—Preciosa, ¿estás bien? Llevas mucho tiempo ahí metida.
Oí la voz de Itachi justo cuando estaba terminando de rehacerme el recogido que me sujetaba el cabello. Acababa de recomponer mi aspecto, dispuesta a salir de allí para decirle… ¿Qué? ¿Que había cambiado de opinión y no me podía ir a la cama con él después de haberle metido la lengua hasta las amígdalas?
Sabía por experiencia que los hombres no se tomaban a bien el rechazo después de algo así. Y ya puestos, las mujeres tampoco. A nadie le gustaría que lo calentasen y luego lo dejaran a mitad sin explicación aparente. Pero, ¿qué le podía explicar?
¿Que necesitaba una conexión con la persona con la que me acostase que fuese más allá de lo físico? ¿Que era una promesa que me había hecho a mí misma hacía mucho tiempo?
No lo entendería. Lo mejor era disculparme por lo sucedido y terminar aquel trabajo con la mayor profesionalidad posible, evitando cualquier acercamiento personal, como había sido mi intención desde un principio.
Mi cuerpo protestó con vehemencia ante mi decisión, todavía bajo los efectos del huracán Uchiha.
—Preciosa, ¿no me has oído? Te he preguntado si…
Itachi apareció en la puerta del baño cuando me estaba terminando de dar los últimos retoques de pintalabios. Su voz murió al verme en el mismo instante en que un brillo de intenso deseo amanecía en sus ojos cuando observaron cómo pasaba el pintalabios con lentitud por mis labios. Estaba tan concentrado en mi boca que pasaron varios segundos antes de que se diese cuenta de que estaba peinada y perfectamente vestida. Bueno, casi. Mi sujetador estaba hecho jirones en algún rincón de la cama.
—¿Adónde crees que vas?
Tragué saliva cuando me encaré a él, luchando para que mis ojos traicioneros no bajaran más allá de su cuello.
—Señor Uchiha, siento haberle dado una impresión equivocada, pero…
—¿Impresión equivocada? Preciosa, te enroscaste a mi cuerpo como una boa constrictor —declaró él, incrédulo—. Eso es algo que no se puede malinterpretar.
Touché.
—Bueno, pues siento haberme comportado así. No debería haber traspasado el límite entre lo profesional y lo personal, y no debería…
—¿Cuánto? —preguntó él con cierta rigidez. La calidez que antes brillaba en su mirada había sido sustituida por un brillo glacial.
—¿Cuánto qué? —repliqué sin comprender.
—¿Cuánto te costaría traspasar la barrera entre lo profesional y lo personal?
Tardé unos segundos en comprender el sentido de sus palabras. Una furia ciega me invadió, despacio, como un reguero de lava, naciendo desde el centro de mi ser y recorriendo con lentitud cada centímetro de mi cuerpo, tensándolo, como si me estuviera convirtiendo en piedra poco a poco. Pero para mi consternación, junto a la furia llegó el dolor. Me sentí herida porque me estaba tratando como a una puta, menospreciado el deseo auténtico que sentía por él con aquel sucio comentario.
Me vinieron a la mente las últimas palabras que intercambié con mi madre la última vez que la vi y supe de ella, poco antes de quedarme embarazada. Justo me acababa de encontrar en la cama con su último novio, donde una semana antes yo la había encontrado a ella con el mío. Así era la tierna relación que nos unía a las dos.
—No eres más que una puta, una sucia puta —escupió mirándome con desprecio—. Naciste en pecado y vivirás en pecado toda tu vida.
—Eso es lo malo que tiene ser una hija de puta, madre —repliqué yo con una sonrisa de fingido pesar, sin rastro de arrepentimiento—, que todo se pega.
Poco tiempo después me envió a Valencia con mi abuela, cediéndole mi custodia y desentendiéndose de mí por completo. No la había vuelto a ver ni a saber de ella desde entonces.
—¿Y bien? Estoy esperando una respuesta para poder llevarte a la cama. —Las palabras de don Cretino me trajeron de vuelta a la realidad.
Él estaba parado en el hueco de la puerta, llenándolo con su cuerpo, un cuerpo que antes hacía que me retorciera de deseo y que ahora deseaba que se retorciera de dolor. Pero estaba tan enfadada que no conseguía emitir ninguna palabra. Así que me dirigí hacia él, esperando que se apartara para dejarme pasar, pero él permaneció inmóvil.
—Déjame salir —conseguí gruñir entre dientes.
—No hasta que me respondas —replicó él, apoyando una mano a cada lado de los vanos de la puerta, creando una muralla amenazante de cálido músculo.
«Tú lo has querido».
Le golpeé el plexo solar con fuerza, en un golpe seco y rápido, haciendo que se doblara sobre sí mismo en un acto reflejo, y con una fluida llave de judo, lo dejé tirado cara arriba en el suelo del cuarto de baño, extendido cuan largo era.
—Te has equivocado conmigo, vaquero. No soy una puta —le espeté con desprecio—. Nunca me acostaría contigo por dinero.
Él me miró con total estupefacción desde el suelo. Y para mi asombro, comenzó a reír. Una carcajada ronca y profunda que devolvió la calidez a sus ojos y que hizo que temblara algo dentro de mí.
—Supongo que me lo merezco —reconoció con una sonrisa ladeada y los ojos chispeantes, incorporándose sobre los codos—. Y, como siempre, acabas de ponerme en mi sitio —suspiró, con una mueca de burla hacia sí mismo—. Esto se está empezando a convertir en una costumbre. Pero, ¿qué demonios? Esperaba que fueras una mujer normal, no una jodida tortuga ninja.
—¿Y una mujer normal se iría a la cama contigo por dinero? ¿Realmente esperabas eso de mí?
Itachi se levantó despacio y se quedó a escasos centímetros de mí.
—Al principio sí —admitió sin vergüenza—. Pero después de cómo nos hemos besado, esperaba que te fueras a la cama conmigo por las horas de interminable placer que te puedo ofrecer —susurró con voz ronca—. Porque lamería cada centímetro de tu cuerpo hasta me suplicaras que te penetrara. Porque te penetraría hasta que gimieras suplicando que me detuviera, agotada por la cantidad de veces que hubieses alcanzado el orgasmo. Porque te estoy ofreciendo una sesión del mejor sexo que hayas probado en tu vida —aseguró él con seriedad, y no lo decía de forma jactanciosa, lo decía de verdad.
Aquella declaración me dejó con las piernas temblorosas y la respiración jadeante, mirándole por un momento completamente seducida por sus palabras.
Era tentador, muy tentador. Por un momento, el huracán Uchiha amenazó con volverme a atrapar en sus garras y llevarme volando en un remolino de deseo hasta sus brazos. Aquel hombre tenía algo que me hacía vulnerable. Y no era porque tuviera un rostro de ensueño y un cuerpo de infarto. Era algo que iba más allá de lo físico, un algo intangible que me atraía enormemente y a mi pesar.
Química. Pura y dura química que hacía que la atracción entre nosotros fuera tan intensa que casi se pudiera palpar.
«Control, Sin. Control», pensé.
—Siempre he pensado que el sexo está sobrevalorado —declaré con el mentón en alto, y aunque mi voz sonó un tanto débil, mantuve una actitud desafiante y segura.
Me giré sobre mis talones, dispuesta a recoger mi sujetador, mi bolso, irme de allí, llegar a la habitación de mi hotel, meterme en la cama… y agotar las pilas de mi consolador.
Debí suponer que Itachi Uchiha no me permitiría irme de allí sin decir él la última palabra. Justo cuando estaba saliendo por la puerta de la suite oí su voz.
—Señorita Shion, recuerde que voy a necesitar que me acompañe al cóctel de esta noche. Pasaré a recogerla con la limusina a las siete y media.
«Mierda, mierda, mierda».
