emocioné demasiado por ello. No me habría aceptado en el intercambio si no fuese a utilizarme para algo. Yo no me había duchado desde el día en el que me habían puesto un saco sobre la cabeza y estaba muerta de calor. Me sentía sucia en más de una manera, y la idea de darme una ducha me provocó escalofríos en la columna.

―Gracias...

Él estaba a punto de teclear algo cuando giró la cabeza para mirarme. Con una expresión inescrutable, sus rasgos daban la impresión de estar esculpidos en piedra.

Yo me di cuenta de lo que acababa de decir, y de lo ridículo que era. Me había rebajado a un nivel despreciable, mostrándome agradecida por la oportunidad de bañarme como un ser humano normal. Era algo que no tendría que haber dicho nunca, y deseé poder retirarlo en cuanto lo dije.

Obito continuó mirándome fijamente con ojos fríos e inexpresivos.

Yo no me sometí a aquella mirada durante más tiempo y me metí en el cuarto de baño. Me puse debajo del agua caliente y cerré los ojos, desprendiéndome por fin de toda la suciedad y la grasa que se habían acumulado debajo de mis uñas y en las raíces del pelo. Me lavé la peor suciedad de todas: los residuos de Tristan.

Me froté fuertemente la piel con una esponja, deshaciéndome de cualquier rastro de haber sido tocada contra mi voluntad. Pero por fuerte que frotara, no podría eliminar las cicatrices y las magulladuras que ahora formaban parte de mi anatomía. Casi todos los golpes estaban amoratados, a veces con un atisbo de amarillo alrededor de los bordes. Los cortes tenían costra, menos los que me había vuelto a abrir constantemente la mano de Tristan... o su navaja de bolsillo.

Me sequé y peiné el pelo con el secador. En cuanto lo tuve limpio me sentí cinco veces más ligera que antes. Me pasé los dedos por el cabello y contemplé mi cara hundida. No llevaba mucho tiempo cautiva, y ya parecía más delgada.

Qué hambre tenía.

Había llegado a un punto en el que estaba tan hambrienta que ya ni tenía apetito. El estómago me gruñía constantemente, hasta que empecé a sentir calambres. A veces no conseguía dormir por lo incómoda que estaba. Pero aquello no era nada comparado con que te pegaran puñetazos en la cara y después te sodomizaran.

Disfruté de mi soledad en el baño todo lo posible antes de tener que enfrentarme a mi nuevo dueño. Era posible que fuese atractivo y tuviera un lado más amable, al contrario que Tristan, pero yo no era imbécil.

Él era peligroso.

―Sal aquí. ―Debía de haber intuido que estaba evitándolo a propósito por todo lo que estaba tardando―. No me hagas pedírtelo dos veces. ―Tenía una voz más grave que la de Tristan. Aunque no iba armado, parecía poseer más poder que los otros hombres. Después de todo, Tristan lo necesitaba para algo. Obito no lo necesitaba a él para nada. Podía simplemente coger su mercancía y llevársela a otro comprador.

Respiré hondo antes de abrir la puerta, sospechando que Obito querría follar, ahora que estaba limpia. Lo único que tenía que hacer era bloquear mi mente y desentenderme de lo que le estaba haciendo a mi cuerpo. Si conseguía mantener la calma y pensar en otra cosa, como el sonido de mi música favorita o el de las olas del océano, podría soportarlo.

Salí envuelta en un albornoz que había encontrado, porque no tenía nada más que ponerme. Llevaba días sin cambiarme la ropa interior y la americana descansaba sobre el respaldo de su silla. Me senté en el borde de la cama, y fue entonces cuando advertí la bandeja del servicio de habitaciones descansando sobre la mesa. El olor a patatas fritas llenaba el aire.

El estómago me gruñó como respuesta.

Obito se apartó de la mesa y sacó una silla.

―Come, cariño.

―No me llames así ―salté. Daba igual lo hambrienta que estuviese, no quería oírle hablarme como si yo le perteneciera. No quería que fuese cariñoso conmigo, como si fuera una buena persona.

Obito me fulminó con la mirada.

―¿Preferirías que te llamara esclava? ¿Puta? Cierra la boca ya y come. ―Se acercó a la ventana y se metió las manos en los bolsillos―. De nada, por cierto.

No avancé hacia la comida a pesar del hambre que tenía.

―Me dejas ducharme y comer, ¿y eso te convierte en una buena persona?

Él negó con la cabeza mientras miraba por la ventana.

―Definitivamente, no soy una buena persona, cariño. No tardarás mucho en averiguar lo que quiero decir. Te sugiero que comas. Quién sabe cuándo volverás a tener la oportunidad.

Había tanteado las aguas, y hasta ahora, eran bastante turbias. La verdadera naturaleza de Obito todavía no había salido a la superficie. Acepté su oferta y me senté a la mesa. Olí la hamburguesa con queso y las patatas y después procedí a ponerme morada. Comí más rápido de lo que había comido en mi vida, dándome un atracón y haciendo que el estómago me doliera alegremente después de llenarlo a reventar de comida grasienta y llena de calorías.

―Dios... Esto está buenísimo. ―No se lo estaba diciendo a Obito. Sencillamente, se me había escapado porque me daba igual estar hablando conmigo misma.

Dejé el plato limpio, rebañando hasta la última miga hasta que sólo quedó un charquito de kétchup sobrante en una esquina. Por embarazoso que sonara, estuve tentada de lamerlo. Conseguí apartar el plato y me limpié la grasa de los dedos con una servilleta. Ahora quería dormir, recuperarme de mi semana en el infierno.

Obito arrojó una bolsa de plástico sobre la mesa.

―Algo de ropa. Póntela. Nos marchamos.

―¿Alguna vez pronuncias una oración completa? –Hablaba como un cavernícola, comunicando sus pensamientos con las mínimas palabras posibles. Aquello me frustraba, cuando no debería. Aquel hombre acababa de llenarme el estómago con una comida completa, pero yo tenía ganas de morder la mano que me alimentaba.

―Interesante. Pensé que estarías de mejor humor, ahora que estás llena. Entonces supongo que te haré pasar hambre. ―Cogió su portátil y lo metió violentamente en la bolsa antes de pasársela por encima del hombro.

Yo abrí la bolsa y encontré ropa interior, unos vaqueros y una camiseta.

Obito se detuvo justo delante de mí, mirándome con intensa irritación.

―Espabila y vístete, o te vestiré yo. ¿Qué prefieres?

Yo no quise provocarlo más por miedo a lo que pudiera hacer. No quería quedarme desnuda delante de él, no ahora que había recuperado algunos de mis derechos. Así que me metí en el baño y me cambié. Cuando lo hube hecho, me contemplé en el espejo y no me pude creer lo normal que era mi aspecto. Me toqué la cara y sentí la piel suave, ahora que la había frotado a fondo. No parecía una mujer que hubiese sido torturada y golpeada. No parecía alguien a quien hubieran violado docenas de veces. No parecía una esclava.

Parecía yo.