Los personajes de Twilight no son míos sino de Stephenie Meyer, yo solo los uso para mis adaptaciones :)
CAPITULO 7
Dos pequeños de color jugueteaban en el suelo, frente a la casa, cuando el carruaje se detuvo bruscamente. Al ver el rostro de Edward, los niños se alejaron a toda prisa dejando un silencio sepulcral. De vez en cuando, sin embargo, podían oírse sus risas en una de las esquinas de la casa o al otro lado del porche. Luego se oyó un fuerte «chist» y un estallido de carcajadas. De la parte trasera de la casa, la voz estridente de un joven gritó:
—¡El señor Edward está aquí! ¡Por fin ha llegado a casa! Entonces, una voz femenina exclamó:
—¡Vaya! El chico ha regresado finalmente.
Unas pisadas en el interior de la mansión retumbaron en dirección a la puerta principal. Una multitud de niños empezó a surgir de sus escondrijos y los matorrales, hasta que una veintena de ellos se quedó contemplando el carruaje. La puerta se abrió repentinamente y una mujer enorme de color se precipitó hacia el porche, limpiándose las manos en el delantal. Miró hacia el carruaje con los ojos entornados.
—Vaya, señorito Jas, ¿por qué se ha molestado en traer a casa a ese desperdicio de los muelles? —bromeó la mujer.
Edward abrió la puerta del coche y bajó de un salto, sonriendo abiertamente.
—Sue, vieja arpía, uno de estos días voy a retorcerte el cuello como te mereces — replicó.
La mujer soltó una alegre risotada y se apresuró a recibirle con los brazos abiertos.
Edward la abrazó con cariño, estrechándola con fuerza mientras ella reía. Cuando la soltó, la mujer recobró el aliento, aliviada.
—Vaya, señorito Ed, veo que no ha perdido usted fuerzas —observó la mujer—. Estoy segura de que uno de estos días me va a romper una costilla —añadió, intentando averiguar quién estaba en el interior del carruaje—. ¿Qué es eso que ha traído con usted, señorito Jas? ¿Está intentando ocultarle algo a la vieja Sue? Sáquela ahora mismo y deje que le eche un vistazo para saber de qué se trata esta vez, señorito Edward. La última se apareció con ese toro de Bartholomew. Pero está claro que ahora no es ningún toro y puedo ver que no se trata de la señorita Tanya.
Mientras hablaba, Jas bajó del carruaje y se volvió para ayudar a Bella. Sin apenas detenerse, Sue continuó impaciente.
—Dése prisa, señorito Jas, que estoy ansiosa por verla. Y salga de en medio; siempre fue un niño muy patoso para su edad.
Jas se apartó con un brillo alegre en los ojos y dejó que la buena mujer echara el primer vistazo a la joven. Sue estudió atentamente el rostro de Bella. Al cabo esbozó una sonrisa de satisfacción y comentó:
—Vaya, si no es más que una niña. ¿Dónde ha encontrado este bombón, señorito Ed?
Al observar el abultado vientre de Bella se puso seria. Luego se volvió hacia Edward con una mirada grave y consternada, sin dudar ni por un segundo que él era el culpable. Empezó a interrogarle, prescindiendo esta vez de su nombre de pila.
—Señorito Cullen, supongo que se casará con esta criatura —gruñó—; le necesita mucho más que la señorita Tanya. Su pobre madre se revolvería en la tumba si no lo hiciera.
Edward repuso con una sonrisa:
—Ya me ocupé de eso en Londres, Sue. Te presento a mi esposa, Bella.
—Oh, bendito sea, señorito Ed —gritó Sue feliz—. Se ha dejado de pamplinas y por fin nos ha traído a Harthaven a una nueva señora Cullen. Ahora vamos a tener bebés en esta casa, miles y miles de bebés. Ya era hora. Desde luego, nos dio un buen susto con la otra mujer. Le aseguro que pasé un mal rato. Casi abandono a la familia. — Se volvió hacia Bella con una sonrisa radiante y los brazos en jarras—. Señora Cullen... —Rió—. Sí, realmente le queda bien ese nombre. Es difícil encontrar a gente como los Cullen. Pero es usted tierna como un melocotón y bella como una flor. —Sin darle tiempo a contestar, la tomó de la mano y continuó con su parloteo
—Venga conmigo. No deje que estos hombres la dejen aquí fuera en su estado. —Lanzó una mirada acusatoria a Edward y prosiguió—: Debe de estar muy fatigada después de pasar tanto tiempo en ese barco con todos esos hombres. Pero ya no tiene de qué preocuparse, señorita Bella. Ahora está aquí con la vieja Sue, que va a cuidarla como es debido. Primero le quitaremos la ropa del viaje y, luego, la pondremos guapa y cómoda. Ha sido un viaje muy largo desde Charleston para usted y el bebé. Necesitará descansar un rato antes de cenar.
Bella miró a su marido por encima del hombro, indefensa ante esa mujer que, agarrada a su brazo, se la llevaba riendo entusiasmada.
De camino a la casa, Sue dio una serie de órdenes a dos chicas:
—Tú, ve a buscar un poco de agua para el baño de la señorita, y no pierdas el tiempo, ¿me has oído?
Jas se echó a reír apoyado contra el carruaje mientras su hermano sacudía la cabeza observando la escena divertido.
—Esa vieja... —masculló Edward—. No ha cambiado nada.
—Díganle a Seth y a Luke que cuando lleguen se den prisa en subir los baúles
—les ordenó Sue sin mirarles—. Seguro que ese par de mulas se tomarán su tiempo.
La puerta principal se cerró de golpe. Bella se encontró en medio de un vestíbulo enorme con un fuerte olor a cera procedente del suelo que, bajo sus pies, resplandecía con un brillo aterciopelado. No había una mota de polvo en toda la estancia, donde una escalera curva conducía a la segunda planta. Estaba decorada con muebles elegantes estilo rococó. La tapicería era de terciopelo amarillo y azulón con brocados de colores luminosos y las paredes, de color azul celeste, no presentaban una sola mancha.
Bella contempló la sala con los ojos muy abiertos y Sue, al advertir el interés de la joven y sin parar de hablar, atravesó varias habitaciones dando un rodeo hasta llegar al salón. Le indicó el retrato de un hombre sobre la chimenea, muy parecido a Edward y a Jas, aunque con los ojos oscuros y expresión más seria.
—Ése es el viejo amo. Él y su esposa construyeron esta casa —informó Sue.
En esa estancia las paredes estaban decoradas con papel color crema con relieves de terciopelo en mostaza. Las cortinas, también de terciopelo, eran de un tono un poco más oscuro y estaban adornadas con colgaduras de seda entrecruzadas en la parte inferior.
Las puertas que conducían al porche eran de cristal y la carpintería de una cálida magnolia de color gris. El sofá era de seda verde, las sillas, estilo Luis XV, azul celeste y mostaza, y una alfombra persa en tonos crema y dorado cubría el suelo. Pero el lugar de honor lo ocupaban una cómoda Luis XV con dos sillas con respaldo de bejuco de la misma época y un espejo dorado estilo Chippendale que resaltaba su belleza. Un secreter alto y elegante conducía al comedor. Al igual que las habitaciones anteriores, estaba decorado en estilo rococó. Una mesa larga dominaba la estancia, en la que brillaba una lámpara de araña de cristal.
Bella observaba fascinada los espléndidos muebles al tiempo que Sue reía orgullosa, empujándola de nuevo hacia el vestíbulo y escaleras arriba.
—¿De dónde es usted, señorita Bella? —le preguntó, y, sin dejar que contestara, prosiguió—: Debe ser de ese lugar, Londres. ¿La encontró allí el señorito Ed? Seguro que sí. Hemos encendido un buen fuego en su habitación para que se caliente y su baño estará preparado enseguida. Vamos a ponerla muy guapa y cómoda.
Al llegar al final de las escaleras Sue la condujo al dormitorio de Edward. Era una habitación grande con una cama gigantesca con cuatro columnas y dosel, en cuya cabecera aparecía tallado el escudo de la familia y de la que pendía un enorme mosquitero. Bella se sintió como en casa de inmediato pues la pieza era cálida y alegre. Al acercarse a la cama su corazón empezó a latir muy rápido pues allí es donde volvería a compartir el lecho con su marido esa noche. Súbitamente pensó que en ese lugar daría a luz a su hijo... y que engendraría a otros... si los había.
El baño estaba listo, y mientras Sue la ayudaba a desnudarse, Bella descubrió sobre el tocador un diminuto marco dorado con el retrato de una mujer. Lo cogió con curiosidad y lo examinó. Sus ojos verdes eran inequívocamente parecidos a los de Edward y la sonrisa revelaba un rasgo en común con la perpetua alegría de Jas. Ninguno tenía el cabello castaño claro o el rostro pequeño, pero los ojos... ¡esos ojos!
—Ésa es la señorita Esme —dijo Sue, orgullosa—, la madre del señorito. Era tan dulce como usted, pero trabajaba muy duro para llevar esta casa. Con su manera peculiar de hacer las cosas conseguía que ese par de bribones y su padre la ayudaran en todo. Y cuando esos chicos hacían algo que no debían, ella les hablaba suavemente hasta que salían gateando por el porche. Pero nunca supieron que era ella la que mandaba en la casa. Y aunque lo supieran, les gustaba que fuera de ese modo, porque nunca se oía una queja. Era dulce como la miel. Y amaba al viejo amo y a sus niños como si no existiera nadie más en el mundo. Pero el amo era otra cosa. Era tan rebelde y terco que hubiera luchado solo en la guerra y la hubiera ganado. El señorito Ed es como él. Y orgulloso, ¡vaya si lo es! No hay nadie como él. Creí que la señorita Tanya lo había pillado. Y eso hubiera sido un verdadero problema, porque estoy segura de que hubiera acabado matándola al cabo de poco tiempo.
Bella alzó la vista, sorprendida, y preguntó:
—¿Por qué dices eso, Sue?
La mujer torció la boca con un gesto de desaprobación:
—El señorito dice que hablo demasiado —repuso, y se marchó a toda prisa en busca de aceite de baño.
Bella quedó atónita. La anciana había despertado su curiosidad, pero por el momento parecía haber perdido el habla.
Un grito y el relincho furioso de un caballo captaron su atención. Se acercó a la ventana y vio a Edward a horcajadas sobre un caballo negro que hacía cabriolas y resoplaba, tratando de librarse de su jinete. Jas contemplaba cómo su hermano luchaba por controlarlo. Sue se reunió junto a ella en la ventana para observar la escena. El animal, desesperado bajo las bridas y las espuelas, se encabritaba y coceaba levantando la tierra con los cascos, pero Edward, con una fusta en la mano, lo atizaba con el extremo entre las orejas hasta dominarlo. Al final la bestia emprendió el galope pero Edward volvió a imponer su autoridad acortando las riendas. Lo llevó a través de los pastos hasta que, agotado, se detuvo junto a la verja.
Sue sacudió la cabeza:
—Ese viejo caballo sólo se deja montar por el señorito Ed. Seguro que el frío y todo el trigo que se ha comido le está pasando factura. Cada vez que el señorito regresa a casa tiene que volver a domarlo.
Mientras Jas abría la verja para dejar salir al caballo y a su jinete, Bella se acercó más a la ventana para apartar las cortinas que le impedían verlos partir. Por unos instantes animal y hombre se volvieron hacia la casa y Edward pudo ver a su joven esposa asomada a la ventana con los ojos puestos en él. El corcel escarbaba la tierra y mascaba las riendas impaciente por emprender la marcha, pero su amo lo sujetaba con firmeza, distraído ante la visión. Bella se apartó y corrió la cortina. La atención de Edward volvió al caballo, que salió al galope a través de la verja, extendiendo sus poderosos músculos y mostrando toda su furia. Edward soltó las riendas dejando que corriera y disfrutó, una vez más, del ajetreo rítmico de aquel semental que tenía bajo sus piernas.
—Vamos, dulce niña —instó Sue a Bella—. El baño está caliente y se va a enfriar si se queda mucho tiempo ahí. El señorito sabe cómo montar al viejo Leopold, así que no tiene de qué preocuparse.
Bella se metió en la bañera al tiempo que Sue empujaba a Seth y a Luke escaleras arriba hasta la habitación de al lado con los baúles. Empezó a deshacerlos y a poner la ropa sobre la cama de su amo. Entre todos los vestidos, la anciana eligió uno de terciopelo de color malva para que Bella se lo pusiera, y lo extendió cuidadosamente.
—¿Le gusta este vestido, señorita Bella? Es bien bonito. Seguro que al señorito Ed le encanta. ¿Le ha comprado todo esto él? Ese hombre... sabe cómo cuidar de lo suyo.
La muchacha sonrió dejando que siguiera parloteando. Hacía rato que Sue acertaba con sorprendente tino la mayoría de las suposiciones que formulaba.
La mujer de color se aproximó a la bañera con una toalla enorme extendida para secar a su joven ama.
—Levante su cuerpecito y deje que la vieja Sue la seque —dijo—. Luego la frotaré bien con aceite de rosas y así podrá descansar un poco antes de cenar. El señorito Ed querrá que su baño esté preparado para cuando vuelva.
Poco después Sue cerró la puerta sigilosamente dejando a Bella dormida en la cama, cubierta con un edredón aterciopelado. Ya era de noche cuando despertó, y la criada, intuyéndolo de alguna forma, entró a ayudarla a vestirse para la cena.
—Tiene un pelo precioso, señorita —dijo sonriendo mientras le cepillaba lentamente la larga cabellera—. Apuesto a que el señorito presume de ello —y en voz baja añadió—: Bah, esa señorita Tanya no le llega a la suela de los zapatos.
De pronto oyeron los pasos de Edward en el vestíbulo y las manos de Sue se movieron frenéticamente para acabar su peinado.
—¡Válgame Dios, el señorito Ed está en casa y aún no he terminado con usted!
Se abrió la puerta y Edward entró en la habitación, todavía sofocado por la excursión, con el abrigo colgado del hombro.
—Ya, señor, ya. Acabo con ella en un minuto —se apresuró a decir Sue.
Él rió con tranquilidad contemplando a Bella sentada en ropa interior frente al espejo.
—Cuidado, a ver si explotas en mil pedazos, Sue. Tranquilízate o te dará un ataque.
—Ya está, ya. Parece que no se puede tener ni un momento de descanso. —La dulce criada sonrió.
Edward dejó el abrigo sobre una silla y empezó a desabrocharse el chaleco mientras Sue le recogía el cabello a su esposa con una cinta. Luego, siempre bajo su atenta mirada le ayudó a ponerse el vestido. Cuando fue a abrochárselo, Edward se levantó y se acercó a ellas.
—Deja, Sue, lo haré yo. Tú ve a ocuparte de mi baño —le ordenó.
—Sí, señorito Ed —repuso la criada, y salió de la habitación arrastrando los pies.
Edward le abrochó la parte trasera del vestido pausadamente, asegurándose de que todos y cada uno de los corchetes estuvieran bien sujetos. Con la proximidad, Bella advirtió el masculino olor a caballo y a cuero sudado. Las manos de él se lentificaron al llegar a los últimos corchetes, e inclinó la cabeza hasta que su rostro rozó el cabello de su joven esposa, inhalando su dulce fragancia. Ella permaneció inmóvil, con los ojos entornados, escuchándole, oliéndole, sintiéndole, temiendo que el más mínimo movimiento rompiera el encanto de ese momento. Súbitamente, se oyó la voz de Sue en las escaleras.
—Trae el agua ahora mismo. El señorito Edward está esperando su baño.
Bella se volvió, pero su esposo se había alejado y ahora estaba desabrochándose la camisa. Sue abrió la puerta para dejar entrar a varios niños con cubos de agua caliente. Llenaron la bañera y salieron a toda prisa apremiados por la ansiosa anciana. Ésta se detuvo en la puerta, se volvió y preguntó:
—¿Esto es todo lo que necesitan por ahora?
—Sí —contestó Edward al tiempo que empezaba a quitarse los pantalones. Sue se marchó cerrando la puerta tras ella.
Bella preparó la toalla y la ropa de su marido mientras observaba furtivamente cómo éste terminaba de desvestirse. Admiró sus músculos largos y fibrosos, su cadera estrecha y su espalda ancha. De repente experimentó un orgullo posesivo hacia él al saber que era suyo y que ninguna otra mujer tenía el derecho de reclamarlo, ni la propia Tanya.
Se sentó en la cama para ponerse las medias y los zapatos mientras Edward se metía en la bañera. Éste desvió su atención al ver que se recogía las faldas y, enjabonándose distraídamente, admiró sus piernas esbeltas.
—¿Sue ya te ha enseñado la casa? —inquirió mientras la observaba deslizar por su muslo una liga con volantes.
Bella sacudió la cabeza.
—No —respondió alegremente—. Sólo el salón y el comedor. Pero tengo muchas ganas de ver el resto. Nunca pensé que la casa fuera tan grande ni tan bonita. —Con una encantadora risilla añadió—: Imaginé que viviríamos en una casita. No me dijiste que tuvieras una mansión.
Edward sonrió mientras ella se bajaba las faldas y se las alisaba.
—No me lo preguntaste, cariño —repuso. Bella se echó a reír. Fue hacia la bañera, metió los dedos en el agua y le salpicó el pecho.
—Apresúrate, por favor, Edward. Estoy hambrienta —lo acució.
Él estaba poniéndose un chaleco cuando unas risillas captaron su atención.
—¡Cielo santo! ¿Qué es esto? —gritó Sue en la otra habitación— ¡No había visto nada así en mi vida!
Edward abrió la puerta para averiguar qué estaba ocurriendo. Bella se unió a él y ambos vieron que Sue inspeccionaba los pantalones acolchados. Al entrar, miró a su amo de forma inquisitiva.
—Señorito Ed, ¿esto es suyo? —le interrogó—. Tiene mucho encaje. Bella se llevó la mano a la boca para contener una carcajada.
—Son demasiado pequeños para usted, señor —prosiguió la criada—. ¿Para qué los compró? —Se volvió hacia Bella y, en tono de incredulidad, preguntó—: ¿Son suyos señorita Bella?
—Ahora te lo explico, Sue —dijo Edward—. Los mandé confeccionar para mi esposa, para que no pasara frío. —Edward sonrió—. El Atlántico Norte en invierno no es lugar para que una señora se pasee sin nada debajo de las faldas.
—Sí, sí, señor —acordó la mujer en un tono burlón. Edward se echó a reír y sacudió la cabeza.
—Sue, largo de aquí. Ve a ver cuánto queda para la cena. Tu ama está a punto de desfallecer.
—Sí, señorito Ed —contestó la criada y salió a toda prisa.
Bella empezó a curiosear por el dormitorio ante la atenta mirada de su esposo. Tocó la cama, luego pasó delicadamente sus dedos por una silla. Edward terminó de ponerse el chaleco y le explicó:
—Esto antes era una sala de estar, pero mi madre hizo poner la cama aquí después de que yo naciera. No le gustaba molestar a mi padre cuando Jas y yo nos poníamos enfermos, así que se quedaba aquí por si la necesitábamos. El cuarto de los niños está aquí al lado.
Bella continuó inspeccionando la habitación, familiarizándose con cada uno de los objetos que allí había. Los ojos de su marido seguían puestos en su delicado cuerpo y un impulso creció en su interior. Él deseaba atraerla hacia sí, acariciar sus mechones relucientes. Ella reparó en la colcha hecha a mano. Edward se le acercó por detrás, pero se detuvo antes de abrazarla.
Qué pasaría si se le volvía a resistir otra vez, si volvía a luchar contra él. Si la tomaba con violencia podría hacer daño al bebé, o a ella, pensó.
Al sentir su proximidad, su olor, sus suaves bucles, se mareó. No lucharía con ella ni cedería ante sus deseos. Tenía que acercarse a él por voluntad propia.
Que elija, pensó. Esta habitación o la mía. Esta cama solitaria o que comparta mis atenciones. Dejaré que sea ella la que escoja.
Se aclaró la garganta.
—Esta cama... Esta habitación... es tuya si la quieres, Bella. —Hizo una pausa buscando con torpeza las palabras.
Bella se quedó helada, con el corazón en un puño, como si le hubieran clavado una daga en la espalda. Dios mío, pensó la joven. No entiendo por qué se acerca a mí de esa manera si me odia tanto. Ni siquiera puede compartir su lecho conmigo. Ahora que ha vuelto a casa y puede continuar su vida con Tanya, me apartará de su vida y se olvidará de que existo.
Se le llenaron los ojos de lágrimas al pensar en las esperanzas que había albergado acerca de llevar una existencia feliz y normal junto a él. Se inclinó consternada y alisó la colcha.
—Es una cama muy bonita —murmuró—. Y la habitación está muy cerca del cuarto de los niños. Imagino que es el mejor sitio para mí.
Edward hundió los hombros, muy cansado.
—Le diré a Sue que vuelva a llevar tu ropa.
Se volvió, abatido, y regresó a su habitación. Cerró la puerta y se apoyó contra ella frustrado, luego enfadado por haber sacado a relucir el tema. Se maldijo en voz baja:
—¡Estúpido! ¡Bocazas! ¡Idiota charlatán! ¡Podrías haberla metido en tu casa y en tu cama sin abrir la boca! —Se acercó a toda prisa al escritorio en el que había una botella de coñac y se sirvió una generosa ración. Luego se quedó mirando fijamente el vaso—.
¡Tenías que hacerte el galante y dejar que eligiera! —Se bebió el coñac de un trago y concluyó—: ¡Así que ahora apáñatelas solo con el frío del invierno, papanatas!
Dejó la copa de un golpe, agarró su abrigo bruscamente y salió enfadado de la habitación. En el pasillo topó con Sue, y gruñó:
—La señora Cullen ha decidido que prefiere la otra habitación. Encárgate de que saquen su ropa de mi dormitorio antes de que yo regrese.
La criada, perpleja ante semejante cambio de humor, lo observó con la boca abierta y asintió con un susurro mientras él bajaba furioso por las escaleras. Abrió la puerta de la estancia, todavía sacudiendo la cabeza ante el mal humor de su amo, y se encontró con Bella llorando sentada en el borde de la cama. Al verla, la muchacha se volvió y se secó las lágrimas.
—Está muy bella, señorita —le aseguró Sue con dulzura—. El señorito Jas está esperando impaciente a que baje. Afirma que si su hermano no va con cuidado se la va a quitar delante de sus narices.
Bella se irguió y consiguió esbozar una trémula sonrisa. Los ojos marrones de Sue buscaron el rostro de su joven ama reflejando, al verlo, el sufrimiento que había en él, pero se apresuró a continuar hablando en un tono alegre para aliviar su pena:
—Ahora vaya a asearse esa cara preciosa y a comer algo. Si no, ese bebé va a morirse de hambre dentro de nada.
El parloteo de Sue disipó en parte la tristeza de la muchacha. Al cabo de unos minutos entró en el salón. Al verla, Jas se levantó de su silla a toda prisa y, tomando sus manos, la agasajó con un rosario de cumplidos. Bella lanzó una mirada de incertidumbre a su esposo pero éste, de espaldas, parecía inaccesible. Jas se inclinó sobre su mano como si se tratara de la mismísima reina, ante lo cual ella sonrió decidida a mostrarse alegre. No le daría a su esposo el placer de verla preocupada por haber sido relegada a la otra habitación.
—Ah, lady Bella, su belleza desborda a esta alma igual que las crecidas primaverales desbordan los bosques. —Jas suspiró. Ya se había bebido varios whiskis durante la relativamente larga espera—. Para mí es usted tan tierna como la primera baya del verano.
La joven hizo una reverencia y respondió a su palabrería:
—Ciertamente, señor, se le nota el apetito. Quizá esta tardía cena lo haya indispuesto. Está claro que sería capaz de cubrir mi fealdad con sus halagos con tal de saciar su hambre.
El joven se echó atrás sintiéndose insultado y replicó:
—Oh, mi preciada hermana, me ha herido en lo más profundo de mi ser, pues en esta jungla de burda soltería la mera visión de semejante belleza aleja de mí cualquier deseo de alimento.
—Galante caballero —lo consoló—, aprecio enormemente sus amables palabras.
—Extendió una mano hacia Edward y prosiguió—; Pero allá se esconde el dragón más malvado de todos, y temo que se lo zampará de un bocado. Temo también, gentil señor
—añadió alzando una mano como para detenerlo—, que debamos echarle más comida pues de lo contrario la bestia cruel nos engulliría a los dos. —Bella rió divertida de su estúpido juego.
Jas, también riendo alegremente, se dirigió al bar brincando como un bufón, sirvió una copa de vino ligero y se la tendió a la joven.
—Le ruego que se nos una, milady —la invitó—. Los dos hemos hecho un largo viaje para este sobrio placer.
Edward se volvió de mejor humor después de haber sido el blanco de sus mordaces burlas.
—No tengo bastante con que mis preocupaciones me acosen —observó—, sino que debo soportar a un hermano idiota que estaría mejor haciendo de bufón en una compañía de teatro ambulante, y a una esposa ingenua cuya temeridad sólo sobrepasa su habilidad para burlarse de mí. Os agradecería que en cuanto acabéis con vuestros juegos infantiles procedamos con la cena. El hambre me altera más que vuestro ingenioso entretenimiento.
Jas se echó a reír y le tendió un brazo a Bella.
—Creo que mi tosco hermano está muy enojado con nosotros, milady —dijo—.
Necesita que le sigamos la corriente, ¿no cree?
Ella vio que su marido estaba de pie observándola, y levantó la cara.
—Sí, por supuesto, querido hermano. Realmente necesita que le sigamos la corriente. Como sabes ha dejado la alegre soltería y ahora tiene que cargar con una esposa embarazada. Muchos hombres se enojarían ante semejante atadura.
Edward la fulminó con la mirada, pero ella se volvió hacia Jas con una sonrisa seductora, moviendo la cabeza con coquetería y haciendo que sus bucles sueltos se balancearan.
—Ahora, dulce hermano —prosiguió—, debemos encontrar una esposa para ti, así estarás tan serio, abatido y triste como él. ¿Pondría eso a prueba tu buen humor?
Jas echó su cabeza hacia atrás riendo de buena gana.
—Sin ti, querida hermana, estaría así. Por lo tanto, seguiré esperando y de ese modo podré conservar mi encantadora forma de ser.
Se echaron a reír. Jas la acompañó hasta el comedor donde la mesa había sido dispuesta siguiendo el protocolo: Edward en un extremo, Bella en el otro, dos candelabros entre ambos, y, en el medio, Jas. Éste retiró la silla de Bella para que tomara asiento y con una expresión de disgusto le hizo saber que estaban sentados demasiado separados. Edward esperó junto a su silla a que su desenfadado hermano ocupara su lugar en la mesa pero éste, en lugar de hacerlo y rascándose la barbilla, continuó desaprobando la disposición.
—Querido hermano —explicó Jas—, debes tener una predilección especial por la soledad, pero resulta que yo soy muy amigable y no soporto que mi dulce hermana coma sola. —Cogió su servicio y lo colocó alegremente a la izquierda de Bella.
Edward le lanzó primero una mirada furiosa pero luego se ablandó ante la alegría de ambos y se unió a ellos. La cena transcurrió de una manera informal. Su charla alegre logró mejorar un poco el humor del hermano mayor. Los criados retiraron los últimos platos y sirvieron sendas copas de licor a los saciados comensales. Healher se echó hacia atrás en su silla y suspiró; había comido con gusto y se sentía harta. Necesitaba caminar un poco, pues la cena le había dado sueño. Edward se levantó para retirarle la silla y todos se dirigieron al salón. Él y Jas cortaron unos puros largos y verdes mientras la muchacha se sentaba en el sofá. Pocos minutos después la necesidad de respirar aire fresco acució a Bella y le dijo a su esposo en voz baja:
—Edward, me temo que esta cena maravillosa se me ha indigestado. Si me lo permites me gustaría dar un paseo.
El hombre asintió, y observando su vientre abultado, llamó a un sirviente para que le fuera a buscar algo de abrigo. Cuando el chico regresó, Edward le ajustó el chal en los hombros y la acompañó a la puerta principal. La abrió para acompañarla, pero Bella se lo impidió con la mano.
—No —le dijo—, sé que Jas y tú tenéis que hablar de muchas cosas. No tardaré; sólo necesito tomar un poco de aire fresco.
Edward era reticente a dejarla marchar sin compañía pero al final aceptó.
—No te alejes mucho de la casa —le advirtió.
Bella se volvió, asintiendo con la cabeza, y salió al porche. Edward regresó al salón con su hermano.
Era una noche agradable y fresca. Nubes pequeñas y blancas rasgaban el brillante cielo estrellado. Bajo la luna llena los imponentes robles con sus musgos colgantes parecían centinelas vestidos de gris. Casi no había viento y los ruidos de la noche surgían de los bosques. Podían verse las luces en los aposentos de los criados y oírse alguna voz ocasional. Bella bajó las escaleras hasta la hierba fría y húmeda y paseó despacio entre los árboles gigantescos contemplando cómo sus ramas acechaban a la luna.
Mi primera noche aquí, pensó, y ya me siento extraña y deliciosamente unida a esta tierra. Es más inmensa, más vasta de lo que jamás había soñado. En ella dejaré que mi corazón corra libremente y no conozca el significado del trabajo agotador.
Se volvió y contempló la casa. Parecía estar observándola en silencio meditando sobre el tipo de ama que podía ser. Su fachada la enterneció y le hizo pensar... Una casa en la que criar a mis hijos, un paraíso, un lugar placentero.
—Oh gran casa blanca —murmuró—. Por favor deja que encuentre la felicidad aquí. Permite que dé a luz a mis hijos entre tus paredes. Haz que mi esposo esté orgulloso de mí y no dejes que traiga ninguna desgracia sobre tus cimientos.
De pronto se sintió muy aliviada, como si le hubieran quitado un peso de encima. Caminó a toda prisa hacia la casa en busca de su calor, con la sensación familiar de una compañía nueva y extraña. Abrió y cerró la puerta sin hacer ruido para no molestar a los hombres. Mientras se quitaba el chal, oyó que en el salón Jas le gritaba enfadado a su hermano.
—¿Fuiste allí esta tarde? Maldita sea, ya viste cómo esa perra trató a Bella. No perdió ni un solo minuto en dejarle saber lo que había entre vosotros dos antes de que te fueras. Quería sangre, la de Bella, y le clavó las uñas lo más hondo que pudo.
—¿Tan extraño te resulta —preguntó Edward muy enojado— creer que Tanya haya podido sufrir un fuerte impacto esta tarde cuando, esperando a su prometido, se ha encontrado con la esposa de éste? No fue fácil para ella, y desde luego no fuimos los caballeros más galantes del mundo. Podía haberse enterado de que me había casado de un modo más suave. No estoy demasiado satisfecho conmigo mismo por haber terminado con ella de esa forma. Realmente me he portado mal.
Al oírlo, Bella se quedó indecisa sin saber si salir huyendo de nuevo o cruzar a toda prisa el vestíbulo hacia las escaleras. Al pensar en Edward a solas con Tanya se le encogió el alma.
—Demonios, Ed ¿crees que ha sido una santa todo el tiempo que has estado fuera? Ha estado saliendo como si fueran los últimos días de su vida, y tus amigos pueden dar fe de ello.
Ante el silencio de su hermano, Jas soltó una carcajada.
—No te sorprendas tanto, Ed —prosiguió—. ¿Piensas acaso que en todo este tiempo no ha estado con ningún hombre? Por supuesto que te considera el mejor semental de la ciudad, pero mientras el macho ha estado ausente, ¿crees que esa hembra se ha privado de sus placeres? Lo sabrás muy bien cuando tengas que pagar todas las deudas que ha contraído como la futura señora Cullen. Los tenderos han venido a mí con sus facturas para asegurarse de que ibas a casarte con ella, y ya verás como se ha gastado más de quinientas libras en tu nombre.
—¡Quinientas libras! —exclamó Edward—. ¿Qué diablos ha hecho? Jas rió, divertido.
—Ha comprado joyas, ropa, todo lo que puedas imaginarte, y luego hizo que arreglaran Oakley de arriba abajo —le explicó—. Apuesto a que es el bombón más caro con el que te has topado en toda tu vida. No es para nada ahorrativa, como ya sabes. Si lo fuera, hubiera podido vivir cómodamente con el dinero que heredó de su padre. Pero se lo gastó en menos que canta un gallo y cuando se arruinó dejó abandonada la plantación. Estaba esperando con ansias el momento de casarse contigo y quedarse con tu dinero.
Al terminar su discurso, Jas se dirigió velozmente al bar a rellenar su copa, y al pasar por delante de la puerta, sorprendió a Bella, avergonzada, con el chal en la mano. Se detuvo y la miró. Ella se ruborizó al haber sido descubierta espiando y se encogió de hombros nerviosa.
—Lo siento... lo siento —se disculpó tartamudeando—. Hacía mucho frío fuera y... sólo quería ir a mi habitación.
Edward se acercó a su hermano y vio que Bella se sonrojaba todavía más. Muy confusa, ella se colocó el chal sobre los hombros y cruzó el vestíbulo corriendo hacia las escaleras. Edward salió al recibidor y la vio ascender por ellas a toda prisa. Se volvió malhumorado hacia Jas, que se mostró sorprendido ante el repentino cambio de humor de su hermano. Bebió de un trago lo que le quedaba en el vaso y caminó airadamente hacia el bar. Se sirvió otro y se lo bebió de golpe. Jas observó inquisitivamente la creciente agitación de su hermano sorprendido ante su abuso del coñac. Edward llenó la copa y se volvió hacia Jas, que lo miró preocupado, pues normalmente Edward disfrutaba con tranquilidad de la bebida. Ahora, sin embargo, parecía malhumorado y bebía coñac como si se tratara de un bálsamo poderoso capaz de alejar los malos espíritus.
—Sin pensarlo demasiado diría que la vida de casado no va contigo, Ed — comentó Jas lentamente—. No puedo entender cuál es el problema. Miras a tu esposa como un macho que huele a una hembra en celo y se te cae la baba con cada cosa que hace. Parece que te asusta tocarla e incluso he visto cómo la maltratabas. Y, ¿qué demonios es eso que he oído de habitaciones separadas? —Vio que su hermano apuraba nuevamente la bebida con una expresión de dolor en el rostro y continuó—: ¿Has perdido el juicio? Es endemoniadamente hermosa; habla bien, es educada, todo lo que un hombre desearía para sí, y te pertenece. Pero por una extraña razón que no entiendo la has apartado de tí como si tuviera la sífilis. ¿Por qué te ensañas tanto contigo mismo? Relájate. Disfrútala. Es tuya.
—Déjame en paz —le espetó Edward, furioso—. No es asumo tuyo. Jas sacudió la cabeza, exasperado.
—Edward, gracias a un sorprendente golpe del destino te ha sido concedida una mujer que vale la pena conservar. Cómo has llegado a encontrar semejante pedazo de fruta tierna me deja bastante perplejo, aunque dudo que el responsable haya sido tu gran habilidad para elegir compañía femenina. Tus gustos siempre se han decantado por fulanas o mujeres casquivanas, y no por muchachas dulces e inocentes como Bella.
Pero te diré esto, Ed: si por alguna razón la pierdes, habrás perdido mucho más de lo que te imaginas.
Edward se volvió y le lanzó una mirada de furia.
—Hermano, sabes cómo hacer que pierda la paciencia —le espetó—. Te suplico que cierres la boca. Sé muy bien la suerte que he tenido y no hace falta que tus instintos maternales me lo recuerden.
Jas se encogió de hombros y respondió:
—Creo que necesitas que te digan los pasos que debes tomar, porque estás haciendo todo lo posible para arruinar tu vida.
Edward alzó la mano, impaciente.
—Olvídalo. Se trata de mi vida —sentenció. Jas terminó su whisky y dejó el vaso.
—Estaré por aquí para ver cómo resuelves tus problemas —dijo mirando fijamente a su hermano—. Ahora, buenas noches, y te deseo dulces sueños en tu solitario lecho.
Edward le lanzó una mirada de odio, pero Jas ya estaba de espaldas saliendo de la habitación. Se quedó de pie, solo con el vaso vacío en la mano. Lo miró durante un largo rato sintiendo ya la soledad de su dormitorio... y de su cama, echando de menos la presencia de su bella esposa bajo los edredones. De pronto arrojó el vaso contra la chimenea y se marchó enfurecido del salón.
A la mañana siguiente el sol brillaba cuando Sue llamó suavemente a la puerta de su ama e hizo pasar a una joven llamada Mary, a quien presentó como a su nieta. La chica iba a ocupar un puesto de honor como la doncella personal de Bella. La mujer de color se apresuró a asegurarle que su nieta estaba bien instruida en las tareas necesarias.
—Ha estado aprendiendo lo mejor, señorita Bella —le explicó orgullosa y rebosante de alegría—, para que pueda cuidar bien a la nueva señora Cullen cuando haya nacido el bebé. Sabe cómo arreglar el cabello para que quede precioso y todo lo demás.
Bella sonrió a la delgada niña y dio las gracias a la anciana:
—Estoy segura de que si dices que es la mejor, Sue, es que lo es. Muchas gracias.
La mujer esbozó una sonrisa.
—De nada, señorita Bella —respondió—. Y, señorita Bella, el señorito Ed dice que permanecerá en Charleston varios días. Tiene que ocuparse de su barco.
Bella inclinó la cabeza pensando en lo que había oído por casualidad la noche anterior. No dudaba que Tanya había dado a Edward una bienvenida afectuosa, y al volver a su casa, la había apañado a ella, a su mujer, de su lugar legítimo sacándosela de encima como si fuera un abrigo. Ahora podría ir cuando quisiera sin tener que despedirse.
Suspiró y untó mantequilla en una magdalena. Por lo menos había sido bien recibida en esa casa y se sentiría feliz entre su gente atenta y agradable.
Mientras desayunaba prepararon el baño en el dormitorio del amo. Estaba apurando el café cuando llegó Mary con un peine y un cepillo para recogerle el cabello en un gran moño. Al cabo de poco rato ya estaba disfrutando de un baño humeante.
Sue llegó a la habitación de Bella una vez que ésta estuvo aseada y acicalada, para inspeccionar el trabajo de su nieta Mary. Al ver el excelente peinado, asintió.
—Lo has hecho muy bien, niña —la felicitó a pesar de coger el peine para retocar un rizo—, pero como se trata de la señorita Bella tiene que estar perfecto —añadió en tono levemente admonitorio.
La rutina diaria comenzó con la invitación de Sue para supervisar el menú del día.
Bella siguió a la criada escaleras abajo hasta la cocina, un recinto anexo a la casa, para conocer a tía Ruth. Ella era la reina de ese lugar y la encargada de la preparación de la comida en Harthaven. Era espacioso y estaba muy limpio. En el centro había una gran mesa de piedra flanqueada por dos chimeneas enormes. Cuatro chicas de color con blusones blancos cortaban verduras, preparaban la carne y vigilaban varias ollas en los fogones. La pulcritud de la cocina y de la rutina del trabajo mantenida por Sue y tía Ruth asombraron a Bella. Ambas mujeres eran expertas en sus respectivos quehaceres.
Sue la condujo de nuevo hasta la casa entre explicaciones y detalles. Cada vez que pasaban junto a un arbusto, un árbol o una construcción hacía un comentario. Al entrar, la anciana empezó a ir de un lado a otro inspeccionando meticulosamente la limpieza que el personal de la casa había dispensado a cada una de las habitaciones. Bella intentó mantenerse a su lado en todo momento. Poco rato después se detuvieron en el salón y la muchacha se sentó en una silla soltando una carcajada.
—Oh, Sue, tengo que descansar —le suplicó—. Me temo que no estoy preparada para tanta actividad después de un viaje tan largo.
Sue le hizo una señal a Mary para que fuera a buscar una jarra de limonada fría. Le sirvió un poco del refresco a su ama, que aceptó encantada e insistió en que ellas también tomaran.
—Y Sue por favor, siéntate —la invitó. Dándole las gracias en voz baja aceptó el vaso que le dio Mary y se sentó con cuidado en una silla. Bella apoyó la cabeza sobre una mano, cerró los ojos y suspiró.
—Sue, cuando conocí a Edward no imaginé que gracias a él viviría en una casa como ésta —le aseguró incorporándose y esbozando una dulce sonrisa—. E incluso cuando nos casamos lo único que sabía es que era el capitán de un barco y pensé que pasaría el resto de mi vida en los cuartos sucios de los muelles. Nunca pensé en algo como esto.
La anciana se echó a reír.
—Sí, ése es el señorito Ed, siempre tomando el pelo a la gente que más quiere — contestó.
Tras el almuerzo Bella decidió explorar la casa por su cuenta. Regresó al salón de baile intrigada por su belleza. Deseaba volver a caminar por su brillante suelo de roble y tocar sus paredes de muaré. Admiró los adornos dorados y se detuvo bajo una de las arañas mirando hacia arriba deslumbrada ante la miríada de arco iris centelleantes.
Al abrir las puertas cristaleras que daban al jardín, la brisa invernal hizo tintinear los caireles con un sonido suave y agradable. Permaneció largo rato escuchando, pensativa. Exhaló un suspiro, cerró las puertas y abandonó la estancia. Se dirigió al estudio de Edward en busca de su presencia, y la encontró en su sillón frente al escritorio de madera de nogal. Probó el sillón y lo encontró duro e incómodo como importunado ante aquella presencia femenina. Se levantó y caminó por la habitación sabiendo que, a pesar de su desorden, era en ese lugar donde los hombres de la familia Cullen habían hecho su fortuna. La estancia estaba limpia aunque las sillas enormes parecían permanecer en la misma posición en la que habían sido abandonadas la última vez que las usaron. Las estanterías estaban abarrotadas de libros sin un orden aparente. Un mueble alto guardaba una amplia selección de pistolas cuyo lustre indicaba su uso frecuente y sobre la chimenea un corzo la observaba en silencio. El único toque femenino que había en el estudio era el retrato radiante de Esme Cullen colgado en un lugar donde le pudiera dar la luz del sol.
La voz de un niño que gritaba en la puerta principal la sacó de su ensueño.
—¡El viajante está aquí! ¡El viajante está aquí! Quiere hablar con la señora de la casa.
Bella permaneció indecisa por un instante sin saber si debía ir a saludar al vendedor ambulante, pero al ver a Sue que se dirigía hacia la parte frontal de la casa decidió seguirla hasta el porche. El viajante saludó a la anciana con confianza y ésta le respondió de igual forma antes de presentarle a su ama.
—Señor Bates, ésta es la nueva señora de Harthaven, la esposa del señorito Ed. El hombre se quitó el sombrero y se inclinó cortés—mente.
—Ah, señora Cullen, es un honor conocerla. Había oído muchos rumores acerca de una nueva esposa en la familia, y si me permite decírselo señora, los confirma maravillosamente.
La joven le agradeció educadamente el comentario con una sonrisa.
—Con su permiso señora Cullen, me gustaría mostrarle mis artículos — manifestó el hombre—. Dispongo de cantidad de objetos de uso cotidiano para la casa y quizá encuentre alguno que sea de su agrado. —Al advertir que la muchacha asentía, levantó a toda prisa la lona que cubría el carro y bajó un estante—. Antes que nada, señora, me gustaría enseñarle los utensilios de cocina. Y, por supuesto, dispongo de una gran variedad —le aseguró abriendo una caja repleta de los productos mencionados y haciéndole una demostración de la resistencia de sus cazos, sartenes y demás enseres.
Bella no mostró ningún interés, pero Sue los examinó con detenimiento. Luego el hombre les mostró sus perfumes supuestamente de Oriente y sus jabones aromáticos. Sue escogió unos cuantos con coquetería y le preguntó a su señora si deseaba algo de todo aquello. La muchacha declinó el ofrecimiento con el objetivo de ocultar su falta de dinero. El señor Bates desplegó sus telas y, ante la mirada de Bella, Sue escogió una muy fina para llevar los domingos. Cuando el vendedor sacó un terciopelo de color verde oscuro el interés de la joven aumentó y pensó en lo atractivo que estaría Edward con él. Se quedó mirándolo un largo rato deseando comprarlo hasta que le vino una idea a la cabeza. Rogó que la disculparan y salió corriendo hacia la casa. Subió las escaleras hasta su habitación y buscó entre su ropa hasta encontrar el traje que quería intercambiar. Al cogerlo recordó la historia del vestido beige. Lo había llevado el día en que había conocido a su marido. Eran demasiados los recuerdos que le evocaba y estaba
segura de que no sentiría ninguna pena por deshacerse de él. Apartó los molestos pensamientos de su mente y bajó corriendo por las escaleras hacia el porche.
—¿Está dispuesto a hacer un trueque, señor Bates? —preguntó la joven al vendedor.
El hombre asintió.
—Si la pieza vale la pena, señora, por supuesto —respondió.
Bella extendió el vestido ante él. El vendedor abrió los ojos de par en par. La muchacha señaló el terciopelo verde y le pidió que le mostrara hilos, cintas y satén del mismo tono para el forro. Cuando el hombre trepó al carro en busca del material, Sue se acercó sigilosamente a ella y le suplicó en voz baja:
—Señorita Bella, no intercambie ese vestido tan bonito. El amo siempre deja dinero en la casa para estas cosas. Le enseñaré dónde.
—Gracias, Sue —dijo Bella con una sonrisa—, pero es una sorpresa y prefiero no gastar su dinero a menos que él me lo ofrezca.
La anciana se apartó con un gesto de desaprobación pero no hizo más objeciones.
La joven se volvió hacia el hombre que la esperaba con los objetos requeridos.
—El terciopelo verde es un género muy caro, señora —señaló con astucia—. Lo cuido como si fuera oro, y habrá advertido que es de la mejor calidad.
Ella asintió con amabilidad y alabó su traje de igual modo:
—El vestido vale mucho más que todas sus telas juntas, señor. —Deslizó la mano en el interior del atuendo para mostrarle el trabajo hecho a mano del corpiño. Éste relució bajo el sol del atardecer—. No creo que tenga la suerte de encontrar un vestido como éste cada día. Es de última moda y muchas mujeres desearían tenerlo en su cuarto ropero.
El vendedor volvió a ensalzar sus tejidos, pero Bella no era una persona fácil de convencer, y al cabo de pocos minutos el trueque estaba hecho para satisfacción de ambas partes. El vendedor le entregó la mercancía a cambio del vestido, que dobló y envolvió con sumo cuidado. Una vez lo hubo guardado se volvió, se sacó el sombrero, y demasiado compungido para tratarse de un hábil comerciante le recriminó:
—No hay duda de que mi estupidez y su hábil lengua, señora Cullen, han mermado mis beneficios para el resto del día.
Bella enarcó una ceja y se echó a reír ante el fingido disgusto del hombre.
—Buen señor —contestó—, sabe muy bien cuál es el valor de semejante pieza, y me ha enredado para que acepte estos simples trapos a cambio.
Ambos rieron complacidos. El hombre se inclinó ante ella y bromeó:
—Señora, su encanto es tal que pronto regresaré para permitir que cambie mi mercancía por otra sencilla prenda.
Sue refunfuñó contrariada mientras Bella prevenía al vendedor.
—Si lo hace, señor, le ruego que agudice su ingenio pues ya nunca seré tan flexible como para permitir que mis tesoros más preciados desaparezcan con tanta facilidad.
El hombre se despidió riendo. Bella, feliz, reunió el género y se dirigió hacia la casa con Sue quejándose a su lado.
—No sé por qué ha intercambiado su bonito vestido con ese vendedor —la reprendió—. El señorito Edward tiene dinero. No es ningún pobre desgraciado.
—Sue, no te atrevas a decirle una palabra de esto cuando regrese —la previno con dulzura—. Voy a hacer con esto su regalo de Navidad y quiero que sea una sorpresa.
—Sí, señorita —farfulló la criada. Las dos mujeres caminaron hacia la casa, Sue con paso firme y muy disgustada.
Edward regresó de Charleston al día siguiente cerca de la medianoche. La casa estaba en silencio. Todo el mundo dormía a excepción de Joseph, el mayordomo, y Seth, quienes le dieron la bienvenida junto a la puerta. Los tres hombres subieron las maletas y los baúles a su dormitorio y despertaron primero a Jas y luego a Bella.
Ésta se levantó de la cama al oír voces en la habitación contigua y comprender que su marido estaba en casa. Se puso la bata y las zapatillas y entró en el dormitorio. Allí se encontró con los dos hermanos y los dos sirvientes disfrutando de un trago nocturno. Sonrió a su esposo, adormilada, mientras éste se acercaba y la besaba en la frente.
—No queríamos despertarte, cielo —le aseguró con dulzura deslizando un brazo alrededor de su cintura. —Ella suspiró, soñolienta.
—Me habría levantado si hubiera sabido que regresabas esta noche. ¿Has terminado tus negocios con el barco? —le preguntó.
—Después de Navidad, cariño —respondió—. Ahora tenemos que dejar el Fleetwood en buenas condiciones para sus posibles compradores. Cuando esté listo lo llevaré a Nueva York para venderlo.
Bella alzó el rostro completamente despierta.
—¿Vas a ir a Nueva York? —preguntó con delicadeza—. ¿Permanecerás fuera mucho tiempo?
Edward sonrió y le apartó el cabello del rostro.
—No mucho —respondió—. Un mes aproximadamente, aunque no estoy seguro.
Ahora será mejor que vuelvas a acostarte. Mañana nos levantaremos muy temprano para ir a la iglesia.
Una vez más la besó en la frente y la observó marcharse a sus aposentos. Al volverse, Seth y Jas lo miraban fijamente. El criado apartó los ojos, pero su hermano sacudió la cabeza como si le recriminara algo. Edward hizo caso omiso de él, se sirvió otra copa de coñac y se la bebió tranquilamente.
A la mañana siguiente, Mary estaba avivando el fuego en el dormitorio de Bella cuando ésta despertó. Se levantó tintando de frío y se arrimó a la chimenea para calentarse. El viento azotaba los árboles cerca de su ventana en esta fría mañana de diciembre.
Se vistió con esmero para ir a la iglesia, poniéndose el traje de seda color azul zafiro. Era el que Edward había elegido especialmente por hacer juego con sus ojos. Cuando se contempló frente al espejo, Mary contuvo la respiración.
—Oh, señora Cullen, nunca he visto a nadie tan hermosa como usted. ¡Se lo aseguro! —exclamó.
Bella sonrió, luego examinó su reflejo de forma crítica. Deseaba tener un aspecto radiante para ir a la iglesia, pues allí estarían todos los amigos de su esposo y quería causarles una buena impresión. Salió de la habitación mordiéndose el labio inferior, nerviosa. Temía que su aspecto no les agradara. Completaban su atavío un abrigo del mismo tono azul, y un manguito y un sombrero de zorro plateado. Mientras descendía las escaleras a toda prisa se obsesionó con que el sombrero no era el adecuado, pero no tenía tiempo de ir a cambiárselo.
Los hombres estaban esperando en el salón con un aspecto imponente, ataviados con sus mejores galas. Interrumpieron su conversación al verla entrar. La observaron tan complacidos por su exquisita belleza que ella se ruborizó. Al advertirlo, los dos hermanos avanzaron a la vez, chocando bruscamente. Se echaron a reír y Jas se hizo a un lado para permitir que su hermano procediera.
—¿Voy vestida adecuadamente? —le preguntó a Edward con la esperanza de gustarle y dejarle bien ante sus amigos.
Él sonrió y le ayudó a ponerse el abrigo.
—Mi amor, no tienes por qué preocuparte —la tranquilizó—. Te aseguro que vas a ser la joven más hermosa que honre nuestra iglesia esta mañana. —Se apoyó en sus hombros y le susurró al oído—: Dejarás fascinados a todos los hombres y las mujeres no pararán de hablar de tí.
Bella esbozó una sonrisa de satisfacción, preparada para enfrentarse a los amigos de Edward.
Cuando el landó se detuvo bruscamente frente a la iglesia, las personas que todavía permanecían fuera se volvieron para ver a los Cullen descender del carruaje. Jas fue el primero en salir, luego Edward, y cuando éste se volvió para ayudar a su esposa, todos los presentes fijaron sus ojos en la puerta llenos de curiosidad. Se oyó un murmullo entre la multitud cuando finalmente apareció Bella. Las jóvenes que todavía permanecían solteras y sus madres profirieron comentarios despectivos, sin embargo los hombres la halagaron con su silencio.
Jas comentó divertido a su hermano:
—Creo que nuestra encantadora dama ha atraído la atención de todo el mundo.
Edward echó un vistazo alrededor y al hacerlo la gente se volvió rápidamente por haber sido sorprendida con la boca abierta. Tendió la mano a Bella para ayudarla a descender del coche. De camino a la iglesia fue saludando a todas las personas con las que se cruzaba, asintiendo y llevándose una mano al sombrero.
En el interior del templo, una mujer corpulenta miró a los recién llegados de forma muy grosera mientras su hija los escudriñaba por encima del hombro. Bella era el centro de atención. Las dos mujeres la miraron de arriba abajo con curiosidad y recelo. La madre tenía las caderas anchas y los hombros estrechos, y si no fuera porque llevaba un vestido femenino y cabello largo, nadie hubiera dicho que era una mujer. Su hija era más alta y proporcionada, pero tenía un rostro huesudo y dientes prominentes que la afeaban. Su piel era pálida, salpicada de pecas, y su cabello castaño claro estaba recogido bajo un sombrero ridículo. Sus ojos azul grisáceo estaban enmarcados en unas gafas de metal a través de las que contemplaba a la joven Cullen. Ambas mujeres desviaron su atención hacia el vientre abultado y en los ojos de la joven apareció un destello de envidia. Edward se quitó el sombrero y saludó primero a la madre y luego a la hija de ésta.
—Señora Stanly. Señorita Jessica. Es un día bastante frío, ¿no creen? —preguntó.
La madre esbozó una gélida sonrisa mientras la hija se ruborizaba, reía tontamente y tartamudeaba:
—Sí. Sí, lo es.
Edward siguió caminando, escoltando a Bella por el pasillo hacia el banco de la familia en las primeras filas. La gente que ya estaba sentada se volvió a saludarlos con una sonrisa. Edward se apartó para dejar pasar primero a Jas y luego a Bella, y los tres tomaron sus asientos. Los dos hombres altos y corpulentos flanqueaban el cuerpo delicado de la joven. Cuando Edward la ayudó con el abrigo, Jas se inclinó y le susurró algo al oído.
—Acabas de tener el placer de ver a la señora Stanly, el búfalo, y a su tímida ternera, Jessica. —Sonrió—. La chica ha sido muy amable con tu marido durante mucho tiempo, y la madre, al ver las ventajas de contar con un yerno rico, ha hecho todo lo posible para que se casaran. El que Edward nunca hiciese caso de su hija siempre ha sido motivo de preocupación para ella. Apuesto a que te están taladrando la espalda con su mirada en estos momentos. Hay muchas otras doncellas haciendo lo mismo. Será mejor que afiles tus garras para enfrentarte a las rechazadas por tu esposo cuando finalice la misa. No son un grupo alegre, que digamos, y además es bastante numeroso.
Bella le agradeció el consejo y se volvió hacia Edward, quien se inclinó hacia ella.
—No me habías dicho que tuvieras más de una prometida —le susurró exasperada ante la idea de que Edward hubiera estado con otras mujeres además de Tanya—. ¿De cuáles de estas jóvenes exquisitas tengo que mantenerme alejada? ¿Es Jessica capaz de guardar las formas? Parece una niña muy fuerte. No me gustaría nada que ella, o quizá otra joven dama, me atacara.
Con los ojos entornados Edward miró a su hermano, quien se encogió de hombros.
—Te aseguro, querida —contestó en voz baja Edward, muy irritado—, que nunca he compartido el lecho con ninguna de estas damas. No son de mi agrado. Y en cuanto a Jessica, permíteme que te diga que no eres la más indicada para llamarla niña, pues te lleva diez anos.
Varios bancos más atrás, Jessica y su madre observaban al matrimonio Cullen no demasiado complacidas al ver que la joven esposa sonreía a su marido y retiraba de su abrigo inmaculado una pelusa, alisándoselo con familiaridad. A juzgar por las apariencias eran una pareja muy bien avenida.
Tan pronto como finalizó el oficio, los Cullen se dirigieron a la entrada para saludar al pastor y presentarle a Bella, luego bajaron por las escaleras. Un grupo de parejas jóvenes, amigos de Jas lo llamaron y éste, disculpándose ante su cuñada, se alejó para reunirse con ellos. Poco rato después varios hombres se acercaron a Edward.
—Eres un experto en caballos, Edward —le dijo uno de los hombres con una sonrisa—. ¿Qué tal si vienes y resuelves una disputa?
Los dos hombres lo tomaron del brazo y lo arrastraron. Edward, sin ninguna otra opción, se alejó riendo por encima del hombro.
—Estaré contigo en un momento, cielo —se disculpó. Lo llevaron a uno de los laterales de la iglesia, fuera de la vista del pastor. Bella vio cómo uno de los hombres se sacaba del frac un pequeño frasco marrón. La muchacha sonrió para sí al ver que se la pasaban a Edward y le daban una palmada en la espalda. Estaba convencida de que no existía ningún problema importante que su marido debiera resolver.
Permaneció indecisa viendo cómo se formaban grupos de mujeres cerca del camposanto con la sensación de estar un poco perdida sin una cara familiar a la vista. Entonces se interesó por una anciana muy elegante que buscaba un lugar protegido al abrigo de la iglesia. La señora llevaba una sombrilla larga que hacía las funciones de bastón más que de parasol. El lacayo le trajo del carruaje una silla para que se sentara. Divisó a Bella y le indicó con gesto imperativo que se reuniera con ella. Al llegar a su lado la anciana dio unos golpecitos con la punta de su sombrilla en el suelo, justo delante de ella.
—Ponte aquí, hija, y deja que te eche un vistazo —le ordenó.
Bella obedeció, nerviosa. La anciana la sometió a un largo escrutinio.
—Bien, eres muy bonita. Casi me siento celosa —bromeó, y se echó a reír—. Te aseguro que acabas de dar a las aficionadas a la costura tema de conversación para varias semanas. Por si todavía no lo sabes, soy Abegail Clark. ¿Y cómo te llamas tú, querida?
El criado de la anciana trajo una manta y se la colocó sobre las rodillas.
—Bella, señora Clark. Bella Cullen —respondió. La anciana inspiró profundamente.
—Una vez fui una señora, pero desde que mi esposo falleció prefiero que me llamen simplemente Abegail —continuó, sin dejar que la joven contestara—. Supongo que sabes que has acabado con la esperanza de todas las jóvenes disponibles de la ciudad. Edward era el hombre más perseguido de Charleston. Pero me complace comprobar que ha hecho una magnífica elección. Me ha tenido preocupada durante bastante tiempo.
Un grupo considerable de mujeres se había reunido en torno a ellas para escuchar la conversación. Jas se abrió paso entre ellas y se colocó al lado de Bella, estrechando su cintura. Sonrió a la señora que, ignorándolo, prosiguió con su charla.
—Y lo más probable es que ahora Jas herede las atenciones de todas esas tontas — observó, y nuevamente se echó a reír ante su propia agudeza.
—Ten cuidado con esta viuda respetable, Bella —le advirtió Jas, bromeando—.
Tiene la lengua tan afilada como la hoja de un sable y el temperamento de un viejo caimán. De hecho, creo que es famosa por haber arrancado algunas piernas.
—Joven caballerete, si tuviera veinte años menos estarías de rodillas en mi porche suplicándome una palabra amable —replicó la señora Clark.
Jas se echó a reír.
—Abegail, amor mío, te suplico una palabra amable —bromeó. La anciana rechazó sus halagos con un gesto.
—No necesito ningún mequetrefe parlanchín para que me lisonjee. El joven sonrió.
—Está claro, Abegail, que el radiante sol no ha templado tu amor por mí, ni amortiguado tu ingenio.
—¡Ja! —rió la anciana con satisfacción. —Es esta joven hermosa y reluciente que está junto a ti la que me ha alegrado el día —afirmó—.Tu hermano lo ha hecho muy bien, y además, ha estado ocupado. —Miró a Bella—. ¿Cuándo nacerá el niño de Edward, querida? —preguntó.
—A finales de marzo, señora Clark —respondió suavemente Bella, consciente de que todas las mujeres habían centrado su atención en ella.
—¡Bah! —resopló la señora Stanly, que acababa de unirse al grupo—. Está claro que no perdió mucho el tiempo —añadió con desprecio—. Su marido es famoso por su preferencia por las camas de las jovencitas, pero tú apenas tienes edad para estar encinta.
Al oírlo, la señora Clark golpeó el suelo con su paraguas.
—Cuidado, Maranda —la previno—. Estás mostrando tu rencor. Que no lo pudieras atrapar para tu Jessica, no te da derecho a abusar de esta joven inocente.
—Claro, era sólo cuestión de tiempo el que alguien lo pillara —espetó la señora Stanly con una sonrisa desdeñosa, y miró con aire de suficiencia a las demás mujeres—. Del modo en que frecuentaba a otras es asombroso que no lo atraparan antes.
Bella sintió que se ruborizaba, pero Jas respondió con rapidez.
—Todo eso era antes de conocer a su esposa, señora Stanly.
La mujer, con un brillo astuto en sus ojos, se dirigió a Bella y le lanzó en voz alta y clara una pregunta cargada de intención:
—¿Cuándo se desposaron, querida?
De pronto, la sombrilla de la señora Clark levantó el césped.
—No es asunto tuyo, Maranda —interrumpió con irritación—. Y además, detesto este hostigamiento.
La señora Stanly hizo caso omiso de la anciana y continuó interrogándola en tono remilgado.
—Y no obstante lograste persuadirlo de que se metiera en tu cama, ¿eh, querida?
Supongo que utilizaste alguna artimaña para conseguirlo. Por aquí no ha mostrado nunca vacilación alguna en esos menesteres.
—Maranda, ¿has perdido el juicio? —dijo Abegail a voz en cuello esgrimiendo la sombrilla como si fuera un palo—. ¿Dónde están tus modales?
Edward había llegado a tiempo de escuchar los últimos intercambios de palabras. Caminó furioso hacia el grupo de mujeres y dirigió una mirada glacial a la señora Stanly, que dio un paso atrás.
—Tengo grandes reservas hacia algunas jóvenes, señora, como usted bien sabe — espetó Edward con frialdad.
La señora Stanly se irguió mientras el resto de señoras reían tontamente. Edward se volvió dando por finalizada la conversación, y asió el brazo de su esposa sonriendo a la anciana.
—Bien, Abegail, como siempre, en medio de las refriegas —bromeó. La anciana se echó a reír.
—Has inquietado a la ciudad al traer como esposa a una extranjera, Edward. Sin embargo, has hecho que restablezca mi fe en tu sentido común. Nunca soporté tu otra elección. —Miró a Bella—. Pero ésta... Creo que tu madre estaría orgullosa de tí.
Edward sonrió y contestó delicadamente:
—Gracias, Abegail. Temí que te pusieras celosa.
—¿Te sentarás para charlar con una vieja? —preguntó con una sonrisa un tanto maliciosa—. Me gustaría oír cómo capturaste a esta criatura tan encantadora.
—Quizá otro día, Abegail —repuso él—. El camino de regreso a casa es largo y debemos partir enseguida.
La anciana asintió sonriendo y echó una ojeada a la señora Stanly.
—Lo entiendo, Edward. Ha sido un día un tanto desapacible.
—Hace bastante que no honras Harthaven con tu presencia, Abegail —comentó Jas.
—¿Cómo? ¿Y arruinar mi reputación? —bromeó la anciana—. Pero creo que me sentiré mejor ahora que los dos tenéis una mujer cerca para que os controle.
Jas se inclinó y depositó un beso sobre su mano.
—Ven a visitarnos pronto —la invitó—. Desde que Edward la trajo a casa es un lugar bastante diferente. Hasta Sue aprueba el cambio.
Una vez se despidieron, Edward condujo a Bella entre la multitud. Jas les seguía, algo rezagado. Al pasar junto a la señora Stanly, ésta hizo un gesto de desdén.
—Con todas las jóvenes encantadoras que hay aquí ha tenido que ir a Inglaterra a buscar una esposa Quil.
Jas le sonrió tocándose el sombrero.
—La irlandesa Quil más endemoniadamente hermosa que he visto nunca —replicó sobrepasándola.
Al acercarse al lando, Bella descubrió a Jessica sentada en el carruaje de la familia, observándoles con tristeza. Parecía tan abatida que no pudo evitar compadecerse de ella e incluso de su madre, que permanecía tras ellos mirándolos con ira, sabiéndose perdedora de la inútil batalla que había librado. Había conseguido muy poco, y sin embargo sufrido una cruel humillación. Aunque hubiera tratado de vengarse de ella informándole del pasado de su marido, hubiera perdido el tiempo, porque Bella sabía mucho más acerca de él de lo que la mujer imaginaba. Desde la primera vez que lo conoció supo que no era ningún santo, de manera que las palabras de la señora hubieran tenido muy poco efecto.
Edward la ayudó a subir al carruaje ante la atenta mirada de las Stanly. Bella se sentó en el asiento trasero y desplegó una manta sobre sus rodillas, sujetando un extremo en alto invitando a Edward a ocupar el lugar junto a ella. Se sentó y escrutó su rostro para comprobar su estado de ánimo. Bella le respondió con una tierna sonrisa y se apretó a él en busca de calor. El hombre se quedó pensativo durante un rato con los ojos fijos en las manos enguantadas de su esposa sobre su brazo y luego, desvió su atención a un punto en la distancia a través de la ventana.
El frío viento del norte producía un sonido triste al soplar entre las copas de los altos pinos de Carolina, y helaba a los ocupantes del carruaje mientras avanzaba por los caminos secos y polvorientos de los alrededores de la ciudad. Bella se acurrucó en su marido bajo la manta, pero Jas, solo frente a ellos, hacía lo que podía para combatir el frío. Observó divertida cómo luchaba por poner su manta bajo el asiento helado y sobre sus largas piernas y sus pies. Se apretaba contra la esquina arrebujado en su gabán, y cada vez que el carruaje cogía un bache, perdía la sujeción y tenía que volver a acomodarse. Bella decidió hacerle un hueco junto a ellos y se apretó a su marido todavía más.
—Dicen que tres es multitud, Jas —observó con una sonrisa—. ¿Te importaría sentarte a mi lado y hacer que sea una multitud cálida?
El joven obedeció sin demora y extendió su manta sobre las rodillas de los tres.
Bella se acomodó entre los dos hombres, abrazada a su esposo.
Jas le sonrió divertido.
—Vergüenza tendría que darle, señora —exclamó fingiéndose ofendido—, pues no es mi comodidad lo que le preocupa sino la suya.
Bella alzó la vista, riendo. Edward esbozó una sonrisa.
—Cuidado, Jasper —lo previno su hermano—. Esta pequeña Quil puede hacer que desaparezca el calor de tu cuerpo. —La miró evaluándola—. Siendo medio irlandesa, medio Quil y estando casada con un yanqui, no me imagino en qué lado habría luchado.
Jas se unió a él en tono de broma.
—Creo que es su acento inglés el que despierta tanta curiosidad entre la gente. Con su forma de hablar dentro de poco tendremos a todo el país en nuestra contra. Nuestro pobre padre se revolvería en su tumba si supiera que albergamos a una Quil en nuestra casa. —Sonrió y prosiguió hablando tontamente—. Mi querida Quil, sólo tienes que aprender a hablar con acento sureño.
Bella agradeció su comentario con la cabeza e imitó el mejor acento sureño que pudo.
—Desde luego, señorito Jas.
Los dos hermanos se echaron a reír y ella los miró confusa ante su reacción.
Entonces comprendió que había imitado el acento de los criados, muy distinto del de las mujeres con las que había estado esa mañana, y se unió a ellos, riéndose de sí misma.
Los criados habían recibido los regalos la noche anterior, compartiendo el espíritu navideño, y habían disfrutado de la generosidad de su amo comiendo y bebiendo para celebrar la feliz fiesta siguiendo sus propias tradiciones. Bella había guardado su regalo hasta esta mañana para dárselo en privado. Se había despertado temprano a esperar que su esposo se levantara. Ahora podía oír cómo caminaba por la habitación, se aseaba y abría las puertas de su armario. Se levantó y cogió el regalo envuelto alegremente, y abrió la puerta que separaba ambas habitaciones. Edward no se percató de que su esposa había entrado; estaba ocupado buscando una camisa en su armario, vestido sólo con los pantalones y las medias. La joven dejó el regalo sobre la cama y se sentó sigilosamente en una silla junto a la chimenea. Edward encontró la prenda, se la puso y al volverse, descubrió que la puerta estaba abierta. Reparó entonces en la presencia de Bella, sentada en la silla con una sonrisa pícara iluminando su rostro.
—Buenos días. Edward —lo saludó—, Feliz Navidad.
Su actitud de duende travieso hizo sonreír a su esposo.
—Buenos días, cielo, yo también te deseo una feliz Navidad.
—Te he traído un regalo —anunció ella, señalando la cama—. ¿No lo vas a abrir?
Él se echó a reír mientras acababa de meterse los faldones de la camisa en los pantalones. Obedeció y, con cierta sorpresa, sostuvo en alto el albornoz que ella le había regalado, admirando con especial interés el bordado con el escudo de la familia que había en el lado izquierdo.
—¿Te gusta. Edward? —se apresuró a preguntar Bella—. Póntelo para que yo te lo vea.
Le caía perfecto. Satisfecho, se lo abrochó y examinó con detenimiento el laborioso trabajo del escudo.
—Es muy bonito, Bella. No me habías dicho que poseyeras tanto talento. — Levantó la cabeza con un brillo perverso en sus ojos verdes—. Pero ahora que lo sé, tendrás que confeccionarme todas las camisas. No soy fácil de complacer— Incluso para mi madre era una carga muy pesada a la hora de hacerme ciertas prendas. —Su voz se suavizó y su mirada se intensificó—. Me satisface que mi esposa sea capaz de complacerme.
Bella se echó a reír feliz y se levantó de la silla de un salto para admirar el albornoz y su percha.
—Te sienta bastante bien —comentó, orgullosa, alisándole la espalda—, y te hace muy atractivo.
Edward soltó una carcajada y se dirigió hacia su baúl. Extrajo una pequeña caja negra y se la entregó.
—Me temo que mi humilde presente quedará eclipsado bajo tu rostro rutilante, resultando del todo insulso —bromeó.
Permaneció al lado de Bella mientras ésta lo abría. Al levantar la tapa de la caja, la esmeralda y los diamantes que la rodeaban brillaron intensamente. Bella se quedó mirando el broche maravillada e incrédula y levantó sus ojos asombrada.
—¿Es para mí? —preguntó.
Edward cogió la caja, sacó el broche y arrojó aquélla sobre la cama.
—¿Y a quién sino a ti le hubiera comprado semejante regalo? Te aseguro que es tuyo. —Deslizó sus manos bajo la bata de la joven y prendió el broche en el terciopelo violeta sobre su pecho. Sus manos temblaron al contacto con el calor de la suave piel haciendo la tarea harto difícil.
—¿Puedes abrocharlo? —le interrogó mientras observaba sus manos delgadas y bronceadas. El centelleo travieso de los ojos de la joven había dado paso a un brillo cálido encendido por el tacto de su esposo. El viejo temblor volvió a poseerla.
—Sí —respondió Edward al conseguir finalmente asegurar el cierre. Bella se apoyó contra él, y sin desear apartarse, acarició la joya.
—Gracias —murmuró—. Nunca he tenido nada tan hermoso.
Edward deslizó un brazo por su espalda y le levantó la barbilla. El corazón de la muchacha empezó a latir con fuerza. De pronto se oyeron unos golpes en la puerta y él se apartó contrariado. Mientras Sue entraba con una bandeja de comida, Edward le retiró una silla de la mesa del desayuno. Bella se sentó, observando cómo su marido provocaba a la anciana.
—¿Dónde está la sombrilla que te regalé, Sue? —inquirió—. Pensé que estarías aporreándola contra el suelo para llamar la atención de todo el mundo. La señora Clark debe de estar muy celosa.
—Sí, señorito Ed—afirmó la mujer—. Debe estarlo. Nunca ha tenido una tan bonita. Y ese es también un albornoz muy bonito, el que lleva usted. —Miró a Bella entornando los ojos mientras servía el desayuno.
—Gracias, Sue —contestó, mirando a Bella con una sonrisa—. Me lo ha hecho mi mujer.
La criada apretó la boca y antes de marcharse se volvió para echarle otra ojeada.
—Sí señor, es un alborno?, muy bonito. —Hizo una pausa y prosiguió enfadada—.
Es una pena que para confeccionarlo la señorita tuviera que cambiarlo por su ropa.
Edward dejó el tenedor y la miró, pero la anciana prosiguió su marcha satisfecha. El hombre apoyó los codos sobre la mesa observando a su mujer, que se había vuelto hacia la ventana en actitud pensativa, apretó las manos y apoyó la barbilla en ellas.
—¿Cambiando ropa por regalos, Bella? —inquirió con deliberada lentitud—.
¿De qué va todo eso?
La muchacha se encogió de hombros con una expresión inocente.
—No tenía dinero y deseaba sorprenderte con un regalo. Sólo era un vestido viejo
—se disculpó. Edward frunció el entrecejo.
—No tenías ningún vestido viejo —apuntó. Bella se apresuró a responder con una sonrisa.
—Sí lo tenía.
El hombre se quedó en blanco por un momento y hurgó en su memoria para ver si recordaba el vestido al que se refería. A excepción del traje de novia, Bella había venido a él prácticamente desnuda.
—¿Y cuál es ese vestido que considerabas viejo, mi amor? —inquirió con una expresión irónica.
La joven se reclinó en su silla acariciando su vientre.
—El que llevaba puesto cuando me conociste, ¿recuerdas?—contestó.
—Mmm —gruñó él. Se llevó el tenedor a la boca y durante un rato masticó irritado el trozo de jamón. Después de tragárselo prosiguió con un tono de desaprobación—.
Hubiera preferido que no lo hicieras, Bella. No me gusta la idea de que mi esposa trueque su ropa con un vendedor ambulante. —Dio varios bocados a una tortita y la amonestó con severidad—: Suele haber dinero en el escritorio de abajo. Luego te mostraré dónde. Está ahí para usarlo cuando se necesita.
Bella bebió un sorbo de té con delicadeza y levantó la cabeza ligeramente ofendida.
—Señor, me dejó muy claro que no tenía derecho a gastar su dinero —apuntó, furiosa.
Edward dejó el tenedor y, agarrando la mesa, le lanzó una mirada llena de furia.
—¡Intercambiaste un objeto que era mío, señora, mío! —exclamó él entre dientes—
. Antes de que nos casáramos me cogiste un poco de dinero y dejaste el vestido a cuenta. Era el trofeo de una batalla, por decirlo de alguna manera, el recuerdo de una muchacha hermosa que había conocido y lo guardaba con cariño.
Bella lo observó confundida. Las lágrimas arrasaron sus ojos al pensar en lo disgustado que estaba con ella.
—Lo siento, Edward —se disculpó—. No tenía ni idea de que le tuvieras tanto aprecio. —Bajó la mirada, abatida, e inconscientemente acarició el broche.
Él la contempló durante unos segundos, y recordando que estaban en Navidad, se tranquilizó y se sintió culpable por haberle arrebatado con tanta mezquindad la alegría de su regalo. Decidió levantarle el ánimo y se apresuró a arrodillarse junto a su silla.
—Mi amor —susurró con ternura tomándole la mano—. Me gusta mucho el albornoz y lo llevaré orgulloso por la destreza que has demostrado al confeccionarlo con tanto esmero, pero no soy un hombre tacaño y no voy a permitir que mi mujer tenga que trocar ropa con un vendedor ambulante como si fuera la bruja de un granjero. Tengo dinero y puedes usarlo. Ahora ven. —Se levantó y la ayudó a incorporarse para abrazarla—. Tengamos un feliz día de Navidad y no más lágrimas. Vas a estropear tu precioso rostro.
Llovía y la casa estaba en silencio. Jas se había marchado a Charleston para entregar unos cuantos regalos y no volvería hasta la noche para compartir con ellos la cena de Navidad. Edward encendió la chimenea en el salón y se sentó en el suelo, apoyado en la silla de Bella con las piernas extendidas. Estaba leyendo El sueño de una noche de verano, de Riley Shakespeare. La muchacha tejía un traje para su bebé mientras escuchaba divertida las interpretaciones que hacía su esposo de los diferentes personajes. Frente a la chimenea descansaba un tronco de abedul que Jas y Ethan habían cortado la noche anterior. Estaba decorado alegremente con ramas de pino y muérdago, todo ello atado con una cinta roja. Dos enormes velas ardían a cada lado.
Finalizada la lectura. Edward sacó un tablero de ajedrez para enseñar a jugar a su esposa. Ésta se sentía cada vez más confusa, y se echaba a reír ante sus errores arrancándole alguna que otra carcajada a su marido con su ineptitud. La noche se acercaba y la joven se excusó para arreglarse para la cena. Momentos más tarde descendió por las escaleras, luciendo un traje de terciopelo verde oscuro, a juego con el broche. Sus senos, provocativos, parecían escapar del escote, y al hacerle una reverencia, Edward besó su mano devorándola con la mirada.
—El broche no es ni la décima parte de hermoso que la persona que lo lleva —dijo en tono halagador, y a continuación le sirvió un vaso de Madeira y se lo ofreció.
—Creo que estás siendo amable conmigo porque he perdido en el ajedrez —repuso ella.
Edward se echó a reír.
—Eres muy desconfiada, querida —apuntó—. ¿Cómo puedes dudar de mí cuando sólo alabo tu belleza?
Bella sonrió y se dirigió hacia la ventana para contemplar la tormenta. El viento rugía empujando la lluvia que caía más fuerte que nunca entre los árboles y contra la gran mansión. Pero en el salón, el fuego ardía vivamente manteniendo calientes a todos sus ocupantes. Había sido un día de lo más encantador para Bella y siempre lo recordaría con cariño. Mientras permanecía de pie frente a la ventana soñando despierta, Edward se aproximó a ella para contemplar también la oscuridad de la noche.
—Me encanta la lluvia —murmuró Bella—. Especialmente cuando puedo contemplarla junto al calor de un hogar. Mi padre siempre se quedaba conmigo cuando el viento soplaba fuerte. Imagino que por eso me gusta tanto. Nunca me asustaba la lluvia.
—Debiste de quererlo muchísimo —dijo Edward. La joven asintió despacio.
—Sí —afirmó ella—. Era un buen padre y lo quise mucho, pero me daba mucho miedo cuando me dejaba sola. —Se echó a reír suavemente—. No soy muy valiente. Papá siempre me decía que no lo era. De hecho, era una niña muy cobarde.
Edward sonrió y le tomó la mano con delicadeza.
—Se supone que las niñas pequeñas no tienen que ser valientes, cielo —comentó—
. Tienen que mimarlas y protegerlas y siempre mantenerlas a salvo de sus temores.
Bella lo miró asombrada por su respuesta. Sonrió avergonzada.
—Te he vuelto a aburrir con la historia de mi vida. Lo siento —se disculpó—. No era mi intención.
—Nunca he dicho que me aburrieras, cielo —murmuró él. La condujo hasta el sofá y se sentaron.
Todavía estaban allí cuando oyeron pasos en el porche, y al cabo de un instante Jas abrió la puerta principal trayendo consigo una ráfaga de viento y lluvia. Joseph se precipitó desde la parte trasera de la casa hacia él, para ayudarle a quitarse el sombrero y la capa mojados y traerle un par de zapatos. Jas se quitó las botas con considerable esfuerzo, se puso unas pantuflas y se reunió con la pareja en el salón todavía con el semblante mojado.
—Santo Dios, hace una noche terrible —comentó, sirviéndose una copa de whisky en el bar. Se aproximó a la chimenea para calentarse la espalda y sacó del bolsillo de su abrigo una caja larga y delgada que entregó a Bella—. Mi más preciada y hermosa Quil, te he traído un regalo, aunque hoy me temo que cuestionarás su utilidad.
—Oh, Jas, no deberías haberlo hecho —murmuró ella, aunque enseguida sonrió feliz—. Voy a quedar como una tonta, porque no tengo nada para ti.
—Disfruta del regalo, Bella —señaló Jas con una sonrisa—. Yo escogeré el mío más tarde.
La muchacha lo abrió a toda prisa y extrajo un hermoso abanico con un mango tallado laboriosamente en marfil y con abundante y delicado encaje español. Lo extendió y, colocándoselo frente al rostro, lo movió pestañeando con coquetería.
—Desde luego, señorito Jas —dijo con un suave acento sureño logrando una imitación perfecta—, sabe cómo agradar a una dama.
—Ciertamente, Bella, pero me temo que al lado del regalo de mi hermano el mío se ve un tanto pobre —respondió con una sonrisa.
—Es bonito, ¿verdad? —inquirió ella tocándose el broche, orgullosa. Observó a su esposo y éste le devolvió una mirada cálida.
—Mi hermano elige bien en todo. Esto lo demuestra —apuntó Jas lanzando una mirada de complicidad a Edward.
De pronto Sue abrió las puertas del comedor para anunciar la cena.
—Será mejor que vengan antes de que se enfríe la comida.
Bella se levantó del sofá y se alisó el vestido sin darse cuenta de que sus senos asomaban, tentadores, por encima del corpiño. Al verlo, Jas abrió la boca y los ojos, fascinado ante tal exhibición inconsciente de la joven. Edward se puso en pie, y colocando el índice en la barbilla de su hermano, le cerró la boca lentamente.
—Relájate, Jasper —bromeó—. Tiene dueño. Pero no desesperes, quizá un día encuentres una mujer con la que puedas babear. —Se volvió y acompañó a Bella hasta su asiento en la mesa, en la que, esta vez, las sillas estaban agrupadas. Edward esperó junto a la suya a que Jas se les uniera.
—Bueno, nunca vi a Tanya así —se disculpó Jas al llegar a la mesa.
Edward frunció el entrecejo y sin mediar palabra tomaron asiento. Bella les miró con curiosidad, azorada.
El primer plato del festín navideño fue servido de inmediato. La cena resultó ser una obra maestra del arte culinario de tía Ruth y mientras daban buena cuenta de ella, la conversación de los dos hombres se desvió hacia los negocios. Edward cortó un trozo de oca asada para su esposa y se lo sirvió, pensativo.
—¿Has averiguado algo más acerca del molino de Bartlett? —preguntó dirigiéndose a su hermano.
—No mucho, la verdad —respondió Jas—. Sé que utiliza esclavos como mano de obra y establece unos precios muy altos para sus productos. Por ahora está perdiendo dinero.
—Entonces podríamos convertirlo en una empresa relativamente próspera —musitó Edward para sí. Luego miró a su hermano—. Si sustituyéramos a los esclavos por una buena mano de obra podríamos sacar un rendimiento mejor. Hay un mercado excelente
para madera de barco en Delaware, y tal como se están desarrollando las cosas en Charleston, no debería haber ningún problema en vender madera acabada aquí.
Podríamos estudiar la posibilidad después de revisarlo todo. Voy a llevar el Fleetwood a Nueva York dentro de dos o tres semanas. Tendremos que tomar una decisión sobre el molino para dejar el asunto resuelto antes de que me marche.
—¿Y qué hay de Tanya? —inquirió Jas sin levantar la vista del plato—. Hoy estaba en la ciudad y me atosigó a preguntas porque deseaba saber si habías tenido la oportunidad de estudiar sus deudas y decidir algo al respecto. Le dije que no sabía nada del tema.
Bella había estado escuchándoles sin prestar demasiada atención hasta que oyó mencionar el nombre de Tanya. Edward se percató de su interés y se apresuró a responder.
—El otro día vino a verme al Fleetwood para hablar de su situación financiera. Le ofrecí saldar sus deudas además de una buena suma de dinero a cambio de las tierras, pero como sigue siendo igual de terca y falta de decoro, sólo saldaré las deudas pequeñas que contrajo mientras esperaba convertirse en mi esposa. Las deudas más importantes que acumuló cuando ya estaba al corriente de la situación, no pienso tocarlas, a menos que me asegure que las tierras serán mías. Le hubiera gustado que la liberara de sus obligaciones para poder seguir negociando con ellas, pero no pienso hacerlo. Le comunicaré mi decisión y saldaré las cuentas que contrajo como mi prometida antes de partir. Parece que voy a estar muy ocupado hasta que me marche, especialmente si lo del molino funciona. Por cierto, ¿estarías interesado en invertir una cantidad si resultara rentable?
—Pensaba que no ibas a preguntármelo —respondió Jas con una sonrisa.
La conversación tocó una gran cantidad de temas y cuando la cena hubo finalizado, Jas se apresuró a retirar la silla de Bella antes de que Edward se levantara. La condujo al salón, a pesar del mal humor de su hermano, y se detuvo bajo la araña.
Contemplándola, murmuró pensativo:
—Pobrecita. Ha estado ahí todo el día y no parece que la hayan utilizado.
Bella alzó la vista y vio, en el centro de la araña una solitaria ramita de muérdago.
Jas se aclaró la garganta y sonrió.
—Y ahora, señora, sobre el regalo que mencionó antes. —La cogió entre sus brazos y haciendo caso omiso de su desconcierto, se inclinó para besarla. Su beso fue largo y nada parecido al de un hermano. Ella se dejó abrazar, pero el desagrado de Edward ante la osada actitud de su hermano era evidente en su semblante. Jas se apañó, y al ver la expresión de furia de Edward, esbozó una sonrisa.
—Tranquilo, Edward —dijo—. No he llegado a besar a la novia.
—Me das motivos para preguntarme si será seguro dejarla sola contigo mientras yo esté fuera —replicó Edward—. Si no estuviera bien acompañada, pensaría mal.
Jas se echó a reír burlonamente.
—¿Es ese monstruo enorme y verde que veo en tu espalda? Creía que te habías deshecho del demonio de los celos hace tiempo.
Las semanas transcurrieron rápidamente hasta que tan sólo quedaron dos días para la partida de Edward. Había estado muy ocupado cuidando del barco, de las deudas de Tanya y del molino, que finalmente habían decidido comprar, y había pasado muy poco tiempo en casa. En varias ocasiones había permanecido en el Fleetwood durante tres o cuatro días, y cuando estaba en casa se pasaba la mayor parte del tiempo en el estudio trabajando en los libros de contabilidad, documentos y recibos. El único día que pasaba junto a su esposa era el domingo. Solían ir a la iglesia donde Bella era recibida ahora con sumo respeto y amabilidad.
Ese día, poco después del almuerzo, Edward había salido a montar a Leopold por última vez antes de zarpar a bordo de su barco. Era ya tarde cuando el caballo regresó sin jinete causando un gran desasosiego. Bella estaba frenética cuando uno de los criados descubrió a Edward saliendo del bosque. Al aproximarse, vieron que estaba cubierto de polvo y que su rostro estaba mugriento. Cojeaba ligeramente, y al ver al grupo que lo aguardaba, esgrimió la fusta en actitud sospechosa. Leopold le observaba con el rabillo del ojo, contento de haber puesto en entredicho las habilidades ecuestres de su amo. Edward lanzó la fusta al establo maldiciendo, y se hundió en un banco exhausto.
Sue se echó a reír alegremente y comentó:
—Ese viejo caballo saca lo mejor de usted, señorito Ed.
El hombre volvió a maldecir y le lanzó el sombrero a la anciana. Ésta lo esquivó todavía desternillándose de risa y se batió en rápida retirada.
Jas también rió de buena gana.
—Una cosa está clara, Edward, a este paso vas a gastar antes la espalda de la chaqueta que los fondillos del pantalón —se burló.
Seth desvió la mirada tosiendo sonoramente como si se hubiera atragantado y trató de ponerse serio ante la mirada colérica de su amo.
Bella continuaba mostrando una expresión de consternación.
—¿Qué ha ocurrido, Edward? —le preguntó—. ¡Estabas cojeando!
—¡Esa maldita bestia me pilló desprevenido y pasó por una rama baja! —exclamó enfadado—. Y en cuanto a la cojera, es una ampolla. Estas botas no están hechas para caminar. —Dicho esto, les dio la espalda, que tenía cubierta de barro y se alejó a grandes zancadas hacia la casa.
Cuando se hubo marchado, el caballo agitó la cabeza y empezó a relinchar y a hacer cabriolas. Edward se volvió y apretando los puños exclamó:
—¡Uno de estos días voy a matarte, malvada mula sarnosa! —Se volvió una vez más y se marchó a la casa, furioso.
Seth continuaba aguantándose la risa.
—Será mejor que vaya a prepararle el baño. Creo que lo va a necesitar —observó. La cena transcurrió en un riguroso silencio, pues las parcas contestaciones de
Edward no propiciaban una conversación fluida. No era difícil determinar que le dolía más su orgullo que todos los cardenales y ampollas que cubrían su cuerpo. Su humor mejoró un poco al día siguiente. Bella llamó tímidamente a la puerta de su estudio. Cuando Edward le dijo que entrara, lo vio en su escritorio revisando libros de contabilidad y extractos de cuentas.
—¿Tienes un momento? —preguntó insegura. Nunca antes lo había importunado mientras trabajaba y ahora estaba vacilante.
Edward asintió.
—Eso creo —repuso—. Se repantigó en la silla observándola cruzar la habitación y le indicó una silla para que se sentara junto a su escritorio. Esperó un rato mientras la joven se balanceaba nerviosa en el borde de la silla tratando de reunir el coraje necesario para iniciar la conversación.
—¿Algún asunto que quieras discutir? —inquirió Edward sobresaltando a la muchacha.
—Sí... ah... ¿cuánto tiempo vas a permanecer fuera? Quiero decir... ¿vas a regresar antes de que nazca el bebé?
—Sí, no planeo estar fuera más de un mes —contestó él molesto por haber sido interrumpido con semejante trivialidad—. Creía que ya te lo había dicho. —Regresó a su trabajo.
—Edward —insistió ella—. Me preguntaba... si podría hacer algunos arreglos en la habitación mientras permanezcas fuera.
—Por supuesto —respondió él ásperamente—. Pídele a Ethan que disponga lo necesario. —Volvió a concentrarse en el trabajo pensando que Bella había concluido, pero una vez más lo interrumpió.
—También habría que hacer algo en... el salón. Edward la miró.
—Mi querida esposa, puedes hacer que reconstruyan la casa entera si lo deseas — dijo con sarcasmo.
Bella bajó la vista hacia sus manos, apoyadas con mojigatería sobre sus rodillas.
Edward le lanzó una mirada furiosa y regresó a su trabajo. El silencio reinó en la habitación sin que Bella hiciera ademán alguno de retirarse. Después de varios minutos Edward volvió a mirarla. Clavó la pluma en el tintero y se apoyó en el respaldo de la silla.
—¿Deseas algo más? —inquirió molesto. Los ojos azules de la muchacha se encontraron con los verdes de su esposo. Levantó el mentón y se apresuró a añadir:
—Sí, señor. Mientras arreglan la sala de estar, me gustaría que me dieras permiso para usar tu cama.
Edward dejó caer con estrépito el puño sobre la mesa y se levantó para caminar por la estancia muy furioso. Era ridículo que su propia mujer tuviera que pedirle su consentimiento para usar la cama que se suponía era para los dos.
—Maldita sea, mujer, no tienes que darme la lata cada vez que desees utilizar algo de la casa en mi ausencia. Ya tengo bastante de este estúpido juego. Puedes utilizarlo todo; no tengo ni el tiempo ni el humor para tener que estar aprobando todos tus caprichos. Te ruego ejercites tu cabeza de chorlito y empieces a ser la señora de esta casa. No quieres compartir mi cama pero con gusto te doy permiso para que compartas todo lo demás. Ahora tengo trabajo que atender, como puedes comprobar. Hay momentos del día en los que busco un poco de paz, ahora, por favor, sal de esta habitación.
Las últimas palabras las pronunció casi gritando. Al finalizar su diatriba, Bella, pálida y demacrada, se puso en pie y se marchó. Al salir se encontró con Seth y Jas en la puerta principal y con Sue en las escaleras. Los tres tenían los ojos extremadamente abiertos evidenciando que habían oído cada una de las palabras que Edward había proferido. Se precipitó escaleras arriba, sollozando, y se tiró sobre la cama, desconsolada.
Edward salió del estudio en dos zancadas con la intención de consolarla y calmar la agonía causada por su arrebato. Pero al salir se encontró con la mirada enfurecida de Jas y sintió la reprobación de los tres.
Sue resopló y en tono de mofa le dijo a Jas:
—Algunos hombres no tienen sensibilidad. —Se volvió bruscamente y se marchó.
Seth se encaró con su capitán por primera vez. Abrió la boca varias veces para decir algo, pero al no conseguirlo se encasquetó el sombrero y se marchó sin soportar estar en la misma estancia.
Jas miró con odio a su cada vez más ruborizado hermano y con una mueca de desprecio, espetó:
—Hay momentos, hermano, en los que deshonras la memoria de nuestro padre. Si quieres hacer el idiota, no abuses de los demás con tu necedad. —Se volvió y se marchó también.
Ahora Edward estaba solo, sintiendo el peso de su afilada lengua. ¡Era ya bastante que sus dos criados de confianza, incluso amigos de confianza, se volvieran contra él de esa manera y que él mismo estuviera disgustado por haber reprendido a Bella con vehemencia y pudiera ahora oír su llanto en el silencio de la casa, pero que su propio hermano se hubiera unido a ellos y lo hubiera rechazado por completo!
Regresó al estudio y se sentó, pensativo, a su escritorio. Hasta la casa parecía reprocharle sus modales. Se sentía marginado en su propio hogar y no encontraba la manera de aliviar su pesar.
La cena transcurrió en medio de un incómodo silencio y con la silla de Bella vacía. Sue atendió a los dos hombres y cada vez que servía a Edward lo hacía lo más lejos posible de él, disfrutando de ello. Jas terminó de cenar, dejó el cuchillo y el tenedor sobre la mesa y lanzó una mirada de furia a Edward antes de ponerse en pie e irse. Se detuvo en el vestíbulo, donde Sue le comentó algo en alto para que Edward lo oyera.
—Señorito Jas, la señorita Bella… está sentada junto a la ventana y no quiere comer. ¿Qué debo hacer para que coma, señorito Jas? ¡Ella y el bebé morirán de hambre!
—No pasa nada, Sue —respondió Jas—. Creo que lo mejor que podemos hacer es dejarla sola durante un rato. Estará bien y él se habrá ido mañana.
Sue se marchó, sacudiendo la cabeza mientras farfullaba cosas para sí. Jas todavía no deseaba retirarse a sus aposentos. Salió a sentarse en las escaleras y permaneció un rato pensativo, observando el camino, asombrado ante la estupidez de su hermano.
Exhaló un suspiro y se adentró en la noche fría y silenciosa en dirección a los establos. Al apoyarse contra la puerta oyó a Leopold resoplar y cocear. Entró y acarició el hocico sedoso del semental haciendo que sacudiera la cabeza, contento. De pronto un murmulló desvió su atención del caballo y vio una luz tenue procedente del cuarto donde dormía Seth. Se aproximó preguntándose con quién estaría hablando a esas horas. La parte superior de la puerta estaba medio abierta, de modo que Jas pudo ver al hombre sentado a la cabecera del camastro con las rodillas dobladas. Una botella medio empezada yacía entre sus piernas y un gato que dormitaba a los pies de la cama, parecía ser el objeto de su monólogo.
—Oh, Webby, hice muy mal llevándosela a él —se lamentó—. ¡Mira cómo la trata ahora que lleva la carga de su hijo! —Se encogió de hombros—. Pero ¿cómo íbamos a saber que tan sólo era una pobre chiquilla asustada, Webby? Casi todas las mujeres que deambulan por las calles de Londres de noche son prostitutas, y el capitán llevaba varias copas de más esa noche en tierra. ¿Por qué, Señor, tuvimos que escogerla a ella… una pobre chica perdida y alejada de su familia? Debió de tratarla muy mal esa noche, y era virgen. ¡Y eso es lo peor de todo, Webby! Una pobre inocente poseída de esa forma.
¡Oh, qué vergüenza! ¡Oh, Webby, qué vergüenza...!
Se llevó la botella a la boca y dio un trago generoso, luego se limpió con el brazo, riendo.
—Pero ese lord Jenks puso firme al capitán. Le obligó a casarse con ella cuando descubrieron al chiquitín. —Se echó a reír, satisfecho y escudriñó al gato con ojos vidriosos—. El capitán se volvió loco, Webby. No hay mucha gente que pueda obligar al capitán a obrar contra su voluntad. —El viejo guardó silencio y se desplomó, mirando pensativo la botella—. Y —farfulló al cabo de un rato—, el capitán debió tomarle cariño, tal como rastreó la ciudad cuando la joven escapó tras pasar la noche con él. Y
cuando descubrió que había huido, jamás lo había visto tan furioso. Todavía estaríamos allí buscándola si no hubiera sido porque el caballero la trajo de vuelta para que se casaran.
Se incorporó y dio un largo trago a la botella. Luego se señaló con el pulgar y añadió:
—Pero yo fui el primero que se la llevó, Webby, ¡yo! Hice el trabajo sucio. ¡La dejé en sus manos! Y, oh Dios, lo que ha tenido que aguantar. La pobre y dulce señorita...
Su voz se fue apagando e inclinó lentamente la cabeza sobre el pecho. Un instante después sus ronquidos resonaban en la estancia. Jas se dirigió hacia la puerta de las caballerizas muy pensativo y se apoyó contra ella. Esbozó una sonrisa.
—Así que la conoció de ese modo —murmuró. De repente soltó una carcajada—.
Pobre Ed, se lo encontró todo hecho. ¿Qué demonios digo? ¡Pobre Quil!
Se alejó de las cuadras silbando hacia la casa, con su buen humor recuperado. La puerta del estudio estaba cerrada y, al pasar por delante, Jas la saludó de manera informal y sonrió.
A la mañana siguiente descendió por las escaleras del mismo buen humor y, aunque el lugar de Bella continuaba estando vacío, no molestó a su hermano. Sólo cuando Edward tuvo la boca llena comentó:
—¿Sabes Edward?, una mujer tarda doscientos setenta días en dar a luz. Será interesante ver lo que tarda la tuya. Sería muy extraño que hubieras tenido que casarte con Quil en el mar. Aunque siendo capitán hubiera supuesto un problema, ¿no crees?
¿Cómo habrías podido casarte a ti mismo? —Siguió desayunando pensando en esa situación mientras Edward lo observaba con curiosidad.
Jas se secó la boca con una servilleta y musitó:
—No debo perder la cuenta. —Y antes de que su hermano pudiera hacer un comentario, se levantó dejándolo solo y confuso.
Las maletas habían sido cargadas en el carruaje y Seth, sentado junto a Sam en el asiento del conductor, entrecerraba sus ojos inyectados en sangre ante el brillante sol de la mañana. Los dos hermanos estaban junto a la puerta del carruaje cuando de pronto, Bella salió al porche. La joven los observó sujetando su chal con solemnidad.
—Espero que tengas un viaje agradable, Edward —le deseó con ternura—. Intenta llegar a casa lo antes posible.
Edward avanzó un par de pasos hacia ella con expresión adusta, se detuvo y la miró, pero mascullando una maldición se volvió y subió al landó.
Jas observó el coche alejarse y se reunió con Bella en el porche.
—Ten paciencia, Quil —murmuró—. No es tan estúpido como a veces parece. La muchacha le dedicó una sonrisa agradeciéndole su comprensión, giró animada,
sobre sus talones y entró en la casa.
En los días venideros no tuvo tiempo para pensar. Se ocupó desde las tareas más importantes a los detalles más nimios, organizando los arreglos necesarios para el cuarto de los niños y la sala de estar. Seleccionó los materiales para las nuevas cortinas y colgaduras, así como el papel de las paredes. Cuando se sentaba, sus mano; continuaban atareadas tejiendo ropa para el bebé. Sólo por la noche, cuando yacía en la cama de Edward y recorría con sus dedos el escudo tallado de la familia, pensaba en lo solitario que estaba Harthaven sin él.
El secreto sale a luz... Jasper se entero de todoo
a veces Edward me dan ganas de matarlo =(
que opinan?
besos y abrazos...
