LA ROSA DEL VIKINGO
5 Nauthiz
[La Historia, imágenes y personajes NO me pertenecen, los tome para entretenimiento, SIN ánimo de LUCRO]
A lomos del hermoso semental blanco, Naruto contemplaba la costa hacia el sur, evaluando cuanto divisaba con sus pasmosos ojos azules. Su capa se alzaba y mecía tras él con curiosa majestad; al caer delineaba el ancho de sus hombros y el erguido aplomo con que estaba sentado sobre su montura.
A sus espaldas, las murallas de la ciudad estaban siendo reconstruidas. La brisa marina le acariciaba el rostro y refrescaba sus mejillas. Era una sensación agradable.
«La tierra es como una amante —le había dicho una vez su padre— terriblemente exigente, que cautiva los sentidos con una seducción de que resulta imposible sustraerse.» Esa tierra lo había cautivado.
Una ligera sonrisa se dibujó en sus labios.
En cierta ocasión, cuando era un niño, mientras jugaba en lo alto de los acantilados de Konoha blandiendo una espada de madera, Menma se acercó a él, y ambos se enzarzaron en una batalla simulada. Su hermano soltó la espada, y él avanzó un paso, proclamándose vencedor.
—¡No, patán! —protestó Menma, sonriendo pícaramente.
—¿Qué? No soy un patán. Yo diría que soy el mejor, porque te he ganado.
—¡Patán, no me has ganado! Porque yo seré el rey, y tú, mi hermano, serás mi vasallo. Lucharás por mí y me obedecerás.
—¡No obedeceré a ningún hombre! ¡Yo regiré mi destino!
Kushina, que se hallaba sentada sobre una manta con su hija pequeña, se levantó de un salto y se interpuso entre ellos. Naruto apretó las mandíbulas con terquedad.
—¿Va a ser él el rey, madre?
—Sí, pero los dos honraréis a vuestro padre primero, durante muchos años.
—Siempre honraré a mi padre —refunfuñó Naruto.
—Y a tu hermano —dijo con dulzura Kushina.
Él reflexionó y después hincó una rodilla ante su hermano.
—Menma, te honraré, como he honrado a mi padre. Sí, siempre alzaré mi espada en tu defensa. Es decir, hasta que tenga mi propio reino. —Posó la vista en su madre—. ¿Tendré mi propia tierra?
—Tu padre es rey. —Ella sonrió—. Tu abuelo fue un gran rey. Sin duda poseerás tus propias tierras.
Él se aproximó a ella y se apoyó las manos en las caderas.
—No debes sentir lástima por mí, porque yo conquistaré mi propia tierra. Como mi padre, participaré en correrías vikingas y encontraré la tierra que me pertenecerá.
Kushina cogió a su obstinado hijo en brazos y lo estrechó contra su pecho.
—Eres irlandés, cariño mío. Nos encargaremos de que tengas tierras aquí…
—No, madre. Yo debo conquistar mi tierra.
—Faltan años todavía…
—Mi padre lo comprenderá.
Y en efecto, su padre lo comprendió. Todos crecieron, todos marcharon a la guerra. Naruto se hizo a la mar en muchos navíos vikingos y con el tiempo se crearía su propio ejército y adquiriría grandes riquezas. Pero aún no había conseguido poseer la tierra de sus sueños.
En esos momentos aquella se extendía ante él como un grandioso y vasto tesoro. Combatiría para defender esa tierra y entonces le pertenecería. Tenía que luchar y aceptar por esposa a una amazona que tal vez había traicionado a su rey.
Eso formaba parte del contrato, y le parecía un precio muy bajo comparado con la aceleración de su corazón y el triunfo de su alma.
Al ver el puerto, las praderas y el acantilado que se ofrecían ante él con toda la dulce majestad de la primavera, pensó que podía mostrarse generoso.
Brindaría paz a aquella mujer. Se preguntó si sería posible la paz entre ellos, y recordó la manera en que ella lo había mirado, con dagas plateadas en los ojos, y la vehemencia con que le había hablado. No, ciertamente no habría paz.
Encogió los hombros para apartar tal pensamiento. Rara vez necesitaría verla. Si podía tratarla con amabilidad, lo haría. No la molestaría. La dejaría entregada a su odio. Pero su unión sería bendecida por Dios, pensó, y lo invadió de nuevo el amor por la tierra.
Los hombres partían en busca de propiedades para crear grandes dinastías, y él no era distinto. Ya había vagado a lo ancho y largo del mundo durante el tiempo suficiente. En esos momentos deseaba tener herederos. Ciertamente ella comprendería sus deberes al respecto.
Extrañamente se le aceleró el pulso y una creciente excitación se apoderó de él. Ella no le inspiraba ternura, pero se había instalado en los salvajes recovecos de su corazón y había despertado un deseo voluptuoso en él. Sin embargo, no le gustaba la profundidad de ese deseo que sentía en su interior.
No era un bárbaro. Se enorgullecía de la raza de su padre tanto como de la de su madre, porque conocía el lado civilizado de los vikingos. Lo había aprendido de su padre y había comprobado el enorme potencial de aquella raza que surcaba los mares. Cuando no combatían, los nórdicos eran excelentes constructores.
Cultivaban la tierra en verano y tallaban hermosas obras cuando azotaban los fríos vientos del norte. Contaban sagas de peligros salvados y osadías. Poseían sus leyes y se regían por ellas. Edificaban ciudades y comerciaban con muchos pueblos.
Apretó las mandíbulas. No eran salvajes ni bárbaros.
—¿Naruto?
Shikamaru se acercaba. Naruto giró el magnífico caballo blanco. Detrás de Shikamaru se extendía una larga columna de hombres que lo aguardaban.
—¡Nos dirigimos a Wareham! —anunció.
Levantó su escudo, un escudo de lobos, y profirió el grito de batalla. El viento elevó los gritos de respuesta, que chocaron contra el mar y volvieron como eco a la tierra. El caballo blanco se puso de manos y relinchó. Después tronó la tierra bajo el grupo que se ponía en marcha hacia Wareham.
Naruto, meditabundo, cabalgaba a la cabeza, observando atentamente su ruta por las colinas y los valles, por caminos romanos que señalaban el trayecto a través de los frondosos bosques. Y a lo largo del recorrido sintió la tierra; corrió por entre las flores primaverales y navegó a través de la frescura del aire.
Ante él brincaban los cervatos y los faisanes, abriendo sus poderosas alas, alzaban el vuelo desde las altas hierbas. Cuando comenzó a oscurecer, ya se encontraban cerca de Wareham. Naruto ordenó a sus hombres detenerse y montar las tiendas para pernoctar allí.
Divisaba las murallas de la casa real, pero no se sentía preparado para entrar por ellas todavía. Le embargaba una extraña tristeza y deseaba estar solo.
Encendieron hogueras y prepararon la cena. Naruto se mantuvo alejado, apoyado contra un árbol, bebiendo aguamiel inglesa y contemplando la luz nocturna que recortaba la casa señorial del rey y sus alrededores amurallados. Naruto admiraba enormemente a Iroha, un hombre de acción que anhelaba mejores cosas; un rey que derramaba sangre, pero lo lamentaba.
Tomó un trago de aguamiel y se preguntó qué resultaría de la boda. Temía que se librara una batalla si la joven decidía deshonrar a su prometido. Ya se habían leído las amonestaciones cristianas, y estaban en juego su honor y el de sus hombres. Se encogió de hombros. Confiaba en el rey, que no correría el riesgo de volver a ofenderlo.
—Ten cuidado, mi joven señor.
Se volvió, consciente de que Jiraiya lo había seguido. El druida estaba erguido. La luz de la luna iluminaba su cabello de tal modo que parecía un mago loco. Su viejo rostro estaba curtido, lleno de arrugas.
—Siempre tengo cuidado, Jiraiya. Si me has seguido a través del mar para advertirme que vigile mi espalda, has de saber que esa lección la aprendí muy bien.
Jiraiya no sonrió ni hizo ademán de marcharse.
—He vuelto a echarte las runas hoy.
—¿Y? —preguntó Naruto, alzando levemente la copa.
—Hegalaz, y después la runa negra.
—Hegalaz avisa de las tormentas, las tempestades y el gran poder de los truenos sobre la tierra. Y sabemos que eso ocurrirá sin duda porque debemos luchar contra los daneses en Rochester.
—Una vez te leí las mismas runas —murmuró Jiraiya.
Naruto pensó que el viejo divagaba, que finalmente la edad comenzaba a hacer mella en él. Daba la impresión de que había vivido eternamente, porque Jiraiya había servido a su abuelo Ashina Uzumaki, el Ard-Ri de todo Konoha, desde que era niño.
Le habló con amabilidad porque ciertamente amaba mucho a su anciano mentor.
—Jiraiya, no te preocupes por mí. Yo encaro la verdad de la batalla y no temo a la muerte. No, más bien temo la vida en que un hombre olvide que la muerte será su guardiana un día, tanto si ha sido un valiente o un miserable cobarde. Vigilaré mi espalda cuando luchemos contra los daneses. Combatiré junto a Shikamaru y formaremos un muro inexpugnable.
Jiraiya se aproximó y, apoyando la espalda contra el árbol, suspiró.
—Hay una oscuridad más cerca. Se ciernen nubes que no sé leer.
—Las nubes forman parte de la vida.
El druida se apartó del árbol. Miró fijamente a Naruto y después movió un dedo delante de él.
—Ten cuidado, porque la traición parece cerca. Y no procede del enemigo que ves, sino del enemigo que «no» ves.
—Jiraiya —dijo Naruto, cansado—. Seguiré tus consejos y tendré mucho cuidado. Pero esta noche me siento muy fatigado. —Y tras dar una palmada al anciano en la espalda, se alejó.
No deseaba la compañía de sus hombres. Quería sentir la tierra bajo sus pies y la luna sobre su cabeza, disfrutar de la oscuridad y la soledad de la noche.
Sin embargo, llevó a Venganza con él, porque las palabras del druida le habían inquietado. Además, él se mostraba siempre receloso. Caminó hasta un rumoroso arroyo y se sentó allí. El barboteo era como una melodía tranquila y apacible para su alma atormentada.
Extendió la capa y se tendió para dormir.
Llegó la aurora.
Hinata salió sigilosamente de la casa, envuelta en su capa, cuyo dobladillo había cosido con esmero para ocultar las joyas que sabía no necesitaría.
Iba a encontrarse con Kiba. Debía hacerlo porque lo había amado, habían soñado juntos y habían estado enamorados de verdad. Además tenía que despedirse de él. Ya no albergaba la esperanza de escapar. No se fugaría con él.
No había sido el temor a Iroha lo que la había decidido a acatar su voluntad, sino el miedo a la mortandad que provocaría su resolución de no respetar el pacto con el príncipe irlandés. Iroha se vería obligado a guerrear contra el mismo hombre cuya ayuda había solicitado.
El propio rey lucharía, e innumerables hombres podrían morir. Ya había presenciado el derramamiento de sangre en la costa. Y si los irlandeses y los hombres de Wessex se aniquilaban unos a otros, los daneses obtendrían la victoria final. No deseaba ser la responsable de un horror semejante.
Ya en los establos se apresuró a elegir una yegua con manchas grises, la ensilló, montó y salió. Si los mozos de cuadra estaban despiertos, no la oyeron. Cuando el centinela apostado en la puerta la vio, se limitó a saludarla con la mano y la dejó pasar.
Llegó al roble y esperó. La luz del alba despuntaba por el este, y Kiba no aparecía. Le dolió el corazón y lamentó el tiempo de que podrían haber disfrutado juntos. Kiba era otra razón para no huir. Si lo sorprendían con ella, lo matarían. Si estallaba la guerra entre las tropas irlandeses e inglesas, la sangre vertida la atormentaría.
Había ansiado liberarse y pugnado contra los demonios de su corazón, pero no podía escapar. Oyó un ruido suave entre los arbustos y se volvió, temiendo que los hombres del rey hubieran acudido para arrastrarla hasta Wareham y rogando que se tratara de su amado, que por fin se presentaba.
—¡Corazón mío!
El apremiante susurro la llenó de alegría. Se apartó del árbol y corrió hacia él. Se arrojó a sus brazos, olvidando que pronto se convertiría en la esposa de otro hombre, que había ido hasta allí para despedirse.
Él la abrazó, buscó sus labios y fundió su boca con la de ella. Le acarició el cabello y la miró a los ojos. Volvió a besarla, introduciendo delicadamente la lengua en su boca.
Era solo un beso, pensó ella; un dulce recuerdo que la sostendría durante los dolorosos y vacíos años que la aguardaban. Dios la comprendería y perdonaría.
Estaba a punto de contraer matrimonio en una ceremonia cristiana. Pero tenía el corazón partido en dos y no lograba apartarse del calor del tierno beso de Kiba.
Fue él quien retiró la boca. La estrechó contra su pecho.
—¡Te amo! —sollozó ella—. Te amo tanto…
—¡Yo también te amo! Estaremos juntos.
—¡Ay, Kiba! No podremos estar juntos nunca más.
Él pareció no escucharla. La estrechó con más fuerza aún, susurrando. Ambos cayeron juntos sobre la hierba. Apenas comenzaba a clarear y se encontraban solos.
Hinata olvidó el temor de que pudieran sorprenderlos. Olvidó que iba a convertirse en la esposa del vikingo. Se abandonó a la belleza de la aurora. ¿A quién hacían daño compartiendo esos últimos minutos de palabras y susurros y, sí, un par de besos?
Kiba, su querido Kiba, la miró acariciándole la mejilla.
—Se hace tarde —suspiró—. Debemos apresurarnos.
Él no había comprendido todavía; creía que ella se proponía huir con él. Hinata negó con la cabeza, compungida, y él frunció el entrecejo.
—Tenemos que darnos prisa, cariño, porque advertirán nuestra ausencia. Yo daría mi vida por ti, pero prefiero estar a tu lado.
—¡Maldito sea el rey! —masculló ella.
—No pronuncies esas palabras, amor mío; son traición.
Le besó los dedos, y ella miró amorosamente sus ojos, sus rasgos viriles.
—Maldito sea, Kiba —repitió—. Que hayamos venido aquí, aunque solo sea para despedirnos, ya es traición. ¿Qué daño puedo causarle con palabras?
—Vamos a huir…
—No, Kiba, escucha; no debemos.
Él tardó un rato en comprender aquellas desgarradas palabras.
—Nos atraparían —susurró ella con tristeza—. Podrían matarte.
—Cariño mío, no puedo ver cómo te casas con ese hombre.
—Debes. ¡Dios mío, Kiba! He reflexionado muchísimo sobre este asunto. No tengo elección, a menos que provoque numerosas muertes. Ojalá fuera de otra manera. Kiba, Kiba, me parte el corazón tener que ocasionarte tanto dolor.
El joven la miró con expresión tan angustiada que ella no pudo soportarlo.
—Oh, Kiba, te juro que siempre te amaré. Te quiero tanto, tanto…
—¡Dios mío! Yo también te quiero.
La pasión y el dolor que revelaban sus palabras fueron tan intensos que de pronto ella se encontró de nuevo entre sus brazos. Los ardientes labios de Kiba se posaron sobre los suyos en un beso dulce, embriagador.
Y entonces… hubo más.
Ella no supo quién sedujo a quién ni cómo se precipitaron los hechos. Fue el momento, la amarga pena de la separación, el dolor del amor. Él estaba acariciándole los hombros desnudos. Las manos del hombre se paseaban por la piel desnuda porque la capa había sido echada hacia un lado. Y ella murmuraba:
—Te amo, te amo. Estoy prometida a un roedor viperino, a un vil vikingo bastardo, pero te amo a ti.
El susurro de Kiba la acariciaba, ardiente, tierno. Entonces ella se dio cuenta de hasta dónde habían llegado, de lo que estaba a punto de hacer. Debía estar bien, porque lo amaba. Y él pronunciaba apasionadas palabras llenas de amor.
Lo que hacían no estaba bien, y ella lo sabía. Estaba prometida a otro hombre, se casaría con él ante Dios.
—¡Kiba!
Su violento grito lo detuvo. La miró a los ojos, que traslucían tristeza, amargura. Y la pasión que había brotado entre ellos se desvaneció. El joven continuó abrazándola, más suavemente ya.
Nunca se arrepentiría de esos momentos, pensó Hinata. Estrechó a su amado y oyó los trinos de un pájaro, pensando que toda su vida recordaría esos minutos que había pasado a solas con él.
Ignoraba que no se encontraban solos en absoluto.
Naruto, príncipe de Uzushiogakure, se hallaba de pie, duro y frío, a menos de veinte pasos de ellos.
Durante la noche había soñado con serpientes. Las viles y repugnantes alimañas habían levantado sus cabezas, y él había alzado su espada Venganza para defenderse.
Luchó con todas sus fuerzas, pero las serpientes continuaban reptando por el suelo. Shion se encontraba junto a él, tendida allí. Recibió sus suaves caricias, se sintió envuelto en sus cabellos, notó sus piernas entrelazadas con las suyas.
Luchó contra las serpientes, las mató una y otra vez, pero cuando se acercó a ella, de su garganta brotó un grito de agonía que se elevó hasta los cielos. La mujer estaba cubierta de sangre, que no cesaba de manar. La cogió en brazos y trató de insuflarle vida, pero la sangre se interpuso entre ellos como una tempestad.
De pronto se dio cuenta de que no era Shion, sino otra mujer, quien estaba tumbada junto a él, otra mujer cuyos cabellos lo envolvían. Intentó quitarse de la cara los mechones ensangrentados, pero ella comenzó a hundirse en el charco de sangre que crecía cada vez más, arrastrada por serpientes, que tiraban de ella hacia abajo. Naruto tendió las manos hacia la mujer y volvió a chillar…
Se despertó temblando y jadeando en medio de la noche. Se puso en pie de un salto, empuñando Venganza.
Poco a poco su respiración se apaciguó. Se burló de sí mismo por asustarse de un sueño cuando no dudaba en enfrentarse a todo el ejército danés.
Volvió a tenderse. Contempló la luna, y los recuerdos empezaron a acosarle, impidiéndole conciliar el sueño. Por fin se durmió.
Sintió la llegada del amanecer, el beso de la aurora, la tenue caricia del sol. Oyó el suave barboteo del arroyo en un agradable estado entre la vigilia y el sueño. Percibió vagamente un ruido furtivo en el bosque.
Pensó que no representaba un peligro para él, de modo que no se levantó. Se acercaba una mujer, al parecer en busca de silencio y soledad. Naruto decidió no molestarla. No deseaba importunarla alertándola de su presencia.
Poco después apareció un hombre. El príncipe irlandés oyó fragmentos de su conversación susurrada. Deseó dejar solos a los amantes, pero no podía hacerlo sin ser visto.
De pronto atisbó la exquisita belleza de la espalda de la chica, desnuda incluso de sus cabellos, recogidos en una trenza enrollada alrededor de la cabeza. Era increíblemente hermosa; apenas vislumbraba los montículos de sus senos, sus hermosas nalgas, que se ensanchaban a partir de una estrechísima cintura. Su cuello era largo y elegante, y sus hombros aparecían redondeados y lozanos.
Contuvo el aliento al observarla y después deseó de nuevo estar lejos, porque no quería interrumpir a un par de desventurados amantes.
Entonces oyó con claridad sus palabras, y en un instante identificó a la mujer. Se trataba de Hinata, su prometida.
La furia estalló en su interior. No podía consentirlo.
No había sido su intención introducirse en la vida de aquella joven, pero se la habían entregado, y Naruto guardaba celosamente lo que le pertenecía.
¡Iba a ser su esposa!
Se esforzó por controlar la ira que se había apoderado de él. Tal vez los amantes se habían citado y yacido allí muchas veces antes. No estaba dispuesto a que lo traicionaran de nuevo. Se levantó rápidamente y cogió la espada por si al tonto galán se le ocurría desafiarlo.
No tuvo tiempo de llegar hasta los amantes porque el silencio del claro del bosque junto al arroyuelo fue roto súbitamente por el ruido de cascos de caballo.
—¡Encontradlos! —exclamó alguien—. ¡Por el honor del rey, encontradlos!
Hinata lanzó un chillido y se puso en pie de un salto. No tenía tiempo de vestirse, pero su amante se incorporó y la cubrió con la capa.
—¡Corre! —dijo él—. Llega hasta el claro.
—No, el rey no me matará. Podría matarte a ti. Ay, Kiba, si te hacen algún daño…
—Ve —ordenó el joven enamorado, empujándola hacia el lugar donde se hallaba Naruto.
—No me marcharé. Si no nos encuentran juntos, no podrán acusarte de mi desaparición, ni de… —se interrumpió, de pronto muda por la pena.
—¡Huiré! —prometió él empujándola de nuevo.
Ella caminó tambaleándose por entre el follaje. Naruto permaneció inmóvil, tratando de controlarse. A lo lejos los jinetes avanzaban por entre la hierba, y el príncipe observó que ella estaba desesperada por evitarlos. La joven cruzó el arroyuelo, tropezó y cayó ante él. Vio el borde de la capa de Naruto y se aferró a él.
—Señor, amable señor, te suplico que me ayudes. Mi protector me ha prometido con un bastardo vikingo, y necesito desesperadamente impedir que me encuentren en este momento. ¡Por favor! Pasaré mi vida con un roedor viperino, pero…
Por fin alzó la vista hacia él; sus ojos se llenaron de sorpresa. Lo reconoció, pero Naruto comprendió que no sabía exactamente quién era él.
Un espantoso terror reemplazó al asombro inicial, y su rostro palideció, tornándose blanco como la nieve.
Hinata comprendió con paralizante horror que se hallaba ante el vikingo. No podía esperar ayuda allí. Dios, estaba ante el desastre.
—¡Oh, no! —exclamó—. ¡Tú!
Debía huir de ese hombre. Se incorporó con la celeridad del rayo y dio media vuelta. Pero antes de poder escapar, él la alcanzó. La bota del hombre pisó la capa, que cayó de sus hombros. Naruto la hizo girar, y Hinata se encontró, desnuda, aferrada brutalmente por sus brazos.
Quizá la había olvidado.
No; imposible. Era evidente que la recordaba. Recordaba sus flechas y su rodilla, sin duda. Jamás en su vida había visto una furia tan tenebrosa en el rostro de un hombre. Se sintió débil. Ciertamente se trataba del maldito secuaz del príncipe irlandés. La entregaría a Iroha o a su propio señor. O tal vez la mataría allí mismo, y el rey ni siquiera podría protestar.
—¡Ten piedad! —susurró, echando hacia atrás la cabeza.
La trenza se desprendió, y los cabellos se soltaron para caer en cascada sobre su espalda. Deseó envolverse en ellos para cubrir su desnudez.
Sin embargo, él no contemplaba su cuerpo; la miraba fijamente a los ojos, y los suyos destilaban odio.
—¿Piedad? —preguntó con voz suave, pero mortalmente amenazadora—.¿Piedad?
Ella lanzó un grito cuando él la atrajo hacia su cálido y poderoso pecho. Le agarró las manos con tanta fuerza que ella creyó que le rompería las muñecas, y se vio obligada a sentir la ira brutal que irradiaban sus ojos glaciales y la traspasaban.
—Combatí contra vosotros porque creí que os disponíais a atacar —se apresuró a explicar—. No te habría herido si hubiera sabido que acudíais invitados por el rey. Por favor, déjame marchar ahora. Ten piedad…
—No, señora, no.
—Pero…
—Esto nada tiene que ver con la flecha mortal que me lanzaste dirigida al corazón, ni con la que me hirió el muslo y me hace cojear. Nada tiene que ver con el golpe que me asestaste en la ingle con tu delicada rodilla, ni con los puñetazos que me propinaste en el pecho. No, señora, tal vez podría perdonar todo eso.
—Entonces…
—No me apiadaré de ti porque, verás, yo soy ese roedor viperino, el vikingo bastardo y bárbaro con quien estás prometida.
Hinata abrió la boca, horrorizada. A continuación echó hacia atrás la cabeza y lanzó un alarido de puro pánico, moviendo frenéticamente las manos para zafarse. Gritó una y otra vez, mientras el terror la invadía, frío, glacial. Estaba en su poder, desnuda y vulnerable. Sintió la tremenda fuerza de su pecho, sus muslos y sus brazos.
—¡Tú!
—Sí, señora, yo.
Ese no podía ser el príncipe irlandés.
—¡Dios mío, no! —murmuró.
Se debatió una y otra vez, salvaje como una tigresa. Debía librarse de él y escapar. Al no conseguirlo, le mordió y, como eso fallara, levantó la rodilla como una perversa amenaza contra él.
—¡Quieta! —ordenó él furioso, cogiéndola y arrojándola al suelo.
Sin aliento, con el pelo enmarañado como un fuego celestial, Hinata lo miró. Tenía los pechos desnudos bajo el manto de sus cabellos. Un gemido escapó de su boca al intentar incorporarse.
Él pasó el pie por encima de su cuerpo para flanquear las caderas de la joven con sus botas, pisándole los cabellos para inmovilizarla. Después se agachó lentamente, colocándose sobre ella a horcajadas.
Ella levantó los puños para golpearle el pecho, pero las manos masculinas apresaron sus muñecas y las apretaron con fuerza contra el suelo a la altura de la cabeza.
La muchacha sentía el cuerpo de él, duro e implacable, poderoso y vibrante, como acero candente. Resultaba imposible liberarse.
Mientras él la observaba, manteniendo la férrea presión, con los labios reducidos a una línea de furia, ella comprendió con lacerante terror que su sueño había sido profético: su adversario vikingo era el príncipe de Uzushiogakure.
—Volvemos a encontrarnos, señora —murmuró él. El fuego de sus ojos azules le perforó el alma, desgarrándola. Se preguntó qué habría visto, qué habría oído. Todo…—. Y en circunstancias… muy interesantes —prosiguió él—. Yo casi había decidido que tal vez existía una pequeñísima posibilidad de paz entre nosotros; y sin embargo, al llegar a Wareham para mi boda, ¿qué descubro? A mi novia, completamente desnuda, esperándome.
Finalmente se apartó un poco de ella, manteniéndose a horcajadas sobre sus caderas, equilibrando el peso con las piernas. Hinata notó el frío aire de la mañana, y los pezones se le endurecieron bajo la mirada del hombre. Él, que apenas había reparado hasta entonces en su desnudez, la observaba de pronto con descarado desdén, abrasándole la carne.
Hinata recuperó las fuerzas. Se revolvió bajo él tratando de zafarse de la presión de sus muslos.
—Déjame incorporarme. Suéltame.
—No, señora, no —dijo él con suavidad. Su mirada la clavó allí, golpeándole el corazón como un arma de frío acero. Volvió a inclinarse sobre ella, y su aliento le rozó los labios—. No te soltaré hasta el día de tu muerte, preciosa mía.
Presa del pánico, forcejeó, decidida a que él no advirtiera su miedo.
—¡Di al rey que no me deseas! —susurró ella con fervor—. Dile que…
—¿Quieres que estalle una guerra tan terrible que corran ríos de sangre por tu país?—preguntó él con dureza.
—Seguro que no me deseas… —Se interrumpió al oír de nuevo el ruido de los cascos de los caballos; los hombres del rey se acercaban.
El vikingo se puso en pie y la levantó agarrándola por las muñecas. Por un momento la estrechó contra sí.
—No, señora, no deseo casarme contigo —aseguró.
La soltó. Tras mirarlo un instante a los ojos, Hinata se volvió e instintivamente echó a correr. Él cerró de forma brutal los dedos alrededor de sus cabellos; ella chilló al quedar de nuevo atrapada entre sus brazos.
—Vamos, no debes ser cobarde ahora —le susurró Naruto con voz severa al oído—. Al menos admiraba tu valor.
Ella lo observó, y el odio que sentía por él soltó su lengua.
—No, no te temo. Jamás te temeré. No tienes poder para herirme, ¡nunca! El príncipe irlandés esbozó una sonrisa implacable.
—Te recomiendo que aprendas a temerme, señora. Sí, te lo aconsejo. Tienes mucho que temer.
Ella deseó mantener la cabeza alzada, pero estaba desnuda, y aquella gélida mirada azul la recorría de arriba abajo desapasionadamente, con desprecio.
Los cascos de los caballos se oían cada vez más cerca. Naruto desvió la vista y se arrodilló, cogió la capa y la echó sobre los hombros de la mujer, que deseó girarse y echar a correr, pero apenas podía respirar.
Le sorprendió que él cubriera su cuerpo desnudo. Las lágrimas pugnaban por brotar; Hinata no tardó en descubrir que no había actuado así por amabilidad.
—Creo que por hoy ya has exhibido bastante lo que se supone me pertenece, ¿verdad, milady? —dijo él, arqueando una ceja. Por supuesto, no esperaba respuesta.
Cuando él se volvió para llamar a su caballo con un silbido, ella recuperó la voz:
—¡Jamás seré tuya!
El animal se aproximó, y ella ahogó una exclamación de sorpresa. Era Alexander, su caballo favorito.
—¡Ese es mi caballo! —exclamó.
—Mi caballo —corrigió él.
Había olvidado que él se había apoderado de todas sus posesiones. Su sonrisa escalofriante no se había borrado de su rostro cuando se volvió hacia ella.
—Mi caballo —repitió—. Y al igual que este caballo, señora, tú también serás mía. Y aprenderás a acudir cuando te llame; si todavía lo deseo. Una cosa es un caballo usado, y otra muy distinta una esposa usada.
—Vil bastardo… —Se interrumpió para protestar cuando sintió de nuevo la mordiente tenaza de sus dedos al cerrarse alrededor de su brazo—. ¡No! — exclamó aterrada.
Sin inmutarse, el hombre la levantó en brazos. Presa del pánico, Hinata lo golpeó y arañó para intentar zafarse. Enseguida él le agarró las muñecas y la inmovilizó con una sola mirada.
—No me provoques más, milady.
Ella apretó los dientes y trató de dominar el miedo que comenzaba a consumirla. Él casi la arrojó sobre los lomos del caballo blanco y a continuación montó tras la muchacha.
—No te resistas —le advirtió—. Ni se te ocurra siquiera, porque te prometo que, si te atreves a pegarme de nuevo, no dudaré en golpearte.
Ella se tragó la rabia que le provocaron sus palabras.
—¡Bárbaro!
—¿Quieres que te lo demuestre? —preguntó él con los ojos entornados. Hinata no respondió. Cuando él azuzó al caballo y emprendió la marcha, la muchacha se estremeció entre los poderosos brazos que la rodeaban.
Los hombres del rey se hallaban muy cerca, y de pronto ella no pudo soportarlo. Había deshonrado a Iroha. Dios santo, cuando por fin había decidido obedecerle, lo había deshonrado. De verdad había resuelto someterse y contraer matrimonio para así sellar la alianza que el rey deseaba.
Todo había salido mal. Y había sido sorprendida precisamente por el hombre con quien estaba prometida, el bárbaro que ya había jurado vengarse de ella. Y ya no podía esperar la ayuda del rey.
«¡Kiba!», pensó desesperada. El odioso vikingo los había visto juntos; buscaría a Kiba para exigirle una compensación, y correría la sangre por culpa de ella.
De pronto todo se oscureció y la piedad que había suplicado llegó por fin. Se desmayó e, incluso en el momento en que perdía el conocimiento, Hinata tuvo conciencia de estar entre los fuertes brazos del hombre de quien deseaba con tanta desesperación escapar.
Su amo vikingo.
Nauthiz
Esta runa está asociada a traición, esclavitud, dolor y desobediencia. La runa Nauthiz avisa de un estado de carencia o peligro. En una tirada, pronostica algo oscuro acercándose a tu vida.
