VII

Madara había atravesado la mortal red montañosa en búsqueda de aliados que estuvieran dispuestos a morir por su gracia, pero en cambio estos lo salvaron a él de la insolación y la sed, y durmiendo en una pila de heno con el tobillo atado a un cepo pronto se revelaron como sus carceleros. Adquirió el hábito de jugar damas con el Capitán de la dependencia, y en esas tres semanas que tardó en curarse de la disentería entablaron una prodigiosa amistad basada en el respeto intelectual y la intriga sobre los orígenes ajenos. El Capitán Miura, famoso por sus intrépidas avanzadillas y su férreo control de las zonas asaltadas, era un hombre bajo pero corpulento, cuyos pequeños ojos revelaban una sagacidad voraz. Torturador por vocación, practicaba el karate con disciplina, y cuando Madara se hubo recuperado, lo desafió a un encuentro de exhibición.

Sorprendentemente se encontraron en una igualdad inaudita de habilidades. Madara, por respeto a su ahora personal amigo, no empleó ninguna de las habilidades con las que se afanaba en las rondas nocturnas de póker, donde rotaba una misma copa de cerámica grumosa que traía algo de sake. Tras declararse iguales, la reverencia dio paso al abrazo, pero Madara sintió estrujarse las tripas. El Capitán Miura, como si silbara, le susurró en el oído: No te perdonaré por no usar todo tu poder. Había interpretado de modo contrario el gesto de Madara, y este por primera vez se enfrentaba al choque cultural.

En Konoha no tenían una cultura. Tenían muchas, tantas que las pequeñas disparidades, los diarios excesos, esos encuentros rutinarios en la forma de lavarse las manos, en el primer pie puesto en un establecimiento, en el costado por el que se montaba un caballo, la dirección del rezo o el grado de la inclinación, habían pasado a ser una forma común de intercambio, hasta el punto en que nadie se atrevía a desautorizar una práctica, por insulsa o desprolija que se viera. Y los japoneses claro eran muy rigurosos y temperamentales, pero también adoraban estar ebrios, porque entonces las canciones del corazón les brotaban con una sinceridad entrañable.

Madara prometió retomar el duelo una vez él hubiese recuperado su título. Les había estado platicando por semanas sobre unas tierras en conflicto escondidas entre las hojas más allá de las montañas, de cómo su clan había renegado de él por seguir las promesas de un hombre no más poderoso que listo, y les advertía con exageración cómo la anarquía de los clanes conducirían a su joven sociedad al colapso. No le creyeron, no les importaban los desvaríos del loco de las montañas. ¿Había hierro en esas tierras? ¿Había especias culinarias insospechadas? ¿Había siquiera el más mísero de los yacimientos de petróleo? La triple respuesta afirmativa despertó un mediano interés. Los japoneses enviaron a un observador que tardó 3 semanas en volver con las ropas deshilachadas y cruzando su idioma con dialectos desconocidos.

—Allí no hay ni mierda —fue lo poco que se le entendió.

Aquello terminó por confirmar el desinterés. Madara insistió.

—Lo que abunda en mis tierras son hombres. Hombres valientes, hombres fuertes, capaces de vencer a cualquier ejército del mundo.

Pero no estaban dispuestos a arriesgarse en una zona donde Alejandro Magno había perdido a sus elefantes por el encuentro de un batallón, por más virilidad que segregara. Con los japoneses ya tenían suficiente, así que se siguieron moviendo al sur, a quemar más aldeas chinas. Madara tuvo que dar una demostración, corrió hacia la cima de la colinilla, y tras unos sellos tan rápido como imperceptibles, escupió una llamarada abrazadora que consumió las chozas, achicharró ancianos y niños y en general les arruinó el día a todos en esa tranquila aldea donde reinaba el servilismo ignominioso.

Los japoneses se cansaron de felicitarlo. Entre los restos de un templo pagano, encontraron el cuerpo rostizado de una mujer, y al comprobar que estaba embarazada, el festejo fue imposible de superar. ¿Todos los hombres de tu tierra hacen esto? ¿Y las mujeres también, y son supremamente hermosas? ¿Y lucharán por el Emperador si los liberamos? La triple afirmación hizo que los japoneses casi mojaran sus pantalones caquis. Tras unas comunicaciones telegráficas que exigieron confirmación inmediata, y tras una desaforada discusión en el salón de guerra, el Capitán Miura consiguió que autorizaran la Misión Conquista a los Magos, dispusieron a todos sus mejores hombres que no estuvieran ocupados en otras tareas, como dominar el extenso territorio chino, asaltado cada vez más por los comunistas, o desplegar la guerra marítima y naval contra los americanos; y en menos de un mes estuvieron en las puertas de Konoha.

Madara exigió que se le diera un traje de combate, y seleccionó él mismo a una serie de reclutas con actitudes. El mismo Emperador, enterado de sus hazañas cuasi milagrosas, y con la comitiva casi al borde del colapso renal, le envió una hermosa Armadura de batalla Samurái, y con ella la Legendaria Espada de Totsuka, que hubiese pertenecido al irreverente Dios Susanoo en los albores del tiempo, cuando viajaba en relámpagos y sacudía la tierra por capricho. Todo ello con un reconocimiento oficial por los grandiosos servicios prestados a la dignísima empresa japonesa y un título de General Honorario del Imperio, que Madara se sirvió bien en rechazar, pues cuando recuperara su lugar en Konoha, afirmaba, podría tutear al susodicho emperador. También por petición (para tranquilizar a los consejeros sobre la existencia de este maravilloso hombre), accedió a hacerse una fotografía junto al Capitán Miura. Las generaciones posteriores habrían de ver extrañadas la prueba innegable de que existió una alianza de su defenestrado ejército con un clan de locos ninjas, representado por ese robusto hombre vestido de samurái y con una melena greñuda que apenas permitía dibujar las facciones de su rostro.

Contra todo pronóstico, las divisiones cruzaron las montañas. Bien equipadas, los carros derribaban los finos bosques de bambú abriendo un cómodo paso a las tropas. Los soldados, cariacontecidos, no podían terminar de creerse que una tierra así de fantástica se escondiera tras esa ladera inerte, y que más aun la hubiesen pasado de largo en su cruzada por dominar Manchuria. Otro record se rompió, pues Madara consiguió que los jóvenes elegidos dominaran el Ninjutsu en 15 días, tras meñiques rotos y palmas entumecidas, y los declaró Shinobis Honorarios de Konoha, como forma de devolver el favor al Emperador Japonés.

Tras disponer las tropas en un cerco formal, donde los cañones cubiertos de maleza esperaban la indicación para descargar sus escupitajos de fuego en las chozas de madera, bambú y papel, Madara desoyó al Capitán Miura con su idea de incendiar los alrededores, ya que prefería conservar su dominio lo más intacto posible, por lo que envió a un emisario a caballo. El caballo regresó, y a él amarrado, el cuerpo desmembrado del imberbe, forrado de pergamino.

Fueron a desmontarlo.

—¡Idiotas! —reclamó Madara, pero los japoneses, su inédito escuadrón, ya estaba envuelto en la explosión que liberó la tinta de pólvora con la que habían sido marcados los pergaminos. Inmediatamente cayó sobre ellos una lluvia de flechas encendidas. Los japoneses retrocedieron en desbandada, y en las montañas fueron atacados por jaurías muy organizadas que se llevaron sus brazos, sus piernas, sus tripas y sus caras. Los pocos sobrevivientes fueron picados por mosquitos y mordidos por pulgas y hormigas. Se rascaron, se infectó y se les gangrenó.

—Dios ha bajado a la tierra, y nos ha dado una patada en la cara —decía un argot que se hizo muy popular entre los derrotados imperiales, que apenas encontraron como una ligera recuperación el poder conservar a un emperador que ya había perdido toda aura divina. No pudo contar con más refuerzos, rendidos el 9 de septiembre de 1945, aterrados por los poderes atómicos de los americanos y la marcha roja sobre Manchuria. Pero Madara estaba más pendiente de su compañero, el Capitán Miura, consumido por la plaga, irreconocible por las pústulas de pus que asaltaban su rostro, y a quien él mismo liberó de su dolor con la misma Totsuka, restituyéndole con el honor de resbalar su sangre por esa sagrada espada. Sonrió, pero Madara a veces creía poder reconocer sus ojos pequeños y letales en la hoja de la espada, así que convencido de que había llegado a un grado superior de claridad humana y espiritual, o sucumbido a la mejor de las locuras, que vendría a ser más o menos lo mismo en este punto, fue en busca de un nuevo poder. Vagó por desiertos ferrosos, surcó mares torrentosos, se perdió por laberínticos cañones, donde se enfrentó a los peores demonios: los internos. Allí, consumido por la desesperación de la sempiterna derrota, o las veces que se asomó al abismo de la no existencia, o porque comió esos chilaquiles salvajes que lo tumbaron 3 días con una diarrea que lo dejó en los huesos, Madara fue alcanzado en el borde del colapso total por el rostro pálido de la muerte, que lo invitó a jugar a las Damas.

La muerte lo reconoció como una excepcionalidad digna de ver sus mejores jugadas. Madara era capaz de verle y no temerle gracias a su nuevo y superior Jutsu Ocultar: El Mangekyo Sharingan, que era además un nombre cojonudo.

Madara le preguntó cómo estaba su viejo colega, el Capitán Miura, pero la muerte arguyó que cada muerte es personal, nunca la misma para todos, aunque sí heredables.

—Eso tiene sentido —decretó Madara, tras alcanzar la quincuagésima victoria en las fichas, aquellas que no era capaz de trasladar al campo real.

Pero las muertes platican entre ellas en los entresijos de la vida, y en un descanso que tuvieron, después de varios años de arduo trabajo, se encontró con la muerte del Capitán Miura, muy decepcionada, porque tenía al cliente en la barra listo para el servicio cuando una espada salida sabe quién de qué vaina, se lo llevó. Madara recordó la Totsuka, y la descubrió sosteniéndole la mesilla sobre la que jugaban a las damas.

Convencido de que la Totsuka era un arma capaz de desafiar a la muerte, y algo decepcionado porque no podría congraciarse en el Salón de la Fama del Mas Allá con viejos conocidos y desconocidos, decidió enfrentar al Diablo con ella, o al menos lo que más se le parece en la tierra. Pero se había pegado un tiro en su búnker bajo tierra, por lo que optó por la monstruosidad que le quedara más cerca. Descendió por una ladera sulfurosa, pateando los cadáveres de otros caídos en jornadas similares, hasta una concavidad azul de lo húmeda que estaba, donde encontró una gigantesca osamenta de bestia. No se decepcionó, de hecho, estuvo más satisfecho. La bestia ahora estaría joven, vigorosa, más despiadada, pero sin la sagacidad suficiente para esquivar su Mangekyo. Cuando Madara Uchiha volvió a Konoha por una última batalla, reunía los restos de un ejército japonés desperdigado y las facciones chinas nacionalistas que no se plegaban, y montaba, poseído por Susanoo, al Kyubi, el Zorro de las Nueve Colas.