Abriendo las alas
Tus deseos
A la mañana siguiente, la doncella estaba apretando los cordones de Sansa, aún medio amodorrada, cuando el mayordomo anunció que en la salita esperaba un caballero que había acudido a visitarla. Aquella noticia causó una tremenda conmoción en la muchacha, que no estaba acostumbrada a recibir las visitas de pretendientes; indudablemente, todos los caballeros elegibles la consideraban demasiado hermosa como para atiborrar con sus nombres su carnet de baile y, al mismo tiempo, demasiado pobre para desear establecer algún tipo de compromiso más serio con ella. Entusiasmada, apremió a Shae, su doncella para que terminara de vestirla e incluso cuando bajó a paso vivo las escaleras, algunos rizos rebeldes se habían escapado de su peinado.
Fue incapaz de pronunciar palabra cuando al entrar en la salita, encontró esperándola, de pie derecho y sombrero en mano, al mismísimo duque de Westland. En un rincón de la estancia, Sansa vislumbró cómo Arya, ocupada en un álbum de estampas, hacía esfuerzos por contener la risa; el pequeño Rickon, en el suelo, jugaba con un trenecito. Era un alivio que Catelyn hubiera salido con su nuera a comprar cosas para el bebé, de forma que Sansa se ahorraba dar muchas explicaciones. Explicaciones que, por otro lado, ella misma no entendía.
–Lady Stark –el duque la saludó con un breve asentimiento, al que Sansa correspondió con una cortés reverencia. La molestó el brillo burlón en sus ojos, como si se mofara de los modales que le habían inculcado desde niña.
–Milord, ¿a qué debemos el honor de su… inesperada visita?
–Me gustaría hablar con usted, lady Sansa, ¿sería posible encontrar en esta habitación un rincón que nos ofrezca más privacidad?
Sansa abrió mucho los ojos, como un cervatillo asustado. La petición era absolutamente inusual y la joven no estaba segura de si sería apropiado aceptarla; quedarse a solas con un caballero al que no le unían más lazos que una superficial amistad iba en contra de todas las lecciones inculcadas por madres e institutrices. Sus hermanos pequeños estaban en la sala, pero Sansa dudaba que pudieran ser considerados como carabinas apropiadas. Por el rabillo del ojo, observó como Arya se inclinaba hacia ellos, tratando de captar la mayor cantidad posible de palabras de su conversación. Finalmente, se encogió de hombros: ya que había bajado a recibir al duque, no haría más daño escuchar lo que él tenía que decir; después de todo, sería de pésimo gusto despedirlo con cajas destempladas.
–Acompáñeme, excelencia, por favor.
Sansa tomó asiento en un diván situado al fondo de la estancia, junto a la ventana, y le indicó a él el sillón de enfrente. Clegane se sentó, de forma que ambos quedaban frente a frente y fijó la vista en el suelo.
–¿Y bien? ¿Qué querías decirme? –alejados de oídos ajenos, Sansa prescindió del tratamiento formal. A él parecía gustarle más que le tuteara y puesto que ya habían traspasado esa barrera del decoro más de una vez, la muchacha supuso que podían relegar tales formalidades de allí en adelante.
Clegane carraspeó un momento antes de hablar y rehuyó su mirada; casi parecía nervioso, lo que era bastante extraño en él. Normalmente, siempre se había mostrado controlado y seguro de sí mismo.
–Verás –comenzó por fin–. Lo cierto es que he venido a verte porque tengo una propuesta para ti. Una propuesta de matrimonio.
Sansa había sido educada para mostrarse en todo momento como la dama prudente y discreta que era, sin embargo, no pudo evitar dar un respingo y que se le escaparse un gritito agudo.
–¿QUÉ? –sentía que sus ojos estaban a punto de salirse de sus órbitas.
–Después de lo que me contaste ayer, de la apurada situación de tu familia y tus propias preocupaciones, pensé que tal vez la solución sería que te casases conmigo.
–Pero tú y yo… nosotros… –Sansa no salía de su perplejidad: de todas las ideas inverosímiles que a menudo pasaban por su cabeza, jamás en la vida se le había ocurrido ninguna como ésa.
–Sé que no es el matrimonio con el que siempre habías soñado y francamente, yo tampoco había pensado en algo semejante hasta ayer, pero pensándolo fríamente, tiene sentido –explicó Sandor–. Ayer me contaste que esperabas un compromiso que solucionara la situación económica de tu familia y que ese bastardo Lannister era tu única opción. Yo estoy tratando de cerrar un negocio con tu hermano, pero él necesita financiación. Por supuesto, si nos casáramos, ese asunto quedaría resuelto sin demora, también el de la universidad de tu hermano y la dote de tu hermana menor –al ver que Sansa se mordía el labio, insegura, el duque continuó–. Escucha, sé que no nos conocemos demasiado y que hay muchas cosas que aún no sabes sobre mí; no soy el mejor de los hombres y a menudo, soy complicado de tratar, pero puedo jurarte una cosa, Sansa: si te conviertes en mi esposa, nunca, jamás te pondría una mano encima, ni permitiría que sufrieras ningún daño. Te protegería, te cuidaría, a ti y a tu familia, me aseguraría de que no os faltara de nada y que tuvieseis una vida cómoda y tranquila. Yo nunca te causaría dolor.
El duque no lo dijo en voz alta, pero Sansa supo lo que quería dejar traslucir con sus palabras «No hacerte daño es más de lo que Joffrey jamás sería capaz de ofrecerte».
–¿P-por qué? –balbuceó ella.
–¿Por qué, qué?
–¿Por qué yo? Estoy segura de que ahí fuera hay decenas de chicas más apropiadas que yo para ser duquesas: más hermosas y desde luego, mucho más ricas. Tú mismo lo has dicho: jamás habías considerado algo así ¿por qué ahora?, ¿por qué yo? Y, en cualquier caso, sería un matrimonio muy desigual: yo apenas tengo nada que ofrecerte.
Clegane escuchó atentamente sus palabras y después se quedó unos instantes en silencio, en busca de las palabras adecuadas.
–El dinero no es motivo suficiente para casarme y en cualquier caso, no representa problema alguno: tengo de sobra para los dos. Sobre por qué ahora; bueno, llevo diez años dando vueltas por ahí, viajando por todo el mundo, conociendo gente, pero hace mucho que no tengo algo que pueda considerar hogar. Creo que me he cansado de eso, no quiero estar solo. Me apetece volver a Clegane Hall y saber que no tendré una inmensa mansión vacía, deseo tener una mujer que me haga compañía, alguien con quien hablar, a la que contarle mis problemas, poder dormirme abrazado a ella al final del día… –entonces se calló, repentinamente ruborizado y a Sansa le pareció un gesto inocente y juvenil, como un niño que acaba de recibir una regañina.
–No has contestado a mi pregunta ¿por qué yo? Hay cientos de chicas…
–No conozco a ninguna de ellas como te conozco a ti. Ninguna de ellas se ha tomado la molestia de tratar de conocerme como has hecho tú…
Las tripas de Sansa hicieron una peculiar cabriola ante aquella declaración.
–¿Crees que yo –tragó saliva antes de continuar–, crees que yo podría hacerte feliz?
–Creo que podemos ser felices juntos sí –nervioso, se pasó la mano por el pelo, algo más largo de lo que solían llevarlo los caballeros de su rango–. Escucha, Sansa, no soy estúpido, ni lo bastante ingenuo para no saber que esto dista mucho del futuro que siempre habías imaginado. Eres una joven soñadora y yo estoy lejos de ser el caballero de ensueño de cualquier jovencita; no soy tan iluso como para esperar una respuesta inmediata: sólo te pido que consideres mi propuesta y reflexiones sobre ella, puedes tomarte el tiempo que necesites.
Sansa se mordió el labio, lo cierto era que la proposición era demasiado tentadora; no conocía demasiado al duque, pero había algo de lo que estaba segura: jamás había visto en sus ojos grises ni un ápice del brillo de crueldad que había en los de Joffrey aquella noche.
–¿No-no se supone que debes de contar con el consentimiento de mi hermano, como cabeza de familia, antes de hacerme una propuesta así?
–Bueno, no se me ocurriría hablar con tu hermano sobre este tema antes de saber tu opinión al respecto.
Su opinión ¿cuál era? Siendo sincera consigo misma, había algo en aquel hombre que la fascinaba sin remedio, como un misterio pendiente de descifrar. ¿Sería feliz con él? No podía decirlo, tal vez él resultara ser un marido negligente, demasiado absorto en sus otras preocupaciones como para prestar atención a su esposa; sin embargo, Sansa estaba segura de que tampoco sería una mujer desgraciada, o al menos no tan desgraciada como lo sería al lado de Joffrey. Clegane podía tener sus extravagancias pero, durante el tiempo que se conocían, él siempre se había preocupado por escucharla, por saber su opinión, siempre le había dado el espacio necesario para, simplemente, ser ella misma.
–¿Deberíamos casarnos de inmediato?
–¡No, por supuesto que no! –exclamó él– Podemos tener un noviazgo todo lo largo que quieras, conocernos mejor, pasar más tiempo en compañía del otro y después, anunciar el compromiso. ¡Tú y tu familia podéis venir de visita a Clegane Hall!
A aquellas alturas, Sansa estaba plenamente convencida de la decisión que estaba a punto de tomar: sabía que aceptar era correr un riesgo, pero si salía bien, si el resultado era un matrimonio feliz, merecería la pena.
–De acuerdo –terminó por responder–. Sin embargo, serás tú el que se encargue de explicárselo a mi madre y mi hermano.
El duque esbozó una amplia sonrisa y Sansa cayó en la cuenta de que era la primera vez que lo veía sonreír de verdad. Entonces, como convocados por un geniecillo travieso, las voces de su madre y su hermano se escucharon en el recibidor de la casa.
Sansa se frotaba nerviosa las manos contra el vestido de mañana, sin atreverse a cruzar miradas con su madre. Cuando Robb y ella habían entrado en él recibidor, se sorprendieron mucho al encontrarla hablando con el duque, pero cuando éste solicitó unos minutos para hablar a solas con su hermano, Catelyn lo achacó a los negocios que se traían entre manos y Sansa no se molestó en sacarla de su error. Presentía que no se iba a tomar nada bien las noticias.
Por fin, ambos hombres regresaron a la salita y Sansa respiró aliviada al ver la sonrisa relajada en los labios de Robb.
–¡Ah, me alegro de que estéis todos aquí! –dijo él, con su habitual expresión jovial.
Excepto Bran, que se encontraba de excursión en las montañas acompañando a unos amigos de la familia, todos los Stark se hallaban reunidos en la estancia: Catelyn y Jeyne, sentadas en sendas butacas junto al diván de Sansa y Arya que jugaba en la alfombra con Rickon. Robb permaneció de pie y se dirigió a Sansa:
–Sansa, el duque ha venido a hacerme una petición inesperada –la incomodidad era patente en la cara de Robb–, ha solicitado mi permiso para… cortejarte formalmente.
Junto a Sansa, Catelyn abrió los ojos como platos, incapaz de pronunciar palabra; cuando se arriesgó a mirar a Arya, se percató de que sus ojos brillaban de entusiasmo y que su hermana se estaba esforzando para no ponerse a dar saltitos emocionados.
–Por supuesto, puesto que es una decisión que te atañe directamente, jamás accedería a tal petición sin antes tener en cuenta tu opinión –prosiguió Robb–. Por favor, siéntete libre de hablar, cualesquiera que sean tus deseos, serán escuchados.
Los cinco pares de ojos de los Stark se volvieron hacia ella automáticamente, Sansa detestaba ser el centro de atención, sentía sus mejillas ardiendo.
–Las ehh.. atenciones del duque no serían mal recibidas –susurró abochornada; una cosa era hablar acerca de un cortejo a solas con él y otra era hacerlo con toda su familia presente.
–¿Eso quiere decir que no te haría infeliz que concediera mi permiso?
–¡No, no! –negó Sansa, tal vez con demasiada vehemencia.
–Bien, pues… espero que tengáis en cuenta las normas y esto… el decoro –Robb estaba tan avergonzado con todo este asunto como ella y parecía querer zanjarlo lo antes posible–. Por mi parte, lord Westland, cuenta con mi beneplácito como cabeza de familia.
Clegane se envaró en toda su estatura y le estrechó una mano a Robb.
–Lord Stark, sabe que no soy muy dado a hacer juramentos, pero puede estar seguro de que el honor y la seguridad de lady Sansa estarán a salvo conmigo.
–No me cabe la menor duda, si he accedido es porque estoy seguro de que se hará perfectamente cargo de su bienestar. Y ahora, si no me equivoco tenemos cierto asunto pendiente con el Banco de Braavos…
Robb parecía muy aliviado por haber solventado el tema definitivamente y poder dedicarse de lleno a los negocios. Después de despedirse de las damas con sendas inclinaciones de cabeza, ambos caballeros desaparecieron en dirección a la salida. No fue hasta que estuvieron seguras de que ellos ya estaban lejos, que las muchachas estallaron en una algarabía de voces en la salita.
De repente, Sansa se vio rodeada por Arya y su cuñada Jeyne, que no paraban de bombardearla a preguntas. Por su parte, su madre no parecía compartir ni mucho menos el entusiasmo de las jóvenes.
–¡Ese hombre! –exclamó Catelyn escandalizada– ¡Pero cómo se le ocurre!
–¡Dijiste que te parecía un buen hombre! –Sansa se sintió obligada a defender al duque de los injustos ataques de su madre.
–No es hombre apropiado para cortejarte; puede que sea adecuado para amigo de Robb, pero no para a ti como marido –Catelyn hizo una mueca disgustada–. ¡Qué dirán los Lannister! ¡Y Joffrey! ¡Llevamos planeando vuestro casamiento prácticamente desde que estabais en la cuna!
–¡Oh, estoy segura de que no les importará! –dijo Sansa, tratando de restarle importancia al hecho de que había cerrado para siempre la puerta del enlace Lannister - Stark.
–Sabes que ése era el deseo de tu padre, Sansa.
–¡Mi padre hubiera deseado que fuera feliz! –exclamó ella, poniéndose en pie.
No sabía de dónde había salido esa repentina rebeldía, pero Sansa sintió una creciente irritación respecto a las palabras de su madre: por primera vez en su vida, se había atrevido a tomar una decisión por ella misma, sin condicionamientos externos y no se arrepentía en absoluto. Durante años, se había aferrado a la idea de la boda con Joffrey como si aquél fuera su destino definitivo, como si no le quedara más remedio que pasar la vida atada a él porque así lo había decidido su familia. Pero aquello se había acabado, la decisión estaba tomada y ella no pensaba echarse atrás.
–Si eres tan ingenua como para pensar que vas a ser feliz con ese hombre… –concluyó Catelyn, con gesto resignado, sin alterar ni un ápice el tono de voz.
–Sé que con él seré más feliz de lo que nunca seré con Joffrey –replicó desafiante.
–¡Ay, Sansa! –suspiró su madre, agotada– ¿Se puede saber cuándo te has hecho tan mayor?
Sansa solamente sonrió y se abrazó a su ella. No se atrevía a confesarle que estaba muerta de miedo.
